Enoch Soames de Max Beerbohm
El siguiente cuento largo, no deja de ser sorprendete en la parte del nudo y el final . Recopilado por Jorge Luis Borges, Silvina Ocampo y Adolfo Bioy Casares en " LA ANTOLOGÍA DE LA LITERATURA FANTASTICA" .
Un día el narrador conoce a este Soames, hombre de singular personalidad , el cual nos deja en interrogativa ante su forma de ser , y no se diga sus anhelos. Sin más preámbulos, leanlo , es largo pero no deja de ser sorprendente e impactante.
Enoch Soames
Por Max Beerbohm
Versión: Rodolfo Walsh
Cuando
el señor Holbrook Jackson dio al mundo un libro sobre la literatura
del 90, busqué ansiosamente en el índice el nombre de SOAMES, ENOCH.
Temía que no estuviese. Y no estaba. Sin embargo, figuraban todos los
demás. Muchos escritores a quienes yo olvidara por completo o sólo
recordaba vagamente, resucitaron ante mí, con sus obras, en las páginas
del señor Holbrook Jackson. El libro era tan minucioso como brillante.
De
ahí que la omisión descubierta por mí fuese la evidencia más cabal de
que el pobre Soames no había dejado huella alguna en la literatura de
su década.
Creo
que soy la única persona que lo notó... ¡tan lamentable había sido el
fracaso de Soames! Y es inútil alegar que, si hubiera conquistado algún
mediano éxito, quizá se habría esfumado de mi memoria, como los demás,
para retornar tan sólo al llamado del historiador. Es cierto que si
las dotes que poseía le hubieran sido reconocidas en vida, jamás habría
celebrado el pacto que yo le vi celebrar... ese extraño pacto cuyos
resultados le otorgaron para siempre un lugar en el primer plano de mis
recuerdos. No obstante, es de esos mismos resultados de donde se
desprende en toda su claridad cuánto hubo en él de lamentable.
No
es la compasión, sin embargo, lo que me impulsa a escribir sobre él.
Si por él fuera, pobre diablo, me sentiría inclinado a no mojar la
pluma en el tintero. No está bien burlarse de los muertos. Pero, ¿cómo
escribir acerca de Enoch Soames sin ridiculizarlo? O más bien, ¿cómo
disimular la atroz realidad de que era ridículo? Imposible. Pero tarde o
temprano deberé escribir sobre él. Ya se verá, a su debido tiempo, que
no me queda otra alternativa. Por consiguiente, será mejor que lo
haga ahora.
Durante
los cursos del verano de 1893 un prodigio del cielo cayó sobre Oxford.
Caló hondo, se incrustó profundamente en el suelo. Profesores y
alumnos formaron pálidos corros que no hablaban de otra cosa. ¿De dónde
venía aquel meteoro? De París. ¿Cómo se llamaba? Will Rothenstein.
¿Qué se proponía? Pintar una serie de veinticuatro retratos en
litografía, que publicaría The Bodley Head de Londres. El asunto era
urgente. Ya el Decano de A y el Director de B y el Real Catedrático de C
habían “posado” humildemente. Ancianos solemnes y malhumorados que
jamás consintieran en dejarse retratar por nadie, no podían resistirse a
aquel extranjero menudo y dinámico. Él no suplicaba: invitaba; no
invitaba: ordenaba. Tenía veintiún años. Usaba lentes que centelleaban
increíblemente. Era un hombre de ingenio. Desbordante de ideas. Conocía
a Whistler. Conocía a Edmond de Goncourt. Conocía a todo el mundo en
París. Los conocía a todos de memoria. Era París en Oxford. Se
murmuraba que apenas despachara su selección de profesores, incluiría a
unos pocos alumnos de los últimos cursos. Y me sentí pleno de orgullo
el día en que yo fui incluido. La simpatía que me inspiraba Rothenstein
no era menor que el miedo que me infundía; sin embargo, nació entre
nosotros una amistad que a medida que transcurrieron los años se hizo
cada vez más cálida y más valiosa para mí.
Al
término del curso, Rothenstein se estableció o más bien irrumpió
meteóricamente en Londres. Gracias a él conocí por primera vez ese
pequeño mundo de perdurable encanto que es Chelsea, y trabé relación
con Walter Sickert y otros venerables próceres que residían allí. Fue
Rothenstein quien me llevó a ver, en la calle Cambridge, de Pimlico, a
un joven cuyos dibujos eran ya famosos entre la minoría: Aubrey
Beardsley. En compañía de Rothenstein hice mi primera visita a The
Bodley Head. Por él me introduje en otro reino de la inteligencia y la
audacia, el salón de dominó del Café Royal. Ahí, aquella tarde de
octubre, en una exuberante perspectiva de dorados y de terciopelos
carmesíes intercalados entre simétricos espejos y erguidas cariátides,
entre el humo del tabaco que se elevaba incesante hacia el pintado
cielo raso pagano y el murmullo de conversaciones presumiblemente
cínicas, que de tanto en tanto interrumpía el áspero tableteo de las
fichas de dominó sobre las mesas de mármol, aspiré hondo y dije para
mis adentros:
—Esto, sin duda, es la vida.
Era
antes de la cena. Bebimos vermut. Los que conocían personalmente a
Rothenstein lo señalaban a quienes sólo lo conocían de nombre. Sin
interrupción entraban por las puertas giratorias hombres que ambulaban
lentamente en busca de mesas vacías u ocupadas por amigos. Uno de estos
errabundos me interesó, porque yo estaba seguro de que pretendía
llamar la atención de Rothenstein. Había pasado dos veces ante nuestra
mesa, con expresión vacilante; pero Rothenstein, sumido en lo más
denso de una disquisición sobre Puvis de Chavannes, no lo vio. Era un
individuo encorvado, de paso inseguro, más bien alto, muy pálido, con
largos cabellos parduscos. Tenía una barba rala, o más bien una
barbilla que se batía en retirada al abrigo de unos cuantos pelos
arracimados y tímidamente rizados. Era un sujeto de extraña catadura;
pero en el noventa, las apariciones raras eran más frecuentes, creo,
que en la actualidad. Los jóvenes escritores de aquella época —y yo
estaba seguro de que éste lo era— trataban de singularizarse por su
aspecto. Mas los esfuerzos de este hombre habían sido infructuosos.
Usaba un sombrero negro, blando, de corte clerical, pero de intención
bohemia, y una capa impermeable de color gris que, acaso porque era
impermeable, no llegaba a ser romántica. Arribé a la conclusión de que
“borroso” era le mot juste para él. Yo había hecho mis primeras armas
en la literatura y buscaba siempre fervorosamente le mot juste, ese
Santo Grial de la época.
El hombre borroso se acercaba nuevamente a nuestra mesa, y esta vez resolvió detenerse.
—Usted no me recuerda —dijo con voz inexpresiva. Rothenstein lo miró vivamente.
—Sí, lo recuerdo —repuso al cabo de un momento, con menos efusión que orgullo: orgullo de su memoria—. Edwin Soames.
—Enoch Soames —dijo Enoch.
—Enoch
Soames —repitió Rothenstein, dando a entender por el tono de su voz
que ya era bastante haber acertado con el apellido—. Nos encontramos
dos o tres veces en París, cuando vivía usted allí. En el Café Groche.
—Y una vez yo fui a su estudio.
—Oh, sí; lamenté haber estado ausente.
—¿Ausente? No. Me mostró algunos de sus cuadros, ¿recuerda? ... Tengo entendido que ahora reside en Chelsea.
—Sí.
Me
extrañó que después de este monosílabo el señor Soames no siguiera de
largo. Se quedó, pacientemente, como un animal obtuso, como un asno que
mira por encima de una cerca. Triste figura la suya. Se me ocurrió que
hambriento era quizá le mot juste para él. Pero, ¿hambriento de qué?
No parecía apetecer gran cosa. Le tuve lástima. Y Rothenstein, aunque
no lo invitara a Chelsea, le pidió que se sentara y bebiera algo. Una
vez sentado, pareció más seguro de sí mismo. Echó atrás las alas de la
capa con un gesto que —si la capa no hubiera sido impermeable— podía
interpretarse como un desafío lanzado al mundo en general. Y pidió un
ajenjo.
—Je me bens toujours fidéle —le dijo a Rothenstein— à la sorcière glauque.
—Le hará mal —respondió secamente Rothenstein.
—Nada me hace mal —dijo Soames—. Dans ce monde il n’y a ni de bien ni de mal.
—¿Nada es bueno y nada es malo? ¿Qué quiere decir?
—Lo expliqué todo en el prefacio de Negaciones.
—¿Negaciones?
—Sí. Le di un ejemplar.
—Oh, sí, por supuesto. ¿Pero explicó usted, por ejemplo, que no hay diferencia entre buena y mala gramática?
—No
—dijo Soames—. Naturalmente, en el arte existen el bien y el mal. Pero
en la Vida... no. Liaba un cigarrillo. Tenía manos débiles y blancas,
no del todo limpias, con las puntas de los dedos manchadas por la
nicotina.
—En la Vida existe la ilusión del bien y del mal, pero...
Su
voz decreció a un murmullo en que las palabras vieux jeu y rococo
fueron apenas perceptibles. Si no me equivoco, pensaba que no se estaba
haciendo justicia a sí mismo, y temía que Rothenstein señalara las
falacias de su argumentación. Lo cierto es que al fin carraspeó y dijo:
—Parlons d’autre chose.
¿Creen
ustedes que era un tonto? A mí no me pareció. Yo era joven y me
faltaba la claridad de juicio que ya poseía Rothenstein. Soames era
cinco o seis años mayor que cualquiera de nosotros. Además, había
escrito un libro.
Haber escrito un libro era algo portentoso.
Si
Rothenstein no hubiera estado presente, yo habría reverenciado a
Soames. Aun así, me infundía respeto. Y estuve a punto de
reverenciarlo, en verdad, cuando dijo que pronto publicaría otro libro.
Le pregunté si podía saberse qué clase de obra era.
—Mis poemas —respondió.
Rothenstein
le preguntó si ése sería el título del libro. El poeta meditó la
sugerencia, pero al fin dijo que pensaba no ponerle título alguno.
—Si
un libro vale por sí mismo... —murmuró, moviendo el cigarrillo en
semicírculo. Rothenstein objetó que la falta de título podría
perjudicar la venta.
—Si
yo entro en una librería —explicó— y digo sencillamente: “¿Tienen
ustedes?”, o bien: “¿Tienen un ejemplar de?” ¿cómo sabrán lo que
quiero?
—Oh,
desde luego, haré poner mi nombre en la tapa —replicó Soames
seriamente—. Y me gusta ría —añadió mirando con fijeza a Rothenstein—,
me gustaría hacer dibujar mi retrato para la portada.
Rothenstein
admitió que era una excelente idea, y agregó que pensaba viajar al
campo, donde pasaría una temporada. Después miró su reloj, comprobó,
con una exclamación, lo avanzado de la hora, pagó la adición y se
marchó conmigo para cenar. Soames permaneció en su puesto, fiel a la
hechicera glauca.
—¿Por qué se negó tan resueltamente a dibujar su retrato?
—¿Retratarlo? ¿A él? ¿Cómo puedo retratar a un hombre que no existe?
—Es borroso —admití, pero mi mot juste cayó en el vacío. Rothenstein repitió que Soames era inexistente.
Sin embargo, Soames era autor de un libro. Le pregunté a Rothenstein si había leído Negaciones. Admitió haberlo hojeado.
—Pero —añadió secamente—, yo no pretendo entender nada de literatura.
Reserva
muy característica de la época. Los pintores de entonces se negaban a
admitir que alguien, fuera de su propia cofradía, tuviese el derecho de
opinar sobre la pintura. Esta ley (grabada en las tablillas que trajo
Whistler de la cumbre del Fujiyama) imponía ciertas limitaciones. Si
otras artes distintas de la pintura no eran completamente
incomprensibles para quienes no las practicaban, la ley se venía abajo;
la doctrina Monroe, por decirlo así, perdía su validez.
De
ahí que ningún pintor arriesgara una opinión sobre un libro sin
advertir, por lo menos, que su opinión carecía de valor. Nadie es mejor
juez literario que Rothenstein; pero en aquella época habría sido
imprudente recordárselo; y yo comprendí que no podía esperar su ayuda
para formarme un juicio sobre Negaciones.
En
aquellos días, no comprar un libro a cuyo autor acababa de conocer
personalmente, habría sido para mí un imposible renunciamiento. Cuando
regresé a Oxford para los cursos de Navidad, me había procurado un
ejemplar de Negaciones. Solía dejarlo despreocupadamente sobre la mesa
de mi cuarto, y cada vez que alguno de mis amigos lo levantaba para
preguntarme de qué trataba, le respondía:
—Oh,
es un libro bastante notable. Lo ha escrito un hombre a quien
conozco. Pero nunca alcancé a explicar exactamente “de qué trataba”.
Aquel delgado volumen verde no tenía, para mí, ni pies ni cabeza. En el
prefacio no hallé clave alguna para interpretar el exiguo laberinto
del texto, y en ese laberinto, nada que explicara el prefacio.
“Inclínate hacia la vida. Inclínate, muy cerca... más cerca.
“La
vida es tela, y en ella ni trama ni urdimbre se encuentran, sino
solamente la tela. “Es por esto que soy Católico en la iglesia y en el
pensamiento, pero dejo que el veloz Capricho teja lo que la lanzadera
del Capricho quiere.” Éstas eran las frases iniciales del prefacio,
pero las que seguían eran aún más difíciles de entender. A continuación
venía “Stark”, un cuento sobre una midinette que, según alcancé a
entender, había asesinado o estaba por asesinar a un maniquí. Parecía
un cuento de Catulle Mendès en que el traductor hubiera salteado o
eliminado una frase de cada dos. Luego, un diálogo entre Pan y Santa
Úrsula, que en mi opinión carecía de “chispa”. Después, algunos
aforismos (titulados aforismata).
En
conjunto, a decir verdad, había una gran variedad de formas. Y esas
formas habían sido trabajadas con mucho cuidado. Era más bien el
contenido lo que se me escapaba. ¿Había, en realidad, me pregunté,
algún contenido? Ahora sí pensé: ¡Supón que Enoch Soames sea un necio!
Pero enseguida nació una hipótesis contraria: ¡tal vez lo fuese yo! Opté
por darle a Soames el beneficio de la duda. Yo había leído
L’Après-midi d’un faune sin extraerle una pizca de significado. Y sin
embargo Mallarmé —por supuesto— era un Maestro. ¿Cómo sabía yo que
Soames no era otro? Su prosa tenía cierta musicalidad, que sin duda no
alcanzaba a deslumbrar, pero que tal vez, pensé, tuviera la facultad de
persistir en la memoria y, acaso, un significado tan profundo como la
del mismo Mallarmé. Por lo tanto, me resolví a esperar sus poemas con
ánimo libre de prejuicios. Y después de encontrármelo por segunda vez,
los aguardé con verdadera impaciencia. Esto sucedió una tarde de
enero. Al entrar en el salón de dominó, pasé junto a una mesa ante la
cual estaba sentado un hombre pálido, con un libro abierto. Alzó la
vista, y yo lo miré por encima del hombro, con la vaga sensación de que
debía haberlo reconocido. Me volví para saludarlo. Después de cambiar
unas palabras, dije echando un vistazo al libro abierto:
—Veo que lo he interrumpido.
Y estaba por seguir mi camino, pero Soames respondió con su voz inexpresiva:
—Prefiero ser interrumpido.
Me indicó con un gesto que me sentara, y yo obedecí.
Le pregunté si a menudo leía en ese lugar. –
Sí. Esta clase de cosas las leo aquí —respondió, señalando el título del libro: Poemas de Shelley.
—¿Es
algo que usted realmente...? —Iba a decir ¿”admira”? Pero
cautelosamente dejé la frase inconclusa y enseguida me alegré, porque
él dijo con inusitado énfasis:
—Es algo de segunda categoría.
Yo había leído poco de Shelley, pero murmuré:
—Desde luego; es muy desigual.
—Yo
diría que lo malo es justamente su igualdad. Una igualdad mortal, Por
eso lo leo aquí. El ruido de este lugar quiebra el ritmo. Aquí es
tolerable. Soames alzó el libro y lo Hojeó. Se echó a reír. La risa
de Soames era un sonido breve, aislado y desprovisto de alegría que
brotaba de la garganta sin que su rostro se moviera o sus ojos se
iluminarán.
—¡Qué época! —exclamó, dejando el libro sobre la mesa—. ¡Y qué país! —añadió.
Le
pregunté, con cierta nerviosidad, si en su opinión Keats no había
superado, más o menos, las limitaciones del tiempo y el espacio.
Admitió que “había algunos pasajes en Keats”, pero no los mencionó. De
“los viejos”, como los llamaba, el único que le gustaba era Milton.
“Milton —dijo— no era sentimental.” Y además: “Milton tenía una oscura
visión interior”. Y por fin:
—Siempre puedo leer a Milton en la sala de lectura.
—¿La sala de lectura?
—Del
Museo Británico. Voy todos los días. —¿De veras? Yo sólo estuve una
vez. Me pareció un lugar más bien deprimente. Se me ocurrió que... que
le resta vitalidad a uno.
—Así
es. Por eso voy yo. Cuanto menor es la propia vitalidad, tanto más
sensitivo se vuelve uno al arte verdaderamente grande. Yo vivo cerca
del Museo. Alquilo un departamento en la calle Dyott.
—¿Y va a la sala de lectura para leer a Milton?
—Casi siempre a Milton. —Me miró—. Fue Milton —certificó— quien me convirtió al Diabolismo.
—¿Al
Diabolismo? ¿Sí? ¿Realmente? —dije con esa vaga incomodidad y ese
intenso deseo de ser cortés que experimenta uno cuando un hombre le
habla de su propia religión—. ¿Usted... adora al Demonio?
Soames meneó la cabeza.
—No se trata de adoración —calificó, sorbiendo su ajenjo—, sino más bien de confianza mutua.
—Ah, sí... Pero yo creí entender por el prefacio de Negaciones que usted era... católico.
—Je t’étais á cette époque. Quizá lo sea aún. Sí, soy un Diabolista Católico.
Hizo
esta profesión de fe con tono casi precipitado. Advertí que lo que
prevalecía en su espíritu era el hecho de que yo había leído
Negaciones. Sus ojos opacos habían brillado por primera vez. Tuve la
impresión de que iba a ser examinado, viva voce, sobre el tema en que
me sentía más flojo. Le pregunté apresuradamente cuándo se publicarían
sus poemas.
—La semana próxima —me dijo.
—¿Y sin título?
—No,
por fin encontré uno. Pero no se lo diré —añadió, como si yo hubiera
tenido la impertinencia de preguntárselo—. Aún no sé si me satisface
del todo. Pero es el mejor que he podido encontrar. En cierto modo,
sugiere la naturaleza de los poemas... Extrañas vegetaciones, naturales
y salvajes, y sin embargo exquisitas y multicolores y llenas de
ponzoña.
Le
pregunté qué pensaba de Baudelaire. Lanzó aquel bufido que era su
risa, y dijo que “Baudelaire era un bourgeois malgré lui”. Francia sólo
tenía un poeta: Villon, “y dos tercios de Villon eran simple
periodismo”. Verlaine era un “épicier m algré lui”. Con cierta sorpresa
comprobé que, en conjunto, apreciaba menos la literatura francesa que
la inglesa. Había “algunos pasajes” en Villiers de l’Isle Adam.
—Pero yo —resumió— no le debo nada a Francia.
Ya verá —predijo con un movimiento afirmativo de la cabeza.
Pero,
llegado el momento, no vi tal cosa. Pensé que el autor de Fungoides
debía bastante —inconscientemente, desde luego— a los jóvenes
decadentes de París, o a los jóvenes ingleses que a su vez debían algo a
aquéllos. Aún pienso lo mismo. El librito —que compré en Oxford— está
ante mí en este momento, mientras escribo. Su cubierta de bocací gris
pálido y sus letras de plata no han sobrellevado muy bien el paso del
tiempo. Su contenido tampoco.
Lo
he examinado nuevamente, con melancólico interés. No es gran cosa.
Cuando se publicó, abrigué la vaga sospecha de que lo fuera. Supongo
que es mi fe en ella la que se ha debilitado, y no la obra del pobre
Soames...
TO A YOUNG WOMAN
Thou art, who hast not been!
Pale tunes irresolute
And traceries of old sounds
Blown from a rotted flute
Mingle with noise of cymbals rouged with rust
Nor not strange forms and epicene
Lie bleeding in the dust,
Being wounded with wounds.
For this it is
That in thy counterpart
Of age-long mockeries
Thou hast not been nor art! (1)
Me
pareció que había cierta contradicción entre la primera y la última
línea. Intenté, con el ceño fruncido, resolver esta discordancia. Pero
no consideré mi fracaso como totalmente incompatible con un significado
en la mente de Soames. ¿No indicaría, más bien, la profundidad del
significado? En cuanto a la técnica, “enrojecidos por la herrumbre” me
parecía un hallazgo, y las palabras “nor not” en lugar de “and” eran
extrañamente felices. Me pregunté quién era la joven, y qué había sacado
en limpio de todo eso. Me asalta la triste sospecha de que Soames no
habría sido capaz de encontrarle más sentido que ella. Sin embargo, aún
ahora, si no trata uno de comprender el poema, y se conforma con
atender al sonido, advierte cierta gracia en el ritmo. ¡Soames era un
artista... en la medida en que existía, pobre diablo! Cuando leí
Fungoides por primera vez, me pareció, extrañamente, que su veta
diabolista era lo mejor de Soames. El Diabolismo parecía una influencia
alegre y aun saludable dentro de su vida.
NOCTURNE
Round and round the shutter’d Square
I stroll’d with the Devil’s arm in mine.
No sound but the scrape of his hoofs was there
And the ring of his laughter and mine.
We had drunk black wine.
I scream’d: “I will race you, Master!”
“What matter”, lie shriek’d, “tonight
Which of us runs the faster?
There is nothing to fear tonight
In the foul moon’s light!
Then I look’d him in the eyes,
And I laugh’d full shrill at the lie he told
And the gnawing fear he would fain disguise.
It was true, what I’d time and again been told:
He was old - old. (2)
Aquella
primera estrofa, pensé, tenía mucho ímpetu: un acento retozón y jovial
de camaradería. La segunda, quizá, era algo histérica. Pero la tercera
me gustaba: ¡era tan vivamente heterodoxa, aun con respecto a los
dogmas de la extraña secta de Soames! ¡Nada de “confianza mutua” en
esas líneas! Soames, triunfante, desenmascarando al Demonio como a un
mentiroso, y riéndose “a gritos”, era un personaje muy alentador. Eso
fué lo que pensé entonces. Ahora, a la luz de lo que sucedió más tarde,
ninguno de sus poemas me deprime tanto como el “Nocturno”.
Busqué
los comentarios de los periódicos metropolitanos. Se dividían en dos
clases: los que decían muy poco, y los que no decían nada. La segunda
era mucho más numerosa, y los términos en que se expresaba la primera
eran fríos. A tal punto que el mejor elogio que pudo presentar el
editor de Soames en sus anuncios publicitarios era éste:
Un acento de modernismo desde el principio hasta el fin... Un ritmo ágil. –Preston Telegraph.
Yo
abrigaba la esperanza de poder felicitar al poeta (cuando lo viese)
por haber conmovido el ambiente, pues se me ocurría que no estaba tan
seguro de su grandeza intrínseca como aparentaba. Pero cuando en
efecto nos encontramos, sólo atiné a decir con voz ronca: “Espero que
Fungoides se venda muy bien”. Me miró a través de su vaso de ajenjo y
me preguntó si había comprado un ejemplar. Según su editor, sólo se
habían vendido tres. Me reí, como si fuese una broma.
—¿No creerá que me importa, verdad? —dijo con algo parecido a un gruñido.
Desestimé
la idea. Añadió que no era un comerciante. Dije humildemente que yo
tampoco, y murmuré que un artista que daba al mundo cosas realmente
nuevas y grandes, siempre debía esperar mucho tiempo a que se le
tributara el debido reconocimiento. Contestó que ese reconocimiento no
le importaba un sou. Y yo admití que el acto de la creación era su
propia recompensa. Si yo me hubiera considerado un Don Nadie, su mal
humor me habría alejado. Pero, ¡ah! ¿Acaso John Lane y Aubrey Beardsley
no me habían sugerido que escribiera un ensayo para esa grande y nueva
empresa que estaba en marcha The Yellow Book? ¿Y acaso Henry Harland,
como jefe de redacción, no había aceptado mi ensayo? ¿Y no aparecía en
el mismísimo primer número? En Oxford yo estaba todavía in statu
pupillari. Pero en Londres me consideraba con todo derecho un egresado,
a quien ningún Soames podía abochornar. En parte con fines de
ostentación, y en parte por pura buena voluntad, le dije a Soames que
debía colaborar en el Yellow Book. De su garganta brotó un sonido
despreciativo destinado a esa publicación.
Uno
o dos días más tarde, sin embargo, le pregunté a Harland, para sondear
el terreno, si sabía algo de la obra de un tal Enoch Soames. Harland
se detuvo en mitad de su característico paseo alrededor de la
habitación, alzó las manos al techo y gimió que a menudo había visto a
“ese absurdo individuo” en París, y que esa misma mañana había recibido
de él algunos poemas manuscritos.
—¿No tiene talento? —pregunté.
—Tiene una renta. No necesita nada.
Harland
era el más jovial de los hombres y el más generoso de los críticos,
pero detestaba hablar de algo que no lo entusiasmara. Por consiguiente,
abandoné el tema. La noticia de que Soames poseía una renta mitigó mi
preocupación. Más tarde supe que era hijo de un fracasado y fallecido
librero de Preston, que había heredado de una tía casada una renta
anual de trescientas libras, y que no le quedaban parientes en este
mundo. Materialmente, pues, “no necesitaba nada”. Pero aun así, había en
él un “pathos” espiritual, agudizado ahora a mis ojos por la
posibilidad de que aun el Preston Telegraph no le hubiese dedicado sus
elogios si el padre de Soames no hubiera sido un vecino dé Preston.
Tenía una especie de débil obstinación que yo no podía menos de
admirar. Ni él ni su obra recibían el menor estímulo; pero él insistía
en comportarse como un personaje, mantenía siempre al tope su
deshilachada banderita. En cualquier lugar donde se congregaran los
jeunes féroces de las artes, en cualquier restaurante de Soho que
acabaran de descubrir, en cualquier music-hall que prefiriesen, ahí
estaba Soames entre ellos, o más bien al borde: una figura borrosa pero
inevitable. Nunca trataba de captarse la simpatía de sus colegas
escritores, jamás deponía un ápice de su arrogancia, cuando se trataba
de su propia obra, o de su desprecio, cuando se trataba de los demás.
Con los pintores se mostraba respetuoso, y aun humilde; mas para los
poetas y prosistas de The Yellow Book, y más tarde del Savoy, jamás tuvo
una palabra que no fuera de desdén. Su presencia no molestaba a los
demás. A nadie se le habría ocurrido que él o su Diabolismo Católico
tuvieran alguna importancia. Cuando en el otoño de 1896 publicó (esta
vez por cuenta propia) su tercer libro, su último libro, nadie
pronunció una palabra de elogio o de censura. Yo tuve intención de
comprarlo, pero me olvidé. No lo vi nunca, y me avergüenza decir que ni
siquiera recuerdo cómo se titulaba. Sin embargo, cuando se publicó el
libro, le dije a Rothenstein que el pobre viejo Soames me parecía en
realidad una figura bastante trágica, y que la falta de resonancia de su
obra acabaría realmente por matarlo.
Rothenstein
se burló. Dijo que yo alardeaba de un buen corazón que en verdad no
poseía; y quizá era así. Pero unas semanas más tarde, en la exposición
privada del Nuevo Club Inglés de Arte, vi un retrato al pastel de
“Enoch Soames, Esq.” Se le parecía mucho, y el haberlo ejecutado era
característico de Rothenstein. Soames estuvo parado toda la tarde cerca
del cuadro, con su sombrero hongo y su capa impermeable. Cualquiera de
sus conocidos habría captado en el acto la semejanza del retrato. Pero
quien no lo conociera, nunca hubiese identificado el modelo a partir de
la imagen; ésta “existía” mucho más que él; era inevitable. Además, no
tenía esa expresión de vaga felicidad que ahora se advertía, sí, en el
rostro de Soames. El hábito de la fama lo había rozado. En el
transcurso de aquel mes fui dos veces más al Club de Arte, y en ambas
oportunidades vi a Soames exhibiéndose en persona. Pensándolo bien,
creo que la clausura de aquella exposición fue virtualmente el fin de
su carrera. Había sentido en la mejilla el aliento de la fama... pero
tan tarde y por tan poco tiempo... y al no sentirlo más, cedió,
sucumbió, se derrumbó. Él, que nunca había parecido fuerte o saludable,
ahora tenía un aspecto espectral, era una sombra de la sombra que
antaño había sido. Aún frecuentaba la sala de dominó; pero, habiendo
perdido el deseo de provocar curiosidad, ya no leía libros en ella.
—¿Ahora sólo lee en el Museo? —le pregunté, aparentando jovialidad. Me contestó que ya no iba allí.
—No hay ajenjo en el Museo.
Era
una de esas cosas que antaño habría dicho para llamar la atención;
ahora la decía convencido. El ajenjo, que antes no fuera más que un
factor de la “personalidad” que tan laboriosamente trataba de
construirse, se había convertido en solaz y necesidad. Ya no lo llamaba
“la sorcière glauque”. Había renunciado a todas las expresiones en
francés. Se había convertido en un hombre de Preston, sencillo y sin
barniz.
El
fracaso, aun cuando sea un fracaso total, sencillo y sin barniz, aun
cuando sea un fracaso mezquino, lleva siempre consigo cierta dignidad.
Yo rehuía a Soames porque a su lado me sentía vulgar.
Por
aquella época John Lane había publicado dos libritos míos, que
tuvieron un agradable éxito de crítica. Yo era una “personalidad”...
una personalidad menor, pero bien definida. Frank Harris me había
contratado para que “pataleara” en el Saturday Review, Alfred
Harmsworth me permitía hacer lo mismo en The Daily Mail. Yo era
justamente lo que no era Soames. Él proyectaba una sombra de vergüenza
sobre mi triunfo. Si yo hubiera sabido que él creía firme y
verdaderamente en la grandeza de lo que realizara como artista, quizá
no habría evitado su presencia. No se puede decir que ha fracasado por
completo un hombre que no ha perdido su vanidad. La dignidad de Soames
era una ilusión mía. Un día de la primera semana de junio de 1897 esa
ilusión desapareció. Pero en la noche de ese día también desapareció
Soames.
Yo
había estado afuera la mayor parte de la mañana, y como se me hizo
tarde para almorzar en casa, fui al “Vingtième”. Este pequeño local
—cuyo nombre completo era “Restaurant du Vingtième Siècle”— había sido
descubierto por los escritores y poetas en 1896, pero más tarde fue
abandonado, o poco menos, en beneficio de algún hallazgo posterior.
Creo
que no subsistió lo bastante para justificar su nombre; mas por ese
entonces estaba aún en Greek Street, a pocos pasos de Soho Square, y
casi enfrente de esa casa donde en los primeros años del siglo una
chiquilla, y junto con ella un muchacho llamado De Quincey, pernoctaban
hambrientos en la oscuridad, entre el polvo y las ratas y viejos
pergaminos legales. El “Vingtième” no era más que un saloncito
blanqueado, que por un extremo daba a la calle y por otro a la cocina.
El propietario y cocinero era un francés, a quien llamábamos Monsieur
Vingtième; las camareras eran sus dos hijas, Rose y Berthe; y la
comida, en verdad, era buena. Las mesas eran tan angostas y estaban tan
juntas que cabían en número de doce, seis de cada pared.
Cuando
entré, sólo las dos más próximas a la puerta estaban ocupadas. Una,
por un hombre alto, llamativo, más bien mefistofélico, a quien yo solía
ver de tanto en tanto en el salón de dominó y en otros lugares. En la
otra estaba Soames. En aquel soleado recinto, formaban un extraño
contraste: Soames, demacrado, con aquel sombrero y aquella capa que
jamás le viera quitarse, y este otro, este hombre intensamente vital,
ante cuya presencia volvía a preguntarme, con más insistencia que nunca,
si era un mercader de diamantes, un ilusionista o el jefe de una
agencia de detectives privados. Estoy seguro de que Soames no deseaba
mi compañía; sin embargo, le pregunté si podía acompañarlo —no hacerlo
habría sido una desconsideración atroz— y me senté frente a él. Fumaba
un cigarrillo. Había dejado el plato sin probar y tenía a su lado una
botella semivacía de Sauterne. Callaba con cierta obstinación. Dije
que Londres estaba imposible, con los preparativos del jubileo (a decir
verdad, me gustaban). Manifesté mi deseo de marcharme inmediatamente,
hasta que todo aquello terminara. En vano traté de ponerme a tono con
su melancolía. Él no parecía oírme ni verme. Pensé que su
comportamiento me ridiculizaba a los ojos del otro parroquiano. El
pasillo entre las dos hileras de mesas del “Vingtième” tenía apenas dos
pies de ancho (Rose y Berthe, al servir, se rozaban siempre, riñendo
en voz baja), y cualquiera que estuviera sentado a la mesa contigua
compartía prácticamente la que uno ocupaba.
Pensé
que mi fracasada tentativa de interesar a Soames divertía a mi vecino,
y como no podía explicarle que mi insistencia era simplemente un acto
de caridad, guardé silencio. Podía verlo perfectamente sin necesidad de
volver la cabeza. Abrigué la esperanza de que mi aspecto fuese menos
vulgar que el suyo, en contraste con el de Soames. Yo estaba seguro de
que no era inglés; pero, ¿cuál era realmente su nacionalidad? Aunque
tenía el cabello (negro como el azabache) cortado en brosse, no me
pareció francés. A Berthe, que lo atendía, le hablaba en francés con
soltura, pero sin el acento y los coloquialismos nativos. Supuse que
era su primera visita al “Vingtième”, pero Berthe lo atendía sin
formalidades. Él no le había causado buena impresión. Sus ojos eran
atrayentes, pero —como las mesas del “Vingtième” demasiado angostos y
juntos. Tenía una nariz de ave de rapiña, y las guías del bigote, que
se prolongaban a ambos lados de las fosas nasales, le estereotipaban la
sonrisa. Decididamente, era siniestro. Y el chaleco escarlata —tan
fuera de temporada en el mes de junio—, que le ceñía ajustadamente el
pecho amplio, intensificaba la sensación de incomodidad que me producía
su presencia. Ese chaleco no sólo era inadecuado por el calor. Era, no
sé por qué, inadecuado en sí mismo. No se habría justificado en una
mañana de Navidad.
Habría
sido una nota discordante la noche del estreno de Hernani. Yo estaba
tratando de explicarme lo que había en él de incongruente, cuando
Soames, repentino y extraño, quebró el silencio.
—¡Dentro de cien años...! —murmuró, como si estuviera en trance.
—No estaremos aquí —repuse, pronta y fatuamente.
—Nosotros
no estaremos. No —zumbó—, pero el Museo estará en el mismo lugar donde
ahora está. Y la sala de lectura, en el mismo lugar de ahora. Y la
gente irá a leer.
Aspiró
bruscamente el humo, y un espasmo de auténtico dolor le deformó el
rostro. Me pregunté qué encadenamiento de ideas había estado siguiendo
el pobre Soames. Pero él no aclaró mis dudas cuando dijo, después de
una larga pausa:
—Usted cree que no me ha importado. —¿Que no le ha importado qué, Soames? —El olvido. El fracaso.
—¿El
fracaso? —dije calurosamente—. ¿El fracaso? —repetí vagamente—. El
olvido, sí, quizá; pero eso es algo completamente distinto. Desde
luego, usted no ha sido... apreciado. Pero, ¿qué importa? Cualquier
artista que... que da... Lo que yo quería decir era esto: “Cualquier
artista que da al mundo cosas nuevas y grandes, siempre debe esperar
mucho tiempo a que se le tribute el debido reconocimiento”; pero el
halago se negaba a salir: a la vista de aquella congoja, una congoja
tan genuina y desembozada, mis labios no querían pronunciar las
palabras.
Y entonces... fue él quien las dijo por mí. Me sonrojé.
—¿Eso es lo que usted iba a decir, verdad? — preguntó.
—¿Cómo lo sabe?
—Es lo que me dijo hace tres años, cuando se publicó Fungoides.
Me sonrojé aún más Innecesariamente, porque él prosiguió:
—Es
lo único importante que le he oído decir. Y nunca lo he olvidado. Es
cierto. Es una terrible verdad. Pero... ¿recuerda lo que yo le
contesté? Le dije: “El reconocimiento no me importa un sou”. Y usted me
creyó. Usted ha seguido creyendo que estoy por encima de todo eso.
Usted es superficial. ¿Qué puede saber de los sentimientos de un hombre
como yo?
Usted
imagina que cuando un gran artista tiene fe en sí mismo y en el
veredicto de la posteridad, eso basta para hacerlo feliz... Usted nunca
ha adivinado la amargura y la soledad, el... —su voz se quebró; pero
luego prosiguió con una fuerza que yo nunca le viera—: ¡La posteridad!
¿De qué me sirve a mí? Un muerto no sabe que la gente visita su tumba,
que acuden al lugar donde nació, que le ponen placas conmemorativas, que
descubren estatuas suyas. Un muerto no puede leer los libros que se
escriben sobre él. ¡Así que pasen cien años! ¡Piense en eso! Si yo
pudiera volver a la vida entonces... unas pocas horas, si yo pudiese ir
a la sala de lectura y leer! ¡O mejor aún, si ahora, en este momento,
pudiera proyectarme a ese futuro, a esa sala de lectura, nada más que
por esta tarde! ¡A cambio de eso me vendería en cuerpo y alma al
Demonio! Piense: páginas y más páginas del catálogo:
“SOAMES, ENOCH”, interminablemente... interminables ediciones, comentarios, prolegómenos, biografías...
—Al
llegar aquí lo interrumpió un brusco y penetrante crujido de la silla
colocada ante la mesa contigua. Nuestro vecino Se había levantado a
medias de su asiento. Se inclinaba hacia nosotros, tratando de
disculpar su intromisión.
—Perdonen
ustedes... permítanme —dijo suavemente—. Me ha sido imposible no oír.
¿Puedo tomarme esta libertad? En este pequeño restaurant sans-façon
—extendió las manos en amplio gesto—, ¿puedo, como suele decirse, meter
las narices? No me quedó más remedio que manifestar nuestra
conformidad. Berthe había aparecido en la puerta de la cocina, creyendo
que el desconocido quería la cuenta. Pero él la alejó con un
movimiento del cigarro, y un instante después se había sentado junto a
mí, frente a frente de Soames.
—Aunque
no soy inglés —explicó—, conozco a Londres muy bien, señor Soames. Su
nombre y su fama (y también los del señor Beerbohm) me son muy
conocidos. Ustedes Se preguntarán: ¿quién soy yo? —Miró rápidamente por
encima del hombro, y añadió en voz baja—: Soy el Diablo.
No
pude evitarlo: me reí. Traté de no hacerlo; sabía que no había motivo
de risa, pues mi propia descortesía me avergonzaba, pero me reí cada
vez más fuerte. La serena dignidad del Diablo, la sorpresa y el
fastidio de sus cejas enarcadas sólo aumentaron mi hilaridad. Me reí
hasta desternillarme, y al final me apoyé, dolorido, en el respaldo de
la silla. Me comporté deplorablemente.
—Soy un caballero —dijo él con intenso énfasis— y creía estar en presencia de caballeros.
—¡Oh! —murmuré, ya sin aliento—. ¡Oh, por favor!
—¿Curioso,
nicht war? —oí que le decía a Soames—. Hay cierta clase de personas
para quienes la sola mención de mi nombre es... ¡oh, tan terriblemente
graciosa! En vuestros teatros, al más torpe comediante le basta decir:
“¡El Diablo!” para provocar enseguida “la risa altisonante que delata a
los espíritus vacíos”. ¿No es así? Yo había recobrado el aliento, lo
suficiente para ofrecer mis excusas. Él las aceptó, pero fríamente, y
volvió a dirigirse a Soames.
—Soy
un hombre de negocios —dijo—, y siempre me ha gustado ir derecho al
grano, como dicen en los Estados Unidos. Usted es un poeta. Les
affaires... usted los detesta. Pero conmigo negociará, ¿verdad? Lo
que acaba de decir me infunde furiosas esperanzas.
Soames
no se había movido, salvo para encender un nuevo cigarrillo. Estaba
agazapado, con los codos sobre la mesa y la cabeza al ras de las manos,
mirando fijamente al Demonio.
—Siga —dijo moviendo afirmativamente la cabeza.
A mí ya no me quedaban ganas de reír.
—Nuestro pequeño pacto —prosiguió el Diablo— será tanto más agradable cuanto que usted... si no me equivoco, es un diabolista.
—Un diabolista católico —dijo Soames.
El Demonio aceptó de buena gana esta reserva.
—Usted
—prosiguió— quiere visitar ahora, esta tarde, la sala ele lectura del
museo Británico, ¿verdad? Pero tal como será dentro de cien años,
¿eh? Parfaitement. El tiempo... una ilusión. El pasado y el futuro...
están siempre tan presentes como el presente, o al menos, por decirlo
así, a la vuelta de la esquina. Yo lo sintonizo con cualquier época. Yo
lo proyecto... ¡puf! ¿Usted quiere hallarse en la sala de lectura, tal
como será en la tarde del 3 de junio de 1997? ¿Quiere encontrarse, de
pie, en esa sala, más allá de las puertas giratorias, en este mismo
instante, eh? ¿Y quedarse ahí hasta que cierren? ¿No es así? Soames
asintió.
El Diablo miró su reloj.
—Las
dos y diez —dijo—. La hora de clausura, en ese entonces, será la misma
de ahora: las siete. Tendrá usted casi cinco horas. A las siete —¡puf!
se encontrará nuevamente aquí, sentado ante esta mesa. Esta noche
ceno dans le monde —dans le high life. Con eso termina mi presente
visita a vuestra gran ciudad. Vendré a buscarlo aquí, señor Soames, en
el camino de regreso a mi hogar.
—¿Su hogar? —repetí.
—¡Aunque no sea tan humilde! —dijo despreocupadamente el Demonio.
—Está bien —dijo Soames.
—¡Soames! —supliqué. Pero a mi amigo no se le movió un músculo.
El Diablo estiraba la mano a través de la mesa para tocar el antebrazo de Soames; pero interrumpió el ademán.
—Dentro de cien años, como ahora —dijo sonriendo—, no se permite fumar en la sala de lectura, Por lo tanto será mejor que...
Soames se quitó el cigarrillo de la boca y lo dejó caer en su vaso de Sauterne.
—¡Soames! —exclamé de nuevo—. Usted no puede...
Pero
el Diablo ya había estirado la mano a través de la mesa, y la dejó
caer lentamente... sobre el mantel. La silla de Soames estaba vacía. Su
cigarrillo flotaba, hinchado, en el vino de la copa. No quedaban más
rastros de él.
Durante
algunos instantes el Diablo dejó descansar la mano en el sitio donde
la había apoyado, mirándome con el rabillo del ojo, vulgarmente
triunfal. Me asaltó un escalofrío. Me dominé con esfuerzo y me levanté
de la silla.
—Muy ingenioso —dije, condescendiente—. Pero, ¿no cree usted que La Máquina del Tiempo es un libro delicioso? ¡Tan original!
—Usted
se complace en el sarcasmo —dijo el Diablo, que también se había
puesto de pie—, pero una cosa es escribir acerca de una máquina
imposible, y otra muy distinta ser una Potencia Sobre natural.
Sin
embargo, comprendí que se sentía ofendido. Berthe se acercó al oír que
nos levantábamos. Le expliqué que habían llamado al señor Soames, pero
que tanto él como yo cenaríamos allí por la noche. Recién cuando salí
al aire libre empecé a sentirme mareado. Sólo tengo un vaguísimo
recuerdo de lo que hice, de los lugares por donde ambulé bajo el sol
ardiente de aquella tarde interminable. Recuerdo el sonido de los
martillos de los carpinteros, a lo largo de Piccadilly, y el aspecto
desnudo y caótico de los “stands” a medio construir. ¿Fue en Green
Park o en Kensington Gardens, dónde fue que me senté en una silla debajo
de un árbol y traté de leer un periódico vespertino? El artículo de
fondo traía una frase que siguió repitiéndose en mi fatigado cerebro:
“Son pocas las cosas que escapan a esta augusta Señora, llena de la
sabiduría atesorada en sesenta años de Reinado”. Recuerdo haber
concebido, en mi desesperación, una carta (que debía ser llevada a
Windsor por mensajero expreso, con orden de esperar la respuesta).
SEÑORA: Sabiendo perfectamente que Su Majestad está llena de sabiduría
atesorada en sesenta años de Reinado, me atrevo a solicitar su consejo
en este delicado asunto. El señor Enoch Soames, cuyos poemas quizá
usted conozca...
¿No
había manera alguna de ayudarlo, de salvarlo? Un pacto era un pacto, y
yo habría sido el último en ayudar o respaldar a alguien que tratara
de rehuir una obligación razonable. No habría movido un dedo para
salvar a Fausto. ¡Pero el pobre Soames!, condenado a pagar sin tregua
un precio eterno por nada más que una infructuosa búsqueda y una amarga
desilusión...
Me
parecía extraño y siniestro que él, Soames, en carne y hueso, con su
capa impermeable, estuviera en aquel momento viviendo en la última
década del siguiente siglo, escudriñando libros que aún no se habían
escrito, viendo y siendo visto por hombres que aún no habían nacido. Y
aún más siniestro y singular que esta noche y para siempre estaría en el
infierno. Sí, sin duda la verdad es más extraña que la ficción.
Aquella
tarde fue interminable. Casi deseé haber acompañado a Soames; no para
permanecer en la sala de lectura, desde luego, sino para salir a dar un
excitante paseo por un Londres desconocido. Me alejé, inquieto, del
parque donde había descansado.
Inútilmente
traté de imaginar que yo era un ardiente turista del siglo dieciocho.
La tensión de los minutos lentos y vacíos era intolerable. Mucho antes
de las siete regresé al “Vingtième”.
Me
senté a la misma mesa que había ocupado en el almuerzo. El aire
entraba con indiferencia por la puerta abierta a mi espalda. De tanto
en tanto, Rose y Berthe aparecían por un instante. Les había dicho que
no pediría la cena hasta que no llegara el señor Soames. Empezó a sonar
un organillo, ahogando abruptamente el vocerío de unos franceses que
disputaban en la calle. Cada vez que terminaba una canción, se oía
nuevamente la algarabía de la pelea. En el camino yo había comprado
otro periódico vespertino. Lo abrí. Pero mis ojos se apartaban
incesantemente de él, para consultar el reloj de pared colocado sobre
la puerta de la cocina... ¡Faltaban cinco minutos para la hora!
Recordé que en los restaurantes los relojes están cinco minutos
adelantados. Concentré mi mirada en el periódico. Juré no volver a
levantar los ojos. Alcé el periódico y lo desplegué en todo su ancho,
pegándolo a mi rostro, para no ver otra cosa... ¿Temblaba acaso la
hoja? Una corriente de aire, me dije.
Una
gradual rigidez se apoderaba de mis brazos. Me dolían. Pero no podía
bajarlos... ahora. Me asaltó una sospecha, me asaltó una certeza. Y
bien, ¿entonces qué?... ¿Para qué otra cosa había venido? Sin embargo,
seguí aferrándome enérgicamente a esa barrera del periódico. Sólo el
ruido de los ágiles pasos de Berthe, que venía de la cocina, me
permitió, me obligó a dejarlo caer y murmurar:
—¿Qué cenaremos, Soames?
—II est souffrant, ce pauvre Monsieur Soames? —preguntó Berthe.
—Sólo está... cansado.
Le
pedí que trajera vino —Borgoña— y cualquier comida que estuviese
lista. Soames estaba agazapado sobre la mesa, exactamente en la misma
posición en que lo viera por última vez. Como si no se hubiese
movido... él, que había viajado tan inconcebiblemente lejos. Una o dos
veces, en el transcurso de la tarde, se me había ocurrido, por un
instante, que tal vez su viaje no sería infructuoso, que acaso todos
nos habíamos equivocado al juzgar la obra de Enoch Soames. Pero de su
aspecto se desprendía con atroz claridad que estábamos atrozmente en lo
cierto.
—No se desanime —balbucí—. Quizá usted no... no eligió un plazo suficiente. Tal vez dentro de dos o tres siglos...
—Sí —respondió su voz—. He pensado en eso.
—Y
ahora... ¡ocupémonos ahora del futuro más inmediato! ¿Dónde piensa
ocultarse? ¿Qué le parece si toma el expreso de París, en Charing
Cross? Tiene casi una hora. Pero no vaya a París. Quédese en Calais.
Radíquese en Calais. Jamás se le ocurrirá ir a buscarlo a Calais.
—Es
mi destino —dijo— pasar mis últimas horas en la tierra en compañía de
un asno. —Pero yo no me sentí ofendido—. Y un asno traidor —añadió
extrañamente, lanzando hacia mí un arrugado trozo de papel que tenía en
la mano. Eché un vistazo a lo que traía escrito... una especie de
jerigonza, al parecer, y lo aparté con impaciencia.
—¡Vamos,
Soames! ¡Serénese! Esto no es sólo un asunto de vida o muerte.
¡Recuerde, se trata de un eterno tormento! ¿Se quedará aquí,
resignadamente, hasta que el Diablo venga a buscarlo?
—No puedo hacer otra cosa. No me queda otra alternativa.
—¡Vamos!
¡La “confianza mutua” llevada al colmo! ¡Su diabolismo ha perdido el
seso! —Llené su vaso de vino—. Seguramente, ahora que usted ha visto a
esa bestia. . .
—Es inútil injuriarlo.
—Pero usted debe admitir, Soames, que no tiene nada de miltoniano.
—No niego que sea algo distinto de lo que yo esperaba.
—Es
un hombre vulgar, un plebeyo, de esa clase de individuos que despojan a
las damas de sus joyas en los pasillos de los trenes que van a la
Riviera. ¡Imagínese el eterno tormento presidido por él!
—No creerá usted que lo espero con ansia, ¿verdad?
—Entonces, ¿por qué no huye silenciosamente?
Una
y otra vez llené su vaso, que él vaciaba mecánicamente. Pero el vino
no encendía en su interior la más pequeña chispa de iniciativa. No
comía, y yo apenas probé bocado. En el fondo de mi corazón, yo no creía
que la fuga pudiera salvarlo. La persecución sería instantánea, la
captura cierta. Pero todo era preferible a esta espera pasiva, humilde,
miserable. Le dije a Soames que el honor de la raza humana le exigía
alguna manifestación de resistencia. Preguntó qué había hecho la raza
humana por él.
—Además
—dijo—, ¿no comprende que estoy en su poder? Usted lo vio tocarme,
¿verdad? Todo ha terminado. No tengo voluntad. Estoy sellado. Hice un
gesto de desesperación. Él siguió repitiendo la palabra sellado. Empecé
a comprender que el vino le había nublado el cerebro. ¡No era extraño!
Sin alimentarse había viajado al futuro, y aún estaba sin comer. Lo
insté a que probara por lo menos un poco de pan. Era enloquecedor
pensar que él, que tenía tanto que decir, quizá no dijera nada.
—¿Qué le pareció todo... más allá? —pregunté—.
¡Vamos! Cuénteme sus aventuras.
—Serían un excelente “argumento”, ¿verdad?
—Lo
siento mucho por usted, Soames, y me hago cargo de lo que le sucede;
pero, ¿qué derecho tiene a insinuar que yo lo utilizaría como
“argumento”? El pobre se llevó las manos a la frente.
—No sé —dijo—. Sé que he tenido algún motivo...
Trataré de recordarlo.
—Perfecto. Trate de recordarlo todo. Coma un poco más de pan. ¿Qué aspecto tenía la sala de lectura?
—Más o menos el de siempre —murmuró por fin. —¿Mucha gente?
—Como de costumbre.
—¿Cómo eran?
Soames trató de visualizarlos.
—Eran todos muy parecidos —recordó de pronto.
Mi espíritu dio un salto atroz.
—¿Todos vestidos con mallas?
—Sí. Creo que sí.
—¿Una
especie de uniforme? —Él asintió—. ¿Con un número, quizá? ¿Un número
en un gran disco metálico cosido a la manga izquierda? ¿DKF 78.910, por
ejemplo? —Era así—. ¿Y todos, hombres y mujeres, parecían muy bien
alimentados? ¿Muy utópicos? ¿Con un fuerte olor a ácido fénico? ¿Y
todos completamente calvos?
Mis
previsiones resultaron exactas. El único punto acerca del cual Soames
no estaba muy seguro era si los hombres y las mujeres eran calvos o
estaban rapados.
—No tuve tiempo para examinarlos muy detenidamente —explicó.
—No, desde luego. Pero...
—Ellos
sí que me miraban. Llamé mucho la atención. —¡Al fin había llamado la
atención! Creo que más bien los atemoricé. Me rehuían cuando me
aproximaba. Los hombres que ocupaban el escritorio circular en el
centro de la sala parecían asaltados del pánico cada vez que me
acercaba para hacer alguna averiguación.
—¿Qué hizo usted cuando llegó?
Desde
luego, se había encaminado directamente al catálogo, a los volúmenes
marcados con la letra S, y se había detenido largamente ante el SNSOF,
incapaz de sacarlo del estante, porque su corazón latía tan
apresuradamente... Al principio, dijo, no se sintió defraudado —pensó,
simplemente, que estaba en uso un nuevo sistema de clasificación. Se
dirigió a la mesa central y preguntó dónde estaba el catálogo de los
libros del siglo veinte. Supo que aún no había más que un solo catálogo.
Buscó nuevamente su nombre, contempló las tres tirillas engomadas que
había conocido tan bien. Después fue a sentarse, y largo rato
permaneció sentado...
—Y
por fin —dijo con voz parecida al zumbido de un abejorro— consulté el
Diccionario Biográfico Nacional y algunas enciclopedias... Regresé a la
mesa central y pregunté cuál era el mejor libro moderno sobre la
literatura de fines del siglo diecinueve. Me dijeron que el libro del
señor T. K. Nupton era considerado el mejor. Lo busqué en el catálogo, y
llené el correspondiente formulario. Me lo trajeron. Mi nombre no
estaba en el índice, pero... ¡Sí! —dijo cambiando abruptamente de tono—.
Eso es lo que había olvidado. ¿Dónde está ese pedacito de papel?
Démelo.
Yo
también había olvidado aquel jeroglífico. Lo encontré caído en el
suelo y se lo alcancé. Él lo alisó, meneando la cabeza y mirándome con
una sonrisa desagradable.
—Eché un vistazo al libro de Nupton —prosiguió—.
No es fácil de leer. Usan una especie de escritura fonética. Todos los libros modernos que vi eran fonéticos.
—Entonces no quiero saber más nada, Soames, por favor.
—En cambio, todos los nombres propios parecían escritos a la antigua. De lo contrario, quizá no habría advertido el mío.
—¿Su propio nombre? ¿De veras? ¡Oh, Soames, cuánto me alegro!
—Y el suyo. —¡No!
—Pensé que esta noche usted me esperaría aquí. Por eso me tomé la molestia de copiar el pasaje. Léalo.
Le
arranqué el papel de las manos. La escritura de Soames era
característicamente borrosa. Debido a esto, a mi emoción y a la ruidosa
ortografía, tardé más en comprender lo que quería decir T. K. Nupton.
El documento se halla ante mis ojos en este momento. Es extraño que
las palabras que copio para ustedes el pobre Soames las haya copiado
para mí dentro de setenta y ocho años...
De
la página 234 de Literatura inglesa 1890-1900, por T. K. Nupton,
publicación del Estado, 1992. “Por ejemplo, un escritor de la época,
llamado Max Beerbohm, que aún vivía en el siglo veinte, escribió un
cuento en el que retrató a un personaje imaginario llamado “Enoch
Soames”, un poeta de tercera categoría, que se cree un gran genio y
hace un pacto con el Diablo para saber qué pensaría de él la
posteridad. Es una sátira algo artificiosa, pero no carente de valor,
en cuanto demuestra hasta qué punto se tomaban en serio los jóvenes de
mil-ochonoventa.
Ahora
que la profesión literaria ha sido organizada como un departamento de
servicios públicos, los escritores han encontrado su verdadero nivel y
han aprendido a cumplir su deber sin pensar en el mañana. ‘El obrero
gana su salario’, y eso es todo. Felizmente, los Enoch Soames no
existen hoy entre nosotros.” 4 Advertí que pronunciando las palabras en
alta voz (recurso que recomiendo a mis lectores) alcanzaba a
comprenderlas, poco a poco. Cuanto más inteligibles se volvían, tanto
más crecían mi azoramiento, mi congoja y mi horror. Era una pesadilla.
Por un lado, a lo lejos, el vasto y siniestro panorama de lo que
aguardaba a las infortunadas letras; por el otro, aquí, sentado a la
mesa, mirándome con una mirada que parecía quemarme, el pobre hombre a
quien, a quien evidentemente... pero no: por mucho que se envileciera
mi carácter en los años venideros, yo jamás sería tan bestia como
para... Examiné nuevamente el manuscrito. “Imaginario”... pero allí
estaba Soames, y no era más imaginario —¡ay!— que yo. Y “labud”... ¿qué
diablos era eso? (Hasta el día de hoy no he descifrado esa palabra.)
—Todo esto es muy... desconcertante —balbucí por fin.
Soames nada dijo; pero, cruelmente, no dejó de mirarme.
—¿Está usted seguro —contemporicé—, completamente seguro de que copió bien el párrafo?
—Completamente.
—Bueno,
entonces es este maldito Nupton que debe de haber cometido —que
cometerá— un estúpido error... ¡Escúcheme, Soames! Usted me conoce
demasiado para suponer que yo... Al fin y al cabo, el nombre “Max
Beerbohm” no es tan raro, y seguramente habrá varios Enoch Soames por
ahí... o, más bien, “Enoch Soames es un nombre que podría ocurrírsele a
cualquiera que escribiese un cuento. Además, yo no escribo cuentos:
soy un ensayista, un observador, un cronista... Admito que es una
coincidencia extraordinaria. Pero usted debe comprender...
—Lo comprendo todo —dijo Soames quedamente.
Y añadió, en un resabio de sus viejas actitudes, pero con una dignidad que yo nunca le había conocido-:
Parlons d’ autre chose.
Acepté
de prisa esta sugestión. Y volví directamente al futuro inmediato.
Pasé la mayor parte de aquella larga tarde en renovadas súplicas a
Soames para que huyese y se refugiara en cualquier parte. Recuerdo
haberle dicho, por último, que si en verdad yo estaba llamado a
escribir sobre él, aquel presunto “cuento” podría, por lo menos, tener
un epílogo feliz. Soames repitió esas tres palabras finales con
expresión de intenso desprecio.
—En la Vida y en el Arte —dijo—, lo único que importa es un epílogo inevitable.
—Pero —insistí, fingiendo mayores esperanzas de las que en realidad abrigaba— un final que puede rehuirse, no es inevitable.
—Usted
no es un artista —dijo con voz áspera—. Y su incapacidad artística es
tan irremediable que, no pudiendo imaginar algo y darle realidad,
logrará que una cosa verdadera parezca inventada. Es un miserable
chapucero. ¡Maldita suerte la mía! Protesté que el miserable chapucero
no era yo —no iba a ser yo— sino T. K. Nupton, y sostuvimos una
discusión bastante acalorada. En lo mejor de ella, me pareció de pronto
que Soames admitía su error: lo vi físicamente anonadado. Pero me
pregunté por qué —y lo adiviné enseguida, con un escalofrío—, por qué
miraba de esa manera algo que estaba a mi espalda.
El portador de aquel “final inevitable” llenaba el vano de la puerta.
Logré girar en mi asiento y decir, con cierta despreocupación:
—¡Ah, adelante?
En
verdad, su absurdo aspecto de villano de melodrama apaciguaba en algo
mi temor. El lustre de su sombrero ladeado y su pechera, la forma en
que se retorcía el bigote, y en particular la magnificencia de su
sonrisa, todo parecía atestiguar que sólo estaba allí para ser burlado.
De una zancada llegó a nuestra mesa
—Lamento —dijo con feroz ironía— interrumpir esta pequeña reunión...
—No
la interrumpe, la completa —le aseguré—. El señor Soames y yo deseamos
conversar con usted. ¿Quiere sentarse? El señor Soames no ha obtenido
nada, absolutamente nada, con su viaje de esta tarde. No pretendemos
insinuar que todo este negocio no ha sido más que una estafa... una
vulgar estafa. Por el contrario, creemos que usted ha procedido de
buena fe. Pero, desde luego, en tales circunstancias, el pacto queda
rescindido.
El
Diablo no contestó verbalmente. Se limitó a mirar a Soames y señalarle
la puerta con el índice rígido. Soames se levantaba penosamente de la
silla cuando yo, en un rápido y desesperado ademán, me apoderé de dos
cuchillos que descansaban sobre la mesa y puse las hojas en cruz.
El Diablo retrocedió abruptamente contra la mesa que tenía a su espalda, desviando el rostro y estremeciéndose.
—¡Usted no es supersticioso! —dijo con voz sibilante.
—Yo no —repuse sonriendo.
—¡Soames! —ordenó, como si hablara con un lacayo, pero sin volver el rostro—. ¡Enderece esos cuchillos!
—El
señor Soames —dije enfáticamente, al tiempo que intentaba refrenar a
mi amigo con un gesto imperativo— es un diabolista catódico. Pero mi
pobre amigo cumplió el mandato del Diablo y no el mío; y cuando los
ojos del maestro volvieron a clavarse en él, se levantó y salió
arrastrando los pies. Traté de hablar. Pero fue él quien habló.
—Haga
lo posible —fue la plegaria que me dirigió en el preciso instante en
que el Diablo lo sacaba bruscamente por la puerta—, haga lo posible por
hacerles saber que yo he existido. Un segundo después salí yo también.
Me quedé mirando a todos lados, a derecha, a izquierda, adelante. Vi
la luz de la luna, vi la luz de los faroles, pero Soames y el otro
habían desaparecido.
Aturdido,
me quedé allí. Aturdido, volví por fin al reducido local: y supongo
que pagué a Rose y Berthe mi cena y mi almuerzo, y también los de
Soames; espero que así haya sido, porque nunca volví al “Vingtième”.
Desde aquella noche no me he acercado a Greek Street. Y pasaron muchos
años antes de que volviera a poner el pie en Soho Square, porque fue
allí, esa misma noche, donde ambulé horas y horas con esa vaga sensación
de esperanza que incita a un hombre a no alejarse del lugar donde ha
perdido algo... “En torno a la plaza de cerrados postigos anduve y
anduve...” Aquella línea me volvía a la memoria, en mi solitaria ronda,
y junto con ella toda la estrofa, repicando en mi cerebro y haciéndome
ver cuán trágicamente distinto de lo imaginado por él había sido el
encuentro del poeta con ese príncipe de quien, más que de todos los
príncipes, debemos desconfiar.
Sin
embargo —es extraño cómo ambula y divaga la mente de un ensayista, por
conmovida que esté—, recuerdo haberme detenido ante un amplio portal
preguntándome si acaso era el mismo en que el joven de Quincey yacía
enfermo y débil mientras la pobre Ann corría a todo lo que daban sus
piernas en dirección a Oxford Street, esa “madrastra de corazón de
piedra”, y regresaba con el “vaso de oporto y especias” sin el cual,
según él, quizá habría muerto. ¿Era éste el mismo portal que de
Quincey solía visitar en su ancianidad a manera de homenaje? Medité
sobre el destino de Ann y la causa de su repentina desaparición de la
guarida de su amigo; y luego me reproché amargamente por dejar que el
pasado desplazara al presente. ¡Pobre Soames, desaparecido! Y también
empecé a sentirme preocupado por mí mismo. ¿Qué debía hacer?
¿Se
produciría acaso un gran escándalo? ¿”La Misteriosa Desaparición de un
Escritor”, etc.? Había sido visto, por última vez, almorzando y
cenando en mi compañía. ¿No sería mejor que yo tomara un coche y fuera
inmediatamente a Scotland Yard? Me creerían un lunático. Al fin y al
cabo, dije para tranquilizarme, Londres es una ciudad muy grande, y un
solo ser humano, muy oscuro por añadidura, puede fácilmente desaparecer
sin que nadie lo advierta... especialmente ahora, en el
deslumbramiento del próximo jubileo. Lo mejor, pensé, era no decir nada.
Y
estaba en lo cierto. La desaparición de Soames no produjo el menor
ruido. Fue olvidado por completo antes que nadie —que yo sepa—
observara que ya no se lo veía. Quizá de tanto en tanto, algún poeta,
algún prosista, haya preguntado a otro: ¿Qué ha sido de ese hombre
Soames?, pero yo no oí jamás esa pregunta. Cabe suponer que el
procurador que le entregaba su renta anual realizara averiguaciones,
pero no trascendió ningún eco de las mismas. Había algo atroz, para mí,
en ese desconocimiento general del hecho de que Soames había existido,
y más de una vez me sorprendí preguntándome si Nupton —ese nonato—
tendría razón al suponer que Soames era fruto de mi fantasía.
En
ese extracto del repulsivo libro de Nupton hay un detalle que quizá os
ha intrigado. ¿Cómo es que el autor, aunque yo lo he mencionado aquí
por su nombre y he citado las mismas palabras que él ha de escribir, no
advertirá el evidente corolario de que yo no he inventado nada? La
respuesta sólo puede ser la siguiente: Nupton no habrá leído los
últimos pasajes de esa crónica. Semejante falta de escrupulosidad es un
pecado grave en quien emprende un trabajo de investigación. Y espero
que estas palabras sean descubiertas por algún rival contemporáneo de
Nupton y lo lleven a la ruina.
Me agrada pensar que en algún momento dado, entre los años 1992
y 1997, alguien habrá leído esta memoria, y habrá impuesto al mundo
las inevitables y sorprendentes conclusiones que extraiga de ellas. Y
tengo motivos para creer que así ocurrirá. Ustedes comprenden que la
sala de lectura adonde Soames fue proyectado por el Diablo era, en
todos sus aspectos, tal como será en la tarde del 3 de junio de 1997.
Comprenderán, por lo tanto, que esa tarde, cuando el tiempo la traiga,
estará allí la misma gente, y estará allí, puntual, el mismo Soames, y
tanto él como ellos harán exactamente lo que antes hicieron.
Recuerden
ahora que, según Soames, su arribo produjo sensación. Alegarán ustedes
que la sola peculiaridad de su atuendo bastaba para causar sensación
en aquella multitud uniformada. Pero no dirían tal cosa si alguna vez
lo hubieran visto. Les aseguro que en ninguna época Soames podría dejar
de ser oscuro. El hecho de que ellos lo mirarán con fijeza, y lo
seguirán de un lado a otro, y aparentemente le tendrán miedo, sólo puede
explicarse suponiendo que, de algún modo, estarán preparados para su
espectral aparición. Habrán estado aguardando con ansia para comprobar
si realmente aparecía. Y cuando llegue de verdad, el efecto, por
supuesto, será... terrible.
Un
fantasma auténtico, garantizado, demostrado, pero —¡ay!— nada más que
un fantasma. Nada más. En su primera visita, Soames era un ser ele
carne y hueso, mientras que los seres en cuyo ámbito fue proyectado no
eran, según creo, más que fantasmas... fantasmas sólidos, palpables y
parlantes, pero inconscientes y automáticos fantasmas en un edificio
que era apenas una ilusión. La próxima vez ese edificio y esos seres
serán verdaderos. Soames será la apariencia. Ojalá pudiera creerlo
destinado a regresar al mundo, verdadera, física, conscientemente.
Ojalá
le estuviera reservada esta breve y única fuga, este único y pequeño
placer. Nunca lo olvido mucho tiempo. Está donde está, y para siempre.
Los moralistas rígidos podrán decir que es el único culpable de su
suerte. Por mi parte, creo que ha sido tratado con excesivo rigor. Está
bien que la vanidad sea castigada; y admito que la vanidad de Enoch
Soames era superior a lo corriente y merecía un tratamiento especial.
Pero no había necesidad de ensañarse. Dirán ustedes que él se
comprometió a pagar el precio que está pagando. Sí; pero yo sostengo
que fue inducido por medios fraudulentos. Bien informado de todas las
cosas, el Diablo debía saber que mi amigo nada ganaría con su visita
al futuro. Todo este asunto no ha sido más que una vilísima treta.
Cuanto más pienso en ello, tanto más detestable me parece el Diablo.
Lo
he visto varias veces, en distintos lugares, después de aquella tarde
en el “Vingtième”. Pero sólo en una oportunidad se puede decir que nos
encontramos. Fue en París. Caminaba yo una tarde por la rue d’Antin
cuando advertí que se acercaba desde opuesta dirección...
llamativamente vestido, como de costumbre, balanceando un bastón de
ébano y comportándose, en suma, como si toda la calle le perteneciera.
Al pensar en Enoch Soames y en los millares de seres que sufren
eternamente bajo el dominio de esta bestia, me llenó una fría cólera y
me erguí en toda mi estatura. Pero... en fin, uno está tan acostumbrado
a saludar v a sonreír en la calle a cualquier conocido, que esos
gestos se vuelven casi independientes de uno mismo; para evitarlos, es
menester un esfuerzo muy intenso y una gran presencia de ánimo. Y así,
al pasar frente al Diablo, advertí con zozobra que yo lo saludaba y le
sonreía. Y mi vergüenza se hizo luego más profunda y candente porque
él —sí, señor— me miró con la mayor altivez y no me devolvió el
saludo. Ser desairado —deliberadamente— ¡y por él! ¡Es para sacar de
sus casillas a cualquiera!