El siguiente cuento nos menciona un evento "sobrenatural" . El juez de instrucción de la ciudad de Saint-Cloud le relata a unas mujeres lo que le aconteció en una investigación que hizo tiempo atrás en la ciudad de Ajaccio. El personaje narra que conoció a un hombre de nombre Jhon Rowell, con quien tuvo una amistad . Al paso del tiempo conoció la casa de Jhon y logró ver que poseía una una mano cortada y secada al sol, la cual le perteneció a su mejor enemígo. Aunque la mano parece inofensiva, Jhon menciona que debe estar encadenada porque varias veces a tratado de asesinarlo. El desenlace nos deja pensando en varias respuestas. Espero les guste.
La mano
Estaban en círculo en torno al señor Bermutier, juez de
instrucción, que daba su opinión sobre el misterioso suceso de
Saint-Cloud. Desde hacía un mes, aquel inexplicable crimen
conmovía a París. Nadie entendía nada del asunto.
El señor Bermutier, de pie, de espaldas a la chimenea,
hablaba, reunía las pruebas, discutía las distintas opiniones,
pero no llegaba a ninguna conclusión.
Varias mujeres se habían levantado para acercarse y
permanecían de pie, con los ojos clavados en la boca afeitada
del magistrado, de donde salían las graves palabras. Se
estremecían, vibraban, crispadas por su miedo curioso, por la
ansiosa e insaciable necesidad de espanto que atormentaba su
alma; las torturaba como el hambre.
Una de ellas, más pálida que las demás, dijo durante un
silencio:
-Es horrible. Esto roza lo sobrenatural. Nunca se sabrá
nada.
El magistrado se dio la vuelta hacia ella:
-Sí, señora, es probable que no se sepa nunca nada. En
cuanto a la palabra sobrenatural que acaba de emplear, no
tiene nada que ver con esto. Estamos ante un crimen muy
hábilmente concebido, muy hábilmente ejecutado, tan bien
envuelto en misterio que no podemos despejarlo de las
circunstancias impenetrables que lo rodean. Pero yo, antaño,
tuve que encargarme de un suceso en que verdaderamente parecía
que había algo fantástico. Por lo demás, tuvimos que
abandonarlo, por falta de medios para esclarecerlo.
Varias mujeres dijeron a la vez, tan de prisa que sus voces
no fueron sino una:
-¡Oh! Cuéntenoslo.
El señor Bermutier sonrió gravemente, como debe sonreír un
juez de instrucción. Prosiguió:
-Al menos, no vayan a creer que he podido, incluso un
instante, suponer que había algo sobrehumano en esta aventura.
No creo sino en las causas naturales. Pero sería mucho más
adecuado si en vez de emplear la palabra sobrenatural para
expresar lo que no conocemos, utilizáramos simplemente la
palabra inexplicable. De todos modos, en el suceso que voy a
contarles, fueron sobre todo las circunstancias circundantes,
las circunstancias preparatorias las que me turbaron. En fin,
éstos son los hechos:
«Entonces era juez de instrucción en Ajaccio, una pequeña
ciudad blanca que se extiende al borde de un maravilloso golfo
rodeado por todas partes por altas montañas.
«Los sucesos de los que me ocupaba eran sobre todo los de
vendettas. Los hay soberbios, dramáticos al extremo, feroces,
heroicos. En ellos encontramos los temas de venganza más
bellos con que se pueda soñar, los odios seculares,
apaciguados un momento, nunca apagados, las astucias
abominables, los asesinatos convertidos en matanzas y casi en
acciones gloriosas. Desde hacía dos años no oía hablar más que
del precio de la sangre, del terrible prejuicio corso que
obliga a vengar cualquier injuria en la propia carne de la
persona que la ha hecho, de sus descendientes y de sus
allegados. Había visto degollar a ancianos, a niños, a primos;
tenía la cabeza llena de aquellas historias.
«Ahora bien, me enteré un día de que un inglés acababa de
alquilar para varios años un pequeño chalet en el fondo del
golfo. Había traído con él a un criado francés, a quien había
contratado al pasar por Marsella.
«Pronto todo el mundo se interesó por aquel singular
personaje, que vivía solo en su casa y que no salía sino para
cazar y pescar. No hablaba con nadie, no iba nunca a la
ciudad, y cada mañana se entrenaba durante una o dos horas en
disparar con la pistola y la carabina.
«Se crearon leyendas en torno a él. Se pretendió que era un
alto personaje que huía de su patria por motivos políticos;
luego se afirmó que se escondía tras haber cometido un
espantoso crimen. Incluso se citaban circunstancias
particularmente horribles.
«Quise, en mi calidad de juez de instrucción, tener algunas
informaciones sobre aquel hombre; pero me fue imposible
enterarme de nada. Se hacía llamar sir John Rowell.
«Me contenté, pues, con vigilarlo de cerca; pero, en
realidad, no me señalaban nada sospechoso respecto a él.
«Sin embargo, al seguir, aumentar y generalizarse los
rumores acerca de él, decidí intentar ver por mí mismo al
extranjero, y me puse a cazar con regularidad en los
alrededores de su dominio.
«Esperé durante mucho tiempo una oportunidad. Se presentó
finalmente en forma de una perdiz a la que disparé y maté
delante de las narices del inglés. Mi perro me la trajo; pero,
cogiendo en seguida la caza, fui a excusarme por mi
inconveniencia y a rogar a sir John Rowell que aceptara el
pájaro muerto.
«Era un hombre grande con el pelo rojo, la barba roja, muy
alto, muy ancho, una especie de Hércules plácido y cortés. No
tenía nada de la rigidez llamada británica, y me dio las
gracias vivamente por mi delicadeza en un francés con un
acento de más allá de la Mancha. Al cabo de un mes habíamos
charlado unas cinco o seis veces.
«Finalmente una noche, cuando pasaba por su puerta, lo vi
en el jardín, fumando su pipa a horcajadas sobre una silla.
Lo saludé y me invitó a entrar para tomar una cerveza. No fue
necesario que me lo repitiera.
«Me recibió con toda la meticulosa cortesía inglesa; habló
con elogios de Francia, de Córcega, y declaró que le gustaba
mucho este país, y esta costa.
«Entonces, con grandes precauciones y como si fuera
resultado de un interés muy vivo, le hice unas preguntas sobre
su vida y sus proyectos. Contestó sin apuros y me contó que
había viajado mucho por África, las Indias y América. Añadió
riéndose:
«-Tuve mochas avanturas, ¡oh! yes.
«Luego volví a hablar de caza y me dio los detalles más
curiosos sobre la caza del hipopótamo, del tigre, del elefante
e incluso la del gorila. Dije:
«-Todos esos animales son temibles.
«Sonrió:
«-¡Oh, no! El más malo es el hombre.
«Se echó a reír abiertamente, con una
risa franca de inglés gordo y contento:
«-He cazado mocho al hombre también.
«Después habló de armas y me invitó a entrar en su casa
para enseñarme escopetas con diferentes sistemas.
«Su salón estaba tapizado de negro,
de seda negra bordada con oro. Grandes flores amarillas
corrían sobre la tela oscura, brillaban como el fuego. Dijo:
«-Eso ser un tela japonesa.
«Pero, en el centro del panel más amplio, una cosa extraña
atrajo mi mirada. Sobre un cuadrado de terciopelo rojo se
destacaba un objeto rojo. Me acerqué: era una mano, una mano
de hombre. No una mano de esqueleto, blanca y limpia, sino una
mano negra reseca, con uñas amarillas, los músculos al
descubierto y rastros de sangre vieja, sangre semejante a
roña, sobre los huesos cortados de un golpe, como de un
hachazo, hacia la mitad del antebrazo.
«Alrededor de la muñeca una enorme cadena de hierro,
remachada, soldada a aquel miembro desaseado, la sujetaba a la
pared con una argolla bastante fuerte como para llevar atado a
un elefante. Pregunté:
«-¿Qué es esto?
«El inglés contestó tranquilamente:
«-Era mejor enemigo de
mí. Era de América. Ello había sido cortado con el sable y
arrancado la piel con un piedra cortante, y secado al sol
durante ocho días. ¡Aoh, muy buena para mí, ésta.
«Toqué aquel despojo humano que debía de haber pertenecido
a un coloso. Los dedos, desmesuradamente largos, estaban
atados por enormes tendones que sujetaban tiras de piel a
trozos. Era horroroso ver esa mano, despellejada de esa
manera; recordaba inevitablemente alguna venganza de salvaje.
Dije:
«-Ese hombre debía de ser muy fuerte.
«El inglés dijo con dulzura:
«-Aoh yes; pero fui más fuerte
que él. Yo había puesto ese cadena para sujetarle.
«Creí que bromeaba. Dije:
«-Ahora esta cadena es completamente
inútil, la mano no se va a escapar.
«Sir John Rowell prosiguió con tono
grave:
«-Ella siempre quería irse. Ese
cadena era necesario.
«Con una ojeada rápida, escudriñé su rostro, preguntándome:
"¿Estará loco o será un bromista pesado?"
«Pero el rostro permanecía impenetrable, tranquilo y
benévolo. Cambié de tema de conversación y admiré las
escopetas.
«Noté sin embargo que había tres revólveres cargados encima
de unos muebles, como si aquel hombre viviera con el temor
constante de un ataque.
«Volví varias veces a su casa. Después dejé de visitarlo.
La gente se había acostumbrado a su presencia; ya no
interesaba a nadie.
«Transcurrió un año entero; una mañana, hacia finales de
noviembre, mi criado me despertó anunciándome que Sir John
Rowell había sido asesinado durante la noche.
«Media hora más tarde entraba en casa del inglés con el
comisario jefe y el capitán de la gendarmería. El criado,
enloquecido y desesperado, lloraba delante de la puerta.
Primero sospeché de ese hombre, pero era inocente.
«Nunca pudimos encontrar al culpable.
«Cuando entré en el salón de Sir John, al primer vistazo
distinguí el cadáver extendido boca arriba, en el centro del
cuarto.
«El chaleco estaba desgarrado, colgaba una manga arrancada,
todo indicaba que había tenido lugar una lucha terrible.
«¡El inglés había muerto estrangulado! Su rostro negro e
hinchado, pavoroso, parecía expresar un espanto abominable;
llevaba algo entre sus dientes apretados; y su cuello,
perforado con cinco agujeros que parecían haber sido hechos
con puntas de hierro, estaba cubierto de sangre.
«Un médico se unió a nosotros.
Examinó durante mucho tiempo las huellas de dedos en la carne
y dijo estas extrañas palabras:
«-Parece que lo ha estrangulado un
esqueleto.
«Un escalofrío me recorrió la espalda y eché una mirada
hacia la pared, en el lugar donde otrora había visto la
horrible mano despellejada. Ya no estaba allí. La cadena,
quebrada, colgaba.
«Entonces me incliné hacia el muerto y encontré en su boca
crispada uno de los dedos de la desaparecida mano, cortada o
más bien serrada por los dientes justo en la segunda falange.
«Luego se procedió a las comprobaciones. No se descubrió
nada. Ninguna puerta había sido forzada, ninguna ventana,
ningún mueble. Los dos perros de guardia no se habían
despertado.
«Ésta es, en pocas palabras, la declaración del criado:
«Desde hacía un mes su amo parecía estar agitado. Había
recibido muchas cartas, que había quemado a medida que iban
llegando.
«A menudo, preso de una ira que parecía demencia, cogiendo
una fusta, había golpeado con furor aquella mano reseca,
lacrada en la pared, y que había desaparecido, no se sabe
cómo, en la misma hora del crimen.
«Se acostaba muy tarde y se encerraba cuidadosamente.
Siempre tenía armas al alcance de la mano. A menudo, por la
noche, hablaba en voz alta, como si discutiera con alguien.
«Aquella noche daba la casualidad de que no había hecho
ningún ruido, y hasta que no fue a abrir las ventanas el
criado no había encontrado a sir John asesinado. No sospechaba
de nadie.
«Comuniqué lo que sabía del muerto a los magistrados y a
los funcionarios de la fuerza pública, y se llevó a cabo en
toda la isla una investigación minuciosa. No se descubrió
nada.
«Ahora bien, tres meses después del crimen, una noche, tuve
una pesadilla horrorosa. Me pareció que veía la mano, la
horrible mano, correr como un escorpión o como una araña a lo
largo de mis cortinas y de mis paredes. Tres veces me
desperté, tres veces me volví a dormir, tres veces volví a ver
el odioso despojo galopando alrededor de mi habitación y
moviendo los dedos como si fueran patas.
«Al día siguiente me la trajeron; la habían encontrado en
el cementerio, sobre la tumba de sir John Rowell; lo habían
enterrado allí, ya que no habían podido descubrir a su
familia. Faltaba el índice.
«Ésta es, señoras, mi historia. No sé nada más.»
Las mujeres, enloquecidas, estaban pálidas, temblaban. Una
de ellas exclamó:
-¡Pero esto no es un desenlace, ni una explicación! No
vamos a poder dormir si no nos dice lo que según usted
ocurrió.
El magistrado sonrió con severidad:
-¡Oh! Señoras, sin duda alguna, voy a estropear sus
terribles sueños. Pienso simplemente que el propietario
legítimo de la mano no había muerto, que vino a buscarla con
la que le quedaba. Pero no he podido saber cómo lo hizo. Este
caso es una especie de vendetta.
Una de las mujeres murmuró:
-No, no debe de ser así.
Y el juez de instrucción, sin dejar de sonreír, concluyó:
-Ya les había dicho que mi explicación no les gustaría.
No hay comentarios:
Publicar un comentario