"La noche" Guy de Maupassant
Un relato el cual se presta a muchas interpretaciones: la muerte, el olvido, la ausencia,los sueños, la noche , la misantropía. Maupassant escribió éste realot a los inicios de su locura, cuando habia perdido razón de si. Ésta narración nos cuenta un paseo por Paris , la cual poco a poco se va oscureciendo hasta no verse nada. La soledad es sumamente evidente en el texto, a su vez, el terror por sentir a la oscuridad que poco a poco te va quitando lo que conoces hasta dejarte en un lugar tan pequeño . Un texto de terror el cual nos hace pensar si la noche es buena o no .
La noche
(Una pesadilla)
Guy de Maupassant
(Una pesadilla)
Guy de Maupassant
Amo la noche con pasión. La amo, como
uno ama a su país o a su amante, con un amor instintivo,
profundo, invencible. La amo con todos mis sentidos, con mis
ojos que la ven, con mi olfato que la respira, con mis oídos,
que escuchan su silencio, con toda mi carne que las tinieblas
acarician. Las alondras cantan al sol, en el aire azul, en el
aire caliente, en el aire ligero de la mañana clara. El búho
huye en la noche, sombra negra que atraviesa el espacio negro,
y alegre, embriagado por la negra inmensidad, lanza su grito
vibrante y siniestro.
El día me cansa y me aburre. Es
brutal y ruidoso. Me levanto con esfuerzo, me visto con
desidia y salgo con pesar, y cada paso, cada movimiento, cada
gesto, cada palabra, cada pensamiento me fatiga como si
levantara una enorme carga.
Pero cuando el sol desciende, una
confusa alegría invade todo mi cuerpo. Me despierto, me animo.
A medida que crece la sombra me siento distinto, más joven,
más fuerte, más activo, más feliz. La veo espesarse, dulce
sombra caída del cielo: ahoga la ciudad como una ola
inaprensible e impenetrable, oculta, borra, destruye los
colores, las formas; oprime las casas, los seres, los
monumentos, con su tacto imperceptible.
Entonces tengo ganas de gritar de
placer como las lechuzas, de correr por los tejados como los
gatos, y un impetuoso deseo de amar se enciende en mis venas.
Salgo, unas veces camino por los
barrios ensombrecidos, y otras por los bosques cercanos a
París donde oigo rondar a mis hermanas las fieras y a mis
hermanos, los cazadores furtivos. Aquello que se ama con
violencia acaba siempre por matarlo a uno.
Pero ¿cómo explicar lo que me ocurre?
¿Cómo hacer comprender el hecho de que pueda contarlo? No sé,
ya no lo sé. Sólo sé que es. Helo aquí.
El caso es que ayer -¿fue ayer?- Sí,
sin duda, a no ser que haya sido antes, otro día, otro mes,
otro año -no lo sé-. Debió ser ayer, pues el día no ha vuelto
a amanecer, pues el sol no ha vuelto a salir. Pero, ¿desde
cuándo dura la noche? ¿desde cuándo...? ¿Quién lo dirá? ¿Quién
lo sabrá nunca? El caso es que ayer salí como todas las noches
después de la cena. Hacía, bueno, una temperatura agradable,
hacía calor. Mientras bajaba hacia los bulevares, miraba sobre
mi cabeza el río negro y lleno de estrellas recortado en el
cielo por los tejados de la calle, que se curvaba y ondeaba
como un auténtico torrente, un caudal rodante de astros. Todo
se veía claro en el aire ligero, desde los planetas hasta las
farolas de gas. Brillaban tantas luces allá arriba y en la
ciudad que las tinieblas parecían iluminarse. Las noches
claras son más alegres que los días de sol espléndido.
En el bulevar resplandecían los
cafés; la gente reía, pasaba o bebía. Entré un momento al
teatro; ¿a qué teatro? ya no lo sé. Había tanta claridad que
me entristecí y salí con el corazón algo ensombrecido por
aquel choque brutal de luz en el oro de los balcones, por el
destello ficticio de la enorme araña de cristal, por la
barrera de fuego de las candilejas, por la melancolía de esta
claridad falsa y cruda.
Me dirigí hacia los Campos Elíseos,
donde los cafés concierto parecían hogueras entre el follaje.
Los castaños radiantes de luz amarilla parecían pintados,
parecían árboles fosforescentes. Y las bombillas eléctricas,
semejantes a lunas destellantes y pálidas, a huevos de luna
caídos del cielo, a perlas monstruosas, vivas, hacían
palidecer bajo su claridad nacarada, misteriosa y real, los
hilos del gas, del feo y sucio gas, y las guirnaldas de
cristales coloreados.
Me detuve bajo el Arco del Triunfo
para mirar la avenida, la larga y admirable avenida
estrellada, que iba hacia París entre dos líneas de fuego, y
los astros, los astros allá arriba, los astros desconocidos,
arrojados al azar en la inmensidad donde dibujan esas extrañas
figuras que tanto hacen soñar e imaginar.
Entré en el Bois de Boulogne y
permanecí largo tiempo. Un extraño escalofrío se había
apoderado de mí, una emoción imprevista y poderosa, un
pensamiento exaltado que rozaba la locura.
Anduve durante mucho, mucho tiempo.
Luego volví.
¿Qué hora sería cuando volví a pasar
bajo el Arco del Triunfo? No lo sé. La ciudad dormía y nubes,
grandes nubes negras, se esparcían lentamente en el cielo.
Por primera vez sentí que iba a
suceder algo extraordinario, algo nuevo. Me pareció que hacía
frío, que el aire se espesaba, que la noche, que mi amada
noche, se volvía pesada en mi corazón. Ahora la avenida estaba
desierta. Solos, dos agentes de policía paseaban cerca de la
parada de coches de caballos y, por la calzada iluminada
apenas por las farolas de gas que parecían moribundas, una
hilera de vehículos cargados con legumbres se dirigía hacia el
mercado de Les Halles. Iban lentamente, llenos de zanahorias,
nabos y coles. Los conductores dormían, invisibles, y los
caballos mantenían un paso uniforme, siguiendo al vehículo que
los precedía, sin ruido sobre el pavimento de madera. Frente a
cada una de las luces de la acera, las zanahorias se
iluminaban de rojo, los nabos se iluminaban de blanco, las
coles se iluminaban de verde, y pasaban, uno tras otro, estos
coches rojos; de un rojo de fuego, blancos, de un blanco de
plata, verdes, de un verde esmeralda.
Los seguí, y luego volví por la calle
Royale y aparecí de nuevo en los bulevares. Ya no había nadie,
ya no había cafés luminosos, sólo algunos rezagados que se
apresuraban. Jamás había visto un París tan muerto, tan
desierto. Saqué mi reloj. Eran las dos.
Una fuerza me empujaba, una necesidad
de caminar. Me dirigí, pues, hacia la Bastilla. Allí me di
cuenta de que nunca había visto una noche tan sombría, porque
ni siquiera distinguía la columna de Julio, cuyo genio de oro
se había perdido en la impenetrable oscuridad. Una bóveda de
nubes, densa como la inmensidad, había ahogado las estrellas y
parecía descender sobre la tierra para aniquilarla.
Volví sobre mis pasos. No había nadie
a mi alrededor. En la Place du Château-d'Eau, sin embargo, un
borracho estuvo a punto de tropezar conmigo, y luego
desapareció. Durante algún tiempo seguí oyendo su paso
desigual y sonoro. Seguí caminando. A la altura del barrio de
Montmartre pasó un coche de caballos que descendía hacia el
Sena. Lo llamé. El cochero no respondió. Una mujer rondaba
cerca de la calle Drouot: «Escúcheme, señor.» Aceleré el paso
para evitar su mano tendida hacia mí. Luego nada. Ante el
Vaudeville, un trapero rebuscaba en la cuneta. Su farolillo
vacilaba a ras del suelo. Le pregunté:
-¿Amigo, qué hora es?
-¡Y yo que sé! -gruñó-. No tengo
reloj.
Entonces me di cuenta de repente de
que las farolas de gas estaban apagadas. Sabía que en esta
época del año las apagaban pronto, antes del amanecer, por
economía; pero aún tardaría tanto en amanecer...
«Iré al mercado de Les Halles»,
pensé, «allí al menos encontré vida».
Me puse en marcha, pero ni siquiera
sabía ir. Caminaba lentamente, como se hace en un bosque,
reconociendo las calles, contándolas.
Ante el Crédit Lyonnais ladró un
perro. Volví por la calle Grammont, perdido; anduve a la
deriva, luego reconocí la Bolsa, por la verja que la rodea.
Todo París dormía un sueño profundo, espantoso. Sin embargo, a
lo lejos rodaba un coche de caballos, uno solo, quizá el mismo
que había pasado junto a mí hacía un instante. Intenté
alcanzarlo, siguiendo el ruido de sus ruedas a través de las
calles solitarias y negras, negras como la muerte.
Una vez más me perdí. ¿Dónde estaba?
¡Qué locura apagar tan pronto el gas! Ningún transeúnte,
ningún rezagado, ningún vagabundo, ni siquiera el maullido de
un gato en celo. Nada.
«¿Dónde estaban los agentes de
policía?", me dije. «Voy a gritar, y vendrán.» Grité, no
respondió nadie.
Llamé más fuerte. Mi voz voló, sin
eco, débil, ahogada, aplastada por la noche, por esta noche
impenetrable.
Grité más fuerte: «¡Socorro!
¡Socorro! ¡Socorro!»
Mi desesperada llamada quedó sin
respuesta. ¿Qué hora era? Saqué mi reloj, pero no tenía
cerillas. Oí el leve tic-tac de la pequeña pieza mecánica con
una desconocida y extraña alegría. Parecía estar viva. Me
encontraba menos solo. ¡Qué misterio! Caminé de nuevo como un
ciego, tocando las paredes con mi bastón, levantando los ojos
al cielo, esperando que por fin llegara el día; pero el
espacio estaba negro, completamente negro, más profundamente
negro que la ciudad.
¿Qué hora podía ser? Me parecía
caminar desde hacía un tiempo infinito pues mis piernas
desfallecían, mi pecho jadeaba y sentía un hambre horrible.
Me decidí a llamar a la primera
cochera. Toqué el timbre de cobre, que sonó en toda la casa;
sonó de una forma extraña, como si este ruido vibrante fuera
el único del edificio. Esperé. No contestó nadie. No abrieron
la puerta. Llamé de nuevo; esperé... Nada.
Tuve miedo. Corrí a la casa
siguiente, e hice sonar veinte veces el timbre en el oscuro
pasillo donde debía dormir el portero. Pero no se despertó, y
fui más lejos, tirando con todas mis fuerzas de las anillas o
apretando los timbres, golpeando con mis pies, con mi bastón o
mis manos todas las puertas obstinadamente cerradas.
Y de pronto, vi que había llegado al
mercado de Les Halles. Estaba desierto, no se oía un ruido, ni
un movimiento, ni un vehículo, ni un hombre, ni un manojo de
verduras o flores. Estaba vacío, inmóvil, abandonado, muerto.
Un espantoso terror se apoderó de mí.
¿Qué sucedía? ¡Oh Dios mío! ¿qué sucedía?
Me marché. Pero, ¿y la hora? ¿y la
hora? ¿quién me diría la hora?
Ningún reloj sonaba en los
campanarios o en los monumentos. Pensé: «Voy a abrir el
cristal de mi reloj y tocaré la aguja con mis dedos.» Saqué el
reloj... ya no sonaba... se había parado. Ya no quedaba nada,
nada, ni siquiera un estremecimiento en la ciudad, ni un
resplandor, ni la vibración de un sonido en el aire. Nada.
Nada más. Ni tan siquiera el rodar lejano de un coche, nada.
Me encontraba en los muelles, y un
frío glacial subía del río.
¿Corría aún el Sena?
Quise saberlo, encontré la escalera,
bajé... No oía la corriente bajo los arcos del puente... Unos
escalones más... luego la arena... el fango... y el agua...
hundí mi brazo, el agua corría, corría, fría, fría, fría...
casi helada... casi detenida... casi muerta.
Y sentí que ya nunca tendría fuerzas
para volver a subir... y que iba a morir allí abajo... yo
también, de hambre, de cansancio, y de frío.
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