"El campo" de Lord Dunsany
Esta semana compré el libro Cuentos de un soñador de Lord Dunsany , editorial Alianza . El libro contiene dieciséis relatos ( en su mayoría son cortos ) dónde podemos encontrar la maestría de Dunsany para dibujar atmósferas. En el cuento que pondré a continuación ( narrado en primera persona) , un hombre gusta del campo, el bosque , las flores pero existe un lugar en particular dónde a pesar de no ver "algo" , lo siente. Ese "algo" se llega a persibir oscuro dentro de un entorno de belleza . Esto me hizo recordar al cuento de Guy De Maupassant "El Horla" , dónde tambien vemos al início un paisaje bello, por que así lo percibe el personaje. Volviendo a Dunsany, su relato nos obseciona como al persona por saber que ocurre en ese lugar . Sin mas por decir, los dejo para que disfruten del texto.
El Campo
Cuando
se han visto caer en Londres las flores de la primavera y cómo ha
aparecido, madurado y decaído el verano, con esa rapidez de las
ciudades, y, sin embargo, se está en Londres todavía, entonces, en un
momento imprevisto, el campo alza su cabeza florida y nos llama con su
voz clara, urgente e imperiosa. Cerros y colinas parecen surgir como
surgirían en el horizonte celestial las filas angélicas de un coro
dedicado a rescatar a las almas empedernidas en el vicio, arrancándolas
de sus tugurios.
El trajín callejero no hace suficiente ruido para ahogar su voz, ni las mil asechanzas londinenses podrían distraernos de su llamada. Una vez que se le ha oído, nos es imposible sujetar la fantasía, que se siente fascinada por el recuerdo de cualquier arroyo rural, con sus guijarros de colores. Londres entero cae vencido por aquél, como un Goliath metropolitano atacado de improviso. De muy lejos vienen esas voces interiores, muy lejos en leguas y en remotos años, porque esos montes y colinas son los montes que fueron; esa voz es la voz de antaño, cuando el rey de los duendes soplaba aún su cuerno.
Yo las veo ahora, aquellas colinas de mi infancia -porque ellas son las que me llaman, las veo con sus rostros vueltos hacia un atardecer de púrpura, cuando las frágiles figuras de las hadas, asomándose entre los helechos, espían el caer de la tarde. Sobre las cumbres pacíficas no existen aún ni mansiones ni residencias, que han echado hoy a las gentes del lugar y las han sustituido por efímeros inquilinos.
Cuando sentía interiormente la voz de las montañas, iba a buscarlas pedaleando en una bicicleta, carretera adelante, porque en el tren perdemos el efecto de verlas acercarse poco a poco y no nos da tiempo para sentir que vamos despojándonos de Londres como de un viejo y pertinaz pecado. Ni se pasa tampoco por las aldehuelas del camino, guardadoras de alguno de los últimos rumores de la montaña; ni nos queda esa sensación de maravilla de verlas siempre allí, siempre las mismas, conforme nos acercamos a sus faldas, mientras a lo lejos, distantes, sus santos rostros nos miran acogedores. En el tren nos las encontramos de improviso, al doblar una curva; de repente, allá se presentan todas, todas sentadas bajo el sol.
Creo que si uno escapase al peligro de algún enorme bosque tropical, las bestias salvajes decrecerían en numero y en crueldad conforme nos alejásemos, las tinieblas se irían disipando poco a poco y el horror del lugar terminaría por desaparecer. Pues bien, conforme uno se aproxima a los límites de Londres y las crestas de las montañas comienzan a dejar sentir su influencia sobre nosotros, nos parece que las casas urbanas aumentan en fealdad, las calles en abyección, la oscuridad es mayor y los errores de la civilización se muestran más a lo vivo al desprecio de los campos. Donde la fealdad alcanza su apogeo, en el sitio más hórrido y miserable, nos parece oír gritar al arquitecto:
¡Ya he alcanzado la cumbre de lo horrible! ¡Bendito sea Satanás!
En aquel instante, un puente de ladrillos amarillentos se nos presenta como puerta de afiligranada plata, abierta sobre el país de la maravilla.
Entramos en el campo.
A derecha e izquierda, todo lo lejos que la vista alcanza, se extiende la ciudad monstruosa. Pero ante nosotros, los campos cantan su eterna canción. Una pradera, llena de margaritas. Al través de ella, un arroyo corre bajo un bosque de juncos. Tenía la costumbre de descansar junto a aquel arroyo antes de continuar mi larga jornada por los campos, hasta acercarme a las laderas de las montañas. Allí acostumbraba a olvidarme de Londres, calle tras calle. Algunas veces cogía un ramo de margaritas y se lo mostraba a las montañas.
Frecuentemente venia aquí. En un principio no noté nada en aquel campo, sino su belleza y la sensación de paz que producía. Pero la segunda vez pensé que algo ominoso se ocultaba. Abajo, entre las margaritas, junto al somero arroyo, sentí que algo terrible podía acontecer. Allí precisamente, en aquel mismo sitio.
No me detuve mucho en ese lugar. Quizás, pensé, tanto tiempo en Londres me habrá despertado estas mórbidas fantasías. Y me fui a las colinas tan deprisa como pude.
Varios días estuve respirando el aire campesino, y cuando tuve que volverme, fui de nuevo a aquel campo a gozar del pacífico lugar antes de entrar en Londres. Pero algo siniestro se ocultaba todavía entre los juncos.
Un año entero pasó antes de volver por allí. Salía de la sombra de Londres al claro sol, la verde hierba relucía y las margaritas resplandecían en la claridad; el arroyuelo cantaba. Mas en el momento en que avancé, mi antigua inquietud renació. Me parecía notar cómo si entre la sombra se cobijase algo terrible, algún espantoso acontecimiento futuro, que el transcurso de un año habría acercado.
Quise tranquilizarme razonando de que tal vez el ejercicio era malo y que en el momento en que se toma descanso se despertaría ese sentimiento de inquietud. Poco después volví a pasar ya de noche por aquella pradera. La canción del arroyo en medio del silencio me atrajo. Y entonces me vino a la fantasía el pensar lo terriblemente frío que sería aquel lugar para quedarse allí, bajó la luz de las estrellas, si por cualquier razón uno se viese herido, sin posibilidad de escapar.
Conocía a un hombre que estaba informado de la historia de la localidad. Fui a preguntarle si había ocurrido algo histórico alguna vez en aquel lugar. Cuando me estrechaba a preguntas para que le explicase la razón de las mías, le contesté que aquella pradera me había parecido un buen sitio para celebrar una fiesta. Pero me dijo que nada de interés había ocurrido allí, nada absolutamente.
Así, pues, era del futuro de donde procedía la inquietud.
Durante tres años hice visitas más o menos frecuentes a esa campiña, y cada vez con más claridad presagiaba cosas nefastas, y mi desasosiego se agudizaba cada vez que me entraba el deseo de descansar entre su fresca hierba, junto a los hermosos juncos. Una vez, para distraer mis pensamientos, intenté calcular la rapidez con que corría el arroyuelo, pero me asaltó la conjetura de si correría tan de prisa como la sangre. Y comprendí que seria un lugar terrible, algo como para volverse loco, si de improviso se empezasen a oír voces.
Por fin fui allá con un poeta a quien yo conocía. Le desperté de sus quimeras y le expuse el caso concreto. El poeta no había salido de Londres durante todo aquel año. Era necesario que fuese conmigo a ver aquella pradera y decirme qué era lo que estaba próximo a acontecer en ella. Era a fines de julio. El suelo, el aire, las casas y el polvo estaban tostados por el verano; se oía a lo lejos, monótonamente, el trajín londinense, arrastrándose siempre, siempre, siempre. El sueño, abriendo sus alas, se remontaba en el aire y, huyendo de Londres, se iba a pasear tranquilamente por los lugares campestres.
Cuando el poeta vio aquel prado se quedó como en éxtasis; las flores brotaban en abundancia a lo largo del arroyo; después se acercó al bosquecillo cercano. A la orilla del arroyo se detuvo y pareció entristecerse mucho. Una o dos veces miró arriba y abajo con melancolía; se inclinó y miró las margaritas, una primero, luego otra, muy detenidamente, moviendo la cabeza. Durante un gran rato estuvo silencioso, y, entre tanto, todas mis antiguas inquietudes volvieron con mis presagios para lo futuro.
Entonces le dije: ¿Qué clase de campo es éste?
Y él movió la cabeza con pesadumbre.
Es un campo de batalla, dijo.
El trajín callejero no hace suficiente ruido para ahogar su voz, ni las mil asechanzas londinenses podrían distraernos de su llamada. Una vez que se le ha oído, nos es imposible sujetar la fantasía, que se siente fascinada por el recuerdo de cualquier arroyo rural, con sus guijarros de colores. Londres entero cae vencido por aquél, como un Goliath metropolitano atacado de improviso. De muy lejos vienen esas voces interiores, muy lejos en leguas y en remotos años, porque esos montes y colinas son los montes que fueron; esa voz es la voz de antaño, cuando el rey de los duendes soplaba aún su cuerno.
Yo las veo ahora, aquellas colinas de mi infancia -porque ellas son las que me llaman, las veo con sus rostros vueltos hacia un atardecer de púrpura, cuando las frágiles figuras de las hadas, asomándose entre los helechos, espían el caer de la tarde. Sobre las cumbres pacíficas no existen aún ni mansiones ni residencias, que han echado hoy a las gentes del lugar y las han sustituido por efímeros inquilinos.
Cuando sentía interiormente la voz de las montañas, iba a buscarlas pedaleando en una bicicleta, carretera adelante, porque en el tren perdemos el efecto de verlas acercarse poco a poco y no nos da tiempo para sentir que vamos despojándonos de Londres como de un viejo y pertinaz pecado. Ni se pasa tampoco por las aldehuelas del camino, guardadoras de alguno de los últimos rumores de la montaña; ni nos queda esa sensación de maravilla de verlas siempre allí, siempre las mismas, conforme nos acercamos a sus faldas, mientras a lo lejos, distantes, sus santos rostros nos miran acogedores. En el tren nos las encontramos de improviso, al doblar una curva; de repente, allá se presentan todas, todas sentadas bajo el sol.
Creo que si uno escapase al peligro de algún enorme bosque tropical, las bestias salvajes decrecerían en numero y en crueldad conforme nos alejásemos, las tinieblas se irían disipando poco a poco y el horror del lugar terminaría por desaparecer. Pues bien, conforme uno se aproxima a los límites de Londres y las crestas de las montañas comienzan a dejar sentir su influencia sobre nosotros, nos parece que las casas urbanas aumentan en fealdad, las calles en abyección, la oscuridad es mayor y los errores de la civilización se muestran más a lo vivo al desprecio de los campos. Donde la fealdad alcanza su apogeo, en el sitio más hórrido y miserable, nos parece oír gritar al arquitecto:
¡Ya he alcanzado la cumbre de lo horrible! ¡Bendito sea Satanás!
En aquel instante, un puente de ladrillos amarillentos se nos presenta como puerta de afiligranada plata, abierta sobre el país de la maravilla.
Entramos en el campo.
A derecha e izquierda, todo lo lejos que la vista alcanza, se extiende la ciudad monstruosa. Pero ante nosotros, los campos cantan su eterna canción. Una pradera, llena de margaritas. Al través de ella, un arroyo corre bajo un bosque de juncos. Tenía la costumbre de descansar junto a aquel arroyo antes de continuar mi larga jornada por los campos, hasta acercarme a las laderas de las montañas. Allí acostumbraba a olvidarme de Londres, calle tras calle. Algunas veces cogía un ramo de margaritas y se lo mostraba a las montañas.
Frecuentemente venia aquí. En un principio no noté nada en aquel campo, sino su belleza y la sensación de paz que producía. Pero la segunda vez pensé que algo ominoso se ocultaba. Abajo, entre las margaritas, junto al somero arroyo, sentí que algo terrible podía acontecer. Allí precisamente, en aquel mismo sitio.
No me detuve mucho en ese lugar. Quizás, pensé, tanto tiempo en Londres me habrá despertado estas mórbidas fantasías. Y me fui a las colinas tan deprisa como pude.
Varios días estuve respirando el aire campesino, y cuando tuve que volverme, fui de nuevo a aquel campo a gozar del pacífico lugar antes de entrar en Londres. Pero algo siniestro se ocultaba todavía entre los juncos.
Un año entero pasó antes de volver por allí. Salía de la sombra de Londres al claro sol, la verde hierba relucía y las margaritas resplandecían en la claridad; el arroyuelo cantaba. Mas en el momento en que avancé, mi antigua inquietud renació. Me parecía notar cómo si entre la sombra se cobijase algo terrible, algún espantoso acontecimiento futuro, que el transcurso de un año habría acercado.
Quise tranquilizarme razonando de que tal vez el ejercicio era malo y que en el momento en que se toma descanso se despertaría ese sentimiento de inquietud. Poco después volví a pasar ya de noche por aquella pradera. La canción del arroyo en medio del silencio me atrajo. Y entonces me vino a la fantasía el pensar lo terriblemente frío que sería aquel lugar para quedarse allí, bajó la luz de las estrellas, si por cualquier razón uno se viese herido, sin posibilidad de escapar.
Conocía a un hombre que estaba informado de la historia de la localidad. Fui a preguntarle si había ocurrido algo histórico alguna vez en aquel lugar. Cuando me estrechaba a preguntas para que le explicase la razón de las mías, le contesté que aquella pradera me había parecido un buen sitio para celebrar una fiesta. Pero me dijo que nada de interés había ocurrido allí, nada absolutamente.
Así, pues, era del futuro de donde procedía la inquietud.
Durante tres años hice visitas más o menos frecuentes a esa campiña, y cada vez con más claridad presagiaba cosas nefastas, y mi desasosiego se agudizaba cada vez que me entraba el deseo de descansar entre su fresca hierba, junto a los hermosos juncos. Una vez, para distraer mis pensamientos, intenté calcular la rapidez con que corría el arroyuelo, pero me asaltó la conjetura de si correría tan de prisa como la sangre. Y comprendí que seria un lugar terrible, algo como para volverse loco, si de improviso se empezasen a oír voces.
Por fin fui allá con un poeta a quien yo conocía. Le desperté de sus quimeras y le expuse el caso concreto. El poeta no había salido de Londres durante todo aquel año. Era necesario que fuese conmigo a ver aquella pradera y decirme qué era lo que estaba próximo a acontecer en ella. Era a fines de julio. El suelo, el aire, las casas y el polvo estaban tostados por el verano; se oía a lo lejos, monótonamente, el trajín londinense, arrastrándose siempre, siempre, siempre. El sueño, abriendo sus alas, se remontaba en el aire y, huyendo de Londres, se iba a pasear tranquilamente por los lugares campestres.
Cuando el poeta vio aquel prado se quedó como en éxtasis; las flores brotaban en abundancia a lo largo del arroyo; después se acercó al bosquecillo cercano. A la orilla del arroyo se detuvo y pareció entristecerse mucho. Una o dos veces miró arriba y abajo con melancolía; se inclinó y miró las margaritas, una primero, luego otra, muy detenidamente, moviendo la cabeza. Durante un gran rato estuvo silencioso, y, entre tanto, todas mis antiguas inquietudes volvieron con mis presagios para lo futuro.
Entonces le dije: ¿Qué clase de campo es éste?
Y él movió la cabeza con pesadumbre.
Es un campo de batalla, dijo.
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