"Los gallinazos sin plumas" de Julio Ramon Ribeyro
Hace tiempoque no publico un cuento nuevo, pero por fortuna no he dejado de leer y con ello seleccionar, asi que el siguiente cuento es del peruano Julio Ramon Ribeyro, uno de los grandes escritores de cuento hispanoamericano.
Como siempre les dejo la idea principal del cuento.
Dos niños, que en realidad son hermanos de nombre Enrique y Efraín, viven con su cruel abuelo el cual alimenta a un voraz cerdo que habita en un asqueroso y monstruoso chiquero. Sobreviven al conseguir alimento de la basura y es en ese lugar donde conocen a un perro el cual lo nombran Pedro. El abuelo pide más comida para su cerdo, pero un niño se lastima y cae en cama ; eso no le gusta al abuelo ¿ Qué podrá ocurrir ?
Los gallinazos sin plumas
A las seis de la mañana la ciudad se levanta de puntillas y comienza a
dar sus primeros pasos. Una fina niebla disuelve el perfil de los
objetos y crea como una atmósfera encantada. Las personas que recorren
la ciudad a esta hora parece que están hechas de otra sustancia, que
pertenecen a un orden de vida fantasmal. Las beatas se arrastran
penosamente hasta desaparecer en los pórticos de las iglesias. Los
noctámbulos, macerados por la noche, regresan a sus casas envueltos en
sus bufandas y en su melancolía. Los basureros inician por la avenida
Pardo su paseo siniestro, armados de escobas y de carretas. A esta hora
se ve también obreros caminando hacia el tranvía, policías bostezando
contra los árboles, canillitas morados de frío, sirvientas sacando los
cubos de basura. A esta hora, por último, como a una especie de
misteriosa consigna, aparecen los gallinazos sin plumas.
A esta hora el viejo don Santos se pone la pierna de palo y sentándose en el colchón comienza a berrear:
-¡A levantarse! ¡Efraín, Enrique! ¡Ya es hora!
Los dos muchachos corren a la acequia del corralón frotándose los
ojos legañosos. Con la tranquilidad de la noche el agua se ha remansado y
en su fondo transparente se ven crecer yerbas y deslizarse ágiles
infusorios. Luego de enjuagarse la cara, coge cada cual su lata y se
lanzan a la calle. Don Santos, mientras tanto, se aproxima al chiquero y
con su larga vara golpea el lomo de su cerdo que se revuelca entre los
desperdicios.
-¡Todavía te falta un poco, marrano! Pero aguarda no más, que ya llegará tu turno.
Efraín y Enrique se demoran en el camino, trepándose a los árboles
para arrancar moras o recogiendo piedras, de aquellas filudas que cortan
el aire y hieren por la espalda. Siendo aún la hora celeste llegan a su
dominio, una larga calle ornada de casas elegantes que desemboca en el
malecón.
Ellos no son los únicos. En otros corralones, en otros suburbios
alguien ha dado la voz de alarma y muchos se han levantado. Unos portan
latas, otros cajas de cartón, a veces sólo basta un periódico viejo. Sin
conocerse forman una especie de organización clandestina que tiene
repartida toda la ciudad. Los hay que merodean por los edificios
públicos, otros han elegido los parques o los muladares. Hasta los
perros han adquirido sus hábitos, sus itinerarios, sabiamente
aleccionados por la miseria.
Efraín y Enrique, después de un breve descanso, empiezan su trabajo.
Cada uno escoge una acera de la calle. Los cubos de basura están
alineados delante de las puertas. Hay que vaciarlos íntegramente y luego
comenzar la exploración. Un cubo de basura es siempre una caja de
sorpresas. Se encuentran latas de sardinas, zapatos viejos, pedazos de
pan, pericotes muertos, algodones inmundos. A ellos sólo les interesan
los restos de comida. En el fondo del chiquero, Pascual recibe cualquier
cosa y tiene predilección por las verduras ligeramente descompuestas.
La pequeña lata de cada uno se va llenando de tomates podridos, pedazos
de sebo, extrañas salsas que no figuran en ningún manual de cocina. No
es raro, sin embargo, hacer un hallazgo valioso. Un día Efraín encontró
unos tirantes con los que fabricó una honda. Otra vez una pera casi
buena que devoró en el acto. Enrique, en cambio, tiene suerte para las
cajitas de remedios, los pomos brillantes, las escobillas de dientes
usadas y otras cosas semejantes que colecciona con avidez.
Después de una rigurosa selección regresan la basura al cubo y se
lanzan sobre el próximo. No conviene demorarse mucho porque el enemigo
siempre está al acecho. A veces son sorprendidos por las sirvientas y
tienen que huir dejando regado su botín. Pero, con más frecuencia, es el
carro de la Baja Policía el que aparece y entonces la jornada está
perdida.
Cuando el sol asoma sobre las lomas, la hora celeste llega a su fin.
La niebla se ha disuelto, las beatas están sumidas en éxtasis, los
noctámbulos duermen, los canillitas han repartido los diarios, los
obreros trepan a los andamios. La luz desvanece el mundo mágico del
alba. Los gallinazos sin plumas han regresado a su nido.
Don Santos los esperaba con el café preparado.
-A ver, ¿qué cosa me han traído?
Husmeaba entre las latas y si la provisión estaba buena hacía siempre el mismo comentario:
-Pascual tendrá banquete hoy día.
Pero la mayoría de las veces estallaba:
-¡Idiotas! ¿Qué han hecho hoy día? ¡Se han puesto a jugar seguramente! ¡Pascual se morirá de hambre!
Ellos huían hacia el emparrado, con las orejas ardientes de los
pescozones, mientras el viejo se arrastraba hasta el chiquero. Desde el
fondo de su reducto el cerdo empezaba a gruñir. Don Santos le aventaba
la comida.
-¡Mi pobre Pascual! Hoy día te quedarás con hambre por culpa de estos
zamarros. Ellos no te engríen como yo. ¡Habrá que zurrarlos para que
aprendan!
Al comenzar el invierno el cerdo estaba convertido en una especie de
monstruo insaciable. Todo le parecía poco y don Santos se vengaba en sus
nietos del hambre del animal. Los obligaba a levantarse más temprano, a
invadir los terrenos ajenos en busca de más desperdicios. Por último
los forzó a que se dirigieran hasta el muladar que estaba al borde del
mar.
-Allí encontrarán más cosas. Será más fácil además porque todo está junto.
Un domingo, Efraín y Enrique llegaron al barranco. Los carros de la
Baja Policía, siguiendo una huella de tierra, descargaban la basura
sobre una pendiente de piedras. Visto desde el malecón, el muladar
formaba una especie de acantilado oscuro y humeante, donde los
gallinazos y los perros se desplazaban como hormigas. Desde lejos los
muchachos arrojaron piedras para espantar a sus enemigos. El perro se
retiró aullando. Cuando estuvieron cerca sintieron un olor nauseabundo
que penetró hasta sus pulmones. Los pies se les hundían en un alto de
plumas, de excrementos, de materias descompuestas o quemadas. Enterrando
las manos comenzaron la exploración. A veces, bajo un periódico
amarillento, descubrían una carroña devorada a medios. En los
acantilados próximos los gallinazos espiaban impacientes y algunos se
acercaban saltando de piedra en piedra, como si quisieran acorralarlos.
Efraín gritaba para intimidarlos y sus gritos resonaban en el
desfiladero y hacían desprenderse guijarros que rodaban hacía el mar.
Después de una hora de trabajo regresaron al corralón con los cubos
llenos.
-¡Bravo! -exclamó don Santos-. Habrá que repetir esto dos o tres veces por semana.
Desde entonces, los miércoles y los domingos, Efraín y Enrique hacían
el trote hasta el muladar. Pronto formaron parte de la extraña fauna de
esos lugares y los gallinazos, acostumbrados a su presencia, laboraban a
su lado, graznando, aleteando, escarbando con sus picos amarillos, como
ayudándoles a descubrir la pista de la preciosa suciedad.
Fue al regresar de una de esas excursiones que Efraín sintió un dolor
en la planta del pie. Un vidrio le había causado una pequeña herida. Al
día siguiente tenía el pie hinchado, no obstante lo cual prosiguió su
trabajo. Cuando regresaron no podía casi caminar, pero don Santos no se
percató de ello, pues tenía visita. Acompañado de un hombre gordo que
tenía las manos manchadas de sangre, observaba el chiquero.
-Dentro de veinte o treinta días vendré por acá -decía el hombre-. Para esa fecha creo que podrá estar a punto.
Cuando partió, don Santos echaba fuego por los ojos.
-¡A trabajar! ¡A trabajar! ¡De ahora en adelante habrá que aumentar la ración de Pascual! El negocio anda sobre rieles.
A la mañana siguiente, sin embargo, cuando don Santos despertó a sus nietos, Efraín no se pudo levantar.
-Tiene una herida en el pie -explicó Enrique-. Ayer se cortó con un vidrio.
Don Santos examinó el pie de su nieto. La infección había comenzado.
-¡Esas son patrañas! Que se lave el pie en la acequia y que se envuelva con un trapo.
-¡Pero si le duele! -intervino Enrique-. No puede caminar bien.
Don Santos meditó un momento. Desde el chiquero llegaban los gruñidos de Pascual.
-Y ¿a mí? -preguntó dándose un palmazo en la pierna de palo-. ¿Acaso
no me duele la pierna? Y yo tengo setenta años y yo trabajo… ¡Hay que
dejarse de mañas!
Efraín salió a la calle con su lata, apoyado en el hombro de su
hermano. Media hora después regresaron con los cubos casi vacíos.
-¡No podía más! -dijo Enrique al abuelo-. Efraín está medio cojo.
Don Santos observó a sus dos nietos como si meditara una sentencia.
-Bien, bien -dijo rascándose la barba rala y cogiendo a Efraín del
pescuezo lo arreó hacia el cuarto-. ¡Los enfermos a la cama! ¡A podrirse
sobre el colchón! Y tú harás la tarea de tu hermano. ¡Vete ahora mismo
al muladar!
Cerca de mediodía Enrique regresó con los cubos repletos. Lo seguía un extraño visitante: un perro escuálido y medio sarnoso.
-Lo encontré en el muladar -explicó Enrique -y me ha venido siguiendo.
Don Santos cogió la vara.
-¡Una boca más en el corralón!
Enrique levantó al perro contra su pecho y huyó hacia la puerta.
-¡No le hagas nada, abuelito! Le daré yo de mi comida.
Don Santos se acercó, hundiendo su pierna de palo en el lodo.
-¡Nada de perros aquí! ¡Ya tengo bastante con ustedes!
Enrique abrió la puerta de la calle.
-Si se va él, me voy yo también.
El abuelo se detuvo. Enrique aprovechó para insistir:
-No come casi nada…, mira lo flaco que está. Además, desde que Efraín
está enfermo, me ayudará. Conoce bien el muladar y tiene buena nariz
para la basura.
Don Santos reflexionó, mirando el cielo donde se condensaba la garúa.
Sin decir nada, soltó la vara, cogió los cubos y se fue rengueando
hasta el chiquero.
Enrique sonrió de alegría y con su amigo aferrado al corazón corrió donde su hermano.
-¡Pascual, Pascual… Pascualito! -cantaba el abuelo.
-Tú te llamarás Pedro -dijo Enrique acariciando la cabeza de su perro e ingresó donde Efraín.
Su alegría se esfumó: Efraín inundado de sudor se revolcaba de dolor
sobre el colchón. Tenía el pie hinchado, como si fuera de jebe y
estuviera lleno de aire. Los dedos habían perdido casi su forma.
-Te he traído este regalo, mira -dijo mostrando al perro-. Se llama
Pedro, es para ti, para que te acompañe… Cuando yo me vaya al muladar te
lo dejaré y los dos jugarán todo el día. Le enseñarás a que te traiga
piedras en la boca.
¿Y el abuelo? -preguntó Efraín extendiendo su mano hacia el animal.
-El abuelo no dice nada -suspiró Enrique.
Ambos miraron hacia la puerta. La garúa había empezado a caer. La voz del abuelo llegaba:
-¡Pascual, Pascual… Pascualito!
Esa misma noche salió luna llena. Ambos nietos se inquietaron, porque
en esta época el abuelo se ponía intratable. Desde el atardecer lo
vieron rondando por el corralón, hablando solo, dando de varillazos al
emparrado. Por momentos se aproximaba al cuarto, echaba una mirada a su
interior y al ver a sus nietos silenciosos, lanzaba un salivazo cargado
de rencor. Pedro le tenía miedo y cada vez que lo veía se acurrucaba y
quedaba inmóvil como una piedra.
-¡Mugre, nada más que mugre! -repitió toda la noche el abuelo, mirando la luna.
A la mañana siguiente Enrique amaneció resfriado. El viejo, que lo
sintió estornudar en la madrugada, no dijo nada. En el fondo, sin
embargo, presentía una catástrofe. Si Enrique enfermaba, ¿quién se
ocuparía de Pascual? La voracidad del cerdo crecía con su gordura.
Gruñía por las tardes con el hocico enterrado en el fango. Del corralón
de Nemesio, que vivía a una cuadra, se habían venido a quejar.
Al segundo día sucedió lo inevitable: Enrique no se pudo levantar.
Había tosido toda la noche y la mañana lo sorprendió temblando, quemado
por la fiebre.
-¿Tú también? -preguntó el abuelo.
Enrique señaló su pecho, que roncaba. El abuelo salió furioso del cuarto. Cinco minutos después regresó.
-¡Está muy mal engañarme de esta manera! -plañía-. Abusan de mí
porque no puedo caminar. Saben bien que soy viejo, que soy cojo. ¡De
otra manera los mandaría al diablo y me ocuparía yo solo de Pascual!
Efraín se despertó quejándose y Enrique comenzó a toser.
-¡Pero no importa! Yo me encargaré de él. ¡Ustedes son basura, nada
más que basura! ¡Unos pobres gallinazos sin plumas! Ya verán cómo les
saco ventaja. El abuelo está fuerte todavía. ¡Pero eso sí, hoy día no
habrá comida para ustedes! ¡No habrá comida hasta que no puedan
levantarse y trabajar!
A través del umbral lo vieron levantar las latas en vilo y volcarse
en la calle. Media hora después regresó aplastado. Sin la ligereza de
sus nietos el carro de la Baja Policía lo había ganado. Los perros,
además, habían querido morderlo.
-¡Pedazos de mugre! ¡Ya saben, se quedarán sin comida hasta que no trabajen!
Al día siguiente trató de repetir la operación pero tuvo que
renunciar. Su pierna de palo había perdido la costumbre de las pistas de
asfalto, de las duras aceras y cada paso que daba era como un lanzazo
en la ingle. A la hora celeste del tercer día quedó desplomado en su
colchón, sin otro ánimo que para el insulto.
-¡Si se muere de hambre -gritaba -será por culpa de ustedes!
Desde entonces empezaron unos días angustiosos, interminables. Los
tres pasaban el día encerrados en el cuarto, sin hablar, sufriendo una
especie de reclusión forzosa. Efraín se revolcaba sin tregua, Enrique
tosía. Pedro se levantaba y después de hacer un recorrido por el
corralón, regresaba con una piedra en la boca, que depositaba en las
manos de sus amos. Don Santos, a medio acostar, jugaba con su pierna de
palo y les lanzaba miradas feroces. A mediodía se arrastraba hasta la
esquina del terreno donde crecían verduras y preparaba su almuerzo, que
devoraba en secreto. A veces aventaba a la cama de sus nietos alguna
lechuga o una zanahoria cruda, con el propósito de excitar su apetito
creyendo así hacer más refinado su castigo.
Efraín ya no tenía fuerzas para quejarse. Solamente Enrique sentía
crecer en su corazón un miedo extraño y al mirar a los ojos del abuelo
creía desconocerlo, como si ellos hubieran perdido su expresión humana.
Por las noches, cuando la luna se levantaba, cogía a Pedro entre sus
brazos y lo aplastaba tiernamente hasta hacerlo gemir. A esa hora el
cerdo comenzaba a gruñir y el abuelo se quejaba como si lo estuvieran
ahorcando. A veces se ceñía la pierna de palo y salía al corralón. A la
luz de la luna Enrique lo veía ir diez veces del chiquero a la huerta,
levantando los puños, atropellando lo que encontraba en su camino. Por
último reingresaba en su cuarto y se quedaba mirándolos fijamente, como
si quisiera hacerlos responsables del hambre de Pascual.
La última noche de luna llena nadie pudo dormir. Pascual lanzaba
verdaderos rugidos. Enrique había oído decir que los cerdos, cuando
tenían hambre, se volvían locos como los hombres. El abuelo permaneció
en vela, sin apagar siquiera el farol. Esta vez no salió al corralón ni
maldijo entre dientes. Hundido en su colchón miraba fijamente la puerta.
Parecía amasar dentro de sí una cólera muy vieja, jugar con ella,
aprestarse a dispararla. Cuando el cielo comenzó a desteñirse sobre las
lomas, abrió la boca, mantuvo su oscura oquedad vuelta hacia sus nietos y
lanzó un rugido:
¡Arriba, arriba, arriba! -los golpes comenzaron a llover-. ¡A
levantarse haraganes! ¿Hasta cuándo vamos a estar así? ¡Esto se acabó!
¡De pie!…
Efraín se echó a llorar, Enrique se levantó, aplastándose contra la
pared. Los ojos del abuelo parecían fascinarlo hasta volverlo insensible
a los golpes. Veía la vara alzarse y abatirse sobre su cabeza como si
fuera una vara de cartón. Al fin pudo reaccionar.
-¡A Efraín no! ¡Él no tiene la culpa! ¡Déjame a mí solo, yo saldré, yo iré al muladar!
El abuelo se contuvo jadeante. Tardó mucho en recuperar el aliento.
-Ahora mismo… al muladar… lleva los dos cubos, cuatro cubos…
Enrique se apartó, cogió los cubos y se alejó a la carrera. La fatiga
del hambre y de la convalecencia lo hacían trastabillar. Cuando abrió
la puerta del corralón, Pedro quiso seguirlo.
-Tú no. Quédate aquí cuidando a Efraín.
Y se lanzó a la calle respirando a pleno pulmón el aire de la mañana.
En el camino comió yerbas, estuvo a punto de mascar la tierra. Todo lo
veía a través de una niebla mágica. La debilidad lo hacía ligero,
etéreo: volaba casi como un pájaro. En el muladar se sintió un gallinazo
más entre los gallinazos. Cuando los cubos estuvieron rebosantes
emprendió el regreso. Las beatas, los noctámbulos, los canillitas
descalzos, todas las secreciones del alba comenzaban a dispersarse por
la ciudad. Enrique, devuelto a su mundo, caminaba feliz entre ellos, en
su mundo de perros y fantasmas, tocado por la hora celeste.
Al entrar al corralón sintió un aire opresor, resistente, que lo
obligó a detenerse. Era como si allí, en el dintel, terminara un mundo y
comenzara otro fabricado de barro, de rugidos, de absurdas penitencias.
Lo sorprendente era, sin embargo, que esta vez reinaba en el corralón
una calma cargada de malos presagios, como si toda la violencia
estuviera en equilibrio, a punto de desplomarse. El abuelo, parado al
borde del chiquero, miraba hacia el fondo. Parecía un árbol creciendo
desde su pierna de palo. Enrique hizo ruido pero el abuelo no se movió.
-¡Aquí están los cubos!
Don Santos le volvió la espalda y quedó inmóvil. Enrique soltó los
cubos y corrió intrigado hasta el cuarto. Efraín apenas lo vio, comenzó a
gemir:
-Pedro… Pedro…
-¿Qué pasa?
-Pedro ha mordido al abuelo… el abuelo cogió la vara… después lo sentí aullar.
Enrique salió del cuarto.
-¡Pedro, ven aquí! ¿Dónde estás, Pedro?
Nadie le respondió. El abuelo seguía inmóvil, con la mirada en la
pared. Enrique tuvo un mal presentimiento. De un salto se acercó al
viejo.
-¿Dónde está Pedro?
Su mirada descendió al chiquero. Pascual devoraba algo en medio del lodo. Aún quedaban las piernas y el rabo del perro.
-¡No! -gritó Enrique tapándose los ojos-. ¡No, no! -y a través de las
lágrimas buscó la mirada del abuelo. Este la rehuyó, girando torpemente
sobre su pierna de palo. Enrique comenzó a danzar en torno suyo,
prendiéndose de su camisa, gritando, pataleando, tratando de mirar sus
ojos, de encontrar una respuesta.
-¿Por qué has hecho eso? ¿Por qué?
El abuelo no respondía. Por último, impaciente, dio un manotón a su
nieto que lo hizo rodar por tierra. Desde allí Enrique observó al viejo
que, erguido como un gigante, miraba obstinadamente el festín de
Pascual. Estirando la mano encontró la vara que tenía el extremo
manchado de sangre. Con ella se levantó de puntillas y se acercó al
viejo.
-¡Voltea! -gritó-. ¡Voltea!
Cuando don Santos se volvió, divisó la vara que cortaba el aire y se estrellaba contra su pómulo.
-¡Toma! -chilló Enrique y levantó nuevamente la mano. Pero
súbitamente se detuvo, temeroso de lo que estaba haciendo y, lanzando la
vara a su alrededor, miró al abuelo casi arrepentido. El viejo,
cogiéndose el rostro, retrocedió un paso, su pierna de palo tocó tierra
húmeda, resbaló, y dando un alarido se precipitó de espaldas al
chiquero.
Enrique retrocedió unos pasos. Primero aguzó el oído pero no se
escuchaba ningún ruido. Poco a poco se fue aproximando. El abuelo, con
la pata de palo quebrada, estaba de espaldas en el fango. Tenía la boca
abierta y sus ojos buscaban a Pascual, que se había refugiado en un
ángulo y husmeaba sospechosamente el lodo. Enrique se fue retirando, con
el mismo sigilo con que se había aproximado. Probablemente el abuelo
alcanzó a divisarlo pues mientras corría hacia el cuarto le pareció que
lo llamaba por su nombre, con un tono de ternura que él nunca había
escuchado.
¡ A mí, Enrique, a mí!…
-¡Pronto! -exclamó Enrique, precipitándose sobre su hermano -¡Pronto,
Efraín! ¡El viejo se ha caído al chiquero! ¿Debemos irnos de acá!
-¿Adónde? -preguntó Efraín.
-¿Adonde sea, al muladar, donde podamos comer algo, donde los gallinazos!
-¡No me puedo parar!
Enrique cogió a su hermano con ambas manos y lo estrechó contra su
pecho. Abrazados hasta formar una sola persona cruzaron lentamente el
corralón. Cuando abrieron el portón de la calle se dieron cuenta que la
hora celeste había terminado y que la ciudad, despierta y viva, abría
ante ellos su gigantesca mandíbula.
Desde el chiquero llegaba el rumor de una batalla.