viernes, 26 de enero de 2018

«The Man Who Would Be King» de Rudyard Kipling

«The Man Who Would Be King» de Rudyard Kipling

El nombre del cuento lo escribo en inglés, ya que en diversas ediciones se le ha dado diferentes títulos al cuento: "El hombre que iba a ser rey", "El hombre que sería rey", "El hombre que pudo reinar" o " El hombre que pudo ser rey". Todo depende del gusto o criterio del traductor.
El cuento es uno de los mejores que he leído; al mismo tiempo, es uno de los más largos , y considero que estaría a unas diez o quince páginas de ser una novela corta. En la historia encontramos al mismo escritor, Kipling, quien interactua con los personajes: Daniel Dravot y Peachy Carnehan( memorables personajes de la literatura), en la India. 
Kipling narra el encuentro con Peachy en el tren, y como éste le pide un favor, de masón a masón (importante en el futuro del cuento), de darle un recado a Dravot, ya que se "topará" durante su trayecto con Daniel. El mensaje llega a su destino. Al hablar con el segundo personaje encuentra que son hombre aventureros los cuales, armando cierto tipo de artimañas, logran su cometido. Kipling informa al gobierno ingles sobre los hombres que conoció y como estos pueden "ocasionar" algun problema. Pasan los días y nuestros amigos Peachey y Daniel buscan a Kipling para hablar con él sin buscar pelea alguna sino para pedirle otro favor: ver mapas.
Durante la visita le platican al escritor sobre la aventura que tienen planeado emprender y los lugares que van a visitar, lugares nunca antes explorados por nadie donde era peligro andar ya que nunca nadie había regresado de esos enigamáticos lugares. Se quedan de ver unos días después y así ocurre. En ese último encuentro Kipling les pide no hacer el viaje, pero ante la insistencia de ambos aventureros no le queda mas que desearles suerte y darle un pequeño objeto de regalo. 
Emprendieron el viaje sin saber si regresaría a ver a Kipling de nuevo.
Pasaron los años, y un cierto días un vagabundo entró a ver a Kipling para platicarle sobre su vida, era Peachey, y le dijo al escritor que Daniel fue rey. 
No puedo contar más, vale la pena leerlo. El inicio no te atrapa, si no la parte media y final del mismo cuento. Es tan atrapante que para entenderlo más les recomiendo volver a leer el inicio. 
Un cuento donde se confrontar el hombre contra Dios; el azar contra el destino; la moral contra lo salvaje; la cordura contra la locura. 
Espero puedan leerlo en algún momento. Pueden encontrarlo en internet.

Por cierto, existe una versión adaptada al cine en el año 1975 con el nombre "The Man Who Would Be King", donde actuaron Sean Connery, Michael Caine y Christopher Plummer. Aunque la versión respeta en lo posible el cuento de Kipling, le falta algunas algunas líneas del texto. No pierden nada en verla, pero estoy seguro que van a preferir al final la versión del libro.


sábado, 18 de noviembre de 2017

"La cosa maldita" de Ambrose Bierce


"La cosa maldita" de Ambrose Bierce

Regresando a las lecturas de terror, encontré muy recomendado el cuento de Bierce. Lo empecé a leer y me intrigó la historia pues el personaje que es "atacado" tiene esos rasgos característicos de los "locos". Por no dar gran información del cuento puedo informarles que tiene un gran parecido al cuento " El Horla" de Guy de Maupassant, donde una entidad extraña para el personaje, le vigila y lo siente tan cercano que se cree poseídol

La cosa maldita

I. No siempre se come lo que está sobre la mesa.

A la luz de una vela de sebo en un extremo de la rústica mesa, un hombre leía un libro. Era un viejo libro de cuentas muy usado y, al parecer, su escritura no era demasiado legible porque a veces el hombre acercaba el libro a la vela para ver mejor. En esos momentos la mitad de la habitación quedaba en sombra y sólo era posible entrever unos rostros borrosos, los de los ocho hombres que estaban con el lector. Siete de ellos se hallaban sentados, inmóviles y en silencio, junto a las paredes de troncos rugosos y, dada la pequeñez del cuarto, a corta distancia de la mesa. De haber extendido un brazo, cualquiera de ellos habría rozado al octavo hombre que, tendido boca arriba sobre la mesa, con los brazos pegados a los costados, estaba parcialmente cubierto con una sábana. Era un muerto.

El hombre del libro leía en voz baja. Excepto el cadáver, todos parecían esperar que algo sucediera. Una serie de extraños ruidos de desolación nocturna penetraba por la abertura que hacía de ventana: el largo aullido innombrable de un coyote lejano; la incesante vibración de los insectos en los árboles; los gritos extraños de las aves nocturnas, tan diferentes del canto de los pájaros durante el día; el zumbido de los grandes escarabajos que vuelan desordenadamente, y todo ese coro indescifrable de leves sonidos que, cuando de golpe se interrumpe, creemos haber escuchado sólo a medias, con la sospecha de haber sido indiscretos. Pero nada de esto era advertido en aquella reunión; sus miembros, según se apreciaba en sus rostros hoscos con aquella débil luz, no parecían muy partidarios de fijar la atención en cosas superfluas.

Sin duda alguna eran hombres de la vecindad; granjeros y leñadores.

El que leía era un poco diferente; tenía algo de hombre de mundo, sagaz, aunque su indumentaria revelaba una cierta relación con los demás. Su ropa apenas habría resultado aceptable en San Francisco; su calzado no era el típico de la ciudad, y el sombrero que había en el suelo a su lado (era el único que no lo llevaba puesto) no podía ser considerado un adorno personal sin perder todo su sentido. Tenía un semblante agradable, aunque mostraba una cierta severidad aceptada y cuidada en función de su cargo. Era el juez, y como tal se hallaba en posesión del libro que había sido encontrado entre los efectos personales del muerto, en la misma cabaña en que se desarrollaba la investigación.

Cuando terminó su lectura se lo guardó en el bolsillo interior de la chaqueta. En ese momento, la puerta se abrió y entró un joven. Se notaba claramente que no había nacido ni se había educado en la montaña: iba vestido como la gente de la ciudad. Su ropa, sin embargo, estaba llena de polvo, ya que había galopado mucho para asistir a aquella reunión.

Solamente el juez le hizo un breve saludo.

—Lo esperábamos —dijo—. Es necesario acabar con este asunto esta misma noche.

—Lamento haberlos hecho esperar —dijo el joven, sonriendo—. Me marché, no para eludir su citación, sino para enviar a mi periódico un relato de los hechos como el que supongo quiere usted oír de mí.

El juez sonrió.

—Ese relato tal vez difiera del que va a hacernos aquí bajo juramento.

—Como usted guste —replicó el joven enrojeciendo con vehemencia—. Aquí tengo una copia de la información que envié a mi periódico. No se trata de una crónica, que resultaría increíble, sino de una especie de cuento. Quisiera que formara parte de mi testimonio.

—Pero usted dice que es increíble.

—Eso no es asunto suyo, señor juez; si yo juro que es cierto.

El juez permaneció en silencio durante un rato, con la cabeza inclinada. El resto de los asistentes charlaba en voz baja sin apartar la mirada del rostro del cadáver. Al cabo de unos instantes el juez alzó la vista y dijo:

—Procedamos con la investigación.

Los hombres se quitaron los sombreros y el joven prestó juramento.

—¿Cuál es su nombre? —le preguntó el juez.

—William Harker.

—¿Edad?

—Veintisiete años.

—¿Conocía usted al difunto Hugh Morgan?

—Sí.

—¿Estaba usted con él cuando murió?'

—Sí, muy cerca.

—Y ¿cómo se explica...? su presencia, quiero decir.

—Había venido a visitarlo para ir a cazar y a pescar. Además, también quería estudiar su tipo de vida, tan extraña y taciturna. Parecía un buen modelo para un personaje de novela. A veces escribo cuentos.

—Y yo a veces los leo.

—Gracias.

—Cuentos en general, no me refería sólo a los suyos.

Algunos de los presentes se echaron a reír.

En un ambiente sombrío el humor se aprecia mejor. Los soldados ríen con facilidad en los intervalos de la batalla, y un chiste en la capilla mortuoria, sorprendentemente, suele hacernos reír.

—Cuéntenos las circunstancias de la muerte de este hombre —dijo el juez—. Puede utilizar todas las notas o apuntes que desee.

El joven comprendió. Sacó un manuscrito del bolsillo de su chaqueta y, tras acercarlo a la vela, pasó las páginas hasta encontrar el pasaje que buscaba. Entonces empezó a leer.


II. Lo que puede suceder en un campo de avena.

...apenas había amanecido cuando abandonamos la casa. Íbamos en busca de codornices, cada uno con su escopeta, y nos acompañaba un perro. Morgan dijo que la mejor zona estaba detrás de un cerro, que señaló, y que cruzamos por un sendero rodeado de arbustos. Al otro lado el terreno era bastante llano y cubierto de avena silvestre. Cuando salimos de la maleza, Morgan iba unas cuantas yardas por delante de mí. De repente oímos, muy cerca, a nuestra derecha y también enfrente, el ruido de un animal que se revolvía con violencia entre unas matas.

—Es un ciervo —dije—. Ojalá hubiéramos traído un rifle.

Morgan, que se había parado a examinar los arbustos, no dijo nada, pero había cargado los dos cañones de su escopeta y se disponía a disparar. Parecía algo excitado y esto me sorprendió, pues era célebre por su sangre fría, incluso en momentos de súbito e inminente peligro.

—Ven —dije—. No esperarás acabar con un ciervo a base de perdigones, ¿verdad?

No contestó, pero cuando se volvió hacia mí vi su rostro y quedé impresionado por su expresión tensa, alarmada. Comprendí entonces que algo serio ocurría, y lo primero que intuí fue que nos habíamos topado con un oso. Colgué mi escopeta y avancé hasta donde estaba Morgan.

Los arbustos ya no se movían y el ruido había cesado, pero mi amigo observaba el lugar con la misma atención.

—Pero ¿qué pasa? ¿Qué diablos es? —le pregunté.

—¡Esa cosa maldita! —contestó sin volverse.

Su voz sonaba ronca y extraña. Estaba temblando.

Iba a decir algo cuando vi que la avena que había en torno al lugar se movía de un modo inexplicable. No sé cómo describirlo. Era como si, empujada por una ráfaga de viento, no sólo se cimbreara sino que se tronchaba y no volvía a enderezarse; y aquel movimiento se acercaba lentamente hacia nosotros.

Aunque no recuerdo haber pasado miedo, nada antes me había afectado de un modo tan extraño como aquel fenómeno insólito e inenarrable. Recuerdo (y lo comento porque me vino entonces a la memoria) que una vez, al mirar distraídamente por una ventana, confundí un cercano arbolito con otro de un grupo de árboles, mucho más grandes, que estaban más lejos. Parecía del mismo tamaño que éstos, pero al estar más clara y marcadamente definido en sus detalles, no armonizaba con el resto. Fue un simple error de perspectiva pero me sobresaltó y llegó incluso a aterrorizarme.

Confiamos tanto en el buen funcionamiento de las leyes naturales que su suspensión aparente nos parece una amenaza para nuestra seguridad, un aviso de alguna calamidad inconcebible. Del mismo modo, aquel movimiento de la maleza, al parecer sin causa, y su aproximación lenta e inexorable resultaban inquietantes. Mi compañero estaba realmente asustado; apenas pude dar crédito a mis ojos cuando le vi arrimarse la escopeta al hombro y vaciar los dos cañones contra el cereal en movimiento. Antes de que el humo de la descarga hubiera desaparecido oí un grito feroz -un alarido como el de una bestia salvaje- y vi que Morgan tiraba su escopeta y, a todo correr, desaparecía de aquel lugar. En ese mismo instante fui arrojado al suelo por el impacto de algo que el humo ocultaba -una sustancia blanda y pesada que me embistió con gran fuerza.

Cuando me puse de pie y recuperé mi escopeta, que me había sido arrebatada de las manos, oí a Morgan gritar como si agonizara. A sus gritos se unían aullidos feroces, como cuando dos perros luchan entre sí. Completamente aterrorizado, me incorporé con gran dificultad y dirigí la vista hacia el lugar por el que mi amigo había desaparecido. ¡Que Dios me libre de otro espectáculo como aquél! Morgan estaba a unas treinta yardas; tenía una rodilla en tierra, la cabeza, con su largo cabello revuelto, descoyuntada espantosamente hacia atrás, y era presa de unas convulsiones que zarandeaban todo su cuerpo. Su brazo derecho estaba levantado y, por lo que pude ver, había perdido la mano. Al menos yo no la veía. El otro brazo había desaparecido. A veces, tal como ahora recuerdo aquella escena extraordinaria, no podía distinguir más que una parte de su cuerpo; era como si hubiera sido parcialmente borrado (ya sé, es extraño, pero no sé expresarlo de otra forma) y al cambiar de posición volviera a apreciarse de nuevo en su totalidad.

Debió de ocurrir todo en unos pocos segundos, durante los cuales Morgan adoptó todas las posturas posibles del obstinado luchador que es derrotado por un peso y una fuerza superiores. Yo sólo lo veía a él y no siempre con claridad. Durante el incidente soltaba gritos y profería maldiciones acompañadas de unos rugidos furiosos como nunca antes había oído salir de la garganta de un hombre o una bestia.

Permanecí en pie por un momento sin saber qué hacer, hasta que decidí tirar la escopeta y correr en ayuda de mi amigo. Creí que estaba sufriendo un ataque o una especie de colapso. Antes de llegar a su lado, lo vi caer y quedar inerte. Los ruidos habían cesado pero volví a ver, con un sentimiento de terror como jamás había experimentado, el misterioso movimiento de la avena que se extendía desde la zona pisoteada en torno al cuerpo de Morgan hacia los límites del bosque. Sólo cuando hubo alcanzado los primeros árboles, aparté la vista de aquel insólito fenómeno y miré a mi compañero. Estaba muerto.


III. Un hombre desnudo puede estar hecho jirones.

El juez se levantó y se acercó al muerto. Tiró de un extremo de la sábana y dejó el cuerpo al descubierto. Estaba desnudo y, a la luz de la vela, mostraba un color amarillento. Presentaba unos grandes hematomas de un azul oscuro, causados sin duda alguna por las contusiones, y parecía que lo habían golpeado en el pecho y los costados con un garrote. Había unas horribles heridas y tenía la piel desgarrada, hecha jirones.

El juez llegó hasta el extremo de la mesa y desató el nudo que sujetaba un pañuelo de seda por debajo de la barbilla hasta la parte superior de la cabeza. Al retirarlo vimos lo que tenía en la garganta. Los miembros del jurado que se habían levantado para ver mejor lamentaron su curiosidad y volvieron la cabeza. El joven Harker fue hacia la ventana abierta y se inclinó sobre el alféizar, a punto de vomitar. Después de cubrir de nuevo la garganta del muerto, el juez se dirigió a un rincón de la habitación en el que había un montón de prendas. Empezó a coger una por una y a examinarlas mientras las sostenía en alto.

Estaban destrozadas y rígidas por la sangre seca. El resto de los presentes prefirió no hacer un examen más exhaustivo. A decir verdad, ya habían visto este tipo de cosas antes. Lo único que les resultaba nuevo era el testimonio de Harker.

—Señores -dijo el juez—, estas son todas las pruebas que tenemos. Ya saben su cometido; si no tienen nada que preguntar, pueden salir a deliberar.

El presidente del jurado, un hombre de unos sesenta años, alto, con barba y toscamente vestido, se levantó y dijo:

—Quisiera hacer una pregunta, señor. ¿De qué manicomio se ha escapado este último testigo?

—Señor Harker —dijo el juez con tono grave y tranquilo—; ¿de qué manicomio se ha escapado usted?

Harker enrojeció de nuevo pero no contestó, y los siete individuos se levantaron y abandonaron solemnemente la cabaña uno tras otro.

—Si ha terminado ya de insultarme, señor —dijo Harker tan pronto como se quedó a solas con el juez—, supongo que puedo marcharme, ¿no es así?

—En efecto.

Harker avanzó hacia la puerta y se detuvo con la mano en el picaporte. Su sentido profesional era más fuerte que su amor propio. Se volvió y dijo:

—Ese libro que tiene ahí es el diario de Morgan, ¿verdad?. Debe de ser muy interesante porque mientras prestaba mi testimonio no dejaba de leerlo. ¿Puedo verlo? Al público le gustaría...

—Este libro tiene poco que añadir a nuestro asunto —contestó el juez mientras se lo guardaba—, todas las anotaciones son anteriores a la muerte de su autor.

Al salir Harker, el jurado volvió a entrar y permaneció en pie en torno a la mesa en la que el cadáver, cubierto de nuevo, se perfilaba claramente bajo la sábana. El presidente se sentó cerca de la vela, sacó del bolsillo lápiz y papel y redactó laboriosamente el siguiente veredicto, que fue firmado, con más o menos esfuerzo, por el resto:

—Nosotros, el jurado, consideramos que el difunto encontró la muerte al ser atacado por un puma, aunque alguno cree que sufrió un colapso.


IV. Una explicación desde la tumba.

En el diario del difunto Hugh Morgan hay ciertos apuntes interesantes que pueden tener valor científico. En la investigación que se desarrolló junto a su cuerpo el libro no fue citado como prueba porque el juez consideró que podría haber confundido a los miembros del jurado. La fecha del primero de los apuntes mencionados no puede apreciarse con claridad por estar rota la parte superior de la hoja correspondiente; el resto expone lo siguiente:

...corría describiendo un semicírculo, con la cabeza vuelta hacia el centro, y de pronto se detenía y ladraba furiosamente. Al final echó a correr hacia el bosque a gran velocidad. En un principio pensé que se había vuelto loco, pero al volver a casa no encontré otro cambio en su conducta que no fuera el lógico del miedo al castigo.

¿Puede un perro ver con la nariz? ¿Es que los olores impresionan algún centro cerebral con imágenes de las cosas que los producen?

2 sep:
Anoche, mientras miraba las estrellas en lo alto del cerco que hay al este de la casa, vi cómo desaparecían sucesivamente, de izquierda a derecha. Se apagaban una a una por un instante, y en ocasiones unas pocas a la vez, pero todas las que estaban a un grado o dos por encima del cerco se eclipsaban totalmente. Fue como si algo se interpusiera entre ellas y yo, pero no conseguí verlo pues las estrellas no emitían suficiente luz para delimitar su contorno. ¡Uf! Esto no me gusta nada...»

Faltan tres hojas con los apuntes correspondientes a varias semanas.

27 sep:
Ha estado por aquí de nuevo. Todos los días encuentro pruebas de su presencia. Me he pasado la noche otra vez vigilando en el mismo puesto, con la escopeta cargada. Por la mañana sus huellas, aún frescas, estaban allí, como s



iempre. Podría jurar que no me quedé dormido ni un momento -en realidad apenas duermo. ¡Es terrible, insoportable! Si todas estas asombrosas experiencias son reales, voy a perder la razón; y si son pura imaginación, es que ya la perdí.
3 oct:
No me iré, no me echará de aquí. Esta es mi casa y mi tierra. Dios aborrece a los cobardes...

5 oct:
No puedo soportarlo más. He invitado a Harker a pasar unas semanas. Él tiene la cabeza en su sitio. Por su actitud podré juzgar si me cree loco.

7 oct:
Ya encontré la solución al misterio. Anoche la descubrí de repente, como por revelación. ¡Qué simple, qué horriblemente simple!»

Hay sonidos que no podemos oír. A ambos extremos de la escala hay notas que no hacen vibrar ese instrumento imperfecto que es el oído humano. Son muy agudas o muy graves. He visto cómo una bandada de mirlos ocupan la copa de un árbol, de varios árboles, y cantan todos a la vez. De repente, y al mismo tiempo, todos se lanzan al aire y emprenden el vuelo. ¿Cómo pueden hacerlo si no se ven unos a otros? Es imposible que vean el movimiento de un jefe. Deben de tener una señal de aviso o una orden, de un tono superior al estrépito de sus trinos, que es inaudible para mí. He observado también el mismo vuelo simultáneo cuando todos estaban en silencio, no sólo entre mirlos, sino también entre otras aves como las perdices, cuando están muy distanciadas entre los matorrales, incluso en pendientes opuestas de una colina.

Los marineros saben que un grupo de ballenas que se calienta al sol o juguetea sobre la superficie del océano, separadas por millas de distancia, se zambullen al mismo tiempo y desaparecen en un momento. La señal es emitida en un tono demasiado grave para el oído del marinero que está en el palo mayor o el de sus compañeros en cubierta, que sienten la vibración en el barco como las piedras de una catedral se conmueven con el bajo del órgano.

Y lo que pasa con los sonidos, ocurre también con los colores. A cada extremo del espectro luminoso el químico detecta la presencia de los llamados rayos 'actínicos'. Representan colores —colores integrales en la composición de la luz— que somos incapaces de reconocer. El ojo humano también es un instrumento imperfecto y su alcance llega sólo a unas pocas octavas de la verdadera 'escala cromática'. No estoy loco; lo que ocurre es que hay colores que no podemos ver.»

Y, Dios me ampare, ¡La Cosa Maldita es de uno de esos colores!


miércoles, 15 de noviembre de 2017

"El viento distante" de José Emilio Pacheco

"El viento distante" de José Emilio Pacheco

José Emilio Pacheco, alumno de Arreola, logró un gran cuento corto en el que el personaje narra lo sucedido en una feria de circo en la cual, acompañado de una mujer entran a ver a una niña con cuento de tortuga, sin saber que eso será razón suficiente para querer olvidar aquel momento vivido. 
Como algunos saben, José Emilio Pacheco solía modificar sus textos en las nuevas ediciones que se fueran a publicar, por lo que he leido dos versiones diferentes del cuento e incisto que la primera versión es la mejor. Tiene cierto parecido con el cuento " La migala" de Arreola, cuento el cuál está en el blog. 

Espero les guste. Dejaré las dos versiones del texto. 

PRIMERA VERSIÓN

En un extremo de la barraca el hombre fuma, mira su rostro en el espejo, el humo al fondo del cristal. La luz se apaga, y él ya no siente el humo y en la tiniebla nada se refleja.
El hombre está cubierto de sudor. La noche es densa y árida. El aire se ha detenido en la barraca. Sólo hay silencio en la feria ambulante.
Camina hasta el acuario, enciende un fósforo, lo deja arder y mira lo que yace bajo el agua. Entonces piensa en otros días, en otra noche que se llevó el viento distante, en otro tiempo que los separa y los divide como esa noche los apartan el agua y el dolor, la lenta oscuridad.
Para matar las horas, para olvidarnos de nosotros mismos, Adriana y yo vagábamos por las desiertas calles de la aldea. En una plaza hallamos una feria ambulante y Adriana se obstinó en que subiéramos a algunos aparatos. Al bajar de la rueda de la fortuna, el látigo, las sillas voladoras, aún tuve puntería para abatir con diecisiete perdigones once oscilantes figuritas de plomo. Luego enlacé objetos de barro, resistí toques eléctricos y obtuve de un canario amaestrado un papel rojo que develaba el porvenir.
Adriana era feliz regresando a una estéril infancia. Hastiados del amor, de las palabras, de todo lo que dejan las palabras, encontramos aquella tarde de domingo un sitio primitivo que concedía el olvido y la inocencia. Me negué a entrar en la casa de los espejos, y Adriana vio a orillas de la feria una barraca sola, miserable.
Al acercarnos el hombre que estaba en la puerta recitó una incoherente letanía:
—Pasen, señores: vean a Madreselva, la infeliz niña que un castigo del cielo convirtió en tortuga por desobedecer a sus mayores y no asistir a misa los domingos. Vean a Madreselva, escuchen en su boca la narración de su tragedia.
Entramos en la carpa. En un acuario iluminado estaba Madreselva con su cuerpo de tortuga y su rostro de niña. Sentimos vergüenza de estar allí disfrutando el ridículo del hombre y de la niña, que muy probablemente era su hija.
Cuando acabó el relato, la tortuga nos miró a través del acuario con el gesto rendido de la bestia que se desangra bajo los pies del cazador.
—Es horrible, es infame —dijo Adriana mientras nos alejábamos.
—No es horrible ni infame: el hombre es un ventrílocuo. La niña se coloca de rodillas en la parte posterior del acuario, la ilusión óptica te hace creer que en realidad tiene cuerpo de tortuga. Tan simple como todos los trucos. Si no me crees te invito a conocer el verdadero juego.
Regresamos. Busqué una hendidura entre las tablas. Un minuto después Adriana me pidió que la apartara -y nunca hemos hablado del domingo en la feria.

El hombre toma en brazos a la tortuga para extraerla del acuario. Ya en el suelo, la tortuga se despoja de la falsa cabeza. Su verdadera boca dice oscuras palabras que no se escuchan fuera del agua. El hombre se arrodilla, la besa y la atrae a su pecho. Llora sobre el caparazón húmedo, tierno. Nadie comprendería que está solo, nadie entendería que la quiere. Vuelve a depositaria sobre el limo, oculta los sollozos y vende otros boletos. Se ilumina el acuario. Ascienden las burbujas. La tortuga comienza su relato.


SEGUNDA VERSIÓN
 
La noche es densa. Sólo hay silencio en la feria ambulante. En un extremo de la barraca el hombre cubierto de sudor fuma, se mira al espejo, ve el humo al fondo del cristal. Se apaga la luz. El aire parece detenido. El hombre va hasta el acuario, enciende un fósforo, lo deja arder y mira la tortuga que yace bajo el agua. Piensa en el tiempo que los separa y en los días que se llevó un viento distante.

Adriana y yo vagábamos por la aldea. En una plaza encontramos la feria. Subimos a la rueda de la fortuna, el látigo y las sillas voladoras. Abatí figuras de plomo, enlacé objetos de barro, resistí toques eléctricos y obtuve de un canario amaestrado un papel rojo que predecía mi porvenir.

Hallamos en esa tarde de domingo un espacio que permitía la dicha, es decir, el momentáneo olvido del pasado y el futuro. Me negué a internarme a la casa de los espejos. Adriana vio a orillas de la feria una barraca aislada y miserable. Cuando nos acercamos el hombre que estaba en las puertas recitó:

-Pasen, señores. Conozcan a Madreselva, la infeliz niña que un castigo del cielo convirtió en tortuga por desobedecer a sus mayores y no asistir a misa los domingos. Vean a Madreselva. Escuchen en su boca la narración de su tragedia.

Entramos. En un acuario iluminado estaba Madreselva con su cara de niña y su cuerpo de tortuga. Adriana y yo sentimos vergüenza de estar ahí y disfrutar la humillación del hombre y de una niña que con toda probabilidad era su hija. Terminado el relato, Madreselva nos miró a través del acuario con la expresión del animal que se desangra bajo los pies del cazador.

-Es horrible, es infame- dijo Adriana en cuanto salimos de la barraca.

-Cada uno se gana la vida como puede. Hay cosas mucho más infames. Mira, el hombre es un ventrílocuo. La niña se coloca de rodillas en la parte posterior del acuario. La ilusión óptica te hace creer que en realidad tiene cuerpo de tortuga. Es simple como todos los trucos. Si no me crees, te invito a conocer el verdadero juego.

Regresamos. Busqué una hendidura entre las tablas. Un minuto después Adriana me suplicó que la apartara. Al poco tiempo nos separamos. Después nos hemos visto algunas veces pero jamás hablamos del domingo en la feria.

Hay lágrimas en los ojos de la tortuga. El hombre la saca del acuario y la deja en el piso. La tortuga se quita la cabeza de niña. Su verdadera boca dice oscuras palabras que no se escuchan fuera del agua. El hombre se arrodilla, la toma en sus brazos, la atrae a su pecho, la besa y llora sobre el caparazón húmedo y duro. Nadie entendería que la quiere ni la infinita soledad que comparten. Durante unos minutos permanecen unidos en silencio. Después le pone la cabeza de plástico, la deposita otra vez sobre el limo, ahoga los sollozos, regresa a la puerta y vende otras entradas. Se ilumina el acuario. Ascienden las burbujas. La tortuga comienza su relato


 El siguiente link los puede conducir a un análisis más acertado. Sobre todod otro punto de vista al nuestro.
https://www.youtube.com/watch?v=vFBJjre3QYQ

miércoles, 4 de octubre de 2017

"Evolución del taco y la torta" de Jorge Ibangüergoitia

"Evolución del taco y la torta" de Jorge Ibangüergoitia
La gracia con la que escribía  Ibangüergoitia no se reduce solo en ello sino en lo que veía a su alrededor. Sus crónicas , con tintes pintorescos y picarescos,  son la viva imagen de que acontecía en el hoy desaparecido Distrito Federal. En su obra Instrucciones para vivir en México, narra con su humorística tinta una serie de crónicas las cuales abarcan las calles, escuelas , lugares gubernamentales y funcionarios políticos. La crónica que escogí nos narra la evolución de la comida callejera en la capital del país , la cual va evolucionando conforme al paso de los años y al paso de los presidentes. Espero les sea de su agrado.
 
TECNOLOGÍA MEXICANA
Evolución del taco y de la torta compuesta

Uno de los mas importantes inventores que ha habido en la historia del Distrito Federal es el gran tortero Armando, inventor de las tortas que llevan su nombre. Su importancia en la evolución alimenticia de los mexicanos es tal que ya nadie se acuerda de como eran las tortas antes de Armando.

Según la leyenda, la carrera de armando culmino en una misión dilemática. Dicen que con motivo de algún suceso espectacular: el centenario de la consumacion de la Independencia o la firma de algún tratado, se decidió que la embajada de México en Francia diera un festón, y para atender debidamente al cuerpo diplomatico y a los funcionarios del Gobierno, Armando viajo a Francia, en barco, con un canasto de aguacates.

La torta de armando es una creación barroca en la que intervienen aproximadamente veinticinco elementos —entre los que se cuentan el filo del cuchillo y la habilidad del operador para rebanar la lechuga—en un orden riguroso. Si se altera el orden —por ejemplo, si se pone primero el chipotle y después el queso— o si la calidad de alguno de los elementos falla —que el aguacate sea pagua— lo que se come uno, en vez de ser es torta compuesta, es un desastre.

Las tortas de Armando estaban hechas con carnes que a nadie le gustan ahora —lengua, galantina, queso de puerco— y se debian comer acompanadas de un vaso chicha y de encurtidos en vinagre, de los que habia amplia provision en cada mesa, y que consumidos en abundancia provocaron la extrema uncion de cuando menos un cliente, que yo sepa. 

Conviene agregar que el cliente se recupero y que vivió cuarenta anos mas, que empleo en narrar su proeza y repetirla varias veces.

La torta de Armando es clásica, y como tal, paso a la historia. En lo complicado de su concepción, en la variedad de los elementos que intervienen al hacerla y en la pericia necesaria para elaborarla, estaban las semillas de su muerte. La torta de Armando no pudo adaptarse a las necesidades de la vida moderna ni a las condiciones del mercado, y fue sustituida por algo mucho mas practico: la torta caliente de pavo, que es otro invento genial.

La torta caliente de pavo deslumbra por su sencillez. No tiene mas que rebanadas de pavo asado y guacamole. La tapa de la telera va mojada en la salsa del pavo. Esta torta tuvo su apogeo en la época de Alemán y es coetánea del principio de nuestra industrialización y con la idea —desechada hoy en dia— de que el guajolote es el animal mas suculento.

La torta de pavo caliente a su vez, fue sustituida por la torta caliente de pierna —que empezó a tomar impulso a fines del periodo de Ruíz Cortínes, y llego a su apogeo en la época de López Mateos—. No se diferencia de la anterior mas que en el animal del que proviene la carne de que esta hecha.

La torta de pierna tiene aceptacion todavia en la actualidad, pero es evidente que va de salida.
Al estudiar la evolución anterior, se puede prever que la proxima mutacion implicara un cambio de animal, probablemente hacia uno mas grande —del guajolote al puerco y del puerco a la res— y una simplificacion en la fabricación de la torta. Es decir, que la torta del futuro es el pepito.

Un día, cuando yo era niño, llego mi abuelo a la casa y mientras se quitaba los guantes anuncio con cierta solemnidad que acababa de ver, en la esquina de 16 de Septiembre y San Juan de Letran a unos hombres que vendían tacos que estaban envueltos en un "jorongo colorado".

—Me comí tres y no están mal —dijo.

La introducción en el mercado de los tacos sudados constituye uno de los momentos culminantes de la tecnología mexicana comparable en importancia a la invención de la tortilladora automática o a la creación del primer taco al pastor. El taco sudado es el Volkswagen de los tacos: algo practico, bueno y económico. Entre que pide uno los tacos y se limpia uno la boca satisfecho, no tienen por que haber pasado mas de cinco minutos. Se conservaron en primera linea durante seis periodos presidenciales y si han caído ultimamente en desuso se debe únicamente a la idea, neurótica pero en boga, de que: Todo alimento que no se elabora en presencia del cliente es venenoso.

En lo que respecta a los tacos al carbón, cabe decir lo siguiente: es una lastima que el mexicano haya necesitado cuatrocientos anos para darse cuenta de que también de carne de res se pueden hacer tacos y que este descubrimiento haya ocurrido en la época en que nuestra riqueza forestal daba las ultimas boqueadas. Tecnologicamente son un retroceso. Fracaso de la técnica, pero triunfo de la mercadotecnia. Algo inventado para aumentar los precios haciéndole creer al cliente que esta comiendo regalado.

—!Hombre, un bistec y dos tortillas por tres pesos! . Qué mas puede uno pedir?

Nadie le advierte que puede comerse ocho sin sentirse satisfecho. (3-10-72)

domingo, 3 de septiembre de 2017

Vida de Pi de Yann Martel

Vida de Pi de Yann Martel

¿ Viste la película " Una aventura extraordinaria"? si tu respuesta fue afirmativa, viste una gran película de efectos especiales; pero si fue negativa, te recomiendo leas primero el libro. 
Ambas obras llevan una variante en el nombre, y es ahí donde radica parte de la diferencia entre la película y el libro. La primera, se apoya mucho en los efectos especiales, el cuidado de hacer al Richard Parker ( el tigre) lo más real posible; en cambio, en la novela hacen ver la Vida de Pi lo más real posible. 
Como todos sabemos, del libro a la cinta se pierden muchas cosas, pero hay cosas que en ocasiones ocupan más espacio y no "perjudican" a la obra, pero cuando la afecta, es atroz. 
Lo digo porque , en mi opinión, los capítulos eliminados tienen gran peso en la obra dándole mayor significado a lo que en realidad pasó, que uno como espectador decida una historia es opción de cada quien, pero la obra lo desenlaza todo en la tercera parte de la novela. 
Martel logra escribir una obra sencilla de leer pero con un profundo significa :
"Todos tenemos coraje para sobrevivir".

Les dejo unas lineas del libro, lineas que le dieron mayor sentido a mi vida: 

"Estaba a punto de rendirme. De hecho, me habría rendido sino fuera por una voz en mi interior que me decía: "No moriré. Me niego. Superaré esta pesadilla. Sobreviviré, cueste lo que me cueste. Hasta ahora lo he conseguido de milagro. Ahora convertiré el milagro en rutina. Lo increíble será mi pan de cada día. Haré el trabajo que haga falta, por muy duro que sea. Sí, porque siempre que Dios esté a mi lado, no moriré. Amén.
Pero en aquel instante descubrí que tengo una voluntad férrea para vivir. No es algo tan evidente, en mi experiencia. Algunos se rinden con un suspiro de resignación. Otros luchan un poco, y luego pierden esperanzas. Otros, y me incluyo entre ellos, nunca se rinden. Luchamos y luchamos y luchamos. Luchamos no importa lo que cueste la batalla, las pérdidas, la poca probabilidad de vencer. Luchamos hasta el final. No se trata de coraje. Es algo constitucional, una incapacidad de abandonar. Tal vez sólo se deba a la sandez de ansiar la vida"



Macario de B. Traven

Macario de B. Traven

Esta ocasión no escribiré de un cuento, sino de una novela corta conocida mayormente en México debido a la película que protagonizó Ignacio López Tarso en el papel de Macario. El personaje de la novela y el libro tienen un parecido ( y no refiero al físico) sino que por momentos la forma de ser de ambos es algo oscura. Cabe remarcar que en la novela y en la película existen algunas diferencias en como se desarrollan las historias; en mi opinión el libro le gana a la película. 
El pavo, el güaje, la muerte, la ambición, el hambre no varian en la forma en que se presentan durante el desarrolo de la historia. Espero puedan leer el libro ya que el trabajo de Traven es sobresaliente en ésta novela corta. 


jueves, 24 de agosto de 2017

"Por falta de palabras" de Haruki Murakami

"Por falta de palabras" de Haruki Murakami

Hace pocas semanas llegó a México la película de anime más taquillera de Japón KIMI NO NAWA (Your name) ó Tu Nombre. La historia maneja romance entre los personajes, los cuales poco a poco se van conociendo debido a que uno está en el cuerpo del otro. A lo que quiero llegar es que la parte final de la película se desarrolla un poco el cuento de Murakami. ¿ Cuántas veces en la vida perdemos la oportunidad de decir las cosas ? ¿ Cuántas veces se nos ha ido la felicidad ? ¿ Cuántas veces nos ha ganado el miedo? el cuento de Murakami nos recuerda que una cosa no se repite dos veces de la misma manera, por lo que hay que hacer las cosas al momento. 


Por falta de palabras


Una bella mañana de abril, por una estrecha callejuela de Harajuku, el barrio de moda, pasé junto a la chica 100% perfecta.
A decir verdad, no es tan bonita. No se destaca de ninguna forma. Su ropa no es nada especial. Su cabello está todavía despeinado de recién haberse levantado. Tampoco es joven, - debe estar cerca de los treinta, no está ni cerca a ser una "chica” propiamente dicha. Aún así, lo sé a cincuenta yardas de distancia: es la chica 100% perfecta para mí. Del momento que la ví, está este estruendo en mi pecho, y mi boca está tan seca como un desierto.
Quizás tengas tu propio y particular tipo de chica favorita - una de tobillos delgados, digamos, o de ojos grandes o dedos bonitos, o te gustan, por ningun motivo en especial, las chicas que se toman su tiempo al comer. Yo tengo mis preferencias, claro. A veces en un restaurant me sorprendo a mí mismo observando a la chica de al lado porque me gusta la forma de su nariz.
Pero nadie puede empeñarse en decir que su chica 100% perfecta corresponde a algún tipo preconcebido. A pesar de que me gustan tanto las narices, no puedo recordar la forma de la suya - o siquiera si tenía una. Todo lo que puedo recordar con seguridad es que no era una gran belleza. Esto es raro.

“Ayer en la calle pasé junto a la chica 100%”, le conté a alguien.
--“¿Sí?”-- dijo. --“¿Bonita?”
“En realidad, no”
--“Tu tipo favorito, ¿entonces?”
“No lo sé. Al parecer no puedo recordar nada de ella - la forma de sus ojos o el tamaño de sus pechos.”
--“Extraño.”
“Sí. Extraño.”
--“Bueno, de todos modos,”-- dijo, empezando a aburrirse ---“¿qué hiciste? ¿le hablaste? ¿la seguiste?”
“Nada. Sólo pasar junto a ella en la calle.”

Ella está pasando de este a oeste, y yo de oeste a este. Es en verdad una bella mañana de abril.
Desearía poder hablar con ella. Media hora sería suficiente: solo preguntarle acerca de ella, contarle acerca de mí, y - lo que realmente me gustaría hacer - explicarle las complejidades del destino que nos llevó a pasar uno junto al otro en una calleja de Harajuku una bella mañana de abril en 1981. Seguramente estaría llena por completo de cálidos secretos, como un reloj antiguo construido cuando la paz llenó el mundo.
Después de hablar, almorzaríamos en algún lado, talvez veríamos una película de Woody Allen, nos detendríamos en el bar de un hotel por cocktails. Con un poco de suerte, terminaríamos en la cama.

La potencialidad toca a la puerta de mi corazón.
Ahora la distancia entre nosotros ha disminuido a quince yardas.
¿Cómo puedo abordarla? ¿Qué debería decir?

“Buenos dias señorita. Cree usted que podría concederme media hora para una pequeña conversación?”

Ridículo. Suena como a un vendedor de seguros.

“Disculpe, ¿sabe usted si hay alguna lavandería de turno en el vecindario?”

No, esto también es ridículo. No estoy llevando nada para lavar, para empezar. Quien se creería un cuento como ese?
Tal vez la simple verdad lo logre: “Buenos dias. Eres la chica 100% perfecta para mí.”

No. Ella no lo creería. O aunque lo hiciera, ella podría no querer hablar conmigo. --"Disculpa"--, ella podría decir, --"yo puedo ser la chica 100% perfecta para tí, pero tú no eres el chico 100% para mí"--. Podría pasar. Y de encontrarme en esa situación, probablemente me derrumbaría. Nunca me recuperaría del golpe. Tengo treinta y dos, y de esto se trata el hacerse viejo.
Pasamos frente a una florería. Una pequeña, cálida masa de aire toca mi piel. El asfalto está húmedo y a mí llega el aroma de las rosas. No puedo decidirme a hablarle. Ella lleva un sueter blanco, y en su mano derecha lleva un delicado sobre blanco, con solo una estampilla. Entonces: ella le ha escrito una carta a alguien, tal vez se pasó toda la noche escribiendo, a juzgar por el cansancio en su mirada. El sobre podría contener todos y cada uno de los secretos que alguna vez guardó.
Doy unos cuantos pasos más y me doy vuelta: Ella se ha perdido en la muchedumbre.
Ahora claro, ya sé exáctamente lo que debería haberle dicho. Podría haber sido un largo discurso, aunque, aún más largo para mí el expresarlo adecuadamente. Las ideas que se me ocurren nunca son muy prácticas.
O, bien: habría comenzado con un "Había una vez" y terminado con un "Una historia triste, no crees?"

Había una vez un chico y una chica. El chico tenía dieciocho y la chica dieciseis. Él no era precísamente apuesto, y ella no era especialmente hermosa. Ellos eran solamente un chico solitario ordinario y una ordinaria chica solitaria, como todos los demás. pero ellos creían con todo el corazón que en algún lugar del mundo vivía el chico 100% perfecto y la chica 100% perfecta para ellos. Si, ellos creían en un milagro. Y ese milagro realmente sucedió.

Un dia los dos se llegaron a encontrar en la esquina de una calle.

"Esto es asombroso," dijo él. "Te he estado buscando toda mi vida. Puede que no creas esto, pero tú eres la chica 100% perfecta para mí."
"Y tú," le dijo ella, "eres el chico 100% perfecto para mí, exáctamente como te había imaginado en cada detalle. Es como un sueño."
Se sentaron en la banca de un parque, se tomaron de las manos, y se contaron sus historias hora tras hora. Ya no estaban solos. Habian encontrado y habían sido encontrados por su otro 100% perfecto. Que maravilloso es, encontrar y ser encontrado por tu otro 100% perfecto. Es un milagro, un milagro cósmico.
Mientras se sentaban y hablaban, sin embargo, una pequeña, pequeñísima astilla de duda se incrustaba en sus corazones: ¿estaba realmente bien que los sueños de uno se hagan realidad tan fácilmente?
Y entonces, cuando hubo un momento de pausa en su conversación, el chico le dijo a la chica, “Probémonos, solo una vez. Si realmente somos los amantes 100% perfectos uno del otro, entonces alguna vez, en algún lugar, sin duda nos volveremos a encontrar. Y cuando eso pase, y sepamos que somos 100% perfectos el uno para el otro, nos casaremos ahí mismo. ¿Qué te parece?”
"Sí," dijo ella, "Eso es exáctamente lo que debemos hacer."
Y así partieron, ella al este, y él al oeste.
Sin embargo, la prueba a la que accedieron era completamente innecesaria. Nunca debieron tomarla, porque eran realmente los amantes 100% perfectos uno del otro, y había sido un milagro el que se hayan llegado a encontrar. Pero era imposible para ellos saber esto, jóvenes como eran. Las frias, indiferentes olas del destino procedieron a sacudirlos sin misericordia.
Un invierno, ambos, el chico y la chica cayeron víctimas de la terrible gripe de la temporada, y después de haber estado debatiendose entre la vida y la muerte durante semanas, perdieron la memoria de sus años anteriores. Cuando se recuperaron, sus cabezas estaban tan vacías como la alcancía del joven D. H. Lawrence.
Ellos eran sin embargo, dos brillantes y decididos jóvenes, y gracias a sus contínuos esfuerzos fueron capaces de obtener nuevamente el conocimiento y los sentimientos que los calificaron para volver como personas de bien a la sociedad. Gracias al cielo, se convirtieron verdaderamente en ciudadanos comunes que sabían como pasar de una linea de subterráneo a otra, que eran completamente capaces de enviar una carta por correo especial en la oficina postal. De hecho, llegaron a experimentar nuevamente el amor, a veces tanto como un 75% o hasta un amor al 85%.

El tiempo pasó con una rapidez pasmosa, y pronto el chico tenia 32, la chica 30.

Una hermosa mañana de abril, en busca de una taza de café para empezar el dia, el chico estaba caminando de oeste a este, mientras que la chica, con la intención de enviar una carta por correo especial, iba caminando de este a oeste, pero por la misma estrecha calle en el vecindario de Harajuku en Tokio. Ellos pasaron uno junto al otro en el mismo centro de la calle. El destello mas debil de sus recuerdos perdidos brilló tenue por un instante en sus corazones. Cada uno sintió un estruendo en su pecho. Y ellos lo supieron:

Ella es la chica 100% perfecta para mí.
Él es el chico 100% perfecto para mí.

Pero la luz de sus recuerdos era ya muy debil, y sus pensamientos ya no tenían la claridad de hace catorce años. Sin una palabra, pasaron uno junto al otro, desapareciendo entre la muchedumbre.

Para siempre.
 
 

viernes, 30 de diciembre de 2016

"¿Por qué. cariño?" de Raymond Carver

"¿Por qué. cariño?" de Raymond Carver


Después de un largo tiempo, vuelvo a recomendarles un cuento el cual los dejará con la boca abierta. El siguiente escritor es Raymond Carver , un hábil cuentista que te dejará asombrado ante la trama de su historia donde una mujer narra lo que aconteció entre ella y su hijo . Desde un inicio, el cuento nos provocala duda por la cual la mujer esta sorprendida por ser encontrada por el remitente de la carta. La historia se nos dirá la razón de la misma. El final le pertenece al lector. Leanlo, les sorprenderá. 


¿Por qué. cariño?



 Muy señor mío:
        Me sorprendió tanto recibir su carta preguntándome por mi hijo… ¿Cómo ha dado conmigo? Me vine a vivir aquí hace años, justo después de que empezara a suceder todo aquello. Aquí nadie sabe quién soy, pero de todas formas tengo miedo. Y de quien tengo miedo es de él. Cuando miro el periódico me tiemblan las manos y me pongo a pensar. Leo lo que escriben sobre él y me pregunto si ese hombre es realmente mi hijo, si de verdad está haciendo todas esas cosas.
       Era un buen chico, si dejamos aparte sus arrebatos y el hecho de que nunca dijera la verdad. No sé por qué razón. Todo empezó un verano, hacia el cuatro de julio, cuando él tenía unos quince años. Nos desapareció Trudy, la gata, y no la vimos ni aquella noche ni al día siguiente. Mrs. Cooper, la vecina de atrás, vino al día siguiente por la noche a decirme que Trudy se había arrastrado hasta su jardín aquella tarde, agonizando. Y que estaba muerta. Estaba destrozada, me dijo, pero aun así pudo reconocerla. Y que la había enterrado.
       ¿Destrozada?, dije. ¿Qué quiere decir?
       Mr. Cooper había visto a dos chicos metiéndole petardos por las orejas y en… ya sabe dónde. Trató de detenerlos, pero escaparon corriendo.
       ¿Quién, quién estaba haciéndole eso a Trudy? ¿Mr. Cooper vio quiénes eran?
       Mr. Cooper no conocía al otro chico, pero uno de ellos salió corriendo en esta dirección, y Mr. Cooper creía que era mi hijo.
       Yo negué con la cabeza. No, era imposible, él jamás haría algo semejante, él quería a Trudy, Trudy llevaba años con nosotros. No, no podía ser mi hijo.
       Aquella noche le conté a mi hijo lo de Trudy, y él se mostró sorprendido y afectado, y dijo que deberíamos ofrecer una recompensa. Escribió a máquina una nota y prometió ponerla en el tablón de la escuela. Pero cuando aquella noche se iba a su cuarto me dijo no te lo tomes tan a pecho, mamá, Trudy era vieja, en años de gato tendría unos sesenta y cinco o setenta, una vida muy larga.
       Se puso a trabajar las tardes y los sábados en el almacén de Hartley’s. Una amiga mía que trabajaba allí, Betty Wilks, me habló acerca del empleo y me prometió recomendarle. Se lo dije a él aquella noche, y él me dijo que estupendo, que era difícil para la gente joven encontrar trabajo.
       La noche en que iba a volver con su primera paga le preparé su cena preferida, y cuando llegó a casa se encontró con todo listo sobre la mesa. Aquí está el hombre de la casa, le dije, abrazándolo. Estoy tan orgullosa, ¿cuánto has cobrado, cariño? Ochenta dólares, dijo. Me dejó pasmada. Es maravilloso, cariño, no me lo puedo ni creer. Estoy muerto de hambre, dijo, vamos a comer.
       Me sentía feliz, pero no acababa de comprenderlo: era más de lo que yo ganaba.
       Cuando fui a hacer la colada encontré en su bolsillo la matriz del talón de Hartley’s. Eran veintiocho dólares, y él me había dicho ochenta. ¿Por qué no me había contado la verdad? No lograba entenderlo.
       Le preguntaba ¿dónde estuviste anoche, cariño? En el cine, respondía. Y luego me enteraba de que había ido al baile de la escuela o de que había pasado la tarde dando vueltas en el coche de un amigo. ¿Qué más le dará decir la verdad?, pensaba yo. ¿Por qué no es sincero? ¿Qué razón hay para mentirle a su madre?
       Recuerdo una vez que se suponía que volvía de una excursión al campo, y yo le pregunté si habían visto algo interesante en la excursión. Se encogió de hombros y me dijo que formaciones de tierra, rocas y cenizas volcánicas, y que les habían enseñado dónde había habido un gran lago un millón de años atrás, y que ahora no era más que un desierto. Me miró a los ojos y siguió hablando. Al día siguiente recibí una nota de la escuela pidiendo mi autorización para una excursión al campo; si autorizaba a mi hijo para que fuera.
       Hacia finales de su último año en la escuela se compró un coche y se pasaba el día fuera de casa. Yo estaba preocupada por sus notas, pero él se reía. Sabrá usted que era un excelente estudiante: si sabe algo de él, seguro que no lo ignora. Y luego se compró una escopeta y un cuchillo de caza.
       Yo detestaba ver aquellas cosas en la casa, y se lo dije. Se rió, siempre tenía una risa para todo. Me dijo que guardaría la escopeta y el cuchillo en el maletero del coche, que además allí los tendría más a mano.
       Un sábado no vino a dormir a casa. Me preocupé terriblemente. A la mañana siguiente, hacia las diez, entró en casa y me pidió que le preparara el desayuno, que se le había abierto el apetito cazando, que sentía mucho no haber vuelto en toda la noche, que había tenido que ir muy lejos en el coche para llegar al sitio de la caza. La cosa me sonó extraña. Y él estaba nervioso.
       ¿Adonde fuiste?
       Hasta Wenas. Disparamos unos cuantos tiros.
       ¿Con quién estuviste, cariño?
       Con Fred.
       ¿Con Fred?
       Se quedó con la mirada fija y no dijo nada más.
       Al domingo siguiente entré de puntillas en su cuarto a coger las llaves del coche. Me había prometido que al volver del trabajo la noche anterior compraría unas cosas para el desayuno, y pensé que quizá las había dejado en el coche. Vi sus zapatos nuevos sobresaliendo de debajo de la cama y cubiertos de barro y arena. Abrió los ojos.
       Cariño, ¿qué ha pasado con tus zapatos? Míralos.
       Me quedé sin gasolina, y tuve que ir hasta una gasolinera. Se incorporó en la cama. Además, ¿a ti qué te importa?
       Soy tu madre.
       Mientras estaba en la ducha cogí las llaves y fui hasta el coche. Abrí el maletero. No encontré las cosas del supermercado. Vi la escopeta sobre una colcha y el cuchillo y una de sus camisas hecha un ovillo, y la extendí y vi que estaba llena de sangre. Húmeda aún. La solté y se me cayó de las manos. Cerré el maletero y volví hacia casa y le vi en la ventana mirándome, y luego me abrió la puerta.
       Se me olvidó contártelo, dijo. Me estuvo sangrando la nariz de mala manera. No sé si se podrá lavar esa camisa. Tírala, dijo, y sonrió.
       Unos días después le pregunté qué tal le iba en el trabajo. Muy bien, me dijo. Dijo que le habían subido el sueldo. Pero me encontré con Betty Wilks en la calle y me dijo que en Hartley’s todos sentían mucho que mi hijo se hubiera ido, que todo el mundo le apreciaba, dijo Betty Wilks.
       Dos noches después estaba yo en la cama sin poder dormir. Con la mirada fija en el techo. Oí que el coche subía hasta la entrada, y escuché y oí cómo abría la puerta con la llave y entraba y pasaba por la cocina y por el pasillo y entraba en su cuarto y cerraba la puerta. Me levanté. Vi luz por debajo de la puerta, toqué y entreabrí la puerta y le dije: ¿Te apetece una taza de té calentito, cariño? No puedo dormir. Estaba inclinado sobre la cómoda, y cerró un cajón de golpe y se volvió y me gritó: ¡Fuera! ¡Fuera de aquí! ¡Estoy más que harto de que no dejes de espiarme!, me gritó. Me fui a mi cuarto y lloré hasta quedarme dormida. Aquella noche me destrozó el corazón.
       A la mañana siguiente, antes de que pudiera verle, ya se había ido. Pero a mí me pareció bien. En adelante lo trataría como a un huésped, a menos que decidiera cambiar de actitud. Ya no podía soportarlo más. Tendría que disculparse si quería que fuéramos algo más que extraños que viven bajo el mismo techo.
       Cuando llegué aquella noche, me tenía preparada la cena. ¿Cómo estás?, me dijo. Me ayudó a quitarme el abrigo. ¿Qué tal te ha ido el día?
       Le dije: Anoche no pude dormir, cariño. Me prometí a mí misma no sacar a relucir el asunto, y no intento hacer que te sientas culpable, pero no estoy acostumbrada a que me hable así mi propio hijo.
       Quiero enseñarte algo, dijo, y me enseñó el trabajo que estaba escribiendo para la clase de educación cívica. Creo que trataba sobre las relaciones entre el Congreso y el Tribunal Supremo. (¡Era el trabajo con el que ganaría un premio al graduarse!). Traté de leerlo, y entonces me dije: éste es el momento. Cariño, me gustaría tener una charla contigo. Es duro educar a un hijo estando como están las cosas hoy día, y más duro aún para nosotros, sin un padre en la casa, sin un hombre a quien acudir cuando lo necesitamos. Eres ya casi un hombre pero yo aún soy la responsable, y creo que me merezco algún respeto y consideración, y he intentado ser sincera y justa contigo. Quiero la verdad, eso es todo. Nunca te he pedido más que eso: la verdad. Cariño, dije tomando aliento, supon que tuvieras un hijo y que cuando le preguntaras algo, cualquier cosa, dónde ha estado o adonde va, en qué emplea su tiempo, cualquiera de esas cosas, nunca jamás te dijera la verdad. Un hijo que, si le preguntaras si llueve, respondiera que no, que hace un tiempo estupendo y soleado, supongo que riéndose para sus adentros y creyéndote demasiado estúpido o demasiado viejo para notar que sus ropas están empapadas. ¿Qué necesidad tiene de mentirme?, te preguntarías. ¿Qué es lo que gana?, te dirías, sin entenderlo. No hago más que preguntarme por qué, pero no encuentro respuesta. ¿Por qué, cariño?
       No me contestó, se quedó con la mirada fija, y luego se acercó y se puso a mi lado y me dijo: Lo vas a ver. Arrodíllate, para empezar; ponte de rodillas, te lo ordeno, dijo. Ahí tienes la razón, ¿me oyes?
       Corrí a mi cuarto y cerré con pestillo la puerta. Aquella noche se marchó de casa. Cogió sus cosas, las que le pareció, y se fue de casa. Lo crea o no, fue la última vez que le vi. Cuando se graduó yo también estaba, pero en medio de mucha gente. Me senté entre los asistentes y vi cómo recogía su diploma, y el premio por ese trabajo, y le oí pronunciar el discurso y le aplaudí junto con el resto de los padres.
       Y luego me fui a casa.
       Jamás le he vuelto a ver. Oh, sí, claro que lo he visto en la televisión y en las fotos de los periódicos.
       Me enteré de que se había enrolado en los marines, y luego le oí decir a alguien que se había salido de los marines y había vuelto a la universidad, al este, y que se casó con esa chica y que se metió en política. Empecé a ver su nombre en los periódicos. Averigüé dónde vivía y le escribí, le escribí una carta cada tantos meses, pero nunca me contestó. Se presentó a gobernador y resultó elegido. Y se hizo famoso. Entonces fue cuando empecé a preocuparme.
       Me entraron todos estos miedos, me asusté, dejé de escribirle, naturalmente, y luego confié en que pensara que me había muerto. Me mudé aquí. Hice que me dieran un número de teléfono que no saliera en la guía. Y al final me he tenido que cambiar de nombre. Si uno es poderoso y quiere encontrar a alguien, acaba encontrándolo. No tiene que ser difícil.
       Debería sentirme orgullosa, pero tengo miedo. La semana pasada vi un coche en la calle, y dentro había un hombre que yo sabía que me estaba mirando. Me metí en seguida en casa y cerré la puerta con llave. Hace unos días el teléfono se puso a sonar y a sonar. Yo estaba echada. Levanté el auricular, pero nadie dijo una palabra.
       Soy vieja. Soy su madre. Debería sentirme la más orgullosa de las madres del país, pero lo único que siento es miedo.
       Gracias por escribirme. Necesitaba que alguien supiera todo esto. Estoy muy avergonzada.
       También quería preguntarle cómo ha conseguido mi nombre y dirección. He rezado mucho para que nadie se enterara. Pero usted lo ha averiguado. ¿Por qué lo ha hecho? Por favor, dígame por qué.

Le saluda atentamente,