Relatos de Alfonso Reyes
Las siguientes fábulas al estilo mexicano nos deja no solo una enseñanza sino una carcajada en cada relato.
DEL BESTIARIO MEXICANO
En
el norte de México acostumbran poner a los gallos en lo alto de un
templete, para que no se los coman los coyotes. Desde su mirador, el
gallo va y viene, y mira de reojo al coyote que se va acercando con un
airecillo bondadoso:
—Buenos días, hermano gallo.
—Buenos días, hermano coyote.
—¿Qué haces ahí trepado?
—Ya ves, tomando el sol.
—¿Por qué no bajas un rato a “platicar” conmigo?
—No me atrevo, ¡no vaya a pasarme “alguna cosa”!
—¿Qué
puede sucederte? Si desconfías de mí, acuérdate de que ya el León, el
Rey de la Selva, acaba de dictar una ley ordenando que ningún animal le
haga daño a otro. ¡Anda, baja, no tengas miedo!
—No me atrevo.
—¡Pero si la nueva ley te ampara!
—No creas, hermano: hay cabrones que ni la ley respetan.
-¿Adónde con tanta prisa, hermano chango? ¿Por qué corres así?
-Voy a esconderme, hermano tejón.
-¿Por qué?
-El Rey de la Selva acaba de ordenar que maten a todos los elefantes.
-Sí, ¡pero tú eres mono y no elefante!
-Cierto, pero mientras lo averiguan, me chingan.
(Y siguió corriendo)
El chivo padre va a beber y, al verse reflejado en el charco:
-¡Que presencia de animal!- exclama - ¡Que barbas venerables!¡Que cornamenta más ornamental! ¡Que continente tan respetable y grave! ¡Y todavía pretenden que el León es el Rey de los Animales!...
Un gruñido a su espalda y una voz que dice:
-¿Qué estás ahí murmurando, hermano chivito?
Disimulando su pavor, el chivo replica:
-No hagas caso, hermano leoncito : ya sabes que los cabrones somos muy habladores.
RATONES
Tenía unas bodegas llenas de ratones. Se hizo traer una gata que extinguió la plaga . Un día la gata se comió un merengue , y se desencantó y volvió a ser princesa. La princesa era muy agradable. Pero la casa se llenó de ratones.
LA ELEFANTA
Los elefantes de un circo que llegaban a la ciudad de México se escaparon en la estación y, espantados con los pitos de las locomotoras , se echaron a correr por las calles, enfurecidos , haciendo destrozos. Un pobre señor que salía con su mujer y su niña de alguna comida con amigos y traía su par de copas. Al pasar junto a él , a la elefanta le tiraron de la cola. El animal se volvió , lo levantó con la trompa, lo aplastó en el suelo y lo pisoteó. Me parece todavía más horrible el dolor de la viuda y la hija, porque no pueden ni contar de que murió el pobre hombre. Si dicen:" lo mató una elefanta" , todo el mundo se echa a reír.
¿Quieres una opinión de un cuento o novela corta? Te recomiendo alguno ... Lo mejor de lo mejor.
jueves, 31 de marzo de 2016
domingo, 27 de marzo de 2016
"Una visita a mi abuelo" de Dylan Thomas
"Una visita a mi abuelo" de Dylan Thomas
El cuento es sin lugar a dudas una maestría del mundo onírico y como éste se puede mezclar con la realidad sin darnos cuenta de ello; he aquí la magia de la literatura. No les explico en absoluto de lo que trata sólo espero lo disfruten como yo lo hice desde las primeras lineas del relato.
Una visita a mi abuelo
En medio de la noche me desperté de un
sueño colmado de látigos y de lazos largos como serpientes, con
diligencias que huían por pasos montañosos y amplios galones borrascosos
a través de campos sembrados de cactos, y oí que el viejo, en la
habitación vecina, gritaba:
—¡Ea!… ¡Ea!… —haciendo trotar la lengua sobre el paladar.
Era la primera vez que me quedaba en
casa de mi abuelo. Las tablas del suelo habían chillado como ratones
cuando trepé a la cama, y los ratones que minaban las paredes habían
crujido como maderas, como si otro visitante caminara sobre ellos. Era
una templada noche de verano, pero las cortinas aleteaban y las ramas
golpeaban contra la ventana; yo me había tapado la cabeza con las
sábanas, y pronto galopaba, rugiente, por las páginas de un libro.
—¡Ea, hermosos! —gritaba abuelito. Su voz sonaba muy joven y fuerte, y
su lengua tenía cascos poderosos y transformaba su habitación en una
inmensa pradera. Decidí ir a ver si se sentía mal o si se habían
incendiado las ropas de su cama, porque mi madre me había dicho que
solía encender la pipa bajo las mantas, y me había pedido que corriera a
socorrerlo si olía a quemado durante la noche. Atravesé la oscuridad de
puntillas hasta su puerta, rozando los muebles y haciendo caer un
candelabro con gran ruido. Me asusté cuando vi que había luz en su
habitación, y al abrir la puerta oí que abuelito gritaba ¡sooo!…, fuerte
como un toro con megáfono.
Estaba sentado, balanceándose de un lado
a otro, como si la cama corriera por un camino áspero; los bordes
nudosos del cubrecama eran sus riendas; sus invisibles caballos se
perdían en la sombra, más allá de la vela de su mesa de noche. Sobre el
camisón de franela blanca tenía puesto un chaleco rojo con botones de
bronce del tamaño de nueces. El hornillo de su pipa, rebosante de
tabaco, ardía entre los pelos de su barba como un manojo de heno
quemándose en la punta de una horquilla. Al verme, sus manos soltaron
las riendas y se quedaron quietas y azules, la cama se detuvo en medio
de un camino llano, la lengua se envolvió en silencio y los caballos se
detuvieron, quedos.
—¿Pasa algo, abuelo? —pregunté, aunque
sus ropas no se incendiaban. A la luz de la vela su rostro parecía una
colcha andrajosa colgada en el aire negro y remendada con barbas de
chivo.
Me miró dulcemente. Después resopló por la pipa, desparramando chispas y transformando su largo vástago en silbato, y gritó:
—¡No hagas preguntas!
Al cabo de una pausa, añadió astutamente:
—¿Nunca has tenido pesadillas, chico?
—No —contesté.
—Oh, sí, sí has tenido.
Le conté que me había despertado una voz que azuzaba caballos.
—¿Qué te dije? —interrumpió—. Comes demasiado. ¿Dónde se han visto caballos en un dormitorio?
Hurgó debajo de la almohada, sacó una
bolsita tintineante, desató cuidadosamente sus cordones y puso en mi
mano un soberano, diciéndome:
—Cómprate una torta.
Le di las gracias y le deseé buenas
noches. Cuando cerré la puerta, oí su voz que gritaba, fuerte y alegre:
«¡Vamos! ¡Arre!», y el sacudirse de la cama viajera.
Por la mañana desperté de un sueño con
briosos caballos sobre una llanura sembrada de muebles, con hombres
enormes y nebulosos que cabalgaban seis potros a la vez y los azuzaban
con sábanas ardientes. Abuelo se desayunaba, vestido de negro. Cuando
concluyó, dijo:
—Anoche sopló mucho viento —y se sentó
en un sillón junto al hogar, a hacer bolas de turba para el fuego. Más
tarde me llevó a caminar por la aldea de Johnstown y los prados que dan
al camino de Llanstephan.
Un hombre que llevaba un galgo dijo:
—Linda mañana, Mr. Thomas —y cuando se
hubo alejado, flaco como un perro, metiéndose en el verde bosque cuya
entrada vedaban los letreros, abuelo dijo:
—Bueno, bueno, ¿oíste cómo te llamó? ¡Mister!
Pasamos junto a pequeñas cabañas, y
todos los hombres que se inclinaban sobre las verjas felicitaron al
abuelo por la hermosa mañana. Atravesamos el bosque lleno de palomas, y
sus alas quebraron las ramitas al volar hacia las copas de los árboles.
Entre las voces dulces y satisfechas y el vuelo ruidoso y tímido, abuelo
dijo como un hombre que quiere hacerse oír a través de un campo:
—¡Si oyeras esos pajarracos de noche, me despertarías para decirme que había caballos en los árboles!
Regresamos caminando lentamente, porque
se había cansado, y el hombre flaco salió del bosque prohibido llevando
sobre su brazo un conejo, tan dulcemente como si fuera la mano de una
niña.
En el penúltimo día de mi visita me
llevó a Llanstephan, en un coche de gobernanta tirado por un poney
bajito y enclenque. Abuelo parecía conducir un bisonte: con tanta
firmeza sostenía las riendas, con tal ferocidad hacía restallar el
látigo, con tantas blasfemias advertía a los muchachos que jugaban en el
camino, con tanta solidez se afirmaba en sus piernas con polainas
maldiciendo la endemoniada fuerza y la terquedad de su vacilante poney.
—¡Cuidado, muchacho! —gritaba al llegar a
cada esquina, y tiraba y tiraba, y se sacudía, y transpiraba, y
esgrimía el látigo como si fuera un sable. Y cuando el poney, a duras
penas, había doblado la esquina se volvía hacia mí con una sonrisa de
triunfo.
—¡Ya pasamos ésa, muchacho!
Cuando llegamos a la aldea de
Llanstephan, en lo alto de la colina, dejó el carricoche junto a la
Hostería de Edwinsford, palmeó el hocico del poney y le dio azúcar,
diciéndole:
—Eres demasiado débil, Jim, para mover hombres como nosotros.
Bebió cerveza fuerte, y yo limonada, y
pagó a Mrs. Edwinsford con un soberano que extrajo de la bolsita
tintineante; la mujer le preguntó por su salud, y él dijo que Llangadock
era mejor para las venas. Fuimos a visitar el camposanto y el mar, nos
sentamos en el bosque y nos detuvimos en el quiosco, en medio de los
árboles, donde los excursionistas cantaban en las noches de verano y,
año tras año, el tonto de la aldea era elegido alcalde. Abuelo se detuvo
en el camposanto y me mostró, por encima de la verja, las cabezas
angélicas y las pobres cruces de madera.
—No tiene sentido estar tirado ahí —dijo.
El viaje de regreso fue frenético: Jim volvía a ser un bisonte.
La última mañana me desperté tarde, tras
sueños en los que el mar de Llanstephan contenía brillantes veleros,
largos como transatlánticos; y coros celestiales, vestidos con túnicas
de bardos y chalecos con botones de cobre, cantaban, en extraño gales,
para los marineros que partían. Abuelo no estaba desayunándose; se había
levantado más temprano. Caminé por el campo con mi honda nueva y les
tiré a las gaviotas y a las cornejas de los árboles de la vicaría. Un
viento tibio soplaba desde el cuadrante de verano; la niebla mañanera se
alzaba del suelo y flotaba entre los árboles escondiendo los pájaros
ruidosos; en la niebla y el viento mis piedras volaban como granizo en
un mundo al revés. La mañana transcurrió sin que cayera un solo pájaro.
Rompí la honda y regresé para el
almuerzo atravesando el huerto del párroco. Una vez —me había contado
abuelo— el párroco había comprado tres patos en la feria de Carmarthen y
había construido para ellos una pileta en medio del jardín; pero los
patos se escapaban hacia la acequia por debajo de la desmoronada
escalinata de la casa, y allí nadaban y graznaban. Cuando llegué al
final del huerto, miré por un agujero del cerco y vi que el párroco
había hecho un túnel a través de la pila de piedras que había entre la
acequia y la pileta y había colocado un cartel con un letrero: «A LA
PILETA».
Los patos seguían nadando bajo los escalones.
Abuelo no estaba en la casa. Salí al
jardín, pero tampoco andaba contemplando los frutales. Pregunté a gritos
a un hombre que se inclinaba sobre una pala, en el prado, del otro lado
del cerco del jardín.
—¿No ha visto a mi abuelo esta mañana?
Sin dejar de cavar, contestó por encima del hombro:
—Lo vi con chaleco de fantasía.
Griff, el barbero, vivía en el cottage vecino. A través de su puerta abierta, pregunté:
—Mr. Griff, ¿no ha visto a mi abuelo?
El barbero salió en mangas de camisa.
—Se puso su mejor chaleco —le informé. No sabía si eso era importante; pero abuelo sólo usaba chaleco de noche.
—¿Tu abuelo estuvo en Llanstephan? —preguntó ansiosamente Mr. Griff.
—Fuimos ayer, en el carricoche —le dije.
El hombre entró corriendo y lo oí hablar
en gales; luego volvió a salir con la chaqueta puesta y un bastón con
rayas de color. A grandes zancadas echó por la calle de la aldea, y yo
corrí a su lado.
Cuando nos detuvimos frente a la tienda del sastre, gritó:
—¡Dan! —y Dan Tailor se asomó por la
ventana, junto a la cual se sentaba como un sacerdote hindú con sombrero
hongo—. Dai Thomas ha salido con el chaleco puesto —dijo Mr. Griff— y
ha estado en Llanstephan.
Mientras Dan Tailor buscaba su gabán, mister Griff prosiguió su camino.
—¡Will Evans! —llamó frente a la carpintería—. Dai Thomas ha estado en Llanstephan, y anda con el chaleco puesto.
—Iré a contárselo a Morgan —dijo la mujer del carpintero desde la oscuridad vibrante de la carpintería.
Visitamos la carnicería y la casa de Mr. Price, y Mr. Griff repitió su mensaje como un pregonero.
Finalmente nos reunimos todos en la
plaza de Johnstown. Dan Tailor con su bicicleta, Mr. Price con su
carricoche, Mr. Griff, el carnicero; Morgan Carpenter y yo trepamos al
temblequeante carruaje y salimos al trote en dirección a Carmarthen. El
sastre abría la marcha, haciendo sonar su timbre como si se tratara de
un incendio o un robo; al final de la calle, una anciana se metió
corriendo en su casa, como una gallina apedreada. Otra mujer nos saludó
con un pañuelo chillón.
—¿Adónde vamos? —pregunté.
Los vecinos de abuelo eran solemnes como esos viejos con levitones y sombreros negros que se ven en las ferias.
Mr. Griff sacudió la cabeza y se lamentó:
—No esperaba esto otra vez de Dai Thomas.
—Sobre todo después de la última vez —dijo tristemente Mr. Price.
Seguimos al trote, trepamos la colina de
la Constitución, entramos chirriando por Lammas Street, y el sastre
seguía haciendo sonar el timbre de su bicicleta, mientras un perro
corría aullando, delante de sus ruedas. Cuando entramos —clop, clop— en
la calle adoquinada que conducía al puente del Towy, recordé los
ruidosos viajes nocturnos del abuelo, aquellos viajes que sacudían la
cama y estremecían las paredes, y en una visión recordé su chaleco rojo y
su cabeza como remendada sonriendo a la luz de la vela. Delante de
nosotros el sastre se volvió sobre el sillín, y la bicicleta
trastabilló, patinando.
—¡Allá lo veo! —gritó.
El carricoche se zarandeó sobre el
puente, y alcancé a ver al abuelo: los botones del chaleco brillaban al
sol; tenía puestos los ajustados pantalones negros de los domingos y un
sombrero alto y polvoriento que yo había visto en un arcón del desván, y
llevaba una venerable maleta.
—¡Buenos días, Mr. Price! —saludó—. Y mister Griff, y Mr. Morgan, y Mr. Evans —y dirigiéndose a mí—: Buenos días, muchacho.
Mr. Griff le apuntó con su bastón de colores.
—¿Qué se cree usted que está haciendo en
el puente de Carmarthen, en pleno mediodía —preguntó gravemente—, con
su mejor chaleco y ese sombrero viejo?
Abuelo no contestó, pero inclinó su
rostro hacia el viento del río, de modo que sus barbas empezaron a
bailar y a moverse como si hablara, y se puso a observar los boteros que
se movían como tortugas en la costa.
Mr. Griff alzó su mutilado poste de barbero.
—¿Y adonde cree que va —dijo— con su vieja maleta negra?
Abuelo dijo:
—Voy a Llangadock a que me entierren. —Y
miró los botes que se deslizaban en el agua, y escuchó a las gaviotas
que se quejaban sobre el río lleno de peces tan amargamente como se
quejaba Mr. Price:
—¡Pero todavía no ha muerto, Dai Thomas!
Abuelo reflexionó durante un momento:
—No tiene sentido estar muerto en
Llanstephan —dijo después—. El suelo es más cómodo en Llangadock; uno
puede estirar las piernas sin meterlas en el mar.
Los vecinos se acercaron más a él.
—Usted no ha muerto, Mr. Thomas —dijeron.
—¿Cómo van a enterrarlo, entonces?
—Nadie piensa enterrarlo en Llanstephan.
—¡Vamos a casa, Mr. Thomas!
—Hay cerveza fuerte esta tarde.
—¡Y tortas!
Pero abuelo permanecía firme en el
puente, aferrando la maleta contra su costado, mirando fijamente el río y
el cielo como un profeta que no tiene dudas.
"Las tres manzanas" Cuento de Las mil y una noches
LAS TRES MANZANAS
El siguiente cuento nos muestra una magnífica narración en la cual se ve envuelta una situación de amorios por la cual ocurre algo que normalmente nos ofrece Poe. Cual fría narración como las letras de Dostoyevski, nos encontramos con un gran relato el cual nos deja , si se desea así, una enseñanza.
Schahrazada dijo:
"Una noche entre las noches, el califa Harun Al-Rachid dijo a Giafar Al-Barmaki: "Quiero que recorramos la ciudad, para enterarnos de lo que hacen los gobernadores y walíes. Estay resuelto a destituir a aquellos de quienes me den quejas," Y Giafar respondió: "Escucho y obedezco."
Y el califa, y Giafar, y Massrur el porta-alfanje salieron disfrazados por las calles de Bagdad; y he aquí que en una calleja vieron a un anciano decrépito que a la cabeza llevaba una canasta y una red de pescar, y en la mano un palo y andaba pausadamente, canturreando estas estrofas:
Me dijeron: "¡por tu ciencia, ¡oh sabio! eres entre los humanos como la luna en la noche!"
Yo les contesté: "¡Os ruego, que no habléis de ese modo! ¡No hay más ciencia que la del Destino!"
¡Porque, yo, con toda mi ciencia, mis manuscritos, mis libros y mi tintero, no puedo desviar la fuerza del Destino ni un solo día! ¡Y los que apostasen por mí, perderían su apuesta!
¡Nada, en efecto, hay más desolador que el pobre, el estado del pobre y el pan y la vida del pobre!
¡En verano, se te agotan las fuerzas! ¡En invierno, no dispone de abrigo!
¡Si se para, le acosarán los perros para que se aleje! ¡Cuán mísero es! ¡Ved cómo para él son todas las ofensas y todas las burlas!. ¿Quién es más desdichado?
Y si no clama ante los hombres, si no a su miseria, ¿quién le compadecerá?
¡Oh! Si tal es la vida del pobre, ¿no ha de preferir la tumba?
Al oír estos versos tan tristes, el califa dijo a Giafar: "Los versos y el aspecto de este pobre hombre indican una gran miseria." Después se aproximó al viejo, y le dijo: "¡Oh jeique! ¿cuál es tu oficio?" Y él respondió: "¡Oh señor mío! Soy pescador. ¡Y muy pobre! ¡Y con familia! Y desde el mediodía estoy fuera de casa trabajando, y ¡Alah no me concedió aún el pan que ha de alimentar a mis hijos! Estoy, pues, cansado de mi persona y de la vida, y no anhelo más que morir." Entonces el califa le dijo: "¿Quieres venir con nosotros hasta el río, y echar la red en mi nombre, para ver qué tal suerte tengo? Lo que saques del agua te lo compraré y te daré por ello cien dinares." Y el viejo se regocijó al oirle, y contestó; "¡Acepto cuanto acabas de ofrecerme y lo pongo sobre mi cabeza!"
Y el pescador volvió con ellos hacia el Tigris, y arrojando la red, quedó en acecho; después tiró de la cuerda de la red, y la red salió. Y el viejo pescador encontró en la red un cajón que estaba cerrado y que pesaba mucho. Intentó levantarlo el califa y lo encontró también muy pesado. Pero se apresuró a entregar los cien dinares al pescador, que se alejó muy contento.
Entonces Giafar y Massrur cargaron con el cajón y lo llevaron al palacio. Y el califa dispuso que se encendiesen las antorchas, y Giafar y Massrur se abalanzaron sobre el cajón y lo rompieron. Y dentro de él hallaron una enorme banasta de hojas de palmera cosidas con lana roja. Cortaron el cosido, y en la banasta había un tapiz; apartaron el tapiz y encontraron debajo un gran velo blanco de mujer; levantaron el velo y apareció, blanca como la plata virgen, una joven muerta y despedazada.
Ante aquel espectáculo, las lágrimas corrieron por las mejillas del califa, y después, muy enfurecido, encarándose con Giafar, exclamó: ¡Oh perro visir! ¡Ya ves cómo, durante mi reinado, se asesina a las gentes y se arroja a las víctimas al agua! ¡Y su sangre caerá sobre mí el día del juicio, y pesará eternamente en mi conciencia! Pero ¡por Alah! que he de usar de represalias con el asesino, y no descansaré hasta que lo mate. En cuanto a ti, ¡juro por la verdad de mi descendencia directa de los califas Bani-Abbas, que si no me presentas al matador de esta mujer, a la que quiero vengar mandaré que te crucifiquen a la puerta de mi palacio, en compañía de cuarenta de tus primos los Baramka!" Y el califa estaba lleno de cólera, y Giafar dijo: "Concédeme para ello no más que un plazo de tres días." Y el califa respondió: "Te lo otorgo."
Entonces Giafar salió del palacio, muy afligido, y anduvo por la ciudad, pensando: "¿Cómo voy a saber quién. ha matado a esa joven, ni dónde he de buscarlo para presentárselo al califa? Si le llevase a otro para que pereciese en vez del asesino, esta mala acción pesaría sobre mi conciencia. Por lo tanto, no sé qué hacer." Y Giafar llegó a su casa, y allí estuvo desesperado los tres días del plazo. Y al cuarto día el califa le mandó llamar. Y cuando se presentó entre sus manos, el califa le dijo: "¿Dónde está el asesino de la joven?" Giafar respondió: "No poseo la ciencia de adivinar lo invisible y lo oculto, para que pueda conocer en medio de una gran ciudad al asesino." Entonces el califa se enfureció mucho, y ordenó que crucificasen a Giafar a la puerta de palacio, encargando a los pregoneros quedo anunciasen por la ciudad y sus alrededores de esta manera:
"Quien desee asistir a la crucifixión de Giafar Al-Barmaki, visir del califato, y a la de cuarenta Baramka, parientes suyos, vengan a la puerta de palacio para presenciarlo."
Y todos los habitantes de Bagdad afluían por las calles para presenciar la crucifixión de Giafar y sus primos, sin que nadie supiese la causa; y todo el mundo se condolía y se lamentaba de aquel castigo; pues el visir y los Baramka eran muy apreciados por su generosidad y sus buenas obras.
Cuando se hubo levantado el patíbulo, llevaron al pie de él a los sentenciados y se aguardó la venia del califa para la ejecución. De pronto, mientras lloraba la gente, un apuesto y bien portado joven hendió con rapidez la muchedumbre, y llegando entre las manos de Giafar, le dijo: "¡Que te liberten, oh dueño y señor de los señores más altos, asilo de los menesterosos! Yo fui quien asesinó a la.joven despedazada y la metí en la caja que pescasteis en el Tigris. ¡Mátame, pues, en cambio, y usa las represalias conmigo!»
Cuando escuchó Giafar las palabras del joven, se alegró por sí propio, pero compadecióse del mancebo. Y hubo de pedirle explicaciones más detalladas; pero de súbito un anciano venerable separó a la gente, se acercó muy de prisa a Giafar y, al joven, les saludó; y les dijo: ¡Oh visir! no hagas caso de las palabras de este mozo, pues yo soy el único asesino de la joven, y en mí solo tienes que vengarla." Pero el joven repuso: "¡Oh visir! este viejo jeique no sabe lo que se dice. Te repito que, yo soy quien la mató, debiendo ser, por tanto, el único, a quien se castigue.". Entonces el jeique exclamó: "¡Oh hijo mío! todavía eres joven y debes vivir; pero yo, que soy viejo y, estoy cansado del mundo, te serviré de rescate a ti, al visir y a sus primos. Repito que el asesino soy yo, Y conmigo se debe usar de represalias."
Entonces, Giafar, con el consentimiento del capitán de guardias, se llevó al joven y al anciano, y subió con ellos al aposento del califa. Y le dijo: "¡Oh Emir de los Creyentes! aquí tienes al asesino de la joven." Y el califa preguntó: "¿En dónde está?" Giafar dijo: "Este joven afirma que es el matador, pero este anciano lo desmiente y asegura que el asesino es él." Entonces el califa contempló al jeique y al mozo, y les dijo: "¿Cuál de vosotros. dos ha matado a la joven?'' Y el mancebo respondió: "¡Fui yo!" Y el jeique dijo: "¡No; fui yo solo!" El califa, sin preguntar más, dijo a Giafar entonces: "Llévate a los dos y crucifícalos," Pero Giafar hubo de replicarle: "Si sólo uno es el criminal, castigar al otro constituye una gran injusticia." Y entonces el joven exclamo: "¡Juro por Aquel que levantó los cielos hasta la altura que están y extendió la tierra en la profundidad que ocupa, que soy el único que asesino a la joven! Oid las pruebas." Y describió el hallazgo; conocido sólo por el califa, Giafar y. Massrur. Y con esto el califa se convenció de la culpabilidad del joven, y llegando al límite dei asombro, le dijo: "¿Y porqué has cometido esa muerte? ¿Por qué la confiesas antes de que te obliguen a hacerlo a palos? ¿Por qué pides de este modo el castigo?" Entonces dijo el mancebo:
"Sabe, ¡oh Príncipe de los Creyentes! que esa joven era mi esposa, hija de este jeique, que es mi suegro. Me casé siendo ella todavía virgen, y Alah me ha concedido tres hijos varones. Y mi mujer me amó y me sirvió siempre, sin que tuviese yo que motejarla nada reprensible.
Hace dos meses cayó gravemente enferma, y llamé en seguida a los médicos mas sabios, que no tardaron en curarla ¡con ayuda de Alah! Al cabo de un mes empezó a hallarse mejor y quiso ir al baño. Antes, de salir de casa, me dijo:. "Antes de entrar en el hammam, desearía satisfacer un antojo." Y le pregunté: "¿Qué antojo es ese?" Y me contestó: "Tengo ganas de una manzana para olerla y darle un bocado." Inmediatamente me fui a la calle a comprar la manzana, aunque me costara un dinar de oro. Y recorrí todas las fruterías, pero en ninguna había manzanas. Y regresé a casa muy triste, sin atreverme a ver a mí mujer, y pasé toda la noche pensando en la manera de lograr una manzana. Al amanecer salí de nuevo de mi casa y recorrí todos los huertos, uno por uno, y árbol por árbol, sin hallar nada. Y he aquí que en el camino me encontré con un jardinero, hombre de edad, al que le consulté sobre lo de las manzanas. Y me dijo: "¡Oh hijo mío! Es una cosa difícil de encontrar, porque ahora no las hay en ninguna parte cómo no sea en Bassra; en el huerto del Comendador de los Creyentes. Y aun allí no te será fácil conseguirlas; pues el jardinero las reserva cuidadosamente para uso del califa."
Entonces volví junto a mi esposa, contándoselo todo; pero el amor que le profesaba me movió a preparar el viaje. Y salí, y empleé quince días completos, noche y día, para ir a Bassra, y regresar favorecido por la suerte, pues volví al lado de mi esposa con tres manzanas compradas al jardinero del huerto de Bassra por tres dinares.
Entré, pues, muy contento, y se las ofrecí a mi esposa, pero al verlas ni dio muestras de alegría ni las probó, dejándolas, indiferente, a un lado. Observé entonces que durante mi ausencia la calentura se había vuelto a cebar en mi mujer muy violentamente y seguía atormentándola; y estuvo enferma diez días más, durante los cuales no me separé de ella un momento. Pero gracias a Alah; recobró la salud, y entonces pude salir y marchar a mi tienda para comprar y vender.
Pero he aquí que una tarde estaba yo sentado a la vuerta de mi tienda, cuando pasó por allí un negro, que llevaba en la mano una manzana: Y le dije: "¡Eh, buen amigo! ¿de dónde has sacado esa manzana, para que yo pueda comprar otras iguales?" Y el negro se echó a reir, y me contestó: "Me la ha regalado mi amante. He ido a su casa, después de algún tiempo que no la había visto, y la he encontrado enferma, y tenía al lado tres manzanas, y al interrogarla, me ha dicho: "Figúrate, ¡oh querido mío! que el pobre cornudo de mi esposo ha ido a Bassra expresamente a comprármelas, y le han costado tres dinares de oro." Y en seguida me dio ésta que llevo en la mano."
Al oir tales palabras del negro, ¡oh Príncipe de los Creyentes! mis ojos vieron que el mundo se obscurecía; cerré la tienda a toda prisa y entré en mi casa, después de haber perdido en el camino toda la razón, por la fuerza explosiva de mi furia. Dirigí una mirada al lecho, y efectivamente, la tercera manzana no estaba ya allí. Y pregunté a mi esposa: "¿En dónde está la otra manzana?" Y me contestó: "No sé que ha sido de ella." Esto era una comprobación de las palabras del negro. Entonces me abalancé sobre ella, cuchillo en mano, y apoyando en su vientre mis rodillas, la cosí a cuchilladas. Después le corté la cabeza y los miembros, lo metí todo apresuradamente en la banasta, cubriéndolo con el velo y el tapiz, y guardándolo en el cajón, que clavé yo mismo. Y cargué el cajón en mi mula, y en seguida lo arrojé en el Tigris con mis propias manos.
¡Por eso, ¡oh Emir de las Creyentes! te suplico que apresures mi muerte, en castigo a mi crimen, pues me aterra tener que dar cuenta de él el día de la Resurrección!
La arrojé al Tigris, como he dicho, y como nadie me vio, pude volver a casa. Y encontré a mi hijo mayor llorando, y aunque estaba seguro de que ignoraba la muerte de su madre, le pregunté: "¿Por qué lloras?" Y él me contestó: "Porque he cogido una de las manzanas que tenía mi madre, y al bajar a jugar con mis hermanos, en la calle, ha pasado un negro muy grande y me la quitó, diciendo: "¿De dónde has sacado esta manzana?" Y le contesté: "Es de mi padre, que se fue y se la trajo a mi madre con otras dos, compradas por tres dinares en Bassra. Porque mi madre está enferma." Y a pesar de ello, el negro no me la devolvió sino que me dio un golpe y se fue con ella. ¡Y ahora tengo miedo de que la madre me pegue por lo de la manzana!"
Al oir estas palabras del niño, comprendí que el negro había mentido respecto a la hija de mi tío, y por tanto, ¡que yo había matado a mi esposa injustamente!
Entonces empecé a derramar abundantes lágrimas, y entró mi suegro, el venerable jeique que está aquí conmigo. Y le conté la triste historia. Entonces se sentó a mi lado, y se puso a llorar. Y no cesamos de llorar juntos hasta media noche. E hicimos que duraran cinco días las ceremonias fúnebres. Y aun hoy seguimos lamentando esa muerte.
Así, pues, te conjuro ¡oh Emir de los Creyentes! por la memoria sagrada de tus antepasados, a que apresures mi suplicio y vengues en mi persona aquella muerte."
Entonces el califa, profundamente maravillado, exclamó: "¡Por Alah que no he de matar más que a ese negro pérfido!..."
En este momento de su narración, Schahrazada vio aparecer la mañana, y se calló discretamente.
PERO CUANDO LLEGÓ LA 19a. NOCHE
Ella dijo:
He llegado a saber, ¡oh rey afortunado! que el califa juró que no mataría mas que al negro, puesto que el joven tenía una disculpa. Después, volviéndose hacia Giafar, le dijo: "¡Trae a mi presencia al pérfido negro que ha sido la causa de esta muerte! Y si no puedes dar con él, perecerás en su lugar."
Y Giafar salió llorando, y diciéndose: "dónde lo podré hallar para traerlo a su presencia? Si es extraordinario que no se rompa' un cántaro al caer, no lo ha sido menos el que yo haya podido escapar de la muerte. Pero ¿y ahora?... ¡Indudablemente, Él que me ha salvado la primera vez, me salvará, si quiere, la segunda! Así, pues, me encerraré en mi casa los tres días del plazo. Porque ¿para qué voy a emprender pesquisas inútiles? ¡Confío en la voluntad del Altísimo!"
Y en efecto, Giafar no se movió de su casa en los tres días del plazo. Y al cuarto día mandó llamar al kadí, e hizo testamento ante él, y se despidió de sus hijos llorando. Después llegó el enviado del califa, para decirle que el sultán seguía dispuesto a matarle si no parecía el negro. Y Giafar lloró más todavía, y sus hijos con él. Después quiso besar por última vez a la mas pequeña de sus hijas, que era la preferida entre todas, y la apretó contra su pecho, derramando, muchas lágrimas por tener que separarse de ella. Pero al estrecharla contra él, notó algo redondo en el bolsillo de la niña, y le preguntó: "¿Qué llevas ahí?" Y la niña contestó: "¡Oh padre! una manzana. Me la ha dado nuestro negro Rihán. Hace cuatro días que la tengo. Pero para que me la diese tuve que pagar a Rihán dos dinares."
Al oir las palabras ; "negro" y "manzana", Giafar sintió un gran júbilo, y exclamó: "¡Oh Libertador!" Y en seguida mandó llamar al negro Rihán. Y Rihán llegó, y Giafar le dijo: "¿De dónde has sacado esta manzana'," Y contestó el negro: "¡Oh mi señor! hace cinco días que, andando por la ciudad, entré en una calleja, y vi jugar a unos niños, uno de los cuales tenía esa manzana en la mano. Se la quité y. le di un golpe, mientras el niño me decía llorando: "Es de mi madre, que está enferma. Se le antojó una manzana; y mi padre ha ido a buscarla a Basara, y esa y otras dos le han costado tres dinares de oro. Y yo he cogido esa para jugar." Y siguió llorando. Pero yo, sin hacer, caso de sus lágrimas, vine con la manzana a casa, y se la he dado por dos dinares a mi ama más pequeña."
Y Giafar se asombró de este relato, viendo sobrevenir tantas peripecias y la muerte de una mujer por culpa de su negro Rihán. Por tanto, dispuso que lo encerrasen en seguida en un calabozo. Y después, muy contento por haberse librado de la muerte, recitó estas dos estrofas:
Si tu esclavo tiene la culpa de tus desdichas, ¿por qué no piensas en deshacerte de él? .
¿Ignoras que abundan los esclavos, y que sólo tienes un alma, sin que puedas sustituirla?
Pero luego pensó otra cosa, y cogió al negro, y lo llevó ante el califa, a quien contó la historia.
Y el califa Harún Al-Rachid se maravilló tanto, que dispuso se escribiese tal historia en los anales para que sirviera de lección a los humanos.
Entonces Giafar le dijo: "No tienes para qué maravillarte tanto de esa historia, ¡oh Comendador de los Creyentes! pues no puede igualarse a la del visir Nureddín y su hermano Chamseddin."
Y el califa exclamó: "¿Y qué historia es esa, más asombrosa que la que acabamos de oir?" Y Giafar dijo: "¡Oh Príncipe de los Creyentes! no te la contaré sino a cambio de que perdones su irreflexión a mi negro Rihán." Y el califa respondió: "¡Así sea! Te hago gracia de su sangre."
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