ALFONSO
REYES: CUENTO FANTÁSTICO, SUEÑO E INSTANTE
Pedro
Antonio González Hernández
Alfonso
Reyes Ochoa, nacido en Monterrey, Nuevo León el 17 de mayo de 1889; el noveno
hijo del matrimonio entre el general Bernardo Reyes Ogazón y Doña Aurelia de
Ochoa-Garibay y Sapién. Tuvo una infancia rica en lecturas. En la ciudad de
México perteneció al brillante grupo intelectual de la Escuela Nacional
Preparatoria, dónde junto con Pedro Henríquez Ureña, Antonio Caso y José
Vasconcelos Calderón , entre otros escritores, fundaron el Ateneo de la Juventud
en 1909, con el fin de discutir clásicos griegos, reflexionar sobre la
literatura y filosofía universal , para así poder tener una mayor difusión
cultural . Dos años después, publicó su primer libro Cuestiones estéticas, En 1912 fue secretario de la Escuela Nacional
de Altos Estudios, antecedente de la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM,
dónde también impartió la cátedra de “Historia de la Lengua y Literatura
Española”; un año después sale del país tras el asesinato de su padre.
Trabajó
en Francia en la Legaciá de México pero poco tiempo después decidió exiliarse
desde el año 1914 hasta 1924, época en la cual se volvió un gran escritor e
investigador literario. Tradujo a varios escritores en los cuales destacan:
Laurence Sterne , G. K. Chesterton, Antón Chejov y Mallarmé . Trabajó como
diplomático en diferentes países por lo cual conoció a varios escritores como:
Victoria Ocampo, Leopoldo Lugones, Jorge Luis Borges, Adolfo Bioy Casares y
Paul Groussac. Con el paso de los años se volvió un gran escritor del
continente hispánico. Los temas que más abordaba eran: teoría literaria,
historia de Grecia, novela policiaca y las raíces históricas de México. Tuvo
obras de ficción muy escasas, pero no por ello en lo absoluto interesantes. Sus
obras de mayor reconocimiento fueron: Cuestiones
estéticas (1911), Visión de Anáhuac
(1915) , El deslinde (1942) y La experiencia literaria (1942) Recibió
varios premios en los que destacan : Premio Nacional en Ciencia y Artes en
Literatura y Lingüística de México , Doctor honoris causa en la Universidad La
Soborna en Francia, Doctor honoris causa en la Universidad de California. Fallece
el 27 de diciembre de 1959 en la ciudad de México, víctima de una afección
cardiaca. Dejando un gran legado escrito, Alfonso Reyes.
LA LITERATURA FANTÁSTICA
Durante
varios años la literatura fantástica ha sido muy estudiada por varios teóricos
con el fin de poder comparar los planteamientos propios con una base
específica, para así poder establecer épocas, autores, corrientes literarias y
modelos literarios. Sin embargo, ha sido difícil poder estipular un criterio
certero para ello; a pesar de todo, considerando algunos datos de un gran
crítico y teórico literario, Tzvetan Todorov , podemos señalar “Lejos de ser un
elogio a lo imaginario la literatura fantástica presenta la mayor parte del
texto como perteneciente a lo real o, con mayor exactitud, como provocada por
él […]. La literatura fantástica nos deja entre las manos dos nociones: la de
realidad y la de la literatura. [1]“
En
su caso, Ricardo Piglia maneja una teoría similar a la de Todorov, en la cual
existen al igual que el anterior dos hilos conductores del cuento pero estos
son divididos por historias, en las cuales en ocasiones suele ser la realidad
contra la ficción. Asimilando, nos percatamos de que a pesar de existir dos
corrientes cuando una se interpone a la otra, una puede dejar de existir. En
otras palabras, cuándo a lo que conocemos por realidad se ve intervenida un
solo instante por la ficción, la realidad deja de ser eso, real, y se vuelve
una ficción. Existen otros teóricos como el peruano Harry Belevan, mencionan
que el género fantástico no tiene significado, debido a que no existe una
“referencia de lo fantástico”.
A
pesar de todo, lo fantástico maneja algunas características muy notables en sus
personajes, estos suelen ser seres de ultratumba, seres espaciales, el mundo de
los sueños, la otredad, la muerte o la venganza. Temas enfocados al mal o la oscuridad,
los cuales se prestan a poder modificarlos en un momento crucial del cuento
para crear un impacto fuerte en el lector y este se mantenga pensando en las
posibilidades de otras “realidades”. La realidad se ve constituida por acciones
dentro de una cultura social. Por su parte,
Italo
Calvino, aporta algunas consideraciones de lo que para él es lo fantástico, el
cual lo presenta en su antología de subgéneros con narradores del siglo XIX,
indicando: “Para nuestra sensibilidad de hoy, el elemento sobrenatural en el
centro de estas historias aparece siempre cargado de sentido, como la rebelión
de lo inconsciente, de lo reprimido, de lo olvidado, de lo ajeno a nuestra
atención racional, “
[1] Todorov, Tzvetan, Introducción a la literatura
fantástica, México, Ediciones Coyoacán, 1998, p. 133
LOS CUENTOS FANTÁSTICOS DE ALFONSO
REYES.
Con
el carácter ensayístico de Alfonso Reyes, sus cuentos son diferentes e
innovadores, ya que suelen confrontar la clasificación. Existen personas las
cuales le adaptaron el nombre de cuensayistas a sus escritos similares a los
cuentos pero al mismo tiempo tienen una porción de ensayo. De igual manera su
escrito con nombre “Visión de Anáhuac”, algunos la consideran poema. Al igual
otro grupo de críticos considera la prosa más cercana al ensayo que al mismo
cuento. El escritor y crítico literario Luis Leal, menciona que Reyes crea un
género nuevo, el cuento-ensayo[2]. , caracterizado por
disgregaciones eruditas, librescas, siendo estas más importantes que el mismo
conflicto del cuento.
Algo
que no se puede olvidar es la influencia universal que había en Alfonso Reyes;
Henry James y G.K. Chesterton son sus grandes influencias en el cuento; sin
embargo lo logrado por el escritor mexicano llegó más lejos. Renovó la
literatura hispánica y el cuento fantástico, por lo mismo se le atribuye ser
precursor del surrealismo y de las vanguardias. Luis Leal menciona “Los
cuento-ensayos de Reyes han marcado una pauta ya discernible en Borges y sus
contemporáneos, manifiesta en los jóvenes cuentistas hispanoamericanos que hoy
cultivan el género.”[3] El plano oblicuo (libro de cuentos) es la antesala a diferentes
obras fantásticas de la literatura hispanoamericana.
[1] Véase Leal, Luis, “Teoría y
práctica del ciento de Alfonso Reyes”, en Revista Iberoamericana, Vol. XXXI,
59, Iowa, 1956, p. 102.
[1] Leal,op.cit.,p.108
“LA CENA”, EL TIEMPO EN EL SUEÑO
Resaltar
al autor del cuento “La cena” es resaltar la misma obra. Pocas veces suele
suceder algo similar a que ocurre con Reyes y su cuento. El cuento tiene la
fecha de 1912, aunque fue publicado en 1920 en el libro El plano oblicuo; el
relato es uno de los más leídos en su obra y de igual manera muy investigado.
La intertextualidad del relato fue la inspiración para que Carlos Fuentes
creara Aura (aunque es más parecida a
Los papeles de Aspern de Henry James).
El
relato menciona que el protagonista de nombre Alfonso, recibió una invitación
para cenar a casa de dos mujeres las cuales no conoce, Doña Magdalena y la hija
de nombre Amalia. El protagonista se esfuerza por llegar a tiempo a la cita con
las mujeres, las nueve de la noche. La cena se desarrolla en un lugar enrarecido,
pues Alfonso planea sentirse a gusto y disfrutar, pero las anfitrionas, que
confundir sus rasgos entre las sombras de la casa, inquietan al invitado con
sus acciones y palabras. Alfonso se empieza a sentir cansado y con sueño, pero
a pesar de ello le muestran el retrato de un general el cual quedó ciego en un
accidente, para que el invitado le platique algunos detalles arquitectónicos de
Paris, que nunca pudo llegar a ver. El protagonista se sorprende al encontrar
unos rasgos muy parecido a los de el en el retrato. Se asusta ante tal suceso,
no explica su salida, se descubre corriendo hacia su casa a la misma hora de la
cita, las nueve de la noche. El único signo de su estancia con las dos mujeres,
es una flor en el ojal.
“La
cena” ha sido como un asunto biográfico del autor en que hace mención:
Es
una combinación de recuerdos personales, anodinos en apariencia, pero que me
dejaron un raro sabor de irrealidad… Por esos días, Jesús Acevedo, me contó
también ciertas impresiones extravagantes de su visita a una familia desconocida.
De ahí salió “la cena” y no solamente de un sueño como se ha propuesto
generalmente…. En todo caso, la invención (personal) tuvo aquí la parte
principal “[4]
Una
de las cosas sobresalientes en el cuento es el manejo de tiempo en el cual se
soporta el relato en una conformación circular, hablamos de como el personaje
llega a una hora exacta y es a esa misma hora en la que sale de la casa de las
mujeres. El cuento viene a pertenecer a un relato con un espacio onírico dónde
al mismo tiempo también tiene un aspecto de pesadilla, menciona Reyes sobre los
sueños:
Depositan
en la conciencia gérmenes insolubles, alegres o tristes, con cierto sabor
augural. Se los aleja de la memoria y vuelven, como si quisieran ser
escuchados, Se les recuerda de repente con la acuidad de una cosa real de la
vigilia y cuando se les pretende asir con palabras, se desvanecen. Y al final
el poeta se desembaraza de ellos como puede. “ [5]
Una
cosa a resaltar como cuentista y la misma habilidad en ello, es la
justificación que Alfonso Reyes escribe para su protagonista del cuento, para
que éste pueda asistir a la cena a la cual fue invitado.
“Y
acudí con el ansia de una emoción informulable. Cuando, a veces, en mis
pesadillas evoco aquella noche fantástica (cuya fantasía está hecha de cosas
cotidianas y cuyo equívoco misterio crece sobre la humilde raíz de lo posible), paréceme jadear a través de
avenidas de relojes y torrentes solemnes como esfinges en la calzada de algún
templo egipcio”[6]
[4] Antología de Alfonso Reyes,
Clásicos de la literatura Mexicana, PROMEXA EDITORES, México 1979, XI.
[5] Reyes, “Tres puntos de exegética
literaria”, en Obras Completas, t XIV, México,FCE,1960,p. 285
[6] Reyes, Alfonso , Visión de Anáhuac
y otros textos, Biblioteca del Universitario, Xalapa, Veracruz , p. 120
EL TIEMPO ESTÁTICO
A
pesar de que, durante el relato conocemos una hora exacta la cual debe moverse,
ésta no lo hace. Las nueve campanadas que anuncian las nueve de la noche, hora
de la cita del protagonista y hora de partida de la casa de las mujeres, es una
gran cualidad cronológica ya que no sólo habla de la ubicación en la cual se
encuentran los personajes durante todo el cuento, si no que nos hace mención
sobre algo más importante a considerar: el instante.
Durante
todo el tiempo en que el personaje se encuentra dentro de la casa de las
mujeres el tiempo se paralizó y sobre todo, no existe algo dentro de la casa lo
cual haga ver el transcurso de tiempo que ha pasado Alfonso junto con las
damas. Al mismo tiempo, no se vuelve un “único” tiempo, al contrario, al ser
estático, los tiempos que lo rodean de adhieren a ese instante.
El
crítico Édgar Valencia menciona en su investigación:
“En
su poética onírica, Reyes nos recuerda la evocación de los cuentos populares en
los cuales el personaje “… al abrir los ojos, duda de su propia identidad, como
si las puertas del yo profunda se hubieran quedado cerradas, batiendo todavía
con el vientecillo de la locura.”[7] Locura misma que queda en
un dubitar del personaje. La estructura temporal provoca el efecto que hace
preguntarnos sobre la posibilidad.-imposibilidad de su visita, del
sueño-vigilia que atraviesa el personaje. No suprime lo fantástico el cuento,
pues no suprime la vacilación y las posibilidades en su trayecto Muy por el
contrario, al final abre más posibilidades tanto de interpretación como de
explicación.”[8]
[7] Reyes , “Tres puntos de exegética
literaria” , en Obras Completas, t. XIV, México, FCE, 1960, p. 286
[8] Valencia, Édgar, La invitación. Alfonso Reyes y
la literatura fantástica, Universidad Autónoma de Coahuila, Saltillo, Coah. ,
p. 128-129.
Sin
lugar a dudas, “La cena” es uno de los
mejores cuentos del género fantástico dónde el tiempo se suspende de igual
manera que el cuento “El brujo postergado” de Infante Don Juan Manuel, Príncipe
de la sangre española siglo XIII, el tiempo es el único que parece proseguir de
manera normal, sin embargo, el tiempo ha parado y son los personajes quienes se
mueven de una forma inexplicable.
BIBLIOGRAFÍA
·
Reyes Alfonso , Apuntes para la teoría
literaria , Universidad Autónoma de Nuevo León, Monterrey, México , 2005
·
Reyes, “Tres puntos de exegética
literaria” , en Obras Completas, t. XIV, México, FCE, 1960.
·
Valencia, Édgar, La invitación. Alfonso
Reyes y la literatura fantástica, Universidad Autónoma de Coahuila, Saltillo,
Coahuila.
·
Reyes, Alfonso , Visión de Anáhuac y otros
textos, Biblioteca del Universitario, Xalapa, Veracruz
·
Antología de Alfonso Reyes, Clásicos de la
literatura Mexicana, PROMEXA EDITORES, México 1979
·
Todorov, Tzvetan, Introducción a la
literatura fantástica, México, Ediciones Coyoacán
·
Borges, Jorge Luis. Historia de la
eternidad. Debolsillo contemporánea , Febrero 2012, México.
[1] Todorov, Tzvetan, Introducción a
la literatura fantástica, México, Ediciones Coyoacán, 1998, p. 133
[2] Véase Leal, Luis, “Teoría y
práctica del ciento de Alfonso Reyes”, en Revista Iberoamericana, Vol. XXXI,
59, Iowa, 1956, p. 102.
[3] Leal,op.cit.,p.108
[4] Antología de Alfonso Reyes,
Clásicos de la literatura Mexicana, PROMEXA EDITORES, México 1979, XI.
[5] Reyes, “Tres puntos de exegética
literaria”, en Obras Completas, t XIV, México,FCE,1960,p. 285
[6] Reyes, Alfonso , Visión de Anáhuac
y otros textos, Biblioteca del Universitario, Xalapa, Veracruz , p. 120
[7] Reyes , “Tres puntos de exegética
literaria” , en Obras Completas, t. XIV, México, FCE, 1960, p. 286
[8] Valencia, Édgar, La invitación.
Alfonso Reyes y la literatura fantástica, Universidad Autónoma de Coahuila,
Saltillo, Coah. , p. 128-129.
La cena
La cena, que recrea y enamora.
San Juan de la Cruz
San Juan de la Cruz
Tuve que correr a través de calles
desconocidas. El término de mi marcha parecía correr delante de mis
pasos, y la hora de la cita palpitaba ya en los relojes públicos. Las
calles estaban solas. Serpientes de focos eléctricos bailaban delante
de mis ojos. A cada instante surgían glorietas circulares, sembrados
arriates, cuya verdura, a la luz artificial de la noche, cobraba una
elegancia irreal. Creo haber visto multitud de torres —no sé si en las
casas, si en las glorietas— que ostentaban a los cuatro vientos, por
una iluminación interior, cuatro redondas esferas de reloj.
Yo corría, azuzado por un sentimiento supersticioso de la hora. Si
las nueve campanadas, me dije, me sorprenden sin tener la mano sobre
la aldaba de la puerta, algo funesto acontecerá. Y corría
frenéticamente, mientras recordaba haber corrido a igual hora por
aquel sitio y con un anhelo semejante. ¿Cuándo?
Al fin los deleites de aquella falsa recordación me absorbieron de
manera que volví a mi paso normal sin darme cuenta. De cuando en
cuando, desde las intermitencias de mi meditación, veía que me hallaba
en otro sitio, y que se desarrollaban ante mí nuevas perspectivas de
focos, de placetas sembradas, de relojes iluminados… No sé cuánto
tiempo transcurrió, en tanto que yo dormía en el mareo de mi
respiración agitada.
De pronto, nueve campanadas sonoras resbalaron con metálico frío
sobre mi epidermis. Mis ojos, en la última esperanza, cayeron sobre la
puerta más cercana: aquél era el término.
Entonces, para disponer mi ánimo, retrocedí hacia los motivos de mi
presencia en aquel lugar. Por la mañana, el correo me había llevado
una esquela breve y sugestiva. En el ángulo del papel se leían,
manuscritas, las señas de una casa. La fecha era del día anterior. La
carta decía solamente:
«Doña Magdalena y su hija Amalia esperan a usted a cenar mañana, a las nueve de la noche. ¡Ah, si no faltara!...»
Ni una letra más.
Yo siempre consiento en las experiencias de lo imprevisto. El caso,
además, ofrecía singular atractivo: el tono, familiar y respetuoso a
la vez, con que el anónimo designaba a aquellas señoras desconocidas;
la ponderación: «¡Ah, si no faltara!...», tan vaga y tan sentimental,
que parecía suspendida sobre un abismo de confesiones, todo contribuyó
a decidirme. Y acudí, con el ansia de una emoción informulable.
Cuando, a veces, en mis pesadillas, evoco aquella noche fantástica
(cuya fantasía está hecha de cosas cotidianas y cuyo equívoco misterio
crece sobre la humilde raíz de lo posible), paréceme jadear a través de
avenidas de relojes y torreones, solemnes como esfinges de la calzada
de algún templo egipcio.
La puerta se abrió. Yo estaba vuelto a la calle y vi, de súbito, caer
sobre el suelo un cuadro de luz que arrojaba, junto a mi sombra, la
sombra de una mujer desconocida.
Volvíme: con la luz por la espalda y sobre mis ojos deslumbrados,
aquella mujer no era para mí más que una silueta, donde mi imaginación
pudo pintar varios ensayos de fisonomía, sin que ninguno
correspondiera al contorno, en tanto que balbuceaba yo algunos saludos
y explicaciones.
—Pase usted, Alfonso.
Y pasé, asombrado de oírme llamar como en mi casa. Fue una decepción
el vestíbulo. Sobre las palabras románticas de la esquela (a mí, al
menos, me parecían románticas), había yo fundado la esperanza de
encontrarme con una antigua casa, llena de tapices, de viejos retratos
y de grandes sillones; una antigua casa sin estilo, pero llena de
respetabilidad. A cambio de esto, me encontré con un vestíbulo
diminuto y con una escalerilla frágil, sin elegancia; lo cual más bien
prometía dimensiones modernas y estrechas en el resto de la casa. El
piso era de madera encerada; los raros muebles tenían aquel lujo frío
de las cosas de Nueva York, y en el muro, tapizado de verde claro,
gesticulaban, como imperdonable signo de trivialidad, dos o tres
máscaras japonesas. Hasta llegué a dudar… Pero alcé la vista y quedé
tranquilo: ante mí, vestida de negro, esbelta, digna, la mujer que
acudió a introducirme me señalaba la puerta del salón. Su silueta se
había colorado ya de facciones; su cara me habría resultado
insignificante, a no ser por una expresión marcada de piedad; sus
cabellos castaños, algo flojos en el peinado, acabaron de precipitar una
extraña convicción en mi mente: todo aquel ser me pareció plegarse y
formarse a las sugestiones de un nombre.
—¿Amalia?— pregunté.
—Sí—. Y me pareció que yo mismo me contestaba.
El salón, como lo había imaginado, era pequeño. Mas el decorado,
respondiendo a mis anhelos, chocaba notoriamente con el del vestíbulo.
Allí estaban los tapices y las grandes sillas respetables, la piel de
oso al suelo, el espejo, la chimenea, los jarrones; el piano de
candeleros lleno de fotografías y estatuillas —el piano en que nadie
toca—, y, junto al estrado principal, el caballete con un retrato
amplificado y manifiestamente alterado: el de un señor de barba
partida y boca grosera.
Doña Magdalena, que ya me esperaba instalada en un sillón rojo,
vestía también de negro y llevaba al pecho una de aquellas joyas
gruesísimas de nuestros padres: una bola de vidrio con un retrato
interior, ceñida por un anillo de oro. El misterio del parecido
familiar se apoderó de mí. Mis ojos iban, inconscientemente, de doña
Magdalena a Amalia, y del retrato a Amalia. Doña Magdalena, que lo
notó, ayudó mis investigaciones con alguna exégesis oportuna.
Lo más adecuado hubiera sido sentirme incómodo, manifestarme
sorprendido, provocar una explicación. Pero doña Magdalena y su hija
Amalia me hipnotizaron, desde los primeros instantes, con sus miradas
paralelas. Doña Magdalena era una mujer de sesenta años; así es que
consistió en dejar a su hija los cuidados de la iniciación. Amalia
charlaba; doña Magdalena me miraba; yo estaba entregado a mi ventura.
A la madre tocó —es de rigor— recordarnos que era ya tiempo de cenar.
En el comedor la charla se hizo más general y corriente. Yo acabé por
convencerme de que aquellas señoras no habían querido más que
convidarme a cenar, y a la segunda copa de Chablis me sentí sumido en
un perfecto egoísmo del cuerpo lleno de generosidades espirituales.
Charlé, reí y desarrollé todo mi ingenio, tratando interiormente de
disimularme la irregularidad de mi situación. Hasta aquel instante las
señoras habían procurado parecerme simpáticas; desde entonces sentí
que había comenzado yo mismo a serles agradable.
El aire piadoso de la cara de Amalia se propagaba, por momentos, a la
cara de la madre. La satisfacción, enteramente fisiológica, del
rostro de doña Magdalena descendía, a veces, al de su hija. Parecía
que estos dos motivos flotasen en el ambiente, volando de una cara a
la otra.
Nunca sospeché los agrados de aquella conversación. Aunque ella
sugería, vagamente, no sé qué evocaciones de Sudermann, con frecuentes
rondas al difícil campo de las responsabilidades domésticas y —como
era natural en mujeres de espíritu fuerte— súbitos relámpagos
ibsenianos, yo me sentía tan a mi gusto como en casa de alguna tía
viuda y junto a alguna prima, amiga de la infancia, que ha comenzado a
ser solterona.
Al principio, la conversación giró toda sobre cuestiones comerciales,
económicas, en que las dos mujeres parecían complacerse. No hay
asunto mejor que éste cuando se nos invita a la mesa en alguna casa
donde no somos de confianza.
Después, las cosas siguieron de otro modo. Todas las frases
comenzaron a volar como en redor de alguna lejana petición. Todas
tendían a un término que yo mismo no sospechaba. En el rostro de
Amalia apareció, al fin, una sonrisa aguda, inquietante. Comenzó
visiblemente a combatir contra alguna interna tentación. Su boca
palpitaba, a veces, con el ansia de las palabras, y acababa siempre por
suspirar. Sus ojos se dilataban de pronto, fijándose con tal expresión
de espanto o abandono en la pared que quedaba a mis espaldas, que más
de una vez, asombrado, volví el rostro yo mismo. Pero Amalia no
parecía consciente del daño que me ocasionaba. Continuaba con sus
sonrisas, sus asombros y sus suspiros, en tanto que yo me estremecía
cada vez que sus ojos miraban por sobre mi cabeza.
Al fin, se entabló, entre Amalia y doña Magdalena, un verdadero
coloquio de suspiros. Yo estaba ya desazonado. Hacia el centro de la
mesa, y, por cierto, tan baja que era una constante incomodidad,
colgaba la lámpara de dos luces. Y sobre los muros se proyectaban las
sombras desteñidas de las dos mujeres, en tal forma que no era posible
fijar la correspondencia de las sombras con las personas. Me invadió
una intensa depresión, y un principio de aburrimiento se fue
apoderando de mí. De lo que vino a sacarme esta invitación insospechada:
—Vamos al jardín.
Esta nueva perspectiva me hizo recobrar mis espíritus. Condujéronme a
través de un cuarto cuyo aseo y sobriedad hacia pensar en los
hospitales. En la oscuridad de la noche pude adivinar un jardincillo
breve y artificial, como el de un camposanto.
Nos sentamos bajo el emparrado. Las señoras comenzaron a decirme los
nombres de las flores que yo no veía, dándose el cruel deleite de
interrogarme después sobre sus recientes enseñanzas. Mi imaginación,
destemplada por una experiencia tan larga de excentricidades, no
hallaba reposo. Apenas me dejaba escuchar y casi no me permitía
contestar. Las señoras sonreían ya (yo lo adivinaba) con pleno
conocimiento de mi estado. Comencé a confundir sus palabras con mi
fantasía. Sus explicaciones botánicas, hoy que las recuerdo, me parecen
monstruosas como un delirio: creo haberles oído hablar de flores que
muerden y de flores que besan; de tallos que se arrancan a su raíz y
os trepan, como serpientes, hasta el cuello.
La oscuridad, el cansancio, la cena, el Chablis, la conversación
misteriosa sobre flores que yo no veía (y aun creo que no las había en
aquel raquítico jardín), todo me fue convidando al sueño; y me quedé
dormido sobre el banco, bajo el emparrado.
—¡Pobre capitán! —oí decir cuando abrí los ojos—. Lleno de ilusiones marchó a Europa. Para él se apagó la luz.
En mi alrededor reinaba la misma oscuridad. Un vientecillo tibio
hacía vibrar el emparrado. Doña Magdalena y Amalia conversaban junto a
mí, resignadas a tolerar mi mutismo. Me pareció que habían trocado
los asientos durante mi breve sueño; eso me pareció…
—Era capitán de Artillería —me dijo Amalia—; joven y apuesto si los hay.
Su voz temblaba.
Y en aquel punto sucedió algo que en otras circunstancias me habría
parecido natural, pero entonces me sobresaltó y trajo a mis labios mi
corazón. Las señoras, hasta entonces, sólo me habían sido perceptibles
por el rumor de su charla y de su presencia. En aquel instante
alguien abrió una ventana en la casa, y la luz vino a caer,
inesperada, sobre los rostros de las mujeres. Y —¡oh cielos!— los vi
iluminarse de pronto, autonómicos, suspensos en el aire —perdidas las
ropas negras en la oscuridad del jardín— y con la expresión de piedad
grabada hasta la dureza en los rasgos. Eran como las caras iluminadas en
los cuadros de Echave el Viejo, astros enormes y fantásticos.
Salté sobre mis pies sin poder dominarme ya.
—Espere usted —gritó entonces doña Magdalena—; aún falta lo más terrible.
Y luego, dirigiéndose a Amalia: —Hija mía, continúa; este caballero no puede dejarnos ahora y marcharse sin oírlo todo.
—Y bien —dijo Amalia—: el capitán se fue a Europa. Pasó de noche por
París, por la mucha urgencia de llegar a Berlín. Pero todo su anhelo
era conocer París. En Alemania tenía que hacer no sé qué estudios en
cierta fábrica de cañones… Al día siguiente de llegado, perdió la
vista en la explosión de una caldera.
Yo estaba loco. Quise preguntar; ¿qué preguntaría? Quise hablar; ¿qué
diría? ¿Qué había sucedido junto a mí? ¿Para qué me habían convidado?
La ventana volvió a cerrarse, y los rostros de las mujeres volvieron a desaparecer. La voz de la hija resonó:
—¡Ay! Entonces, y sólo entonces, fue llevado a París. ¡A París,
que había sido todo su anhelo! Figúrese usted que pasó bajo el Arco de
la Estrella: pasó ciego bajo el Arco de la Estrella, adivinándolo todo a
su alrededor… Pero usted le hablará de París, ¿verdad? Le hablará del
París que él no pudo ver. ¡Le hará tanto bien!
(«¡Ah, si no faltara!»… «¡Le hará tanto bien!»)
Y entonces me arrastraron a la sala, llevándome por los brazos como a
un inválido. A mis pies se habían enredado las guías vegetales del
jardín; había hojas sobre mi cabeza.
—Helo aquí —me dijeron mostrándome un retrato. Era un militar.
Llevaba un casco guerrero, una capa blanca, y los galones plateados en
las mangas y en las presillas como tres toques de clarín. Sus
hermosos ojos, bajo las alas perfectas de las cejas, tenían un imperio
singular. Miré a las señoras: las dos sonreían como en el desahogo de
la misión cumplida. Contemplé de nuevo el retrato; me vi yo mismo en
el espejo; verifiqué la semejanza: yo era como una caricatura de aquel
retrato. El retrato tenía una dedicatoria y una firma. La letra era la
misma de la esquela anónima recibida por la mañana.
El retrato había caído de mis manos, y las dos señoras me miraban con
una cómica piedad. Algo sonó en mis oídos como una araña de cristal
que se estrellara contra el suelo.
Y corrí, a través de calles desconocidas. Bailaban los focos delante
de mis ojos. Los relojes de los torreones me espiaban, congestionados
de luz… ¡Oh, cielos! Cuando alcancé, jadeante, la tabla familiar de mi
puerta, nueve sonoras campanadas estremecían la noche.
Sobre mi cabeza había hojas; en mi ojal, una florecilla modesta que yo no corté.
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