"El extraño" de H.P. Lovecraft
Lovecraft obtuvo la inspiración para escribir este cuento del relato " El cumpleaños de la infanta" escrito por Oscar Wilde. El espejo y lo que refleja (como también ocurre en el cuento ""Testapuma" o "Feathertop" de Nathaniel Hawthorne) forman parte esencial del final del cuento. La revelación de la verdad, destruye el pensamiento del personaje.
EL EXTRAÑO
Infeliz es aquel a quien sus recuerdos infantiles sólo
traen miedo y tristeza. Desgraciado aquel que vuelve la mirada hacia horas
solitarias en bastos y lúgubres recintos de cortinados marrones y alucinantes
hileras de antiguos volúmenes, o hacia pavorosas vigilias a la sombra de árboles
descomunales y grotescos, cargados de enredaderas, que agitan silenciosamente en
las alturas sus ramas retorcidas. Tal es lo que los dioses me destinaron... a
mí, el aturdido, el frustrado, el estéril, el arruinado; sin embargo, me siento
extrañamente satisfecho y me aferro con desesperación a esos recuerdos marchitos
cada vez que mi mente amenaza con ir más allá, hacia el otro.
No
sé dónde nací, salvo que el castillo era
infinitamente horrible, lleno de pasadizos oscuros y con altos cielos rasos
donde la mirada sólo hallaba telarañas y sombras. Las piedras de los agrietados
corredores estaban siempre odiosamente húmedas y por doquier se percibía un olor
maldito, como de pilas de cadáveres de generaciones muertas. Jamás había luz,
por lo que solía encender velas y quedarme mirándolas fijamente en busca de
alivio; tampoco afuera brillaba el sol, ya que esas terribles arboledas se
elevaban por encima de la torre más alta. Una sola, una torre negra, sobrepasaba
el ramaje y salía al cielo abierto y desconocido, pero estaba casi en ruinas y
sólo se podía ascender a ella por un escarpado muro poco menos que imposible de
escalar.
Debo haber vivido años en ese lugar, pero no puedo
medir el tiempo. Seres vivos debieron haber atendido a mis necesidades; sin
embargo, no puedo rememorar a persona alguna excepto yo mismo, ni ninguna cosa
viviente salvo ratas, murciélagos y arañas, silenciosos todos. Supongo que,
quienquiera que me haya cuidado, debió haber sido asombrosamente viejo, puesto
que mi primera representación mental de una persona viva fue la de algo
semejante a mí, pero retorcido, marchito y deteriorado como el castillo. Para mí
no tenían nada de grotescos los huesos y los esqueletos esparcidos por las
criptas de piedra cavadas en las profundidades de los cimientos. En mi fantasía
asociaba estas cosas con los hechos cotidianos y los hallaba más reales que las
figuras en colores de seres vivos que veía en muchos libros mohosos. En esos
libros aprendí todo lo que sé. Maestro alguno me urgió o me guió, y no recuerdo
haber escuchado en todos esos años voces humanas..., ni siquiera la mía; ya que,
si bien había leído acerca de la palabra hablada nunca se me ocurrió hablar en
voz alta. Mi aspecto era asimismo una cuestión ajena a mi mente, ya que no había
espejos en el castillo y me limitaba, por instinto, a verme como un semejante de
las figuras juveniles que veía dibujadas o pintadas en los libros. Tenía
conciencia de la juventud a causa de lo poco que recordaba.
Afuera, tendido en el pútrido foso, bajo los árboles
tenebrosos y mudos, solía pasarme horas enteras soñando lo que había leído en
los libros; añoraba verme entre gentes alegres, en el mundo soleado allende de
la floresta interminable. Una vez traté de escapar del bosque, pero a medida que
me alejaba del castillo las sombras se hacían más densas y el aire más
impregnado de crecientes temores, de modo que eché a correr frenéticamente por
el camino andado, no fuera a extraviarme en un laberinto de lúgubre silencio.
Y así, a través de crepúsculos sin fin, soñaba y
esperaba, aún cuando no supiera qué. Hasta que en mi negra soledad, el deseo de
luz se hizo tan frenético que ya no pude permanecer inactivo y mis manos
suplicantes se elevaron hacia esa única torre en ruinas que por encima de la
arboleda se hundía en el cielo exterior e ignoto. Y por fin resolví escalar la
torre, aunque me cayera; ya que mejor era vislumbrar un instante el cielo y
perecer, que vivir sin haber contemplado jamás el día.
A la húmeda luz crepuscular subí los vetustos peldaños
de piedra hasta llegar al nivel donde se interrumpían, y de allí en adelante,
trepando por pequeñas entrantes donde apenas cabía un pie, seguí mi peligrosa
ascensión. Horrendo y pavoroso era aquel cilindro rocoso, inerte y sin peldaños;
negro, ruinoso y solitario, siniestro con su mudo aleteo de espantados
murciélagos. Pero más horrenda aún era la lentitud de mi avance, ya que por más
que trepase, las tinieblas que me envolvían no se disipaban y un frío nuevo,
como de moho venerable y embrujado, me invadió. Tiritando de frío me preguntaba
por qué no llegaba a la claridad, y, de haberme atrevido, habría mirado hacia
abajo. Se me antojó que la noche había caído de pronto sobre mí y en vano tanteé
con la mano libre en busca del antepecho de alguna ventana por la cual espiar
hacia afuera y arriba y calcular a qué altura me encontraba.
De pronto, al cabo de una interminable y espantosa
ascensión a ciegas por aquel precipicio cóncavo y desesperado, sentí que la
cabeza tocaba algo sólido; supe entonces que debía haber ganado la terraza o,
cuando menos, alguna clase de piso. Alcé la mano libre y, en la oscuridad, palpé
un obstáculo, descubriendo que era de piedra e inamovible. Luego vino un mortal
rodeo a la torre, aferrándome de cualquier soporte que su viscosa pared pudiera
ofrecer; hasta que finalmente mi mano, tanteando siempre, halló un punto donde
la valla cedía y reanudé la marcha hacia arriba, empujando la losa o puerta con
la cabeza, ya que utilizaba ambas manos en mi cauteloso avance. Arriba no
apareció luz alguna y, a medida que mis manos iban más y más alto, supe que por
el momento mi ascensión había terminado, ya que la puerta daba a una abertura
que conducía a una superficie plana de piedra, de mayor circunferencia que la
torre inferior, sin duda el piso de alguna elevada y espaciosa cámara de
observación. Me deslicé sigilosamente por el recinto tratando que la pesada losa
no volviera a su lugar, pero fracasé en mi intento. Mientras yacía exhausto
sobre el piso de piedra, oí el alucinante eco de su caída, pero con todo tuve la
esperanza de volver a levantarla cuando fuese necesario.
Creyéndome ya a una altura prodigiosa, muy por encima
de las odiadas ramas del bosque, me incorporé fatigosamente y tanteé la pared en
busca de alguna ventana que me permitiese mirar por vez primera el cielo y esa
luna y esas estrellas sobre las que había leído. Pero ambas manos me
decepcionaron, ya que todo cuanto hallé fueron amplias estanterías de mármol
cubiertas de aborrecibles cajas oblongas de inquietante dimensión. Más
reflexionaba y más me preguntaba qué extraños secretos podía albergar aquel alto
recinto construido a tan inmensa distancia del castillo subyacente. De pronto
mis manos tropezaron inesperadamente con el marco de una puerta, del cual
colgaba una plancha de piedra de superficie rugosa a causa de las extrañas
incisiones que la cubrían. La puerta estaba cerrada, pero haciendo un supremo
esfuerzo superé todos los obstáculos y la abrí hacia adentro. Hecho esto, me
invadió el éxtasis más puro jamás conocido; a través de una ornamentada verja de
hierro, y en el extremo de una corta escalinata de piedra que ascendía desde la
puerta recién descubierta, brillando plácidamente en todo su esplendor estaba la
luna llena, a la que nunca había visto antes, salvo en sueños y en vagas
visiones que no me atrevía a llamar recuerdos.
Seguro ahora de que había alcanzado la cima del
castillo, subí rápidamente los pocos peldaños que me separaban de la verja; pero
en eso una nube tapó la luna haciéndome tropezar, y en la oscuridad tuve que
avanzar con mayor lentitud. Estaba todavía muy oscuro cuando llegué a la verja,
que hallé abierta tras un cuidadoso examen pero que no quise trasponer por temor
a precipitarme desde la increíble altura que había alcanzado. Luego volvió a
salir la luna.
De todos los impactos imaginables, ninguno tan
demoníaco como el de lo insondable y grotescamente inconcebible. Nada de lo
soportado antes podía compararse al terror de lo que ahora estaba viendo; de las
extraordinarias maravillas que el espectáculo implicaba. El panorama en sí era
tan simple como asombroso, ya que consistía meramente en esto: en lugar de una
impresionante perspectiva de copas de árboles vistas desde una altura imponente,
se extendía a mi alrededor, al mismo nivel de la verja, nada menos que la tierra
firme, separada en compartimentos diversos por medio de lajas de mármol y
columnas, y sombreada por una antigua iglesia de piedra cuyo devastado capitel
brillaba fantasmagóricamente a la luz de la luna.
Medio inconsciente, abrí la verja y avancé
bamboleándome por la senda de grava blanca que se extendía en dos direcciones.
Por aturdida y caótica que estuviera mi mente, persistía en ella ese frenético
anhelo de luz; ni siquiera el pasmoso descubrimiento de momentos antes podía
detenerme. No sabía, ni me importaba, si mi experiencia era locura, enajenación
o magia, pero estaba resuelto a ir en pos de luminosidad y alegría a toda costa.
No sabía quién o qué era yo, ni cuáles podían ser mi ámbito y mis
circunstancias; sin embargo, a medida que proseguía mi tambaleante marcha, se
insinuaba en mí una especie de tímido recuerdo latente que hacía mi avance no
del todo fortuito, sin rumbo fijo por campo abierto; unas veces sin perder de
vista el camino, otras abandonándolo para internarme, lleno de curiosidad, por
praderas en las que sólo alguna ruina ocasional revelaba la presencia, en
tiempos remotos, de una senda olvidada. En un momento dado tuve que cruzar a
nado un rápido río cuyos restos de mampostería agrietada y mohosa hablaban de un
puente mucho tiempo atrás desaparecido.
Habían transcurrido más de dos horas cuando llegué a lo
que aparentemente era mi meta: un venerable castillo cubierto de hiedras,
enclavado en un gran parque de espesa arboleda, de alucinante familiaridad para
mí, y sin embargo lleno de intrigantes novedades. Vi que el foso había sido
rellenado y que varias de las torres que yo bien conocía estaban demolidas, al
mismo tiempo que se erguían nuevas alas que confundían al espectador. Pero lo
que observé con el máximo interés y deleite fueron las ventanas abiertas,
inundadas de esplendorosa claridad y que enviaban al exterior ecos de la más
alegre de las francachelas. Adelantándome hacia una de ellas, miré al interior y
vi un grupo de personas extrañamente vestidas, que departían entre sí con gran
jarana. Como jamás había oído la voz humana, apenas sí podía adivinar vagamente
lo que decían. Algunas caras tenían expresiones que despertaban en mí
remotísimos recuerdos; otras me eran absolutamente ajenas.
Salté por la ventana y me introduje en la habitación,
brillantemente iluminada, a la vez que mi mente saltaba del único instante de
esperanza al más negro de los desalientos. La pesadilla no tardó en venir, ya
que, no bien entré, se produjo una de las más aterradoras reacciones que hubiera
podido concebir. No había terminado de cruzar el umbral cuando cundió entre
todos los presentes un inesperado y súbito pavor, de horrible intensidad, que
distorsionaba los rostros y arrancaba de todas las gargantas los chillidos más
espantosos. El desbande fue general, y en medio del griterío y del pánico varios
sufrieron desmayos, siendo arrastrados por los que huían enloquecidos. Muchos se
taparon los ojos con las manos y corrían a ciegas llevándose todo por delante,
derribando los muebles y dándose contra las paredes en su desesperado intento de
ganar alguna de las numerosas puertas.
Solo y aturdido en el brillante recinto, escuchando los
ecos cada vez más apagados de aquellos espeluznantes gritos, comencé a temblar
pensando qué podía ser aquello que me acechaba sin que yo lo viera. A primera
vista el lugar parecía vacío, pero cuando me dirigí a una de las alcobas creí
detectar una presencia... un amago de movimiento del otro lado del arco dorado
que conducía a otra habitación, similar a la primera. A medida que me aproximaba
a la arcada comencé a percibir la presencia con más nitidez; y luego, con el
primero y último sonido que jamás emití -un aullido horrendo que me repugnó casi
tanto como su morbosa causa-, contemplé en toda su horrible intensidad el
inconcebible, indescriptible, inenarrable monstruo que, por obra de su mera
aparición, había convertido una alegre reunión en una horda de delirantes
fugitivos.
No puedo siquiera decir aproximadamente a qué se
parecía, pues era un compuesto de todo lo que es impuro, pavoroso, indeseado,
anormal y detestable. Era una fantasmagórica sombra de podredumbre, decrepitud y
desolación; la pútrida y viscosa imagen de lo dañino; la atroz desnudez de algo
que la tierra misericordiosa debería ocultar por siempre jamás. Dios sabe que no
era de este mundo -o al menos había dejado de serlo-, y, sin embargo, con enorme
horror de mi parte, pude ver en sus rasgos carcomidos, con huesos que se
entreveían, una repulsiva y lejana reminiscencia de formas humanas; y en sus
enmohecidas y destrozadas ropas, una indecible cualidad que me estremecía más
aún.
Estaba casi paralizado, pero no tanto como para no
hacer un débil esfuerzo hacia la salvación: un tropezón hacia atrás que no pudo
romper el hechizo en que me tenía apresado el monstruo sin voz y sin nombre. Mis
ojos, embrujados por aquellos asqueantes ojos vítreos que los miraba fijamente,
se negaban a cerrarse, si bien el terrible objeto, tras el primer impacto, se
veía ahora más confuso. Traté de levantar la mano y disipar la visión, pero
estaba tan anonadado que el brazo no respondió por entero a mi voluntad. Sin
embargo, el intento fue suficiente como para alterar mi equilibrio y,
bamboleándome, di unos pasos hacia adelante para no caer. Al hacerlo adquirí de
pronto la angustiosa noción de la proximidad de la cosa, cuya inmunda
respiración tenía casi la impresión de oír. Poco menos que enloquecido, pude no
obstante adelantar una mano para detener a la fétida imagen, que se acercaba más
y más, cuando de pronto mis dedos tocaron la extremidad putrefacta que el
monstruo extendía por debajo del arco dorado.
No chillé, pero todos los satánicos vampiros que
cabalgan en el viento de la noche lo hicieron por mí, a la vez que dejaron caer
en mi mente una avalancha de anonadantes recuerdos.
Supe en ese mismo instante todo lo ocurrido; recordé
hasta más allá del terrorífico castillo y sus árboles; reconocí el edificio en
el cual me hallaba; reconocí, lo más terrible, la impía abominación que se
erguía ante mí, mirándome de soslayo mientras apartaba de los suyos mis dedos
manchados.
Pero en el cosmos existe el bálsamo además de la
amargura, y ese bálsamo es el olvido. En el supremo horror de ese instante
olvidé lo que me había espantado y el estallido del recuerdo se desvaneció en un
caos de reiteradas imágenes. Como entre sueños, salí de aquel edificio fantasmal
y execrado y eché a correr rauda y silenciosamente a la luz de la luna. Cuando
retorné al mausoleo de mármol y descendí los peldaños, encontré que no podía
mover la trampa de piedra; pero no lo lamenté, ya que había llegado a odiar el
viejo castillo y sus árboles. Ahora cabalgo junto a los fantasmas, burlones y
cordiales, al viento de la noche, y durante el día juego entre las catacumbas de
Nefre-Ka, en el recóndito y desconocido valle de Hadoth, a orillas del Nilo. Sé
que la luz no es para mí, salvo la luz de la luna sobre las tumbas de roca de
Neb, como tampoco es para mí la alegría, salvo las innominadas fiestas de
Nitokris bajo la Gran Pirámide; y, sin embargo, en mi nueva y salvaje libertad
agradezco casi la amargura de la alienación.
Pues aunque el olvido me ha dado la calma, no por eso
ignoro que soy un extranjero; un extraño a este siglo y a todos los que aún son
hombres. Esto es lo que supe desde que extendí mis dedos hacia esa cosa
abominable surgida en aquel gran marco dorado; desde que extendí mis dedos y
toqué la fría e inexorable superficie del pulido espejo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario