jueves, 4 de diciembre de 2014

"La cena" de Alfonso Reyes.

El siguiente texto forma parte de un trabajo realizado en la universidad.



ALFONSO REYES: CUENTO FANTÁSTICO, SUEÑO E INSTANTE
Pedro Antonio González Hernández

Alfonso Reyes Ochoa, nacido en Monterrey, Nuevo León el 17 de mayo de 1889; el noveno hijo del matrimonio entre el general Bernardo Reyes Ogazón y Doña Aurelia de Ochoa-Garibay y Sapién. Tuvo una infancia rica en lecturas. En la ciudad de México perteneció al brillante grupo intelectual de la Escuela Nacional Preparatoria, dónde junto con Pedro Henríquez Ureña, Antonio Caso y José Vasconcelos Calderón , entre otros escritores, fundaron el Ateneo de la Juventud en 1909, con el fin de discutir clásicos griegos, reflexionar sobre la literatura y filosofía universal , para así poder tener una mayor difusión cultural . Dos años después, publicó su primer libro Cuestiones estéticas, En 1912 fue secretario de la Escuela Nacional de Altos Estudios, antecedente de la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM, dónde también impartió la cátedra de “Historia de la Lengua y Literatura Española”; un año después sale del país tras el asesinato de su padre.
Trabajó en Francia en la Legaciá de México pero poco tiempo después decidió exiliarse desde el año 1914 hasta 1924, época en la cual se volvió un gran escritor e investigador literario. Tradujo a varios escritores en los cuales destacan: Laurence Sterne , G. K. Chesterton, Antón Chejov y Mallarmé . Trabajó como diplomático en diferentes países por lo cual conoció a varios escritores como: Victoria Ocampo, Leopoldo Lugones, Jorge Luis Borges, Adolfo Bioy Casares y Paul Groussac. Con el paso de los años se volvió un gran escritor del continente hispánico. Los temas que más abordaba eran: teoría literaria, historia de Grecia, novela policiaca y las raíces históricas de México. Tuvo obras de ficción muy escasas, pero no por ello en lo absoluto interesantes. Sus obras de mayor reconocimiento fueron: Cuestiones estéticas (1911), Visión de Anáhuac (1915) , El deslinde (1942) y La experiencia literaria (1942) Recibió varios premios en los que destacan : Premio Nacional en Ciencia y Artes en Literatura y Lingüística de México , Doctor honoris causa en la Universidad La Soborna en Francia, Doctor honoris causa en la Universidad de California. Fallece el 27 de diciembre de 1959 en la ciudad de México, víctima de una afección cardiaca. Dejando un gran legado escrito, Alfonso Reyes.

LA LITERATURA FANTÁSTICA
Durante varios años la literatura fantástica ha sido muy estudiada por varios teóricos con el fin de poder comparar los planteamientos propios con una base específica, para así poder establecer épocas, autores, corrientes literarias y modelos literarios. Sin embargo, ha sido difícil poder estipular un criterio certero para ello; a pesar de todo, considerando algunos datos de un gran crítico y teórico literario, Tzvetan Todorov , podemos señalar “Lejos de ser un elogio a lo imaginario la literatura fantástica presenta la mayor parte del texto como perteneciente a lo real o, con mayor exactitud, como provocada por él […]. La literatura fantástica nos deja entre las manos dos nociones: la de realidad y la de la literatura. [1]
En su caso, Ricardo Piglia maneja una teoría similar a la de Todorov, en la cual existen al igual que el anterior dos hilos conductores del cuento pero estos son divididos por historias, en las cuales en ocasiones suele ser la realidad contra la ficción. Asimilando, nos percatamos de que a pesar de existir dos corrientes cuando una se interpone a la otra, una puede dejar de existir. En otras palabras, cuándo a lo que conocemos por realidad se ve intervenida un solo instante por la ficción, la realidad deja de ser eso, real, y se vuelve una ficción. Existen otros teóricos como el peruano Harry Belevan, mencionan que el género fantástico no tiene significado, debido a que no existe una “referencia de lo fantástico”.
A pesar de todo, lo fantástico maneja algunas características muy notables en sus personajes, estos suelen ser seres de ultratumba, seres espaciales, el mundo de los sueños, la otredad, la muerte o la venganza. Temas enfocados al mal o la oscuridad, los cuales se prestan a poder modificarlos en un momento crucial del cuento para crear un impacto fuerte en el lector y este se mantenga pensando en las posibilidades de otras “realidades”. La realidad se ve constituida por acciones dentro de una cultura social. Por su parte,

Italo Calvino, aporta algunas consideraciones de lo que para él es lo fantástico, el cual lo presenta en su antología de subgéneros con narradores del siglo XIX, indicando: “Para nuestra sensibilidad de hoy, el elemento sobrenatural en el centro de estas historias aparece siempre cargado de sentido, como la rebelión de lo inconsciente, de lo reprimido, de lo olvidado, de lo ajeno a nuestra atención racional, “ 


[1] Todorov, Tzvetan, Introducción a la literatura fantástica, México, Ediciones Coyoacán, 1998, p. 133


LOS CUENTOS FANTÁSTICOS DE ALFONSO REYES.

Con el carácter ensayístico de Alfonso Reyes, sus cuentos son diferentes e innovadores, ya que suelen confrontar la clasificación. Existen personas las cuales le adaptaron el nombre de cuensayistas a sus escritos similares a los cuentos pero al mismo tiempo tienen una porción de ensayo. De igual manera su escrito con nombre “Visión de Anáhuac”, algunos la consideran poema. Al igual otro grupo de críticos considera la prosa más cercana al ensayo que al mismo cuento. El escritor y crítico literario Luis Leal, menciona que Reyes crea un género nuevo, el cuento-ensayo[2]. , caracterizado por disgregaciones eruditas, librescas, siendo estas más importantes que el mismo conflicto del cuento.
Algo que no se puede olvidar es la influencia universal que había en Alfonso Reyes; Henry James y G.K. Chesterton son sus grandes influencias en el cuento; sin embargo lo logrado por el escritor mexicano llegó más lejos. Renovó la literatura hispánica y el cuento fantástico, por lo mismo se le atribuye ser precursor del surrealismo y de las vanguardias. Luis Leal menciona “Los cuento-ensayos de Reyes han marcado una pauta ya discernible en Borges y sus contemporáneos, manifiesta en los jóvenes cuentistas hispanoamericanos que hoy cultivan el género.”[3] El plano oblicuo (libro de cuentos) es la antesala a diferentes obras fantásticas de la literatura hispanoamericana.


[1] Véase Leal, Luis, “Teoría y práctica del ciento de Alfonso Reyes”, en Revista Iberoamericana, Vol. XXXI, 59, Iowa, 1956, p. 102.
[1] Leal,op.cit.,p.108



“LA CENA”, EL TIEMPO EN EL SUEÑO

Resaltar al autor del cuento “La cena” es resaltar la misma obra. Pocas veces suele suceder algo similar a que ocurre con Reyes y su cuento. El cuento tiene la fecha de 1912, aunque fue publicado en 1920 en el libro El plano oblicuo; el relato es uno de los más leídos en su obra y de igual manera muy investigado. La intertextualidad del relato fue la inspiración para que Carlos Fuentes creara Aura (aunque es más parecida a Los papeles de Aspern de Henry James).
El relato menciona que el protagonista de nombre Alfonso, recibió una invitación para cenar a casa de dos mujeres las cuales no conoce, Doña Magdalena y la hija de nombre Amalia. El protagonista se esfuerza por llegar a tiempo a la cita con las mujeres, las nueve de la noche. La cena se desarrolla en un lugar enrarecido, pues Alfonso planea sentirse a gusto y disfrutar, pero las anfitrionas, que confundir sus rasgos entre las sombras de la casa, inquietan al invitado con sus acciones y palabras. Alfonso se empieza a sentir cansado y con sueño, pero a pesar de ello le muestran el retrato de un general el cual quedó ciego en un accidente, para que el invitado le platique algunos detalles arquitectónicos de Paris, que nunca pudo llegar a ver. El protagonista se sorprende al encontrar unos rasgos muy parecido a los de el en el retrato. Se asusta ante tal suceso, no explica su salida, se descubre corriendo hacia su casa a la misma hora de la cita, las nueve de la noche. El único signo de su estancia con las dos mujeres, es una flor en el ojal.
“La cena” ha sido como un asunto biográfico del autor en que hace mención:
Es una combinación de recuerdos personales, anodinos en apariencia, pero que me dejaron un raro sabor de irrealidad… Por esos días, Jesús Acevedo, me contó también ciertas impresiones extravagantes de su visita a una familia desconocida. De ahí salió “la cena” y no solamente de un sueño como se ha propuesto generalmente…. En todo caso, la invención (personal) tuvo aquí la parte principal “[4]

Una de las cosas sobresalientes en el cuento es el manejo de tiempo en el cual se soporta el relato en una conformación circular, hablamos de como el personaje llega a una hora exacta y es a esa misma hora en la que sale de la casa de las mujeres. El cuento viene a pertenecer a un relato con un espacio onírico dónde al mismo tiempo también tiene un aspecto de pesadilla, menciona Reyes sobre los sueños:

Depositan en la conciencia gérmenes insolubles, alegres o tristes, con cierto sabor augural. Se los aleja de la memoria y vuelven, como si quisieran ser escuchados, Se les recuerda de repente con la acuidad de una cosa real de la vigilia y cuando se les pretende asir con palabras, se desvanecen. Y al final el poeta se desembaraza de ellos como puede. “ [5]

Una cosa a resaltar como cuentista y la misma habilidad en ello, es la justificación que Alfonso Reyes escribe para su protagonista del cuento, para que éste pueda asistir a la cena a la cual fue invitado.

“Y acudí con el ansia de una emoción informulable. Cuando, a veces, en mis pesadillas evoco aquella noche fantástica (cuya fantasía está hecha de cosas cotidianas y cuyo equívoco misterio crece sobre la humilde raíz de  lo posible), paréceme jadear a través de avenidas de relojes y torrentes solemnes como esfinges en la calzada de algún templo egipcio”[6]  


[4] Antología de Alfonso Reyes, Clásicos de la literatura Mexicana, PROMEXA EDITORES, México 1979, XI.
[5] Reyes, “Tres puntos de exegética literaria”, en Obras Completas, t XIV, México,FCE,1960,p. 285
[6] Reyes, Alfonso , Visión de Anáhuac y otros textos, Biblioteca del Universitario, Xalapa, Veracruz , p. 120
 



EL TIEMPO ESTÁTICO
A pesar de que, durante el relato conocemos una hora exacta la cual debe moverse, ésta no lo hace. Las nueve campanadas que anuncian las nueve de la noche, hora de la cita del protagonista y hora de partida de la casa de las mujeres, es una gran cualidad cronológica ya que no sólo habla de la ubicación en la cual se encuentran los personajes durante todo el cuento, si no que nos hace mención sobre algo más importante a considerar: el instante.
Durante todo el tiempo en que el personaje se encuentra dentro de la casa de las mujeres el tiempo se paralizó y sobre todo, no existe algo dentro de la casa lo cual haga ver el transcurso de tiempo que ha pasado Alfonso junto con las damas. Al mismo tiempo, no se vuelve un “único” tiempo, al contrario, al ser estático, los tiempos que lo rodean de adhieren a ese instante.
El crítico Édgar Valencia menciona en su investigación:
“En su poética onírica, Reyes nos recuerda la evocación de los cuentos populares en los cuales el personaje “… al abrir los ojos, duda de su propia identidad, como si las puertas del yo profunda se hubieran quedado cerradas, batiendo todavía con el vientecillo de la locura.”[7] Locura misma que queda en un dubitar del personaje. La estructura temporal provoca el efecto que hace preguntarnos sobre la posibilidad.-imposibilidad de su visita, del sueño-vigilia que atraviesa el personaje. No suprime lo fantástico el cuento, pues no suprime la vacilación y las posibilidades en su trayecto Muy por el contrario, al final abre más posibilidades tanto de interpretación como de explicación.”[8]


[7] Reyes , “Tres puntos de exegética literaria” , en Obras Completas, t. XIV, México, FCE, 1960, p. 286
[8] Valencia, Édgar, La invitación. Alfonso Reyes y la literatura fantástica, Universidad Autónoma de Coahuila, Saltillo, Coah. , p. 128-129.



Sin lugar a dudas,  “La cena” es uno de los mejores cuentos del género fantástico dónde el tiempo se suspende de igual manera que el cuento “El brujo postergado” de Infante Don Juan Manuel, Príncipe de la sangre española siglo XIII, el tiempo es el único que parece proseguir de manera normal, sin embargo, el tiempo ha parado y son los personajes quienes se mueven de una forma inexplicable. 

BIBLIOGRAFÍA
·         Reyes Alfonso , Apuntes para la teoría literaria , Universidad Autónoma de Nuevo León, Monterrey, México , 2005
·         Reyes, “Tres puntos de exegética literaria” , en Obras Completas, t. XIV, México, FCE, 1960.
·         Valencia, Édgar, La invitación. Alfonso Reyes y la literatura fantástica, Universidad Autónoma de Coahuila, Saltillo, Coahuila.
·         Reyes, Alfonso , Visión de Anáhuac y otros textos, Biblioteca del Universitario, Xalapa, Veracruz
·         Antología de Alfonso Reyes, Clásicos de la literatura Mexicana, PROMEXA EDITORES, México 1979
·         Todorov, Tzvetan, Introducción a la literatura fantástica, México, Ediciones Coyoacán
·         Borges, Jorge Luis. Historia de la eternidad. Debolsillo contemporánea , Febrero 2012, México.


[1] Todorov, Tzvetan, Introducción a la literatura fantástica, México, Ediciones Coyoacán, 1998, p. 133
[2] Véase Leal, Luis, “Teoría y práctica del ciento de Alfonso Reyes”, en Revista Iberoamericana, Vol. XXXI, 59, Iowa, 1956, p. 102.
[3] Leal,op.cit.,p.108
[4] Antología de Alfonso Reyes, Clásicos de la literatura Mexicana, PROMEXA EDITORES, México 1979, XI.
[5] Reyes, “Tres puntos de exegética literaria”, en Obras Completas, t XIV, México,FCE,1960,p. 285
[6] Reyes, Alfonso , Visión de Anáhuac y otros textos, Biblioteca del Universitario, Xalapa, Veracruz , p. 120
[7] Reyes , “Tres puntos de exegética literaria” , en Obras Completas, t. XIV, México, FCE, 1960, p. 286
[8] Valencia, Édgar, La invitación. Alfonso Reyes y la literatura fantástica, Universidad Autónoma de Coahuila, Saltillo, Coah. , p. 128-129.


La cena

La cena, que recrea y enamora.
San Juan de la Cruz

Tuve que correr a través de calles desconocidas. El término de mi marcha parecía correr delante de mis pasos, y la hora de la cita palpitaba ya en los relojes públicos. Las calles estaban solas. Serpientes de focos eléctricos bailaban delante de mis ojos. A cada instante surgían glorietas circulares, sembrados arriates, cuya verdura, a la luz artificial de la noche, cobraba una elegancia irreal. Creo haber visto multitud de torres —no sé si en las casas, si en las glorietas— que ostentaban a los cuatro vientos, por una iluminación interior, cuatro redondas esferas de reloj.

Yo corría, azuzado por un sentimiento supersticioso de la hora. Si las nueve campanadas, me dije, me sorprenden sin tener la mano sobre la aldaba de la puerta, algo funesto acontecerá. Y corría frenéticamente, mientras recordaba haber corrido a igual hora por aquel sitio y con un anhelo semejante. ¿Cuándo?

Al fin los deleites de aquella falsa recordación me absorbieron de manera que volví a mi paso normal sin darme cuenta. De cuando en cuando, desde las intermitencias de mi meditación, veía que me hallaba en otro sitio, y que se desarrollaban ante mí nuevas perspectivas de focos, de placetas sembradas, de relojes iluminados… No sé cuánto tiempo transcurrió, en tanto que yo dormía en el mareo de mi respiración agitada.

De pronto, nueve campanadas sonoras resbalaron con metálico frío sobre mi epidermis. Mis ojos, en la última esperanza, cayeron sobre la puerta más cercana: aquél era el término.

Entonces, para disponer mi ánimo, retrocedí hacia los motivos de mi presencia en aquel lugar. Por la mañana, el correo me había llevado una esquela breve y sugestiva. En el ángulo del papel se leían, manuscritas, las señas de una casa. La fecha era del día anterior. La carta decía solamente:

«Doña Magdalena y su hija Amalia esperan a usted a cenar mañana, a las nueve de la noche. ¡Ah, si no faltara!...»

Ni una letra más.

Yo siempre consiento en las experiencias de lo imprevisto. El caso, además, ofrecía singular atractivo: el tono, familiar y respetuoso a la vez, con que el anónimo designaba a aquellas señoras desconocidas; la ponderación: «¡Ah, si no faltara!...», tan vaga y tan sentimental, que parecía suspendida sobre un abismo de confesiones, todo contribuyó a decidirme. Y acudí, con el ansia de una emoción informulable. Cuando, a veces, en mis pesadillas, evoco aquella noche fantástica (cuya fantasía está hecha de cosas cotidianas y cuyo equívoco misterio crece sobre la humilde raíz de lo posible), paréceme jadear a través de avenidas de relojes y torreones, solemnes como esfinges de la calzada de algún templo egipcio.

La puerta se abrió. Yo estaba vuelto a la calle y vi, de súbito, caer sobre el suelo un cuadro de luz que arrojaba, junto a mi sombra, la sombra de una mujer desconocida.

Volvíme: con la luz por la espalda y sobre mis ojos deslumbrados, aquella mujer no era para mí más que una silueta, donde mi imaginación pudo pintar varios ensayos de fisonomía, sin que ninguno correspondiera al contorno, en tanto que balbuceaba yo algunos saludos y explicaciones.

—Pase usted, Alfonso.

Y pasé, asombrado de oírme llamar como en mi casa. Fue una decepción el vestíbulo. Sobre las palabras románticas de la esquela (a mí, al menos, me parecían románticas), había yo fundado la esperanza de encontrarme con una antigua casa, llena de tapices, de viejos retratos y de grandes sillones; una antigua casa sin estilo, pero llena de respetabilidad. A cambio de esto, me encontré con un vestíbulo diminuto y con una escalerilla frágil, sin elegancia; lo cual más bien prometía dimensiones modernas y estrechas en el resto de la casa. El piso era de madera encerada; los raros muebles tenían aquel lujo frío de las cosas de Nueva York, y en el muro, tapizado de verde claro, gesticulaban, como imperdonable signo de trivialidad, dos o tres máscaras japonesas. Hasta llegué a dudar… Pero alcé la vista y quedé tranquilo: ante mí, vestida de negro, esbelta, digna, la mujer que acudió a introducirme me señalaba la puerta del salón. Su silueta se había colorado ya de facciones; su cara me habría resultado insignificante, a no ser por una expresión marcada de piedad; sus cabellos castaños, algo flojos en el peinado, acabaron de precipitar una extraña convicción en mi mente: todo aquel ser me pareció plegarse y formarse a las sugestiones de un nombre.

—¿Amalia?— pregunté.

—Sí—. Y me pareció que yo mismo me contestaba.

El salón, como lo había imaginado, era pequeño. Mas el decorado, respondiendo a mis anhelos, chocaba notoriamente con el del vestíbulo. Allí estaban los tapices y las grandes sillas respetables, la piel de oso al suelo, el espejo, la chimenea, los jarrones; el piano de candeleros lleno de fotografías y estatuillas —el piano en que nadie toca—, y, junto al estrado principal, el caballete con un retrato amplificado y manifiestamente alterado: el de un señor de barba partida y boca grosera.

Doña Magdalena, que ya me esperaba instalada en un sillón rojo, vestía también de negro y llevaba al pecho una de aquellas joyas gruesísimas de nuestros padres: una bola de vidrio con un retrato interior, ceñida por un anillo de oro. El misterio del parecido familiar se apoderó de mí. Mis ojos iban, inconscientemente, de doña Magdalena a Amalia, y del retrato a Amalia. Doña Magdalena, que lo notó, ayudó mis investigaciones con alguna exégesis oportuna.

Lo más adecuado hubiera sido sentirme incómodo, manifestarme sorprendido, provocar una explicación. Pero doña Magdalena y su hija Amalia me hipnotizaron, desde los primeros instantes, con sus miradas paralelas. Doña Magdalena era una mujer de sesenta años; así es que consistió en dejar a su hija los cuidados de la iniciación. Amalia charlaba; doña Magdalena me miraba; yo estaba entregado a mi ventura.

A la madre tocó —es de rigor— recordarnos que era ya tiempo de cenar. En el comedor la charla se hizo más general y corriente. Yo acabé por convencerme de que aquellas señoras no habían querido más que convidarme a cenar, y a la segunda copa de Chablis me sentí sumido en un perfecto egoísmo del cuerpo lleno de generosidades espirituales. Charlé, reí y desarrollé todo mi ingenio, tratando interiormente de disimularme la irregularidad de mi situación. Hasta aquel instante las señoras habían procurado parecerme simpáticas; desde entonces sentí que había comenzado yo mismo a serles agradable.

El aire piadoso de la cara de Amalia se propagaba, por momentos, a la cara de la madre. La satisfacción, enteramente fisiológica, del rostro de doña Magdalena descendía, a veces, al de su hija. Parecía que estos dos motivos flotasen en el ambiente, volando de una cara a la otra.

Nunca sospeché los agrados de aquella conversación. Aunque ella sugería, vagamente, no sé qué evocaciones de Sudermann, con frecuentes rondas al difícil campo de las responsabilidades domésticas y —como era natural en mujeres de espíritu fuerte— súbitos relámpagos ibsenianos, yo me sentía tan a mi gusto como en casa de alguna tía viuda y junto a alguna prima, amiga de la infancia, que ha comenzado a ser solterona.

Al principio, la conversación giró toda sobre cuestiones comerciales, económicas, en que las dos mujeres parecían complacerse. No hay asunto mejor que éste cuando se nos invita a la mesa en alguna casa donde no somos de confianza.

Después, las cosas siguieron de otro modo. Todas las frases comenzaron a volar como en redor de alguna lejana petición. Todas tendían a un término que yo mismo no sospechaba. En el rostro de Amalia apareció, al fin, una sonrisa aguda, inquietante. Comenzó visiblemente a combatir contra alguna interna tentación. Su boca palpitaba, a veces, con el ansia de las palabras, y acababa siempre por suspirar. Sus ojos se dilataban de pronto, fijándose con tal expresión de espanto o abandono en la pared que quedaba a mis espaldas, que más de una vez, asombrado, volví el rostro yo mismo. Pero Amalia no parecía consciente del daño que me ocasionaba. Continuaba con sus sonrisas, sus asombros y sus suspiros, en tanto que yo me estremecía cada vez que sus ojos miraban por sobre mi cabeza.

Al fin, se entabló, entre Amalia y doña Magdalena, un verdadero coloquio de suspiros. Yo estaba ya desazonado. Hacia el centro de la mesa, y, por cierto, tan baja que era una constante incomodidad, colgaba la lámpara de dos luces. Y sobre los muros se proyectaban las sombras desteñidas de las dos mujeres, en tal forma que no era posible fijar la correspondencia de las sombras con las personas. Me invadió una intensa depresión, y un principio de aburrimiento se fue apoderando de mí. De lo que vino a sacarme esta invitación insospechada:

—Vamos al jardín.

Esta nueva perspectiva me hizo recobrar mis espíritus. Condujéronme a través de un cuarto cuyo aseo y sobriedad hacia pensar en los hospitales. En la oscuridad de la noche pude adivinar un jardincillo breve y artificial, como el de un camposanto.

Nos sentamos bajo el emparrado. Las señoras comenzaron a decirme los nombres de las flores que yo no veía, dándose el cruel deleite de interrogarme después sobre sus recientes enseñanzas. Mi imaginación, destemplada por una experiencia tan larga de excentricidades, no hallaba reposo. Apenas me dejaba escuchar y casi no me permitía contestar. Las señoras sonreían ya (yo lo adivinaba) con pleno conocimiento de mi estado. Comencé a confundir sus palabras con mi fantasía. Sus explicaciones botánicas, hoy que las recuerdo, me parecen monstruosas como un delirio: creo haberles oído hablar de flores que muerden y de flores que besan; de tallos que se arrancan a su raíz y os trepan, como serpientes, hasta el cuello.

La oscuridad, el cansancio, la cena, el Chablis, la conversación misteriosa sobre flores que yo no veía (y aun creo que no las había en aquel raquítico jardín), todo me fue convidando al sueño; y me quedé dormido sobre el banco, bajo el emparrado.

—¡Pobre capitán! —oí decir cuando abrí los ojos—. Lleno de ilusiones marchó a Europa. Para él se apagó la luz.

En mi alrededor reinaba la misma oscuridad. Un vientecillo tibio hacía vibrar el emparrado. Doña Magdalena y Amalia conversaban junto a mí, resignadas a tolerar mi mutismo. Me pareció que habían trocado los asientos durante mi breve sueño; eso me pareció…

—Era capitán de Artillería —me dijo Amalia—; joven y apuesto si los hay.

Su voz temblaba.

Y en aquel punto sucedió algo que en otras circunstancias me habría parecido natural, pero entonces me sobresaltó y trajo a mis labios mi corazón. Las señoras, hasta entonces, sólo me habían sido perceptibles por el rumor de su charla y de su presencia. En aquel instante alguien abrió una ventana en la casa, y la luz vino a caer, inesperada, sobre los rostros de las mujeres. Y —¡oh cielos!— los vi iluminarse de pronto, autonómicos, suspensos en el aire —perdidas las ropas negras en la oscuridad del jardín— y con la expresión de piedad grabada hasta la dureza en los rasgos. Eran como las caras iluminadas en los cuadros de Echave el Viejo, astros enormes y fantásticos.

Salté sobre mis pies sin poder dominarme ya.

—Espere usted —gritó entonces doña Magdalena—; aún falta lo más terrible.

Y luego, dirigiéndose a Amalia: —Hija mía, continúa; este caballero no puede dejarnos ahora y marcharse sin oírlo todo.

—Y bien —dijo Amalia—: el capitán se fue a Europa. Pasó de noche por París, por la mucha urgencia de llegar a Berlín. Pero todo su anhelo era conocer París. En Alemania tenía que hacer no sé qué estudios en cierta fábrica de cañones… Al día siguiente de llegado, perdió la vista en la explosión de una caldera.

Yo estaba loco. Quise preguntar; ¿qué preguntaría? Quise hablar; ¿qué diría? ¿Qué había sucedido junto a mí? ¿Para qué me habían convidado?

La ventana volvió a cerrarse, y los rostros de las mujeres volvieron a desaparecer. La voz de la hija resonó:

—¡Ay! Entonces, y sólo entonces, fue llevado a París. ¡A París, que había sido todo su anhelo! Figúrese usted que pasó bajo el Arco de la Estrella: pasó ciego bajo el Arco de la Estrella, adivinándolo todo a su alrededor… Pero usted le hablará de París, ¿verdad? Le hablará del París que él no pudo ver. ¡Le hará tanto bien!

(«¡Ah, si no faltara!»… «¡Le hará tanto bien!»)

Y entonces me arrastraron a la sala, llevándome por los brazos como a un inválido. A mis pies se habían enredado las guías vegetales del jardín; había hojas sobre mi cabeza.

—Helo aquí —me dijeron mostrándome un retrato. Era un militar. Llevaba un casco guerrero, una capa blanca, y los galones plateados en las mangas y en las presillas como tres toques de clarín. Sus hermosos ojos, bajo las alas perfectas de las cejas, tenían un imperio singular. Miré a las señoras: las dos sonreían como en el desahogo de la misión cumplida. Contemplé de nuevo el retrato; me vi yo mismo en el espejo; verifiqué la semejanza: yo era como una caricatura de aquel retrato. El retrato tenía una dedicatoria y una firma. La letra era la misma de la esquela anónima recibida por la mañana.

El retrato había caído de mis manos, y las dos señoras me miraban con una cómica piedad. Algo sonó en mis oídos como una araña de cristal que se estrellara contra el suelo.

Y corrí, a través de calles desconocidas. Bailaban los focos delante de mis ojos. Los relojes de los torreones me espiaban, congestionados de luz… ¡Oh, cielos! Cuando alcancé, jadeante, la tabla familiar de mi puerta, nueve sonoras campanadas estremecían la noche.

Sobre mi cabeza había hojas; en mi ojal, una florecilla modesta que yo no corté.




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