" El hombre de Andrín " de Gonzalo Suárez
El siguiente escritor es español. Escogí un cuento del libro Gorila de Hollywood . Gonzalo inició con algunos relatos y novelas; sin embargo, ahora se dedica al cine. El siguiente cuento es uno de los que más me han llamado la atención tanto por la prosa como por el efecto que causa el cuento en el lector. El tema del cuento es el eterno retorno. Espero les guste.
El hombre de Andrín
El sendero serpentea entre el mar y el valle. Más allá, las montañas. Playas y acantilados se suceden como lagartos dormidos y bostezos de arena. Hay un islote abrupto y ciento treinta gaviotas. Esto es Andrín. El pueblo queda abajo, y arriba se extiende una superficie pedregosa y plana. De allí salieron los aviones alemanes de la Legión Cóndor para bombardear Guernica. Allí suelen ir los turistas para admirar el hermoso panorama. Cerca hay un camping. Por lo demás, es un lugar solitario.
Al atardecer, las gaviotas buscan los recovecos del aire y se deslizan silenciosas. En la punta del sendero, que se interrumpe suspendido en las alturas, hay una garita de cemento. Cuando el viento sopla, resuena como una caracola.
Una noche fui a Andrín a contar las estrellas. No soy romántico ni astrónomo. Tenía seis años y mi comadreja estaba enferma. Me dijeron que se curaría si yo conseguía contar hasta mil estrellas. Lo intenté.
Fue una broma cruel. Porque yo sólo sabía contar hasta cien.
Me desperté entumecido bajo la mirada de la Luna que se me antojó protectora y maternal. Eran otros tiempos. Todavía no se había convertido en un astro polvoriento.
El aroma de los eucaliptos ambriagaba la noche y el ronquido del mar en las amígdalas de los acantilados horadaba el silencio. Un turbio aleteo de mariposa poblaba la oscuridad ante mis ojos, muy abiertos. Tenía frío . Contemplé con impotencia las estrellas- Se habían multiplicado: dos por dos, cuatro; tres por dos, seis; seis por cuatro de insondable resultado. Inicié el regreso, vencido por las matemáticas y la humedad. El mar proponía jugar el vértigo, el valle a las tinieblas. Y , entre uno y otro, avancé, alejándome de la garita de hormigón y su vigpia de viento.
Pero, antes de llegar al desmantelado campo de aterrizaje, un gruñido feroz me hizo quedar clavado en tierra como trémulaescoba de espantapájaros. Ante mí, un perrazo tuerto hacía refulgir la dentadura con mayor intensidad que las estrellas. Y su único ojo, inmóvilen la órbita, tenía la fijeza homicida del negro orificio de un cañon de fusíl. Esbocé un paso atrás y el gruñido se acentuó, quedé con un pie en alto como las grullas y permanecí así, en precario equilibrio, tomando el pulso a las estrellas que golpeaban en mi corazón y reverberaban en los mil dientes de perro. Fue entonces, de pornto cuando aprendí a contar: un segundo se compone de cien horas y cada hora encierra una eternidad.
Exactamente el tiempo que tardaba un pie suspendido en el aire en descender hasta el suelo y un niño despavorido en ver más allá de la punta de su nariz.
Cuarenta años después volví a Andrín. Me acompañaba un perro negro y tuerto que me había encontrado en el camino. En plena noche se puso a gruñir.
Recordé entonces al solitario niño que no sabía contar las estrellas y que permanecía inmovilizado por el terror. Supe que estaba allí. No quise que me viera. Me alejé adentrándome en la noche, y el viejo perro me siguió.
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