El ángel de lo singular de Edgar Allan Poe
En esta ocasión, tomé un cuento de humor negro, donde, Poe, narra lo acontecido a in hombre el cual se encuentra sentado en el comedor de su casa con algunas botellas a su alrededor. Después de haber leído por largo tiempo , encontró un artículo el cual lo enfadó. De pronto, una voz salio de entre la pared, una voz muy extraña. Lo consideró un zumbido del oído como le suele suceder a los hombres ebrios, pensó él. La voz volvió, y un personaje instalado cerca de la mesa se dejó ver. Su cuerpo , una barrica de vino, barriles de arenques simularon las piernas, dos botellas largas como brazos y un baúl como cabeza. El borracho inicia una platica con el para saber quien es y como entró.
El extraño individuo le menciona que es el ángel de lo singular. No conforme con ello el personaje , no le cree que es un ángel ,por lo cual ,despúes de ese encuentro el ángel pone a prueba su existencía ante la gran cantidad de sucesos los cuales leocurren al personaje , eventos descomunales y no se diga simpaticos.
Si quieren reir un poco, lean el cuento, lo recomiendo.
El ángel de lo singular
Edgar Allan Poe
Era una fría tarde de noviembre. Acababa de dar fin a un
almuerzo más copioso que de costumbre, en el cual la indigesta trufa constituía
una parte apreciable, y me encontraba solo en el comedor, con los pies apoyados
en el guardafuegos, junto a una mesita que había arrimado al hogar y en la cual
había diversas botellas de vino y liqueur. Por la mañana había estado
leyendo el Leónidas, de Glover; la Epigoniada, de Wilkie; el
Peregrinaje, de Lamartine; la Columbiada, de Barlow; la Sicilia,
de Tuckermann, y las Curiosidades, de Griswold; confesaré, por tanto,
que me sentía un tanto estúpido. Me esforzaba por despabilarme con ayuda de
frecuentes tragos de Laffitte, pero como no me daba resultado, empecé a hojear
desesperadamente un periódico cualquiera. Después de recorrer cuidadosamente la
columna de «casas de alquiler», la de «perros perdidos» y las dos de «esposas y
aprendices desaparecidos», ataqué resueltamente el editorial, leyéndolo del
principio al fin sin entender una sola sílaba; pensando entonces que quizá
estuviera escrito en chino, volví a leerlo del fin al principio, pero los
resultados no fueron más satisfactorios. Me disponía a arrojar disgustado
cuando mi atención se despertó a la vista del siguiente párrafo:
«Los caminos de la muerte son numerosos y extraños. Un
periódico londinense se ocupa del singular fallecimiento de un individuo. Jugaba
éste a “soplar el dardo”, juego que consiste en clavar en un blanco una larga
aguja que sobresale de una pelota de lana, todo lo cual se arroja soplándolo con
una cerbatana. La víctima colocó la aguja en el extremo del tubo que no
correspondía y, al aspirar con violencia para juntar aire, la aguja se le metió
por la garganta, llegando a los pulmones y ocasionándole la muerte en pocos
días.»
Al leer esto, me puse furioso sin saber exactamente por qué.
-Este artículo -exclamé- es una despreciable mentira, un
triste engaño, la hez de las invenciones de un escritorzuelo de a un penique la
línea, de un pobre cronista de aventuras en el país de Cucaña. Individuos tales,
sabedores de la extravagante credulidad de nuestra época, aplican su ingenio a
fabricar imposibilidades probables... accidentes extraños, como ellos los
denominan. Pero una inteligencia reflexiva («como la mía», pensé entre
paréntesis apoyándome el índice en la nariz), un entendimiento contemplativo
como el que poseo, advierte de inmediato que el maravilloso incremento que han
tenido recientemente dichos «accidentes extraños» es en sí el más extraño de los
accidentes. Por mi parte, estoy dispuesto a no creer de ahora en adelante nada
que tenga alguna apariencia «singular».
-¡Tios mío, qué estúpido es usted, verdaderamente! -pronunció
una de las más notables voces que jamás haya escuchado.
En el primer momento creí que me zumbaban los oídos (como
suele suceder cuando se está muy borracho), pero pensándolo mejor me pareció que
aquel sonido se asemejaba al que sale de un barril vacío si se lo golpea con un
garrote; y hubiera terminado por creerlo de no haber sido porque el sonido
contenía silabas y palabras. Por lo general, no soy muy nervioso, y los pocos
vasos de Laffitte que había saboreado sirvieron para darme aún más coraje, por
lo cual alcé los ojos con toda calma y los pasee por la habitación en busca del
intruso. No vi a nadie.
-¡Humf! -continuó la voz, mientras seguía yo mirando-. ¡Debe
de estar más borracho que un cerdo, si no me ve sentado a su lado!
Esto me indujo a mirar inmediatamente delante de mis narices
y, en efecto, sentado en la parte opuesta de la mesa vi a un estrambótico
personaje del que, sin embargo, trataré de dar alguna descripción. Tenía por
cuerpo un barril de vino, o una pipa de ron, o algo por el estilo que le daba un
perfecto aire a lo Falstaff. A modo de extremidades inferiores tenía dos cuñetes
que parecían servirle de piernas. De la parte superior del cuerpo le salían, a
guisa de brazos, dos largas botellas cuyos cuellos formaban las manos. La cabeza
de aquel monstruo estaba formada por una especie de cantimplora como las que se
usan en Hesse y que parecen grandes tabaqueras con un agujero en mitad de la
tapa. Esta cantimplora (que tenía un embudo en lo alto, a modo de gorro echado
sobre los ojos) se hallaba colocada sobre aquel tonel, de modo que el agujero
miraba hacia mí; y por dicho agujero, que parecía fruncirse en un mohín propio
de una solterona ceremoniosa, el monstruo emitía ciertos sonidos retumbantes y
ciertos gruñidos que, por lo visto, respondían a su idea de un lenguaje
inteligible.
-Digo -repitió- que debe de estar más borracho que un cerdo
para no verme sentado a su lado. Y digo también que debe ser más estúpido que un
ganso para no creer lo que está impreso en el diario. Es la ferdad... toda la
ferdad... cada palabra.
-¿Quién es usted, si puede saberse? -pregunté con mucha
dignidad, aunque un tanto perplejo-. ¿Cómo ha entrado en mi casa? ¿Y qué
significan sus palabras?
-Cómo he entrado aquí no es asunto suyo -replicó la figura-;
en cuanto a mis palabras, yo hablo de lo que me da la gana; y he fenido aquí
brecisamente para que sepa quién soy.
-Usted no es más que un vagabundo borracho -dije-. Voy a
llamar para que mi lacayo lo eche a puntapiés a la calle.
-¡Ja, ja! -rió el individuo-. ¡Ju, ju, ju! ¡Imposible que
haga eso!
-¿Imposible? -pregunté-. ¿Qué quiere decir?
-Toque la gambanilla -me desafió, esbozando una risita
socarrona con su extraña y condenada boca.
Al oír esto me esforcé por enderezarme, a fin de llevar a
ejecución mi amenaza, pero entonces el miserable se inclinó con toda
deliberación sobre la mesa y me dio en mitad del cráneo con el cuello de una de
las largas botellas, haciéndome caer otra vez en el sillón del cual acababa de
incorporarme. Me quedé profundamente estupefacto y por un instante no supe qué
hacer. Entretanto, él seguía con su chachara.
-¿Ha visto? Es mejor que se quede quieto. Y ahora sabrá quién
soy. ¡Míreme! ¡Fea! Yo soy el Ángel de lo Singular.
-¡Vaya si es singular! -me aventuré a replicar-. Pero siempre
he vivido bajo la impresión de que un ángel tenía alas.
-¡Alas! -gritó, furibundo-. ¿Y bara qué quiero las alas? ¿Me
doma usted por un bollo?
-¡Oh» no, ciertamente! -me apresuré a decir muy alarmado-.
¡No, no tiene usted nada de pollo!
-Pueno, entonces quédese sentado y bórlese pien, o le begaré
de nuevo con el baño. El bollo tiene alas, y el púho tiene alas, y el duende
tiene alas, y el gran tiablo tiene alas. El ángel no tiene alas, y yo soy el
Ángel de lo Singular.
-¿Y qué se trae usted conmigo? ¿Se puede saber...?
-¡Qué me draigo! -profirió aquella cosa-. ¡Bues... qué
berfecto maleducado tebe ser usted para breguntarle a un ángel qué se drae!
Aquel lenguaje era más de lo que podía soportar, incluso de
un ángel; por lo cual, reuniendo mi coraje, me apoderé de un salero que había a
mi alcance y lo arrojé a la cabeza del intruso. O bien lo evitó o mi puntería
era deficiente, pues todo lo que conseguí fue la demolición del cristal que
protegía la esfera del reloj sobre la chimenea. En cuanto al ángel, me dio a
conocer su opinión sobre mi ataque en forma de dos o tres nuevos golpes en la
cabeza. Como es natural, esto me redujo inmediatamente a la obediencia, y me
avergüenza confesar que sea por el dolor o la vergüenza que sentía, me saltaron
las lágrimas de los ojos.
-¡Tíos mío! -exclamó el ángel, aparentemente muy sosegado por
mi desesperación-. ¡Tios mío, este hombre está muy borracho o muy triste! Usted
no tebe beber tanto... usted tebe echar agua al fino. ¡Vamos beba esto... así,
berfecto! ¡Y no llore más, famos!
Y, con estas palabras, el Ángel de lo Singular llenó
mi vaso (que contenía un tercio de oporto) con su fluido incoloro que dejó salir
de una de las botellas-manos. Noté que las botellas tenían etiquetas y que en
las mismas se leía: «Kirschenwasser».
La amabilidad del ángel me ablandó grandemente y, ayudado por
el agua con la cual diluyó varias veces mi oporto, recobré bastante serenidad
como para escuchar su extraordinarísimo discurso. No pretendo repetir aquí todo
lo que me dijo, pero deduje de sus palabras que era el genio que presidía sobre
los contretemps de la humanidad, y que su misión consistía en provocar
los accidentes singulares que asombraban continuamente a los escépticos.
Una o dos veces, al aventurarme a expresar mi completa incredulidad sobre sus
pretensiones, se puso muy furioso, hasta que, por fin, estimé prudente callarme
la boca y dejarlo que hablara a gusto. Así lo hizo, pues, extensamente, mientras
yo descansaba con los ojos cerrados en mi sofá y me divertía mordisqueando pasas
de uva y tirando los cabos en todas direcciones. Poco a poco el ángel pareció
entender que mi conducta era desdeñosa para con él. Levantóse, poseído de
terrible furia, se caló el embudo hasta los ojos, prorrumpió en un largo
juramento, seguido de una amenaza que no pude comprender exactamente y, por fin,
me hizo una gran reverencia y se marchó, deseándome en el lenguaje del arzobispo
en Gil Blas, beaucoup de bonheur et un peu plus de bon sens.
Su partida fue un gran alivio para mí. Los poquísimos
vasos de Laffitte que había bebido me producían una cierta modorra, por lo cual
decidí dormir quince o veinte minutos, como acostumbraba siempre después de
comer. A las seis tenía una cita importante, a la cual no debía faltar bajo
ningún pretexto. La póliza de seguro de mi casa había expirado el día anterior,
pero como surgieran algunas discusiones, quedó decidido que los directores de la
compañía me recibirían a las seis para fijar los términos de la renovación.
Mirando el reloj de la chimenea (pues me sentía demasiado adormecido para sacar
mi reloj del bolsillo) comprobé con placer que aún contaba con veinticinco
minutos. Eran las cinco y media; fácilmente llegaría a la compañía de seguros en
cinco minutos, y como mis siestas habituales no pasaban jamás de veinticinco, me
sentí perfectamente tranquilo y me acomodé para descansar.
Al despertar, muy satisfecho, miré nuevamente el reloj y
estuve a punto de empezar a creer en accidentes extraños cuando descubrí que en
vez de mi sueño ordinario de quince o veinte minutos sólo había dormido tres, ya
que eran las seis menos veintisiete. Volví a dormirme, y al despertar comprobé
con estupefacción que todavía eran las seis menos veintisiete. Corrí a
examinar el reloj, descubriendo que estaba parado. Mi reloj de bolsillo no tardó
en informarme que eran las siete y media y, por consiguiente, demasiado tarde
para la cita.
-No será nada -me dije-. Mañana por la mañana me presentaré
en la oficina y me excusaré. Pero, entretanto, ¿qué le ha ocurrido al reloj?
Al examinarlo descubrí que uno de los cabos del racimo de
pasas que había estado desparramando a capirotazos durante el discurso del Ángel
de lo Singular había aprovechado la rotura del cristal para alojarse -de manera
bastante singular- en el orificio de la llave, de modo que su extremo, al
sobresalir de la esfera, había detenido el movimiento del minutero.
-¡Ah, ya veo! -exclamé-. La cosa es clarísima. Un accidente
muy natural, como los que ocurren a veces.
Dejé de preocuparme del asunto y a la hora habitual me fui a
la cama. Luego de colocar una bujía en una mesilla de lectura a la cabecera, y
de intentar la lectura de algunas páginas de la Omnipresencia de la Deidad,
me quedé infortunadamente dormido en menos de veinte segundos, dejando la
vela encendida.
Mis sueños se vieron aterradoramente perturbados por visiones
del Ángel de lo Singular. Me pareció que se agazapaba a los pies del lecho,
apartando las cortinas, y que con las huecas y detestables resonancias de una
pipa de ron me amenazaba con su más terrible venganza por el desdén con que lo
había tratado. Concluyó una larga arenga quitándose su gorro-embudo,
insertándomelo en el gaznate e inundándome con un océano de Kirschenwasser, que
manaba a torrentes de una de las largas botellas que le servían de brazos. Mi
agonía se hizo, por fin, insoportable y desperté a tiempo para percibir que una
rata se había apoderado de la bujía encendida en la mesilla, pero no a
tiempo de impedirle que se metiera con ella en su cueva. Muy pronto asaltó mis
narices un olor tan fuerte como sofocante; me di cuenta de que la casa se había
incendiado, y pocos minutos más tarde las llamas surgieron violentamente, tanto,
que en un período increíblemente corto el entero edificio fue presa del fuego.
Toda salida de mis habitaciones había quedado cortada, salvo
una ventana. La multitud reunida abajo no tardó en procurarme una larga escala.
Descendía por ella rápidamente sano y salvo cuando a un enorme cerdo (en cuya
redonda barriga, así como en todo su aire y fisonomía, había algo que me
recordaba al Ángel de lo Singular) se le ocurrió interrumpir el tranquilo sueño
de que gozaba en un charco de barro y descubrir que le agradaría rascarse el
lomo, no encontrando mejor lugar para hacerlo que el ofrecido por el pie de la
escala. Un segundo después caía yo desde lo alto, con la mala fortuna de
quebrarme un brazo.
Aquel accidente, junto con la pérdida de mi seguro y la más
grave del cabello (totalmente consumido por el fuego), predispuso mi espíritu a
las cosas serias, por lo cual me decidí finalmente a casarme.
Había una viuda rica, desconsolada por la pérdida de su
séptimo marido, y ofrecí el bálsamo de mis promesas a las heridas de su
espíritu. Llena de vacilaciones, cedió a mis ruegos. Arrodilléme a sus pies,
envuelto en gratitud y adoración. Sonrojóse, mientras sus larguísimas trenzas se
mezclaban por un momento con los cabellos que el arte de Grandjean me había
proporcionado temporariamente. No sé cómo se enredaron nuestros cabellos pero
así ocurrió. Levánteme con una reluciente calva y sin peluca, mientras ella
ahogándose con cabellos ajenos, cedía a la cólera y al desdén. Así terminaron
mis esperanzas sobre aquella viuda por culpa de un accidente por cierto
imprevisible, pero que la serie natural de los sucesos había provocado.
Sin desesperar, empero, emprendí el asedio de un corazón
menos implacable. Los hados me fueron propicios durante un breve período, pero
un incidente trivial volvió a interponerse. Al encontrarme con mi novia en una
avenida frecuentada por toda la élite de la ciudad, me preparaba a
saludarla con una de mis más respetuosas reverencias, cuando una partícula de
alguna materia se me alojó en el ojo, dejándome completamente ciego por un
momento. Antes de que pudiera recobrar la vista, la dama de mi amor había
desaparecido, irreparablemente ofendida por lo que consideraba descortesía al
dejarla pasar a mi lado sin saludarla. Mientras permanecía desconcertado por lo
repentino de este accidente (que podía haberle ocurrido, por lo demás, a
cualquier mortal), se me acercó el Ángel de lo Singular, ofreciéndome su ayuda
con una gentileza que no tenía razones para esperar. Examinó mi congestionado
ojo con gran delicadeza y habilidad, informándome que me había caído en él una
gota, y -sea lo que fuere aquella «gota»- me la extrajo y me procuró alivio.
Pensé entonces que ya era tiempo de morir, puesto que la mala
fortuna había decidido perseguirme, y, en consecuencia, me encaminé al río más
cercano. Una vez allí me despojé de mis ropas (dado que bien podemos morir como
hemos venido al mundo) y me tiré de cabeza a la corriente, teniendo por único
testigo de mi destino a un cuervo solitario, el cual, dejándose llevar por la
tentación de comer maíz mojado en aguardiente, se había separado de sus
compañeros. Tan pronto me hube tirado al agua, el pájaro resolvió echar a volar
llevándose la parte más indispensable de mi vestimenta. Aplacé, por tanto, mis
designios suicidas, y luego de introducir las piernas en las mangas de mi
chaqueta, me lancé en persecución del villano con toda la celeridad que el caso
reclamaba y que las circunstancias permitían. Mas mi cruel destino me
acompañaba, como siempre. Mientras corría a toda velocidad, la nariz en alto y
sólo preocupado por seguir en su vuelo al ladrón de mi propiedad, percibí de
pronto que mis pies ya no tocaban terra firma: acababa de caer a un
precipicio, y me hubiera hecho mil pedazos en el fondo, de no tener la buena
fortuna de atrapar la cuerda de un globo que pasaba por ahí.
Tan pronto recobré suficientemente los sentidos como para
darme cuenta de la terrible situación en que me hallaba (o, mejor, de la cual
colgaba), ejercité todas las fuerzas de mis pulmones para llevar dicha terrible
situación a conocimiento del aeronauta. Pero en vano grité largo tiempo. O aquel
estúpido no me oía, o aquel miserable no quería oír. Entretanto el globo ganaba
altura rápidamente, mientras mis fuerzas decrecían con no menor rapidez. Me
disponía a resignarme a mi destino y caer silenciosamente al mar, cuando cobré
ánimos al oír una profunda voz en lo alto, que parecía estar canturreando un
aire de ópera. Mirando hacia arriba, reconocí al Ángel de lo Singular. Con los
brazos cruzados, se inclinaba sobre el borde de la barquilla; tenía una pipa en
la boca y, mientras exhalaba tranquilamente el humo, parecía muy satisfecho de
sí mismo y del universo. En cuanto a mí, estaba demasiado exhausto para hablar,
por lo cual me limité a mirarlo con aire implorante.
Durante largo rato no dijo nada, aunque me contemplaba cara a
cara. Por fin, pasándose la pipa al otro lado de la boca, condescendió a hablar.
-¿Quién es usted y qué diablos hace aquí? -preguntó.
A esta demostración de desfachatez, crueldad y afectación
sólo pude responder con una sola palabra: «¡Socorro!»
-¡Socorro! -repitió el malvado-. ¡Nada te eso! Ahí fa la
potella... ¡Arréglese usted solo, y que el tiablo se lo lleve!
Con estas palabras, dejó caer una pesada botella de
Kirschenwasser que, dándome exactamente en mitad del cráneo, me produjo la
impresión de que mis sesos acababan de volar. Dominado por esta idea me disponía
a soltar la cuerda y rendir mi alma con resignación, cuando fui detenido por un
grito del ángel, quien me mandaba que no me soltara.
-¡Déngase con fuerza! -gritó-. ¡Y no se abresure! ¿Quiere que
le dire la otra potella... o brefiere bortarse bien y ser más sensato?
Al oír esto me apresuré a mover dos veces la cabeza, la
primera negativamente, para indicar que por el momento no deseaba recibir la
otra botella, y la segunda afirmativamente, a fin de que el ángel supiera que me
portaría bien y que sería más sensato. Gracias a ello logré que se dulcificara
un tanto.
-Entonces... ¿cree por fin? -inquirió-. ¿Cree por fin en la
bosipilidad de lo extraño?
Asentí nuevamente con la cabeza.
-¿Y cree en mí, el Ángel de lo Singular?
Asentí otra vez.
-¿Y reconoce que usted es un borracho berdido y un estúbido?
Una vez más dije que sí.
-Bues, pien, bonga la mano terecha en el polsillo izquierdo
te los bantalones, en señal de su entera sumisión al Ángel de lo Singular.
Por razones obvias me era absolutamente imposible cumplir su
pedido. En primer lugar, tenía el brazo izquierdo fracturado por la caída de la
escala y, si soltaba la mano derecha de la soga, no podría sostenerme un solo
instante con la otra. En segundo término, no disponía de pantalones hasta que
encontrara al cuervo. Me vi, pues, precisado, con gran sentimiento, a sacudir
negativamente la cabeza, queriendo indicar con ello al ángel que en aquel
instante me era imposible acceder a su muy razonable demanda. Pero, apenas había
terminado de moverla, cuando...
-¡Fáyase al tiablo, entonces! -rugió el Ángel de lo Singular.
Y al pronunciar dichas palabras dio una cuchillada a la soga
que me sostenía, y como esto ocurría precisamente sobre mi casa (la cual, en el
curso de mis peregrinaciones, había sido hábilmente reconstruida), terminé
cayendo de cabeza en la ancha chimenea y aterricé en el hogar del comedor.
Al recobrar los sentidos -pues la caída me había aturdido
terriblemente- descubrí que eran las cuatro de la mañana.
Estaba tendido allí donde había caído del globo. Tenía la
cabeza metida en las cenizas del extinguido fuego, mientras mis pies reposaban
en las ruinas de una mesita volcada, entre los restos de una variada comida,
junto con los cuales había un periódico, algunos vasos y botellas rotos y un
jarro vacío de Kirschenwasser de Schiedam. Tal fue la venganza del Ángel de lo
Singular.
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