martes, 15 de julio de 2014

CUENTAME UN CUENTO , El libro de arena por Jorge Luis Borges .

¡Ese libro infinito! El libro de arena de Jorge Luis Borges. 

En esta breve introducción al cuento del Borges, tratáremos un poco sobre un relato fantástico al estilo Borgeano. El inicio de este - hablando de las figuras geométricas- no tiene que ver con algo similar a la narración que le sigue. Borges se escribe como personaje principal del relato. 

Cierta noche, en casa de este bibliófilo , tocan a la puerta un par de ocasiones; contrariado y curioso por quien tocaba la puerta abre y se encuentra con un hombre, el cual le menciona que vende biblias. 

Ya dentro de la casa, Borges menciona las biblias que tiene y por lo mismo no le hace falta alguna, pero el vendedor contesta que no solo en su giro se dedica a ello, también vende libros, uno de estos lo consiguió en los confines de Vicaría por algunas rupias. El narrados - el cual es mismo Borges del cuento - menciona que los caracteres del libro son extraños, de una decadente tipografía Después de esto, lo fantástico inicia.
Como es de costumbre la sorpresa la dejo para el lector, quien hago responsable en que pueda tener algún momento para leer este buen relato. Si quieren una pista puedo citar lo que este Argentino escribió y en su relato es dicho por el vendedor " ni el libro y la arena tienen principio y fin". 

Culmino este relato con una frase de este cuento : si el espacio es infinito, estamos en cualquier punto del espacio; si el tiempo es infinito, estamos en cualquier punto del tiempo. 



El libro de arena

... thy rope of sands...
George Herbert (1593-1623)



La línea consta de un número infinito de puntos; el plano, de un número infinito de
líneas; el volumen, de un número infinito de planos; el hipervolumen, de un número
infinito de volúmenes... No, decididamente no es éste, more geometrico, el mejor modo
de iniciar mi relato. Afirmar que es verídico es ahora una convención de todo relato
fantástico; el mío, sin embargo, es verídico.
Yo vivo solo, en un cuarto piso de la calle Belgrano. Hará unos meses, al atardecer, oí
un golpe en la puerta. Abrí y entró un desconocido. Era un hombre alto, de rasgos
desdibujados. Acaso mi miopía los vio así. Todo su aspecto era de pobreza decente.
Estaba de gris y traía una valija gris en la mano. En seguida sentí que era extranjero. Al
principio lo creí viejo; luego advertí que me había engañado su escaso pelo rubio, casi
blanco, a la manera escandinava. En el curso de nuestra conversación, que no duraría
una hora, supe que procedía de las Orcadas.
Le señalé una silla. El hombre tardó un rato en hablar. Exhalaba melancolía, como yo
ahora.
—Vendo biblias —me dijo.
No sin pedantería le contesté:
—En esta casa hay algunas biblias inglesas, incluso la primera, la de John Wiclif. Tengo
asimismo la de Cipriano de Valera, la de Lutero, que literariamente es la peor, y un
ejemplar latino de la Vulgata. Como usted ve, no son precisamente biblias lo que me
falta.
Al cabo de un silencio me contestó.
—No sólo vendo biblias. Puedo mostrarle un libro sagrado que tal vez le interese. Lo
adquirí en los confines de Bikanir.
Abrió la valija y lo dejó sobre la mesa. Era un volumen en octavo, encuadernado en tela.
Sin duda había pasado por muchas manos. Lo examiné; su inusitado peso me
sorprendió. En el lomo decía Holy Writ y abajo Bombay.
—Será del siglo diecinueve —observé.
—No sé. No lo he sabido nunca —fue la respuesta.
Lo abrí al azar. Los caracteres me eran extraños. Las páginas, que me parecieron
gastadas y de pobre tipografía, estaban impresas a dos columnas a la manera de una
biblia. El texto era apretado y estaba ordenado en versículos. En el ángulo superior de
las páginas había cifras arábigas. Me llamó la atención que la página par llevara el
número (digamos) 40.514 y la impar, la siguiente, 999. La volví; el dorso estaba
numerado con ocho cifras. Llevaba una pequeña ilustración, como es de uso en los
diccionarios: un ancla dibujada a la pluma, como por la torpe mano de un niño.
Fue entonces que el desconocido me dijo:
—Mírela bien. Ya no la verá nunca más.
Había una amenaza en la afirmación, pero no en la voz.
Me fijé en el lugar y cerré el volumen. Inmediatamente lo abrí. En vano busqué la figura
del ancla, hoja tras hoja. Para ocultar mi desconcierto, le dije:
—Se trata de una versión de la Escritura en alguna lengua indostánica, ¿no es verdad?
—No —me replicó.
Luego bajó la voz como para confiarme un secreto:
—Lo adquirí en un pueblo de la llanura, a cambio de unas rupias y de la Biblia. Su
poseedor no sabía leer. Sospecho que en el Libro de los Libros vio un amuleto. Era de la
casta más baja; la gente no podía pisar su sombra, sin contaminación. Me dijo que su
libro se llamaba el Libro de Arena, porque ni el libro ni la arena tienen ni principio ni
fin.
Me pidió que buscara la primera hoja.
Apoyé la mano izquierda sobre la portada y abrí con el dedo pulgar casi pegado al
índice. Todo fue inútil: siempre se interponían varias hojas entre la portada y la mano.
Era como si brotaran del libro.
—Ahora busque el final.
También fracasé; apenas logré balbucear con una voz que no era la mía:
—Esto no puede ser.
Siempre en voz baja el vendedor de biblias me dijo:
—No puede ser, pero es. El número de páginas de este libro es exactamente infinito.
Ninguna es la primera; ninguna, la última. No sé por qué están numeradas de ese modo
arbitrario. Acaso para dar a entender que los términos de una serie infinita admiten
cualquier número.
Después, como si pensara en voz alta:
—Si el espacio es infinito estamos en cualquier punto del espacio. Si el tiempo es
infinito estamos en cualquier punto del tiempo.
Sus consideraciones me irritaron. Le pregunté:
—¿Usted es religioso, sin duda?
—Sí, soy presbiteriano. Mi conciencia está clara. Estoy seguro de no haber estafado al
nativo cuando le di la Palabra del Señor a trueque de su libro diabólico.
Le aseguré que nada tenía que reprocharse, y le pregunté si estaba de paso por estas
tierras. Me respondió que dentro de unos días pensaba regresar a su patria. Fue entonces
cuando supe que era escocés, de las islas Orcadas. Le dije que a Escocia yo la quería
personalmente por el amor de Stevenson y de Hume.
—Y de Robbie Burns —corrigió.
Mientras hablábamos yo seguía explorando el libro infinito. Con falsa indiferencia le
pregunté:
—¿Usted se propone ofrecer este curioso espécimen al Museo Británico?
—No. Se lo ofrezco a usted —me replicó, y fijó una suma elevada.
Le respondí, con toda verdad, que esa suma era inaccesible para mí y me quedé
pensando. Al cabo de unos pocos minutos había urdido mi plan.
—Le propongo un canje —le dije—. Usted obtuvo este volumen por unas rupias y por
la Escritura Sagrada; yo le ofrezco el monto de mi jubilación, que acabo de cobrar, y la
Biblia de Wiclif en letra gótica. La heredé de mis padres.
—A black letter Wiclif! —murmuró.
Fui a mi dormitorio y le traje el dinero y el libro. Volvió las hojas y estudió la carátula
con fervor de bibliófilo.
—Trato hecho —me dijo.
Me asombró que no regateara. Sólo después comprendería que había entrado en mi casa
con la decisión de vender el libro. No contó los billetes, y los guardó.
Hablamos de la India, de las Orcadas y de los jarls noruegos que las rigieron. Era de
noche cuando el hombre se fue. No he vuelto a verlo ni sé su nombre.
Pensé guardar el Libro de Arena en el hueco que había dejado el Wiclif, pero opté al fin
por esconderlo detrás de unos volúmenes descabalados de Las mil y una noches.
Me acosté y no dormí. A las tres o cuatro de la mañana prendí la luz. Busqué el libro
imposible, y volví las hojas. En una de ellas vi grabada una máscara. El ángulo llevaba
una cifra, ya no sé cuál, elevada a la novena potencia.
No mostré a nadie mi tesoro. A la dicha de poseerlo se agregó el temor de que lo
robaran, y después el recelo de que no fuera verdaderamente infinito. Esas dos
inquietudes agravaron mi ya vieja misantropía. Me quedaban unos amigos; dejé de
verlos. Prisionero del Libro, casi no me asomaba a la calle. Examiné con una lupa el
gastado lomo y las tapas, y rechacé la posibilidad de algún artificio. Comprobé que las
pequeñas ilustraciones distaban dos mil páginas una de otra. Las fui anotando en una
libreta alfabética, que no tardé en llenar. Nunca se repitieron. De noche, en los escasos
intervalos que me concedía el insomnio, soñaba con el libro.
Declinaba el verano, y comprendí que el libro era monstruoso. De nada me sirvió
considerar que no menos monstruoso era yo, que lo percibía con ojos y lo palpaba con
diez dedos con uñas. Sentí que era un objeto de pesadilla, una cosa obscena que
infamaba y corrompía la realidad.
Pensé en el fuego, pero temí que la combustión de un libro infinito fuera parejamente
infinita y sofocara de humo al planeta.
Recordé haber leído que el mejor lugar para ocultar una hoja es un bosque. Antes de
jubilarme trabajaba en la Biblioteca Nacional, que guarda novecientos mil libros; sé que
a mano derecha del vestíbulo una escalera curva se hunde en el sótano, donde están los
periódicos y los mapas. Aproveché un descuido de los empleados para perder el Libro
de Arena en uno de los húmedos anaqueles. Traté de no fijarme a qué altura ni a qué
distancia de la puerta.
Siento un poco de alivio, pero no quiero ni pasar por la calle México.
Epílogo
Prologar cuentos no leídos aún es tarea casi imposible, ya que exige el análisis de
tramas que no conviene anticipar. Prefiero por consiguiente un epílogo.
El relato inicial retoma el viejo tema del doble, que movió tantas veces la siempre
afortunada pluma de Stevenson. En Inglaterra su nombre es fetch o, de manera más
libresca, wraith of the living; en Alemania, Doppelgaenger. Sospecho que uno de sus
primeros apodos fue el de alter ego. Esta aparición espectral habrá procedido de los
espejos del metal o del agua, o simplemente de la memoria, que hace de cada cual un
espectador y un actor. Mi deber era conseguir que los interlocutores fueran lo bastante
distintos para ser dos y lo bastante parecidos para ser uno. ¿Valdrá la pena declarar
que concebí la historia a orillas del río Charles, en New England, cuyo frío curso me
recordó el lejano curso del Ródano?
El tema del amor es harto común en mis versos; no así en mi prosa, que no guarda otro
ejemplo que Ulrica. Los lectores advertirán su afinidad con El Otro. El Congreso es
quizá la más ambiciosa de las fábulas de este libro; su tema es una empresa tan vasta
que se confunde al fin con el cosmos y con la suma de los días. El opaco principio
quiere imitar el de las ficciones de Kafka; el fin quiere elevarse, sin duda en vano, a los
éxtasis de Chesterton o de John Bunyan. No he merecido nunca semejante revelación,
pero he procurado soñarla. En su decurso he entretejido, según es mi hábito, rasgos
autobiográficos.
El destino que, según es fama, es inescrutable, no me dejó en paz hasta que perpetré un
cuento póstumo de Lovecraft, escritor que siempre he juzgado un parodista
involuntario de Poe. Acabé por ceder; el lamentable fruto se titula There Are More
Things.
La Secta de los Treinta rescata, sin el menor apoyo documental, la historia de una
herejía posible.
La noche de los dones es tal vez el relato más inocente, más violento y más exaltado
que ofrece este volumen.
La biblioteca de Babel (1941) imagina un número infinito de libros; Undr y El espejo y
la máscara, literaturas seculares que constan de una sola palabra.
Utopía de un hombre que está cansado, es, a mi juicio, la pieza más honesta y
melancólica de la serie.
Siempre me ha sorprendido la obsesión ética de los americanos del Norte; El soborno
quiere reflejar ese rasgo.
Pese a John Felton, a Charlotte Corday, a la conocida opinión de Rivera Indarte ("Es
acción santa matar a Rosas") y al Himno Nacional Uruguayo ("Si tiranos, de Bruto el
puñal") no apruebo el asesinato político. Sea lo que fuere, los lectores del solitario
crimen de Arredondo querrán saber el fin. Luis Melián Lafinur pidió su absolución,
pero los jueces Carlos Fein y Cristóbal Salvañac lo condenaron a un mes de reclusión
celular y a cinco años de cárcel. Una de las calles de Montevideo lleva ahora su
nombre.
Dos objetos adversos e inconcebibles son la materia de los últimos cuentos. El disco es
el círculo euclidiano, que admite solamente una cara; El libro de arena, un volumen de
incalculables hojas.
Espero que las notas apresuradas que acabo de dictar no agoten este libro y que sus
sueños sigan ramificándose en la hospitalaria imaginación de quienes ahora lo cierran.

J.L.B.
Buenos Aires, 3 de febrero de 1975

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