domingo, 23 de noviembre de 2014

"La madre del monstruo" de Máximo Gorki

"La madre del monstruo" de Máximo Gorki 

En su mayoría los relatos nos llevan a mundos distantes donde lo mas importante es el asombro, sin embargo, existen otros que nos enseñan algo de humanidad . Para mi, el siguiente cuento nos muestra lo inhumano que solemos ser al ver a alguien diferente, el aspecto monstruoso nos altera y nos hace volvernos crueles con cualquier cosa que nos sea desconocido. Apesar de tener un poco de terror, tiene algo de realista.



                         La madre del monstruo

Día tórrido. Silencio. La vida está como cristalizada en un luminoso remanso. El cielo contempla a la tierra con mirada límpida y azul por la pupila resplandeciente del sol. 
El mar se diría forjado en metal liso y azuloso. En su inmovilidad, las barcas policromas de los pescadores parecen soldadas al hemiciclo tan esplendoroso como el cielo... Moviendo apenas las alas, pasa una gaviota, y en el agua palpita otra más blanca y más bella que la que hiende al aire.
El horizonte aparece confuso. Entre la bruma, se vislumbra un islote violáceo, del que no se sabe si flota dulcemente o si se derrite bajo el calor. Es una roca solitaria en medio del mar, espléndida gema del collar que forma la bahía de Nápoles.
El pétreo islote, erizado de cresta y aristas, va descendiendo hasta el agua. Su aspecto es imponente, y tiene la cima coronada por la marca verdeoscura de un viñedo, de los naranjos, de los limoneros y de las higueras, y por las menudas hojas de color de plata oxidada de los olivos. Entre este torrente de verdor que se desborda hacia el mar sonríen unas flores blancas, áureas y rojas, y los frutos anaranjados y amarillos hacen pensar en las noches sin luna y de firmamento sombrío.
El silencio reina en el cielo, en el mar y en el alma.
Entre los jardines serpentea un angosto sendero, por el que una mujer se dirige hacia la orilla. Es alta. Su vestido negro y remendado está descolorido por el uso. Su pelo brillante forma como una diadema de ricitos sobre la frente y las sienes, y es tan encrespado que no es posible alisarlo. De su rostro enjuto impresiona la mezcla de rudeza y austeridad. Hay en estas facciones algo profundamente arcaico; al tropezar con la mirada fija y sombría de sus ojos, se piensa sin querer en los ardientes orientales, en Débora y en Judit.
Anda con la cabeza agachada, haciendo calceta; el acero de las agujas brilla entre sus dedos. El ovillo de lana está oculto en una de sus faltriqueras, pero se diría que el hilo rojo sale de su pecho. El camino es sinuoso y los pedruscos crujen y resbalan a su paso. Sin embargo, la vieja sigue bajando con la misma seguridad que si sus pies viesen el sendero.
He aquí la historia de esta mujer.
Poco después de su matrimonio con un pescador, su marido salió un día a la faena y no regresó. La mujer estaba grávida.
Apenas nació el niño, ella procuró mantenerlo siempre oculto de la gente. Nunca la vieron con él en la calle, al sol, para glorificarse con su hijo, como suelen hacer todas las madres; antes al contrario, lo tenía envuelto en harapos, en un rincón de su choza.
Durante mucho tiempo ningún vecino pudo ver del niño más que la cabezota y los inmensos ojos inmóviles en la cara amarillenta. Advirtieron asimismo que la madre, que antaño había luchado a brazo partido contra la miseria, llena de alegría, infatigablemente, que sabía comunicar valor a los demás, se mostraba ahora taciturna y parecía estar siempre meditando, con el ceño fruncido, como si contemplase el mundo a través de un velo de dolor, con mirada extraña e interrogadora.
Sin embargo, no pasó mucho tiempo sin que todos se enterasen de su desgracia. El niño había nacido contrahecho, y esa era la causa de la pesadumbre de la madre y el motivo de que lo ocultase de la gente.
Entonces los vecinos, condolidos, le dijeron que comprendían el dolor de una madre que da a luz a un hijo anormal, pero que nadie, salvo la Madona, sabía si aquella prueba era un castigo, y que el niño, de todos modos, no debía ser privado de la luz del sol.
Ella prestaba oídos a la gente y les mostraba a su hijo. Tenía éste unas piernas y unos bracitos en extremo cortos, como aletas de pez; la cabeza, hinchada como una bola, se sostenía a duras penas sobre el cuello delgaducho y endeble; el rostro estaba todo surcado de arrugas; tenía los ojos turbios y la boca hendida por una sonrisa inexpresiva.
Al mirarlo, las mujeres lloraban y los hombre se retiraban mohínos, con una mueca de desdén. La madre del monstruo se sentaba en el suelo, y ora bajaba la cabeza, ora la levantaba y miraba a todos, como preguntando algo que nadie podía comprender.
Los vecinos construyeron para el engendro una caja semejante a un ataúd; lo llenaron de vellones de lana, colocaron en ella al pequeño monstruo y los pusieron en un rincón del patio. Tenían la esperanza de que el sol, hacedor de milagros, haría uno más.
Pero fue transcurriendo el tiempo y el monstruo seguía siéndolo: una cabezota enorme, un largo tronco y unos atrofiados muñones. Únicamente su sonrisa iba adquiriendo una expresión más y más definida de insaciable glotonería. En la boca surgieron dos hileras de agudos dientes, y los cortos y deformes brazos se adiestraron en coger los trozos de pan y llevarlos, sin equivocarse nunca, a la ávida bocaza.
Era mudo, pero cuando alguien comía cerca o cuando olía alimento, abría el hocico y empezaba a dar unos mugidos roncos y a menear como un loco la cabezota, mientras el blanco mate de los ojos se le cubría de venillas sanguinolentas.
Comía mucho, cada día más; su mugido se hizo persistente. La madre trabajaba sin cesar, pero su ganancia era exigua y a veces nula. No se quejaba de su suerte, y si aceptaba alguna ayuda, era de mala gana y sin despegar los labios. Cuando estaba fuera, los vecinos, cansados del constante mugir del monstruo, corrían a meterle en la boca mendrugos, frutas, legumbres y cuanto comestible tenían a mano.
-¡Te va a comer viva! -decían a la madre-. ¿Por qué no lo llevas a un asilo?
-No quiero oír hablar de eso -contestaba la pobre mujer-. Soy su madre. Yo lo traje al mundo y yo he de ganar el sustento para él.
Como aún era hermosa, más de uno quiso hacerse amar por la desdichada, pero no obtuvo el menor éxito. A uno, precisamente a aquel hacia quien se sentía más inclinada, le dijo un día:
-No puedo ser tu esposa. Tengo miedo de engendrar otro monstruo. Tú mismo te avergonzarías. ¡No, vete!
El hombre insistió, recordándole que la Madona hacía justicia a las madres y las consideraba como hermanas suyas. Pero ella exclamó:
-¡Ay! No sé de qué puedo ser culpable, pero se me castiga con crueldad.
El pretendiente suplicó, lloró, se enfureció; pero la mujer no cedió.
-Me da miedo -decía-. He perdido la fe en mi destino...
El hombre se marchó muy lejos, y no regresó nunca.
Durante muchos años, la pobre madre estuvo llenando aquella boca sin fondo que engullía sin cesar. El monstruo comía todo el fruto del trabajo materno, la sangre, la vida de la desgraciada mujer. La cabeza, cada vez más desarrollada, era horrible. Semejaba un globo a punto de desprenderse del atrofiado cuello para elevarse por el aire, tras haber topado contra las esquinas de las casas.
Todos los que pasaban por la calle y miraban hacia el patio, se detenían estupefactos, estremecidos, sin atinar a comprender qué era aquello. La caja estaba adosada a un muro por el que se enredaba una parra, y de su interior surgía la cabeza del monstruo.
El amarillento rostro estaba surcado de arrugas; los pómulos eran salientes; los ojos mates, desencajados, casi salían de las órbitas.
Aquella horrenda imagen se quedaba fija largo tiempo en la memoria. La gran nariz, achatada, vibraba y se estremecía; los labios, al moverse, dejaban al descubierto unos dientes carniceros, y a cada lado del globo surgían dos desmesuradas orejas que parecían tener vida propia e independiente... Aquel horripilante mascarón estaba rematado por un manojo de pelos negros y rizados como los de un africano.
Casi siempre se le veía con un pedazo de cualquier cosa comestible en la mano diminuta y breve como la patita de una lagartija.
Entonces inclinaba la cabeza y mascaba con gran ruido, sorbiéndose los mocos, y los ojos se le movían hasta fundirse en una mancha turbia y sin fondo sobre la pálida faz, cuyas contracciones semejaban las de la agonía. Cuando tenía hambre, alargaba el cuello y abría la boca enrojecida, de la que salía una delgada lengua de víbora para mugir con acento imperativo.
La gente se marchaba santiguándose y musitando una oración.
Aquello les recordaba todos los dolores y desgracias que les había deparado la vida.
Un herrero, hombre viejo y de carácter melancólico, repetía a menudo:
-Cuando veo esa bocaza que se lo traga todo, se me ocurre que mi fuerza ha sido también devorada por algo, no sé qué, pero que se le parece mucho. Y pienso que todos nosotros vivimos y morimos para mantener parásitos.
Aquella cara enmudecida suscitaba en todas las conciencias ideas tristes y sentimientos de espanto.
La madre escuchaba los comentarios de sus vecinos sin despegar los labios. Sus cabellos encanecieron prematuramente y las arrugas se fueron extendiendo por su rostro. Hacía ya tiempo que había perdido el hábito de reír. No ignoraban los vecinos que la infeliz se pasaba las noches enteras a la puerta de su casa mirando al cielo, como si esperase que de allí pudiera llegar el socorro. Y se decían unos a otros, encogiéndose de hombros:
-¿Qué debe estar esperando?
Terminaron por aconsejarle:
-¡Llévalo a la plaza, junto a la iglesia! Por allí pasan los extranjeros y le echarán limosna.
-Sería horrible que lo vieran los extranjeros -contestó la madre, horrorizada-. ¿Qué pensarían de nosotros?
-La desgracia existe en todos los países -le contestaron-, cosa que nadie ignora.
La madre negó con un movimiento de cabeza.
Cierto día, ocurrió que unos extranjeros visitaban el pueblo y lo husmeaban todo, entraron en el patio y se fijaron en el monstruo, que estaba metido en su caja. La madre fue testigo de sus gestos de repugnancia y comprendió que hablaban con repulsión de su hijo. Pero lo que más la sorprendió fueron ciertas palabras pronunciadas con acento de desprecio y animosidad y, también, de triunfo.
La desgraciada mujer conservó en la memoria el sonido de aquellas palabras extranjeras, que repetía insistentemente y en las que su corazón de italiana y de madre adivinaba un significado insultante. Aquel mismo día fue a casa de un adivino conocido suyo y le preguntó qué significaban las palabras que había oído.
-Convendría saber quién las ha pronunciado -contestó el hombre, frunciendo el ceño-. Pues significan: "Italia muere antes que las demás naciones italianas". ¿Quién forja semejantes mentiras?
La pobre mujer se marchó silenciosa.
Al día siguiente, a consecuencia de un hartazgo, su hijo murió entre convulsiones.
La madre se sentó en el patio, junto a la caja, con las manos cruzadas sobre aquella cabeza inerte. Permanecía quieta, inmóvil, y parecía más que nunca esperar algo. Fijaba la mirada interrogante en cada uno de los que desfilaban ante el cadáver.
Todos guardaron silencio. Nadie le preguntó nada, aunque muchos se sentían inclinados a felicitarla por haberse liberado de aquella esclavitud, o tal vez hubieran deseado consolarla por haber perdido al que, después de todo, era su hijo. Pero nadie despegó los labios. Hay momentos en que todos comprenden que ciertas cosas no pueden expresarse sin que parezcan reticencias.
Mucho tiempo después de la muerte del monstruo, la madre seguía mirando a la gente a la cara, como si preguntase no se sabe qué. Pero luego, poco a poco, pareció ir olvidándolo todo...



"La locura de Andelsprutz" de Lord Dunsany



"La locura de Andelsprutz" de Lord Dunsany

En el siguiente relato nos encontramos con una magnifica prosa de este prolífico escritor. El narrador poco a poco nos va mencionando desde su llegada a la ciudad de Andelsprutz (lugar hermoso y facinante ) hasta la platica que tiene con un habitante de esa ciudad. Durante la plática nos narra la historia de la ciudad y su progresiva caída; poco a poco vamos viendo a la ciudad como una persona que sufre ciertos estragos por eventos. Lea recomiendo la lectura, espero les agrade. 


La Locura de Andelsprutz

Vi por primera vez la ciudad de Andelsprutz una tarde de primavera. Estaba colmado de sol cuando me acercaba por el sendero de los campos, y toda aquella mañana había estado pensando: El sol dará en los muros cuando vea por primera vez la hermosa ciudad conquistada que me ha nutrido de amables sueños.

De pronto vi alzarse de los campos sus murallas y detrás los campanarios. Entré por una de las puertas y vi las casas y las calles, y me invadió una gran pesadumbre. Porque cada ciudad tiene su aire, sus maneras, se distinguen como un hombre de otro. Hay ciudades llenas de felicidad y ciudades llenas de placer, y también ciudades llenas de melancolía. Hay ciudades con sus caras al cielo y otras que humillan el rostro a tierra; unas hay que parecen contemplar el pasado y otras el futuro; algunas os observan fijamente cuando pasáis, otras os miran de pasada, otras os dejan pasar. Algunas aman las ciudades que son sus vecinas, otras son amadas de las llanuras y de las umbrías. Algunas ciudades se ofrecen desnudas al viento, otras envuélvense en capas púrpura, otras en capas pardas, y otras se tocan de blanco. Algunas cuentan el viejo cuento de su infancia, que otras guardan secreto; algunas ciudades cantan, y algunas musitan, y algunas sienten ira, y algunas tienen sus corazones rotos, y cada ciudad sale a recibir al tiempo de muy distinta manera.

Me había yo dicho: Veré a Andelsprutz arrogante en su hermosura; y había dicho: La veré llorar por su conquista. Había dicho: Me cantará canciones, y será tácita, estará ataviada y estará desnuda, pero espléndida.

Mas las ventanas de las casas de Andelsprutz miraban espantadas las llanuras, como los ojos de un loco. A su hora resonaron sus campaniles ingratos y desacordados; las campanas de unos estaban desentonadas, y cascadas las de otros, y sus tejados desnudos de musgo. Al atardecer, ningún rumor placentero se levantaba en sus calles. Cuando las lámparas se encendían en sus casas, ningún místico rayo se escapaba hacia la sombra; veríais simplemente que estaban encendidas las lámparas. Andelsprutz no tiene aspecto ni maneras propios. Cuando cayó la noche y se corrieron las cortinas sobre las ventanas, percibí lo que no había pensado a la luz del día. Entonces conocí que Andelsprutz estaba muerta.

Vi en un café a un hombre rubio que bebía cerveza, y le pregunte: ¿Por qué está casi muerta la ciudad de Andelsprutz y cuándo se ha escapado su alma? El contestó: Las ciudades no tienen alma, y en los ladrillos no hay vida nunca. Y yo le dije: Sir, usted ha dicho la verdad.

Hice a otro hombre igual pregunta y me dio la misma respuesta, y le agradecí su cortesía; y vi a un hombre de más sutil complexión, con el cabello negro y surcos en las mejillas por el correr de las lágrimas, y le pregunté: ¿Por qué está muerta Andelsprutz y cuándo se quedó sin alma? Y respondió: Andelsprutz esperó demasiado. Durante treinta años tendió sus brazos todas las noches hacia la tierra de Akla, a la Madre Akla, a la que había sido robada. Todas las noches esperaba y suspiraba y tendía sus brazos a la Madre Akla. A media noche, una vez al año, en el aniversario del terrible día, Akla enviaba emisarios secretos que pusieran una guirnalda sobre los muros de Andelsprutz. No pudo hacer más. Y en esta noche, una vez al año, yo acostumbraba llorar, porque llorar era el modo de la ciudad que me crió. Todas las noches, mientras las otras ciudades dormían, sentábase aquí Andelsprutz a meditar y a esperar, hasta que treinta guirnaldas ciñeron sus paredes y los ejércitos de Akla aún no podían venir. Mas después de esperar tanto tiempo, y en la noche que los fieles emisarios habían traído la última de las treinta guirnaldas, Andelsprutz se volvió loca de pronto. Las campanas sonaron su espantoso clamor en las torres, los caballos relincharon en las calles, aullaron todos los perros, despertaron los estólidos conquistadores, revolvieronse en sus lechos y se durmieron otra vez; y entonces vi levantarse la forma sombría y gris de Andelsprutz, que coronaba sus cabellos con los fantasmas de las catedrales, y salió de su ciudad. Y la grande forma sombría que era el alma de Andelsprutz se fue gimiendo a los montes, y allí la seguí, porque ¿no había sido ella mi nodriza?

Sí; marché solo a los montes, y por tres días, envuelto en mi capa, dormí en sus brumosas soledades. Nada tenía para comer, y para beber sólo el agua de los torrentes de las montañas. De día no había cosa viviente a mi lado, y nada oía, sino el ruido del viento y el estruendo de los torrentes de la montaña. Mas durante las tres noches oí en torno, sobre la montaña, los ecos de una gran ciudad; vi resplandecer por momentos sobre las cimas las luces de los ventanales de una alta catedral, y a veces la linterna vacilante de alguna patrulla de la fortaleza. Y vi la enorme silueta nebulosa del alma de Andelsprutz sentada, cubierta con sus aéreas catedrales, que se hablaba a si misma, los ojos fijos hacia adelante en desvariada contemplación, y contando de antiguas guerras. Y su charla confusa de aquellas noches sobre la montaña era por veces la voz del tráfico, y luego de las campanas de las iglesias, y después sones de trompetas, pero casi siempre era la voz de encendida guerra; y todo era incoherente, y ella estaba completamente loca.

A la tercera noche llovió copiosamente, mas yo permanecí para contemplar el alma de mi ciudad natal. Y aún estaba ella sentada mirando hacia adelante, delirando; pero ahora su voz era más dulce. Había en ella más armonía de campanas, y a veces de canción.

Era pasada la medianoche, y aún la lluvia lloraba sobre mi, y aún las soledades de la montaña estaban llenas de los gemidos de la pobre ciudad loca. Y vinieron las horas siguientes a la media noche, las horas frías en que mueren los enfermos.

Súbitamente percibí grandes formas que se movían entre la lluvia, y oí el eco de voces que no eran de mi ciudad ni de ninguna de las que había conocido. Y distinguí al punto, si bien confusamente, las almas de un gran concurso de ciudades que se inclinaban sobre Andelsprutz y la confortaban; y los torrentes de las montañas mugían aquella noche con las voces de las ciudades silenciosas desde muchos siglos atrás. Porque allí vino el alma de Camelot, que abandonara a Usk tanto tiempo hace; y allí estaba Troya, ceñida de torres, maldiciendo todavía el dulce rostro ruinoso de Elena; vi a Babilonia y a Persépolis y la faz barbada de Nínive, la de cabeza de toro; y a Atenas, que lloraba a sus dioses inmortales.

Y las almas de las ciudades que estaban muertas hablaron aquella noche en el monte a mi ciudad y la consolaron, hasta que dejó de pedir guerra y sus ojos dejaron de mirar espantados; mas ocultó su rostro entre las manos y lloró dulcemente durante algún tiempo. Alzóse por fin, y andando pausadamente, con la cabeza inclinada, y apoyándose en Troya y en Cartago, marchó dolorida hacia Oriente; y el polvo de sus caminos arremolinábase a su espalda, un polvo espectral que nunca se tornaba en lodo a pesar de la lluvia. Y así se la llevaron las almas de las ciudades, y fueron desapareciendo del monte, y las antiguas voces se desvanecieron en la distancia.

No he vuelto a ver desde entonces viva a mi ciudad; pero una vez hallé a un viajero, quien dijo que en alguna parte, en medio de un gran desierto, están congregadas las almas de todas las ciudades muertas. Dijo haberse extraviado una vez en un lugar en que no había agua y que había oído sus voces hablar toda la noche.

Pero yo dije: Una vez estuve sin agua en el desierto y oí que me hablaba una ciudad; mas no supe si hablaba o no, porque oí aquel día muchas cosas terribles y sólo algunas eran verdaderas.

Y el hombre de cabello negro dijo: Yo creo que es cierto, aunque no sé de dónde venía. No sé más sino que un pastor me encontró por la mañana desvanecido de hambre y de frío y me trajo aquí; y cuando llegué, Andelsprutz, como habéis visto, estaba muerta.


"El ataúd" de Juan de la Cabada



"El ataúd" de Juan de la Cabada.

El cuento nos relata la vivencia del narrador,  el cual ve un ataúd dentro de una iglesia , ahora ocupada como hogar de dos mujeres . El hombre le pregunta a quienes cuidan del lugar el porqué de esa situación. Es un relato corto de este escritor mexicano, pero también sugiere varias cosas, lo fantasmal. No se deja de largo el hecho de que en el ataúd exista algún muerto (el yerno)ó puede solamente ver como un relato gracioso. Todos tienen su punto de vista y todas son ciertas.

El ataúd 

La iglesia está en lo alto, sobre una gran plataforma que mira al mar. El atrio, ocupado por una familia que hizo un cobertizo de hoja de lata, varilla y hojarasca. Parte techada y parte sin ninguna cubierta. Esa familia cuidaba la familia. Fuera del cobertizo a la parte saliente, un anafreera toda la cocina. Allí estaba sobre dos burros de cuatro patas, a un metro de altura, un ataúd. Andaban por ahí dos señoras, una como de treinta años y una viejita, muy viejita, mulata, cabeza de chocolate. Andaba de aquí para allá haciendo lumbre, lavando y quehaceres domésticos. La viejita muy sonriente siempre , hablando sola cuando no encontraba con quíen hablar. 
El ataúd era una cosa que debía llamar la atención y merecía una pregunta:
- ¿Por qué tienen aquí el ataúd?
- Je, je, je - dijo riendo - Era para mí cuando estaba muy mala, el año pasado. Ésta - señaló a su hija - y mi yerno me lo compraron creyendo que me iba yo a morir. Pues no me morí. ¡Je,je,je!- continuó riendo y andando con una agilidad desconcertante. 


sábado, 22 de noviembre de 2014

" Un día perfecto para el pez platano " de J.D. Salinger

 " Un día perfecto para el pez platano " de J.D. Salinger

Al ver una foto de escritores al desnudo, recordé a Salinger y al recordarlo vino a mi memoria uno de sus cuentos que más me ha impactado. Si bien llega a sugerir por algún momento algo sexual, no lo es. Sin embargo, la locura del personaje no es de extrañar , ya que pertenece a la familia Glass ( familia usada en varias novelas; los integrates suelen ser de comportamientos extraños ) . En el cuento logramos notar la informidad del personaje con una parte de sus pies, la cual le ha frustado en su vida. Espero gusten de la lectura. 




J. D. Salinger

Un día perfecto para el pez plátano

      En el hotel había noventa y siete agentes de publicidad neoyorquinos. Como monopolizaban las líneas telefónicas de larga distancia, la chica del 507 tuvo que esperar su llamada desde el mediodía hasta las dos y media de la tarde. Pero no perdió el tiempo. En una revista femenina leyó un artículo titulado «El sexo es divertido o infernal». Lavó su peine y su cepillo. Quitó una mancha de la falda de su traje beige. Corrió un poco el botón de la blusa de Saks. Se arrancó los dos pelos que acababan de salirle en el lunar. Cuando, por fin, la operadora la llamó, estaba sentada en el alféizar de la ventana y casi había terminado de pintarse las uñas de la mano izquierda.
       No era una chica a la que una llamada telefónica le produjera gran efecto. Se comportaba como si el teléfono hubiera estado sonando constantemente desde que alcanzó la pubertad.
       Mientras sonaba el teléfono, con el pincelito del esmalte se repasó una uña del dedo meñique, acentuando el borde de la lúnula. Tapó el frasco y, poniéndose de pie, abanicó en el aire su mano pintada, la izquierda. Con la mano seca, tomó del alféizar un cenicero repleto y lo llevó hasta la mesita de noche, donde estaba el teléfono. Se sentó en una de las dos camas gemelas ya hecha y—ya era la cuarta o quinta llamada—levantó el auricular del teléfono.
       —Diga—dijo, manteniendo extendidos los dedos de la mano izquierda lejos de la bata de seda blanca, que era lo único que llevaba puesto, junto con las chinelas: los anillos estaban en el cuarto de baño.
       —Su llamada a Nueva York, señora Glass—dijo la operadora.
       —Gracias—contestó la chica, e hizo sitio en la mesita de noche para el cenicero.
       A través del auricular llegó una voz de mujer:
       —¿Muriel? ¿Eres tú?
       La chica alejó un poco el auricular del oído.
       —Sí, mamá. ¿Cómo estás?—dijo.
       —He estado preocupadísima por ti. ¿Por qué no has llamado? ¿Estás bien?
       —Traté de telefonear anoche y anteanoche. Los teléfonos aquí han...
       —¿Estás bien, Muriel?
       La chica separó un poco más el auricular de su oreja.
       —Estoy perfectamente. Hace mucho calor. Este es el día más caluroso que ha habido en Florida desde...
       —¿Por qué no has llamado antes? He estado tan preocupada...
       —Mamá, querida, no me grites. Te oigo perfectamente —dijo la chica—. Anoche te llamé dos veces. Una vez justo después...
       —Le dije a tu padre que seguramente llamarías anoche. Pero no, él tenía que... ¿estás bien, Muriel? Dime la verdad.
       —Estoy perfectamente. Por favor, no me preguntes siempre lo mismo.
       —¿Cuándo llegasteis?
       —No sé... el miércoles, de madrugada.
       —¿Quién condujo?
       —Él—dijo la chica—. Y no te asustes. Condujo bien. Yo misma estaba asombrada.
       —¿Condujo él? Muriel, me diste tu palabra de que...
       —Mamá—interrumpió la chica—, acabo de decírtelo. Condujo perfectamente. No pasamos de ochenta en todo el trayecto, ésa es la verdad.
       —¿No trató de hacer el tonto otra vez con los árboles?
       —Vuelvo a repetirte que condujo muy bien, mamá. Vamos, por favor. Le pedí que se mantuviera cerca de la línea blanca del centro, y todo lo demás, y entendió perfectamente, y lo hizo. Hasta se esforzaba por no mirar los árboles... se notaba. Por cierto, ¿papá ha
    hecho arreglar el coche?
       —Todavía no. Es que piden cuatrocientos dólares, sólo para...
       —Mamá, Seymour le dijo a papá que pagaría él. Así que no hay motivo para...
       —Bueno, ya veremos. ¿Cómo se portó? Digo, en el coche y demás...
       —Muy bien—dijo la chica.
       —¿Sigue llamándote con ese horroroso...?
       —No. Ahora tiene uno nuevo
       —¿Cuál?
       —Mamá... ¿qué importancia tiene?
       —Muriel, insisto en saberlo. Tu padre...
       —Está bien, está bien. Me llama Miss Buscona Espiritual 1948—dijo la chica, con una risita.
       —No tiene nada de gracioso, Muriel. Nada de gracioso. Es horrible. Realmente, es triste. Cuando pienso cómo...
       —Mamá—interrumpió la chica—, escúchame. ¿Te acuerdas de aquel libro que me mandó de Alemania? Unos poemas en alemán. ¿Qué hice con él? Me he estado rompiendo la cabeza...
       —Lo tienes tú.
       —¿Estás segura?—dijo la chica.
       —Por supuesto. Es decir, lo tengo yo. Está en el cuarto de Freddy. Lo dejaste aquí y no había sitio en la... ¿Por qué? ¿Te lo ha pedido él?
       —No. Simplemente me preguntó por él, cuando veníamos en el coche. Me preguntó si lo había leído.
       —¡Pero está en alemán!
       —Sí, mamita. Ese detalle no tiene importancia—dijo la chica, cruzando las piernas—. Dijo que casualmente los poemas habían sido escritos por el único gran poeta de este siglo. Me dijo que debería haber comprado una traducción o algo así. O aprendido el idioma... nada menos.. .
       —Espantoso. Espantoso. Es realmente triste... Ya decía tu padre anoche...
       —Un segundo, mamá—dijo la chica. Se acercó hasta el alféizar en busca de cigarrillos, encendió uno y volvió a sentarse en la cama—. ¿Mamá?—dijo, echando una bocanada de humo.
       —Muriel, mira, escúchame.
       —Te estoy escuchando.
       —Tu padre habló con el doctor Sivetski.
       —¿Sí?—dijo la chica.
       —Le contó todo. Por lo menos, eso me dijo, ya sabes cómo es tu padre. Los árboles. Ese asunto de la ventana. Las cosas horribles que le dijo a la abuela acerca de sus proyectos sobre la muerte. Lo que hizo con esas fotos tan bonitas de las Bermudas... ¡Todo!
       —¿Y...?—dijo la chica.
       —En primer lugar, dijo que era un verdadero crimen que el ejército lo hubiera dado de alta del hospital. Palabra. En definitiva, dijo a tu padre que hay una posibilidad, una posibilidad muy grande, dijo, de que Seymour pierda por completo la razón. Te lo juro.
       —Aquí, en el hotel, hay un psiquiatra —dijo la chica.
       —¿Quién? ¿Cómo se llama?
       —No sé. Rieser o algo así. Dicen que es un psiquiatra muy bueno.
       —Nunca lo he oído nombrar.
       —De todos modos, dicen que es muy bueno.
       —Muriel, por favor, no seas inconsciente. Estamos muy preocupados por ti. Lo cierto es que... anoche tu padre estuvo a punto de enviarte un telegrama para que volvieras inmediatamente a casa...
       —Por ahora no pienso volver, mamá. Así que tómalo con calma
       —Muriel, te doy mi palabra. El doctor Sivetski ha dicho que Seymour podía perder por completo la...
       —Mamá, acabo de llegar. Hace años que no me tomo vacaciones, y no pienso meter todo en la maleta y volver a casa porque sí—dijo la chica—. Por otra parte, ahora no podría viajar. Estoy tan quemada por el sol que ni me puedo mover.
       —¿Te has quemado mucho? ¿No has usado ese bronceador que te puse en la maleta? Está...
       —Lo usé. Pero me quemé lo mismo.
       —¡Qué horror! ¿Dónde te has quemado?
       —Me he quemado toda, mamá, toda.
       —¡Qué horror!
       —No me voy a morir.
       —Dime, ¿has hablado con ese psiquiatra?
       —Bueno... sí... más o menos...—dijo la chica.
       —¿Qué dijo? ¿Dónde estaba Seymour cuando le hablaste?
       —En la Sala Océano, tocando el piano. Ha tocado el piano las dos noches que hemos pasado aquí.
       —Bueno, ¿qué dijo?
       —¡Oh, no mucho! ¡Él fue el primero en hablar. Yo estaba sentada anoche a su lado, jugando albingo, y me preguntó si el que tocaba el piano en la otra sala era mi marido. Le dije que sí, y me preguntó si Seymour había estado enfermo o algo por el estilo. Entonces yo le dije...
       —¿Por que te hizo esa pregunta?
       —No sé, mamá. Tal vez porque lo vio tan pálido, y yo qué sé—dijo la chica—. La cuestión es que, después de jugar al bingo, él y su mujer me invitaron a tomar una copa. Y yo acepté. La mujer es espantosa. ¿Te acuerdas de aquel vestido de noche tan horrible que vimos en el escaparate de Bonwit? Aquel vestido que tú dijiste que para llevarlo había que tener un pequeño, pequeñísimo...
       —¿El verde?
       —Lo llevaba puesto. ¡Con unas cadenas...! Se pasó el rato preguntándome si Seymour era pariente de esa Suzanne Glass que tiene una tienda en la avenida Madison... la mercería...
       —Pero ¿qué dijo él? El médico.
       —Ah, sí... Bueno... en realidad, no dijo mucho. Sabes, estábamos en el bar. Había mucho barullo.
       —Sí, pero... ¿le... le dijiste lo que trató de hacer con el sillón de la abuela?
       —No, mamá. No entré en detalles—dijo la chica—. Seguramente podré hablar con él de nuevo. Se pasa todo el día en el bar.
       —¿No dijo si había alguna posibilidad de que pudiera ponerse... ya sabes, raro, o algo así...? ¿De que pudiera hacerte algo...?
       —En realidad, no—dijo la chica—. Necesita conocer más detalles, mamá. Tienen que saber todo sobre la infancia de uno... todas esas cosas. Ya te digo, había tanto ruido que apenas podíamos hablar.
       —En fin. ¿Y tu abrigo azul?
       —Bien. Le subí un poco las hombreras.
       —¿Cómo es la ropa este año?
       —Terrible. Pero preciosa. Con lentejuelas por todos lados.
      —¿Y tu habitación?
       —Está bien. Pero nada más que eso. No pudimos conseguir la habitación que nos daban antes de la guerra—dijo la chica—. Este año la gente es espantosa. Tendrías que ver a los que se sientan al lado nuestro en el comedor. Parece que hubieran venido en un
     camión.
       —Bueno, en todas partes es igual. ¿Y tu vestido de baile?
       —Demasiado largo. Te dije que era demasiado largo.
       —Muriel, te lo voy a preguntar una vez más... ¿En serio, va todo bien?
       —Sí, mamá—dijo la chica—. Por enésima vez.
       —¿Y no quieres volver a casa?
       —No, mamá.
       —Tu padre dijo anoche que estaría encantado de pagarte el viaje si quisieras irte sola a algún lado y pensarlo bien. Podrías hacer un hermoso crucero. Los dos pensamos...
       —No, gracias—dijo la chica, y descruzó las piernas—.
       —Mamá, esta llamada va a costar una for...
       —Cuando pienso cómo estuviste esperando a ese muchacho durante toda la guerra... quiero decir, cuando unapiensa en esas esposas alocadas que...
       —Mamá—dijo la chica—. Colguemos. Seymour puede llegar en cualquier momento.
       —¿Dónde está?
       —En la playa.
       —¿En la playa? ¿Solo? ¿Se porta bien en la playa?
       —Mamá—dijo la chica—. Hablas de él como si fuera un loco furioso.
       —No he dicho nada de eso, Muriel.
       —Bueno, ésa es la impresión que das. Mira, todo lo que hace es estar tendido en la arena. Ni siquiera se quita el albornoz.
       —¿Que no se quita el albornoz? ¿Por qué no?
       —No lo sé. Tal vez porque tiene la piel tan blanca.
       —Dios mío, necesita tomar sol. ¿Por qué no lo obligas?
       —Lo conoces muy bien—dijo la chica, y volvió a cruzar las piernas—. Dice que no quiere tener un montón de imbéciles alrededor mirándole el tatuaje.
       —¡Si no tiene ningún tatuaje! ¿O acaso se hizo tatuar cuando estaba en la guerra?
       —No, mamá. No, querida—dijo la chica, y se puso de pie—. Escúchame, a lo mejor te llamo otra vez mañana.
       —Muriel, hazme caso.
       —Sí, mamá—dijo la chica, cargando su peso sobre la pierna derecha.
       —Llámame en cuanto haga, o diga, algo raro..., ya me entiendes. ¿Me oyes?
       —Mamá, no le tengo miedo a Seymour.
       —Muriel, quiero que me lo prometas.
       —Bueno, te lo prometo. Adiós, mamá—dijo la chica—. Besos a papá—y colgó.
    
       —Ver más vidrio—dijo Sybil Carpenter, que estaba alojada en el hotel con su madre—. ¿Has visto más vidrio?
       —Cariño, por favor, no sigas repitiendo eso. Vas a volver loca a mamaíta. Estáte quieta, por favor.
       La señora Carpenter untaba la espalda de Sybil con bronceador, repartiéndolo sobre sus omóplatos, delicados como alas. Sybil estaba precariamente sentada sobre una enorme y tensa pelota de playa, mirando el océano. Llevaba un traje de baño de color amarillo canario, de dos piezas, una de las cuales en realidad no necesitaría hasta dentro de nueve o diez años.
       —No era más que un simple pañuelo de seda... una podía darse cuenta cuando se acercaba a mirarlo—dijo la mujer sentada en la hamaca contigua a la de la señora Carpenter—. Ojalá supiera cómo lo anudó. Era una preciosidad.
       —Por lo que dice, debía de ser precioso—asintió la señora Carpenter.
       —Estáte quieta, Sybil, cariño...
       —¿Viste más vidrio?—dijo Sybil.
       La señora Carpenter suspiró.
       —Muy bien—dijo. Tapó el frasco de bronceador—. Ahora vete a jugar, cariño. Mamaíta va a ir al hotel a tomar un martini con la señora Hubbel. Te traeré la aceituna.
       Cuando estuvo libre, Sybil echó a correr inmediatamente por el borde firme de la playa hacia el Pabellón de los Pescadores. Se detuvo únicamente para hundir un pie en un castillo de arena inundado y derruido, y en seguida dejó atrás la zona reservada a los clientes del hotel.
       Caminó cerca de medio kilómetro y de pronto echó a correr oblicuamente, alejándose del agua hacia la arena blanda. Se detuvo al llegar junto a un hombre joven que estaba echado de espaldas.
       —¿Vas a ir al agua, ver más vidrio?—dijo.
       El joven se sobresaltó, llevándose instintivamente la mano derecha a las solapas del albornoz. Se volvió boca abajo, dejando caer una toalla enrollada como una salchicha que tenía sobre los ojos, y miró de reojo a Sybil.
       —¡Ah!, hola, Sybil.
       —¿Vas a ir al agua?
       —Te esperaba—dijo el joven—. ¿Qué hay de nuevo?
       —¿Qué?—dijo Sybil.
       —¿Qué hay de nuevo? ¿Qué programa tenemos?
       —Mi papá llega mañana en un avión—dijo Sybil, tirándole arena con el pie.
       —No me tires arena a la cara, niña—dijo el joven, cogiendo con una mano el tobillo de Sybil—. Bueno, ya era hora de que tu papi llegara. Lo he estado esperando horas. Horas.
       —¿Dónde está la señora?—dijo Sybil.
       —¿La señora?—el joven hizo un movimiento, sacudiéndose la arena del pelo ralo—. Es difícil saberlo, Sybil. Puede estar en miles de lugares. En la peluquería. Tiñiéndose el pelo de color visón. O en su habitación, haciendo muñecos para los niños pobres.
       Se puso boca abajo, cerró los dos puños, apoyó uno encima del otro y acomodó el mentón sobre el de arriba.
       —Pregúntame algo más, Sybil—dijo—. Llevas un bañador muy bonito. Si hay algo que me gusta, es un bañador azul.
       Sybil lo miró asombrada y después contempló su prominente barriga.
       —Es amarillo—dijo—. Es amarillo.
       —¿En serio? Acércate un poco más.
       Sybil dio un paso adelante.
       —Tienes toda la razón del mundo. Qué tonto soy.
       —¿Vas a ir al agua?—dijo Sybil.
       —Lo estoy considerando seriamente, Sybil. Lo estoy pensando muy en serio.
       Sybil hundió los dedos en el flotador de goma que el joven usaba a veces como almohadón.
       —Necesita aire—dijo.
       —Es verdad. Necesita más aire del que estoy dispuesto a admitir—retiró los puños y dejó que el mentón descansara en la arena—. Sybil—dijo—, estás muy guapa. Da gusto verte. Cuéntame algo de ti—estiró los brazos hacia delante y tomó en sus manos los dos tobillos de Sybil—. Yo soy capricornio. ¿Cuál es tu signo?
       —Sharon Lipschutz dijo que la dejaste sentarse a tu lado en el taburete del piano—dijo Sybil.
       —¿Sharon Lipschutz dijo eso?
       Sybil asintió enérgicamente. Le soltó los tobillos, encogió los brazos y apoyó la mejilla en el antebrazo derecho.
       —Bueno —dijo—. Tú sabes cómo son estas cosas, Sybil. Yo estaba sentado ahí, tocando. Y tú te habías perdido de vista totalmente y vino Sharon Lipschutz y se sentó a mi lado. No podía echarla de un empujón, ¿no es cierto?
       —Sí que podías.
       —Ah, no. No era posible. Pero ¿sabes lo que hice?
       —¿Qué?
       —Me imaginé que eras tú.
       Sybil se agachó y empezó a cavar en la arena.
       —Vayamos al agua—dijo.
       —Bueno—replicó el joven—. Creo que puedo hacerlo.
       —La próxima vez, échala de un empujón —dijo Sybil.
       —¿Que eche a quién?
       —A Sharon Lipschutz.
       —Ah, Sharon Lipschutz —dijo él—. ¡Siempre ese nombre! Mezcla de recuerdos y deseos.—De repente se puso de pie y miró el mar—. Sybil—dijo—, ya sé lo que podemos hacer. Intentaremos pescar un pez plátano.
       —¿Un qué?
       —Un pez plátano—dijo, y desanudó el cinturón de su albornoz.
       Se lo quitó. Tenía los hombros blancos y estrechos. El traje de baño era azul eléctrico. Plegó el albornoz, primero a lo largo y después en tres dobleces. Desenrolló la toalla que se había puesto sobre los ojos, la tendió sobre la arena y puso encima el albornoz plegado. Se agachó, recogió el flotador y se lo puso bajo el brazo derecho. Luego, con la mano izquierda, tomó la de Sybil.
       Los dos echaron a andar hacia el mar.
       —Me imagino que ya habrás visto unos cuantos peces plátano—dijo el joven.
       Sybil negó con la cabeza.
       —¿En serio que no? Pero, ¿dónde vives, entonces?
       —No sé—dijo Sybil.
       —Claro que lo sabes. Tienes que saberlo. Sharon Lipschutz sabe dónde vive, y sólo tiene tres años y medio.
       Sybil se detuvo y de un tirón soltó su mano de la de él. Recogió una concha y la observó con estudiado interés. Luego la tiró.
       —Whirly Wood, Connecticut—dijo, y echó nuevamente a andar, sacando la barriga.
       —Whirly Wood, Connecticut—dijo el joven—. ¿Eso, por casualidad, no está cerca de Whirly Wood, Connecticut?
       Sybil lo miró:
       —Ahí es donde vivo—dijo con impaciencia—. Vivo en Whirly Wood, Connecticut.
       Se adelantó unos pasos, se cogió el pie izquierdo con la mano izquierda y dio dos o tres saltos.
       —No puedes imaginarte cómo lo aclara todo eso —dijo él.
       Sybil soltó el pie:
       —¿Has leído El negrito Sambo?—dijo.
       —Es gracioso que me preguntes eso—dijo él—. Da la casualidad que acabé de leerlo anoche.—Se inclinó y volvió a tomar la mano de Sybil—. ¿Qué te pareció?
       —¿Te acuerdas de los tigres que corrían todos alrededor de ese árbol?
       —Creí que nunca iban a parar. Jamás vi tantos tigres.
       —No eran más que seis—dijo Sybil.
       —¡Nada más que seis! —dijo el joven—. ¿Y dices «nada más»?
       —¿Te gusta la cera?—preguntó Sybil.
       —¿Si me gusta qué?
       —La cera.
       —Mucho. ¿A ti no?
       Sybil asintió con la cabeza:
       —¿Te gustan las aceitunas?—preguntó.
       —¿Las aceitunas?... Sí. Las aceitunas y la cera. Nunca voy a ningún lado sin ellas.
       —¿Te gusta Sharon Lipschutz?—preguntó Sybil.
       —Sí. Sí me gusta. Lo que más me gusta de ella es que nunca hace cosas feas a los perritos en la sala del hotel. Por ejemplo, a ese bulldog enano de la señora canadiense. Te resultará difícil creerlo, pero hay algunas niñas que se divierten mucho pinchándolo con los palitos de los globos. Pero Sharon, jamás. Nunca es mala ni grosera. Por eso la quiero tanto.
       Sybil no dijo nada.
       —Me gusta masticar velas—dijo ella por último.
       —Ah, ¿y a quién no?—dijo el joven mojándose los pies—. ¡Diablos, qué fría está!—Dejó caer el flotador en el agua—. No, espera un segundo, Sybil. Espera a que estemos un poquito más adentro.
       Avanzaron hasta que el agua llegó a la cintura de Sybil. Entonces el joven la levantó y la puso boca abajo en el flotador.
       —¿Nunca usas gorro de baño ni nada de eso?—preguntó él.
       —No me sueltes—dijo Sybil—. Sujétame, ¿quieres?
       —Señorita Carpenter, por favor. Yo sé lo que estoy haciendo—dijo el joven—. Ocúpate sólo de ver si aparece un pez plátano. Hoy es un día perfecto para los peces plátano.
       —No veo ninguno—dijo Sybil.
       —Es muy posible. Sus costumbres son muy curiosas. Muy curiosas.
       Siguió empuiando el flotador. El agua le llegaba al pecho.
       —Llevan una vida triste—dijo—. ¿Sabes lo que hacen, Sybil?
       Ella negó con la cabeza.
       —Bueno, te lo explicaré. Entran en un pozo que está lleno de plátanos. Cuando entran, parecen peces como todos los demás. Pero, una vez dentro, se portan como cerdos, ¿sabes? He oído hablar de peces plátano que han entrado nadando en pozos de plátanos y llegaron a comer setenta y ocho plátanos—empujó al flotador y a su pasajera treinta centímetros más hacia el horizonte—. Claro, después de eso engordan tanto que ya no pueden salir. No pasan por la puerta.
       —No vayamos tan lejos—dijo Sybil—. ¿Y qué pasa despues con ellos?
       —¿Qué pasa con quiénes?
       —Con los peces plátano.
       —Bueno, ¿te refieres a después de comer tantos plátanos que no pueden salir del pozo?
       —Sí—dijo Sybil.
       —Mira, lamento decírtelo, Sybil. Se mueren.
       —¿Por qué?—preguntó Sybil.
       —Contraen fiebre platanífera. Una enfermedad terrible.
       —Ahí viene una ola—dijo Sybil nerviosa.
       —No le haremos caso. La mataremos con la indiferencia—dijo el joven—, como dos engreídos.
       Tomó los tobillos de Sybil con ambas manos y empujó hacia delante. El flotador levantó la proa por encima de la ola. El agua empapó los cabellos rubios de Sybil, pero sus gritos eran de puro placer.
       Cuando el flotador estuvo nuevamente inmóvil, se apartó de los ojos un mechón de pelo pegado, húmedo, y comentó:
       —Acabo de ver uno.
       —¿Un qué, amor mío?
       —Un pez plátano.
       —¡No, por Dios!—dijo el joven—. ¿Tenía algún plátano en la boca?
       —Sí—dijo Sybil—. Seis.
       De pronto, el joven tomó uno de los mojados pies de Sybil que colgaban por el borde del flotador y le besó la planta.
       —¡Eh!—dijo la propietaria del pie, volviéndose.
       —¿Cómo, eh? Ahora volvamos. ¿Ya te has divertido bastante?
       —¡No!
       —Lo siento—dijo, y empujó el flotador hacia la playa hasta que Sybil descendió. El resto del carnino lo llevó bajo el brazo.
       —Adiós —dijo Sybil, y salió corriendo hacia el hotel.
       El joven se puso el albornoz, cruzó bien las solapas y metió la toalla en el bolsillo. Recogió el flotador mojado y resbaladizo y se lo acomodó bajo el brazo. Caminó solo, trabajosamente, por la arena caliente, blanda, hasta el hotel.
       En el primer nivel de la planta baja del hotel—que los bañistas debían usar según instrucciones de la gerencia— entró con él en el ascensor una mujer con la nariz cubierta de pomada.
       —Veo que me está mirando los pies—dijo él, cuando el ascensor se puso en marcha.
       —¿Cómo dice?—dijo la mujer.
       —Dije que veo que me está mirando los pies.
       —Perdone, pero casualmente estaba mirando el suelo —dijo la muier, y se volvió hacia las puertas del ascensor.
       —Si quiere mirarme los pies, dígalo—dijo el joven—. Pero, maldita sea, no trate de hacerlo con tanto disimulo.
       —Déjeme salir, por favor—dijo rápidamente la mujer a la ascensorista.
       Cuando se abrieron las puertas, la mujer salió sin mirar hacia atrás.
       —Tengo los pies completamente normales y no veo por qué demonios tienen que mirármelos—dijo el joven—. Quinto piso, por favor.
       Sacó la llave de la habitación del bolsillo de su albornoz.
       Bajó en el quinto piso, caminó por el pasillo y abrió la puerta del 507. La habitación olía a maletas nuevas de piel de ternera y a quitaesmalte de uñas.
       Echó una ojeada a la chica que dormía en una de las camas gemelas. Después fue hasta una de las maletas, la abrió y extrajo una automática de debajo de un montón de calzoncillos y camisetas, una Ortgies calibre 7,65. Sacó el cargador, lo examinó y volvió a colocarlo. Quitó el seguro. Después se sentó en la cama desocupada, miró a la chica, apuntó con la pistola y se disparó un tiro en la sien derecha.