" El ramo azul" de Octavio Paz
Si, es un cuento del gran poeta mexicano , Octavio Paz. Muchos creen que éste poeta se dedicó sólo al verso, pero no siempre fue así. No es el relato del siglo , pero nos sumerge a un pueblo dónde un hombre busca unos ojos azules para su novia y se encuentra a nuestro narrador , quien ... . En fin, no se los contaré. Buena lectura.
El ramo azul
Desperté, cubierto de sudor. Del piso de ladrillos rojos, recién
regados, subía un vapor caliente. Una mariposa de alas grisáceas
revoloteaba encandilada alrededor del foco amarillento. Salté de la
hamaca y descalzo atravesé el cuarto, cuidando no pisar algún alacrán
salido de su escondrijo a tomar el fresco. Me acerqué al ventanillo y
aspiré el aire del campo. Se oía la respiración de la noche, enorme,
femenina. Regresé al centro de la habitación, vacié el agua de la jarra
en la palangana de peltre y humedecí la toalla. Me froté el torso y las
piernas con el trapo empapado, me sequé un poco y, tras de cerciorarme
que ningún bicho estaba escondido entre los pliegues de mi ropa, me
vestí y calcé. Bajé saltando la escalera pintada de verde. En la puerta
del mesón tropecé con el dueño, sujeto tuerto y reticente. Sentado en
una sillita de tule, fumaba con el ojo entrecerrado. Con voz ronca me
preguntó:
-¿Dónde va señor?
-A dar una vuelta. Hace mucho calor.
-Hum, todo está ya cerrado. Y no hay alumbrado aquí. Más le valiera quedarse.
Alcé los hombros, musité “ahora vuelvo” y me metí en lo oscuro. Al
principio no veía nada. Caminé a tientas por la calle empedrada. Encendí
un cigarrillo. De pronto salió la luna de una nube negra, iluminando un
muro blanco, desmoronado a trechos. Me detuve, ciego ante tanta
blancura. Sopló un poco de viento. Respiré el aire de los tamarindos.
Vibraba la noche, llena de hojas e insectos. Los grillos vivaqueaban
entre las hierbas altas. Alcé la cara: arriba también habían establecido
campamento las estrellas. Pensé que el universo era un vasto sistema de
señales, una conversación entre seres inmensos. Mis actos, el serrucho
del grillo, el parpadeo de la estrella, no eran sino pausas y sílabas,
frases dispersas de aquel diálogo. ¿Cuál sería esa palabra de la cual yo
era una sílaba? ¿Quién dice esa palabra y a quién se la dice? Tiré el
cigarrillo sobre la banqueta. Al caer, describió una curva luminosa,
arrojando breves chispas, como un cometa minúsculo.
Caminé largo rato, despacio. Me sentía libre, seguro entre los labios
que en ese momento me pronunciaban con tanta felicidad. La noche era un
jardín de ojos. Al cruzar la calle, sentí que alguien se desprendía de
una puerta. Me volví, pero no acerté a distinguir nada. Apreté el paso.
Unos instantes percibí unos huaraches sobre las piedras calientes. No
quise volverme, aunque sentía que la sombra se acercaba cada vez más.
Intenté correr. No pude. Me detuve en seco, bruscamente. Antes de que
pudiese defenderme, sentí la punta de un cuchillo en mi espalda y una
voz dulce:
-No se mueva , señor, o se lo entierro.
Sin volver la cara pregunté:
-¿Qué quieres?
-Sus ojos señor –contestó la voz suave, casi apenada.
-¿Mis ojos? ¿Para qué te servirán mis ojos? Mira, aquí tengo un poco de
dinero. No es mucho, pero es algo. Te daré todo lo que tengo, si me
dejas. No vayas a matarme.
-No tenga miedo señor. No lo mataré. Nada más voy a sacarle los ojos.
-Pero, ¿para qué quieres mis ojos?
-Es un capricho de mi novia. Quiere un ramito de ojos azules y por aquí hay pocos que los tengan.
-Mis ojos no te sirven. No son azules, sino amarillos.
-Ay, señor no quiera engañarme. Bien sé que los tiene azules.
-No se le sacan a un cristiano los ojos así. Te daré otra cosa.
-No se haga el remilgoso, me dijo con dureza. Dé la vuelta.
Me volví. Era pequeño y frágil. El sombrero de palma la cubría medio
rostro. Sostenía con el brazo derecho un machete de campo, que brillaba
con la luz de la luna.
-Alúmbrese la cara.
Encendí y me acerqué la llama al rostro. El resplandor me hizo
entrecerrar los ojos. El apartó mis párpados con mano firme. No podía
ver bien. Se alzó sobre las puntas de los pies y me contempló
intensamente.
La llama me quemaba los dedos. La arrojé. Permaneció un instante silencioso.
-¿Ya te convenciste? No los tengo azules.
-¡Ah, qué mañoso es usted! –respondió- A ver, encienda otra vez.
Froté otro fósforo y lo acerqué a mis ojos. Tirándome de la manga, me ordenó.
-Arrodíllese.
Mi hinqué. Con una mano me cogió por los cabellos, echándome la cabeza
hacia atrás. Se inclinó sobre mí, curioso y tenso, mientras el machete
descendía lentamente hasta rozar mis párpados. Cerré los ojos.
-Ábralos bien –ordenó.
Abrí los ojos. La llamita me quemaba las pestañas. Me soltó de improviso.
-Pues no son azules, señor. Dispense.
Y despareció. Me acodé junto al muro, con la cabeza entre las manos.
Luego me incorporé. A tropezones, cayendo y levantándome, corrí durante
una hora por el pueblo desierto. Cuando llegué a la plaza, vi al dueño
del mesón, sentado aún frente a la puerta. Entré sin decir palabra.
Al día siguiente hui de aquel pueblo.
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