"La locura de
Andelsprutz" de Lord Dunsany
En el siguiente relato nos
encontramos con una magnifica prosa de este prolífico escritor. El narrador
poco a poco nos va mencionando desde su llegada a la ciudad de Andelsprutz (lugar hermoso y facinante )
hasta la platica que tiene con un habitante de esa ciudad. Durante la plática nos
narra la historia de la ciudad y su progresiva caída; poco a poco vamos viendo
a la ciudad como una persona que sufre ciertos estragos por eventos. Lea
recomiendo la lectura, espero les agrade.
La Locura de Andelsprutz
Vi
por primera vez la ciudad de Andelsprutz una tarde de primavera. Estaba
colmado de sol cuando me acercaba por el sendero de los campos, y toda
aquella mañana había estado pensando: El sol dará en los muros cuando
vea por primera vez la hermosa ciudad conquistada que me ha nutrido de
amables sueños.
De pronto vi alzarse de los campos sus murallas y detrás los campanarios. Entré por una de las puertas y vi las casas y las calles, y me invadió una gran pesadumbre. Porque cada ciudad tiene su aire, sus maneras, se distinguen como un hombre de otro. Hay ciudades llenas de felicidad y ciudades llenas de placer, y también ciudades llenas de melancolía. Hay ciudades con sus caras al cielo y otras que humillan el rostro a tierra; unas hay que parecen contemplar el pasado y otras el futuro; algunas os observan fijamente cuando pasáis, otras os miran de pasada, otras os dejan pasar. Algunas aman las ciudades que son sus vecinas, otras son amadas de las llanuras y de las umbrías. Algunas ciudades se ofrecen desnudas al viento, otras envuélvense en capas púrpura, otras en capas pardas, y otras se tocan de blanco. Algunas cuentan el viejo cuento de su infancia, que otras guardan secreto; algunas ciudades cantan, y algunas musitan, y algunas sienten ira, y algunas tienen sus corazones rotos, y cada ciudad sale a recibir al tiempo de muy distinta manera.
Me había yo dicho: Veré a Andelsprutz arrogante en su hermosura; y había dicho: La veré llorar por su conquista. Había dicho: Me cantará canciones, y será tácita, estará ataviada y estará desnuda, pero espléndida.
Mas las ventanas de las casas de Andelsprutz miraban espantadas las llanuras, como los ojos de un loco. A su hora resonaron sus campaniles ingratos y desacordados; las campanas de unos estaban desentonadas, y cascadas las de otros, y sus tejados desnudos de musgo. Al atardecer, ningún rumor placentero se levantaba en sus calles. Cuando las lámparas se encendían en sus casas, ningún místico rayo se escapaba hacia la sombra; veríais simplemente que estaban encendidas las lámparas. Andelsprutz no tiene aspecto ni maneras propios. Cuando cayó la noche y se corrieron las cortinas sobre las ventanas, percibí lo que no había pensado a la luz del día. Entonces conocí que Andelsprutz estaba muerta.
Vi en un café a un hombre rubio que bebía cerveza, y le pregunte: ¿Por qué está casi muerta la ciudad de Andelsprutz y cuándo se ha escapado su alma? El contestó: Las ciudades no tienen alma, y en los ladrillos no hay vida nunca. Y yo le dije: Sir, usted ha dicho la verdad.
Hice a otro hombre igual pregunta y me dio la misma respuesta, y le agradecí su cortesía; y vi a un hombre de más sutil complexión, con el cabello negro y surcos en las mejillas por el correr de las lágrimas, y le pregunté: ¿Por qué está muerta Andelsprutz y cuándo se quedó sin alma? Y respondió: Andelsprutz esperó demasiado. Durante treinta años tendió sus brazos todas las noches hacia la tierra de Akla, a la Madre Akla, a la que había sido robada. Todas las noches esperaba y suspiraba y tendía sus brazos a la Madre Akla. A media noche, una vez al año, en el aniversario del terrible día, Akla enviaba emisarios secretos que pusieran una guirnalda sobre los muros de Andelsprutz. No pudo hacer más. Y en esta noche, una vez al año, yo acostumbraba llorar, porque llorar era el modo de la ciudad que me crió. Todas las noches, mientras las otras ciudades dormían, sentábase aquí Andelsprutz a meditar y a esperar, hasta que treinta guirnaldas ciñeron sus paredes y los ejércitos de Akla aún no podían venir. Mas después de esperar tanto tiempo, y en la noche que los fieles emisarios habían traído la última de las treinta guirnaldas, Andelsprutz se volvió loca de pronto. Las campanas sonaron su espantoso clamor en las torres, los caballos relincharon en las calles, aullaron todos los perros, despertaron los estólidos conquistadores, revolvieronse en sus lechos y se durmieron otra vez; y entonces vi levantarse la forma sombría y gris de Andelsprutz, que coronaba sus cabellos con los fantasmas de las catedrales, y salió de su ciudad. Y la grande forma sombría que era el alma de Andelsprutz se fue gimiendo a los montes, y allí la seguí, porque ¿no había sido ella mi nodriza?
Sí; marché solo a los montes, y por tres días, envuelto en mi capa, dormí en sus brumosas soledades. Nada tenía para comer, y para beber sólo el agua de los torrentes de las montañas. De día no había cosa viviente a mi lado, y nada oía, sino el ruido del viento y el estruendo de los torrentes de la montaña. Mas durante las tres noches oí en torno, sobre la montaña, los ecos de una gran ciudad; vi resplandecer por momentos sobre las cimas las luces de los ventanales de una alta catedral, y a veces la linterna vacilante de alguna patrulla de la fortaleza. Y vi la enorme silueta nebulosa del alma de Andelsprutz sentada, cubierta con sus aéreas catedrales, que se hablaba a si misma, los ojos fijos hacia adelante en desvariada contemplación, y contando de antiguas guerras. Y su charla confusa de aquellas noches sobre la montaña era por veces la voz del tráfico, y luego de las campanas de las iglesias, y después sones de trompetas, pero casi siempre era la voz de encendida guerra; y todo era incoherente, y ella estaba completamente loca.
A la tercera noche llovió copiosamente, mas yo permanecí para contemplar el alma de mi ciudad natal. Y aún estaba ella sentada mirando hacia adelante, delirando; pero ahora su voz era más dulce. Había en ella más armonía de campanas, y a veces de canción.
Era pasada la medianoche, y aún la lluvia lloraba sobre mi, y aún las soledades de la montaña estaban llenas de los gemidos de la pobre ciudad loca. Y vinieron las horas siguientes a la media noche, las horas frías en que mueren los enfermos.
Súbitamente percibí grandes formas que se movían entre la lluvia, y oí el eco de voces que no eran de mi ciudad ni de ninguna de las que había conocido. Y distinguí al punto, si bien confusamente, las almas de un gran concurso de ciudades que se inclinaban sobre Andelsprutz y la confortaban; y los torrentes de las montañas mugían aquella noche con las voces de las ciudades silenciosas desde muchos siglos atrás. Porque allí vino el alma de Camelot, que abandonara a Usk tanto tiempo hace; y allí estaba Troya, ceñida de torres, maldiciendo todavía el dulce rostro ruinoso de Elena; vi a Babilonia y a Persépolis y la faz barbada de Nínive, la de cabeza de toro; y a Atenas, que lloraba a sus dioses inmortales.
Y las almas de las ciudades que estaban muertas hablaron aquella noche en el monte a mi ciudad y la consolaron, hasta que dejó de pedir guerra y sus ojos dejaron de mirar espantados; mas ocultó su rostro entre las manos y lloró dulcemente durante algún tiempo. Alzóse por fin, y andando pausadamente, con la cabeza inclinada, y apoyándose en Troya y en Cartago, marchó dolorida hacia Oriente; y el polvo de sus caminos arremolinábase a su espalda, un polvo espectral que nunca se tornaba en lodo a pesar de la lluvia. Y así se la llevaron las almas de las ciudades, y fueron desapareciendo del monte, y las antiguas voces se desvanecieron en la distancia.
No he vuelto a ver desde entonces viva a mi ciudad; pero una vez hallé a un viajero, quien dijo que en alguna parte, en medio de un gran desierto, están congregadas las almas de todas las ciudades muertas. Dijo haberse extraviado una vez en un lugar en que no había agua y que había oído sus voces hablar toda la noche.
Pero yo dije: Una vez estuve sin agua en el desierto y oí que me hablaba una ciudad; mas no supe si hablaba o no, porque oí aquel día muchas cosas terribles y sólo algunas eran verdaderas.
Y el hombre de cabello negro dijo: Yo creo que es cierto, aunque no sé de dónde venía. No sé más sino que un pastor me encontró por la mañana desvanecido de hambre y de frío y me trajo aquí; y cuando llegué, Andelsprutz, como habéis visto, estaba muerta.
De pronto vi alzarse de los campos sus murallas y detrás los campanarios. Entré por una de las puertas y vi las casas y las calles, y me invadió una gran pesadumbre. Porque cada ciudad tiene su aire, sus maneras, se distinguen como un hombre de otro. Hay ciudades llenas de felicidad y ciudades llenas de placer, y también ciudades llenas de melancolía. Hay ciudades con sus caras al cielo y otras que humillan el rostro a tierra; unas hay que parecen contemplar el pasado y otras el futuro; algunas os observan fijamente cuando pasáis, otras os miran de pasada, otras os dejan pasar. Algunas aman las ciudades que son sus vecinas, otras son amadas de las llanuras y de las umbrías. Algunas ciudades se ofrecen desnudas al viento, otras envuélvense en capas púrpura, otras en capas pardas, y otras se tocan de blanco. Algunas cuentan el viejo cuento de su infancia, que otras guardan secreto; algunas ciudades cantan, y algunas musitan, y algunas sienten ira, y algunas tienen sus corazones rotos, y cada ciudad sale a recibir al tiempo de muy distinta manera.
Me había yo dicho: Veré a Andelsprutz arrogante en su hermosura; y había dicho: La veré llorar por su conquista. Había dicho: Me cantará canciones, y será tácita, estará ataviada y estará desnuda, pero espléndida.
Mas las ventanas de las casas de Andelsprutz miraban espantadas las llanuras, como los ojos de un loco. A su hora resonaron sus campaniles ingratos y desacordados; las campanas de unos estaban desentonadas, y cascadas las de otros, y sus tejados desnudos de musgo. Al atardecer, ningún rumor placentero se levantaba en sus calles. Cuando las lámparas se encendían en sus casas, ningún místico rayo se escapaba hacia la sombra; veríais simplemente que estaban encendidas las lámparas. Andelsprutz no tiene aspecto ni maneras propios. Cuando cayó la noche y se corrieron las cortinas sobre las ventanas, percibí lo que no había pensado a la luz del día. Entonces conocí que Andelsprutz estaba muerta.
Vi en un café a un hombre rubio que bebía cerveza, y le pregunte: ¿Por qué está casi muerta la ciudad de Andelsprutz y cuándo se ha escapado su alma? El contestó: Las ciudades no tienen alma, y en los ladrillos no hay vida nunca. Y yo le dije: Sir, usted ha dicho la verdad.
Hice a otro hombre igual pregunta y me dio la misma respuesta, y le agradecí su cortesía; y vi a un hombre de más sutil complexión, con el cabello negro y surcos en las mejillas por el correr de las lágrimas, y le pregunté: ¿Por qué está muerta Andelsprutz y cuándo se quedó sin alma? Y respondió: Andelsprutz esperó demasiado. Durante treinta años tendió sus brazos todas las noches hacia la tierra de Akla, a la Madre Akla, a la que había sido robada. Todas las noches esperaba y suspiraba y tendía sus brazos a la Madre Akla. A media noche, una vez al año, en el aniversario del terrible día, Akla enviaba emisarios secretos que pusieran una guirnalda sobre los muros de Andelsprutz. No pudo hacer más. Y en esta noche, una vez al año, yo acostumbraba llorar, porque llorar era el modo de la ciudad que me crió. Todas las noches, mientras las otras ciudades dormían, sentábase aquí Andelsprutz a meditar y a esperar, hasta que treinta guirnaldas ciñeron sus paredes y los ejércitos de Akla aún no podían venir. Mas después de esperar tanto tiempo, y en la noche que los fieles emisarios habían traído la última de las treinta guirnaldas, Andelsprutz se volvió loca de pronto. Las campanas sonaron su espantoso clamor en las torres, los caballos relincharon en las calles, aullaron todos los perros, despertaron los estólidos conquistadores, revolvieronse en sus lechos y se durmieron otra vez; y entonces vi levantarse la forma sombría y gris de Andelsprutz, que coronaba sus cabellos con los fantasmas de las catedrales, y salió de su ciudad. Y la grande forma sombría que era el alma de Andelsprutz se fue gimiendo a los montes, y allí la seguí, porque ¿no había sido ella mi nodriza?
Sí; marché solo a los montes, y por tres días, envuelto en mi capa, dormí en sus brumosas soledades. Nada tenía para comer, y para beber sólo el agua de los torrentes de las montañas. De día no había cosa viviente a mi lado, y nada oía, sino el ruido del viento y el estruendo de los torrentes de la montaña. Mas durante las tres noches oí en torno, sobre la montaña, los ecos de una gran ciudad; vi resplandecer por momentos sobre las cimas las luces de los ventanales de una alta catedral, y a veces la linterna vacilante de alguna patrulla de la fortaleza. Y vi la enorme silueta nebulosa del alma de Andelsprutz sentada, cubierta con sus aéreas catedrales, que se hablaba a si misma, los ojos fijos hacia adelante en desvariada contemplación, y contando de antiguas guerras. Y su charla confusa de aquellas noches sobre la montaña era por veces la voz del tráfico, y luego de las campanas de las iglesias, y después sones de trompetas, pero casi siempre era la voz de encendida guerra; y todo era incoherente, y ella estaba completamente loca.
A la tercera noche llovió copiosamente, mas yo permanecí para contemplar el alma de mi ciudad natal. Y aún estaba ella sentada mirando hacia adelante, delirando; pero ahora su voz era más dulce. Había en ella más armonía de campanas, y a veces de canción.
Era pasada la medianoche, y aún la lluvia lloraba sobre mi, y aún las soledades de la montaña estaban llenas de los gemidos de la pobre ciudad loca. Y vinieron las horas siguientes a la media noche, las horas frías en que mueren los enfermos.
Súbitamente percibí grandes formas que se movían entre la lluvia, y oí el eco de voces que no eran de mi ciudad ni de ninguna de las que había conocido. Y distinguí al punto, si bien confusamente, las almas de un gran concurso de ciudades que se inclinaban sobre Andelsprutz y la confortaban; y los torrentes de las montañas mugían aquella noche con las voces de las ciudades silenciosas desde muchos siglos atrás. Porque allí vino el alma de Camelot, que abandonara a Usk tanto tiempo hace; y allí estaba Troya, ceñida de torres, maldiciendo todavía el dulce rostro ruinoso de Elena; vi a Babilonia y a Persépolis y la faz barbada de Nínive, la de cabeza de toro; y a Atenas, que lloraba a sus dioses inmortales.
Y las almas de las ciudades que estaban muertas hablaron aquella noche en el monte a mi ciudad y la consolaron, hasta que dejó de pedir guerra y sus ojos dejaron de mirar espantados; mas ocultó su rostro entre las manos y lloró dulcemente durante algún tiempo. Alzóse por fin, y andando pausadamente, con la cabeza inclinada, y apoyándose en Troya y en Cartago, marchó dolorida hacia Oriente; y el polvo de sus caminos arremolinábase a su espalda, un polvo espectral que nunca se tornaba en lodo a pesar de la lluvia. Y así se la llevaron las almas de las ciudades, y fueron desapareciendo del monte, y las antiguas voces se desvanecieron en la distancia.
No he vuelto a ver desde entonces viva a mi ciudad; pero una vez hallé a un viajero, quien dijo que en alguna parte, en medio de un gran desierto, están congregadas las almas de todas las ciudades muertas. Dijo haberse extraviado una vez en un lugar en que no había agua y que había oído sus voces hablar toda la noche.
Pero yo dije: Una vez estuve sin agua en el desierto y oí que me hablaba una ciudad; mas no supe si hablaba o no, porque oí aquel día muchas cosas terribles y sólo algunas eran verdaderas.
Y el hombre de cabello negro dijo: Yo creo que es cierto, aunque no sé de dónde venía. No sé más sino que un pastor me encontró por la mañana desvanecido de hambre y de frío y me trajo aquí; y cuando llegué, Andelsprutz, como habéis visto, estaba muerta.
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