"Chickamauga" de Ambrose Bierce
Impactante, desolador, frío y terrorífico , son las palabras para definir éste cuento. Pocas ocasiones me asombro ante un cuento y Bierce lo logró. Nos enfrentamos ante un relato en el cual el tema principal es el de la iniciación del personaje; a lo que me refiero es que el personaje sufrirá una situación la cual cambiará la persectiva de su mundo y pueda cambiar su esencia. El gran maestro del ambiente terrorifico nos muestra a un niño en un campo de guerra, tras finalizado el combate. Dejamos de pensar por momentos como seres racionales y la narrativa nos lleva a los ojos del infante , el cual ve todo como algo inocente y natural. Dura e impactante, así lo defino. Recomendado.
Chickamauga
Ambrose Bierce
Ambrose Bierce
En una tarde soleada de otoño,
un niño perdido en el campo, lejos de su rústica vivienda,
entró en un bosque sin ser visto. Sentía la nueva felicidad de
escapar a toda vigilancia, de andar y explorar a la ventura,
porque su espíritu, en el cuerpo de sus antepasados, y durante
miles y miles de años, estaba habituado a cumplir hazañas
memorables en descubrimientos y conquistas: victorias en
batallas cuyos momentos críticos eran centurias, cuyos
campamentos triunfales eran ciudades talladas en peñascos.
Desde la cuna de su raza, ese espíritu había logrado abrirse
camino a través de dos continentes y después, franqueando el
ancho mar, había penetrado en un terreno donde recibió como
herencia la guerra y el poder.
Era un niño de seis años, hijo
de un pobre plantador. Este, durante su primera juventud,
había sido soldado, había luchado en el extremo sur. Pero en
la existencia apacible del plantador, la llama de la guerra
había sobrevivido; una vez encendida, nunca se apagó. El
hombre amaba los libros y las estampas militares, y el niño
las había comprendido lo bastante para hacerse un sable de
madera que el padre mismo, sin embargo, no hubiera reconocido
como tal. Ahora llevaba este sable con gallardía, como
conviene al hijo de una raza heroica, y separaba de tiempo en
tiempo en los claros soleados del bosque para asumir,
exagerándolas, las actitudes de agresión y defensa que le
fueron enseñadas por aquellas estampas. Enardecido por la
facilidad con que echaba por tierra a enemigos invisibles que
intentaban detenerlo, cometió el error táctico bastante
frecuente de proseguir su avance hasta un extremo peligroso, y
se encontró por fin al borde de un arroyo, ancho pero poco
profundo, cuyas rápidas aguas le impidieron continuar
adelante, a la caza de un enemigo derrotado que acababa de
cruzarlo con ilógica facilidad. Pero el intrépido guerrero no
iba a dejarse amilanar; el espíritu de la raza que había
franqueado el ancho mar ardía, invencible, dentro de aquel
pecho menudo, y no era sencillo sofocarlo. En el lecho del río
descubrió un lugar donde había algunos cantos rodados,
espaciados a un paso o a un brinco de distancia; gracias a
ellos pudo atravesarlo, cayó de nuevo sobre la retaguardia de
sus enemigos imaginarios, y los pasó a todos a cuchillo.
Ahora, una vez ganada la
batalla, la prudencia exigía que se replegara sobre la base de
sus operaciones. ¡Ay!, como tantos otros conquistadores más
grandes que él, como el más grande de todos, no podía ni
refrenar su sed de guerra ni comprender que el más afortunado
no puede tentar al Destino. De pronto, mientras avanzaba desde
la orilla, se encontró frente a un nuevo y formidable
adversario. A la vuelta de un sendero, con las orejas tiesas y
las patas delanteras colgantes, muy erguido, estaba sentado un
conejo. El niño lanzó una exclamación de asombro, dio media
vuelta y escapó sin saber qué dirección tomaba, llamando a su
madre con gritos inarticulados, llorando, tropezando, con su
tierna piel cruelmente desgarrada por las zarzas, su
corazoncito palpitando de terror, sin aliento, enceguecido por
las lágrimas, perdido en el bosque. Después, durante más de
una hora, sus pies vagabundos lo llevaron a través de malezas
inextricables, y por fin, rendido de cansancio, se acostó en
un estrecho espacio entre dos rocas a pocas yardas del río.
Allí, sin dejar de apretar su sable de madera, que no era ya
para él un arma sino un compañero, se durmió a fuerza de
sollozos. Encima de su cabeza, los pájaros del bosque cantaban
alegremente, las ardillas, castigando el aire con el esplendor
de sus colas, chillaban y corrían de árbol en árbol, ignorando
al niño lastimero, y en alguna parte, muy lejos, gruñía un
trueno, extraño y sordo, como si las perdices redoblaran para
celebrar la victoria de la naturaleza sobre el hijo de
aquellos que, desde tiempos inmemoriales, la han reducido a la
esclavitud. Y del otro lado, en la pequeña plantación, donde
hombres blancos y negros, llenos de alarma, buscaban
afiebradamente en los campos y los cercos, una madre tenía el
corazón destrozado por la desaparición de su hijo.
Pasaron las horas y el
pequeño durmiente se levantó. La frescura de la tarde transía
sus miembros; el temor a las tinieblas, su corazón. Pero había
descansado y no lloraba más. Impulsado a obrar por un impulso
ciego, se abrió camino a través de las malezas que lo rodeaban
hasta llegar a un extremo más abierto: a su derecha, el
arroyo; a su izquierda, una suave pendiente con unos pocos
árboles; arriba, las sombras cada vez más densas del
crepúsculo. Una niebla tenue, espectral, a lo largo del agua,
le inspiró miedo y repugnancia; en lugar de atravesar el
arroyo por segunda vez en la dirección en que había venido, le
dio la espalda y avanzó hacia el bosque sombrío que lo
cercaba. Súbitamente, ante sus ojos, vio desplazarse un objeto
extraño que tomó al principio por un enorme animal: perro,
cerdo, no lo sabía; quizá fuera un oso. Había visto imágenes
de osos y, no abrigando temor hacia ellos, había deseado
vagamente encontrar uno. Pero algo en la forma o en el
movimiento de aquel objeto, algo torpe en su andar, le dijo
que no era un oso; el miedo refrenó la curiosidad, y el niño
se detuvo. Sin embargo, a medida que la extraña criatura
avanzaba con lentitud, aumentó su coraje porque advirtió que
no tenía, al menos, las orejas largas y amenazadoras del
conejo. Quizá su espíritu impresionable era consciente a
medias de algo familiar en ese andar vacilante, ingrato. Antes
de que se hubiera acercado lo suficiente para disipar sus
dudas, vio que la criatura era seguida por otra y otra y otra.
Y había muchas más a derecha e izquierda: el campo abierto que
lo rodeaba hormigueaba de aquellos seres, y todos avanzaban
hacia el arroyo.
Eran hombres. Trepaban con
las manos y las rodillas. Algunos sólo usaban las manos,
arrastrando las piernas; otros, sólo las rodillas, y los
brazos colgaban, inútiles, de cada lado. Trataban de ponerse
en pie, pero se abatían en el curso de su esfuerzo, el rostro
contra la tierra. Nada hacían normalmente, nada hacían de
igual manera, salvo esa progresión pie por pie en el mismo
sentido. Una por uno, dos por dos, en pequeños grupos,
continuaban avanzando en la penumbra; a veces, algunos hacían
un alto, otros se les adelantaban, arrastrándose con lentitud,
y aquellos, entonces, reanudaban el movimiento. Llegaban por
docenas y por centenares; se extendían a derecha e izquierda
hasta donde podía escrutarse en la oscuridad creciente, y el
bosque negro detrás de ellos parecía interminable. El suelo
mismo parecía desplazarse hacia el arroyo. De tiempo en
tiempo, uno de aquellos que habían hecho un alto no reanudaba
su camino y yacía inmóvil: estaba muerto. Algunos se detenían
y gesticulaban de manera extraña: levantaban los brazos y los
dejaban caer de nuevo, se tomaban la cabeza con ambas manos,
extendían sus palmas hacia el cielo como hacen ciertos hombres
durante las plegarias que dicen en común.
El niño no reparó en todos
estos detalles que sólo hubiera podido advertir un espectador
de más edad. Sólo vio una cosa: eran hombres, y sin embargo se
arrastraban como niñitos. Eran hombres, nada tenían pues de
terrible, aunque algunos llevaran vestimentas que desconocía.
Caminó libremente en medio de ellos, mirándolos de cerca con
infantil curiosidad. Los rostros de todos eran singularmente
pálidos; muchos estaban cubiertos de rastros y gotas rojas.
Esto, unido a sus actitudes grotescas, les recordó al payaso
pintarrajeado que había visto en el circo el verano anterior,
y se puso a reír al contemplarlos. Pero esos hombres mutilados
y sanguinolentos no dejaban de avanzar, sin advertir, al igual
que el niño, el dramático contraste entre la risa de éste y su
propia y horrible gravedad. Para el niño era un espectáculo
cómico. Había visto a los negros de su padre arrastrarse sobre
las manos y las rodillas para divertirlo: en esta posición los
había montado, «haciendo creer» que los tomaba por caballos. Y
entonces se aproximó por detrás a una de esas formas
rampantes, y después, con un ágil movimiento, se le sentó a
horcajadas. El hombre se desplomó sobre el pecho, recuperó el
equilibrio, furiosamente, hizo caer redondo al niño como
hubiera podido hacerlo un potrillo salvaje y después volvió
hacia él un rostro al que le faltaba la mandíbula inferior; de
los dientes superiores a la garganta, se abría un gran hueco
rojo franjeado de pedazos de carne colgante y de esquirlas de
hueso. La saliente monstruosa de la nariz, la falta de mentón,
los ojos montaraces, daban al herido el aspecto de un gran
pájaro rapaz con el cuello y el pecho enrojecidos por la
sangre de su presa. El hombre se incorporó sobre las rodillas.
El niño se puso de pie. El hombre lo amenazó con el puño. El
niño, por fin aterrorizado, corrió hasta un árbol próximo, se
guareció detrás del tronco, y después encaró la situación con
mayor seriedad. Y la siniestra multitud continuaba
arrastrándose, lenta, dolorosa, en una lúgubre pantomima,
bajando la pendiente como un hormigueo de escarabajos negros,
sin hacer jamás el menor ruido, en un silencio profundo,
absoluto.
En vez de oscurecerse, el
hechizado paisaje comenzó a iluminarse. Más allá del arroyo, a
través de la cintura de árboles, brillaba una extraña luz roja
sobre la cual se destacaba el negro encaje de las ramas;
golpeaba las siluetas rampantes y proyectaba sobre ellas
monstruosas sombras que caricaturizaban sus movimientos en la
hierba iluminada; caía en sus rostros, teñía su palidez de un
color bermellón, acentuando las manchas que distorsionaban y
maculaban a tantos de ellos, y centelleaba sobre los botones y
las partes metálicas de sus ropas. Por instinto, el niño se
volvió hacia aquel esplendor siempre creciente, y bajó la
colina con sus horribles compañeros; en pocos instantes, había
pasado al primero de la multitud, hazaña fácil dada su
manifiesta superioridad sobre todos. Se colocó a la cabeza, el
sable de madera siempre en la mano, y dirigió la marcha,
adaptando su andar al de ellos, solemne, volviéndose de vez en
cuando para verificar que sus fuerzas no quedaban atrás. A
buen seguro, nunca un jefe tuvo semejante séquito.
Esparcidos por el terreno que
enangostaba lentamente aquella marcha atroz de la multitud
hacia el agua, había algunos objetos que no provocaban ninguna
asociación de ideas significativa en el espíritu del jefe: en
algunos lugares, una manta enrollada a lo largo, con las dos
puntas atadas por una cuerda; aquí, una pesada mochila de
soldado; allá, un fusil roto; en suma, esos desechos que se
encuentran en la retaguardia de las tropas en retirada,
jalonando la pista de los vencidos que han huido de sus
perseguidores. En todos lados junto al arroyo, bordeado en
aquel sitio por tierras bajas, el suelo había sido hollado y
transformado en lodo por los pies de los hombres y los cascos
de los caballos. Un observador más experimentado habría
advertido que esas huellas iban en ambas direcciones; dos
veces habían pasado por el terreno: avanzando, retrocediendo.
Algunas horas antes, aquellos heridos sin esperanza habían
penetrado en el bosque por millares, en compañía de sus
camaradas más felices, muy lejos ahora. Sus batallones
sucesivos, dispersándose en enjambres y reformándose en
líneas, habían desfilado junto al niño dormido, por poco lo
habían pisoteado en su sueño. El ruido y el murmullo de su
marcha no lo habían despertado. Casi a la distancia de un
hondazo del lugar en que estaba acostado, habían librado
batalla; pero el niño no había oído el estruendo de los
fusiles, el estampido de los cañones, «la voz tonante de los
capitanes y los clamores». Había dormido durante casi todo el
combate, apretando contra su pecho el sable de madera, quizá
por inconsciente simpatía hacia el conjunto marcial que lo
rodeaba, pero tan insensible a la magnificencia de la lucha
como a los caídos que allí habían muerto para hacerla
gloriosa. Más allá de los árboles, del otro lado del arroyo,
ahora el fuego se reflejaba sobre la tierra desde lo alto de su
bóveda de humo y bañaba todo el paisaje, transformando en
vapor dorado la línea sinuosa de la niebla. Sobre el agua
brillaban anchas manchas rojas, y rojas eran igualmente casi
todas las piedras que emergían. Pero sobre aquellas piedras
había sangre: los heridos menos graves las habían maculado al
pasar. Gracias a ellas, también, el niño cruzó el arroyo a
paso rápido; iba hacia el fuego. Una vez en la otra orilla, se
volvió para mirar a sus compañeros de marcha. La vanguardia
llegaba al arroyo. Los más vigorosos se habían arrastrado
hasta el borde y habían hundido el rostro en el agua. Tres o
cuatro, que yacían inmóviles, parecían no tener ya cabeza.
Ante ese espectáculo, los ojos del niño se dilataron de
asombro; por hospitalario que fuera su espíritu, no podía
aceptar un fenómeno que implicara pareja vitalidad. Después de
haber abrevado su sed, aquellos hombres no habían tenido
fuerzas para retroceder ni mantener sus cabezas por encima del
agua: se habían ahogado. Detrás de ellos, los claros del
bosque permitieron ver al jefe, como al principio de su
marcha, innumerables e informes siluetas. Pero no todas se
movían. El niño agitó su gorra para animarlas y, sonriendo,
señaló con el sable de madera en dirección a la claridad que
lo guiaba, columna de fuego de aquel extraño éxodo.
Confiando en la fidelidad de
sus compañeros, penetró en la cintura de árboles, la franqueó
fácilmente, a la luz roja, escaló una empalizada, atravesó
corriendo un campo, volviéndose de tiempo en tiempo para
coquetear con su obediente sombra, y de tal modo se aproximó a
las ruinas de una casa en llamas. Por doquiera, la desolación.
A la luz del inmenso brasero, no se veía un ser viviente. No
se preocupó por ello. El espectáculo le gustaba y se puso a
bailar de alegría como bailaban las llamas vacilantes. Corrió
aquí y allá para recoger combustibles, pero todos los objetos
que encontraba eran demasiado pesados y no podía arrojarlos al
fuego, dada la distancia que le imponía el calor. Desesperado,
lanzó su sable a la hoguera: se rendía ante las fuerzas
superiores de la naturaleza. Su carrera militar había
terminado.
Como cambiara de lugar,
detuvo la mirada en algunas dependencias cuyo aspecto era
extrañamente familiar: tenía la impresión de haber soñado con
ellas. Se puso a reflexionar, sorprendido, y de pronto la
plantación entera, con el bosque que la rodeaba, pareció girar
sobre su eje. Vaciló su pequeño universo, se trastocó el orden
de los puntos cardinales. ¡En los edificios en llamas
reconoció su propia casa!
Durante un instante quedó
estupefacto por la brutal revelación. Después se puso a correr
en torno a las ruinas. Allí, plenamente visible a la luz del
incendio, yacía el cadáver de una mujer: el rostro pálido
vuelto al cielo, las manos extendidas, agarrotadas y llenas de
hierba, las ropas en desorden, el largo pelo negro,
enmarañado, cubierto de sangre coagulada; le faltaba la mayor
parte de la frente, y del agujero desgarrado salía el cerebro
que desbordaba sobre las sienes, masa gris y espumosa coronada
de racimos escarlata obra de un obús. El niño hizo ademanes
salvajes e inciertos. Lanzó gritos inarticulados,
indescriptibles, que hacían pensar en los chillidos de un mono
y en los cloqueos de un ganso, sonido atroz, sin alma, maldito
lenguaje del demonio. El niño era sordomudo.
Después permaneció inmóvil,
los labios temblorosos, los ojos fijos en las ruinas.
No hay comentarios:
Publicar un comentario