"El demonio de la perversidad" de Edgar Allan Poe
El siguiente cuento no empieza como los cuentos típicos de Poe, su inicio es un tanto diferente ya que es un diálogo o un discurso, a lo que Poe desarrolla el concepto de la perversidad. Se pueden confundir con un ensayo, pero la ficción ocurre al final del texto cuando el narrador relata lo que aconteció. Existe una intertextualidad junto con otros cuentos del mismo autor como son el caso de : "El tonel de amontillado", "Corazón delator" , "El gato negro" o " El entierro prematuro" . Espero disfrutem del discurso y como podría confundirse con la locura del personaje.
El demonio de la perversidad
En la consideración de las facultades e impulsos de los prima mobilia
del alma humana los frenólogos han olvidado una tendencia que, aunque
evidentemente existe como un sentimiento radical, primitivo,
irreductible, los moralistas que los precedieron también habían pasado
por alto. Con la perfecta arrogancia de la razón, todos la hemos pasado
por alto. Hemos permitido que su existencia escapara a nuestro
conocimiento tan sólo por falta de creencia, de fe, sea fe en la
Revelación o fe en la Cábala. Nunca se nos ha ocurrido pensar en ella,
simplemente por su gratuidad. No creímos que esa tendencia tuviera
necesidad de un impulso. No podíamos percibir su necesidad. No podíamos
entender, es decir, aunque la noción de este primum mobile se hubiese
introducido por sí misma, no podíamos entender de qué modo era capaz de
actuar para mover las cosas humanas, ya temporales, ya eternas. No es
posible negar que la frenología, y en gran medida toda la metafísica,
han sido elaboradas a priori. El metafísico y el lógico, más que el
hombre que piensa o el que observa, se ponen a imaginar designios de
Dios, a dictarle propósitos. Habiendo sondeado de esta manera, a gusto,
las intenciones de Jehová, construyen sobre estas intenciones sus
innumerables sistemas mentales. En materia de frenología, por ejemplo,
hemos determinado, primero (por lo demás era bastante natural hacerlo),
que entre los designios de la Divinidad se contaba el de que el hombre
comiera. Asignamos, pues, a éste un órgano de la alimentividad para
alimentarse, y este órgano es el acicate con el cual la Deidad fuerza al
hombre, quieras que no, a comer. En segundo lugar, habiendo decidido
que la voluntad de Dios quiere que el hombre propague la especie,
descubrimos inmediatamente un órgano de la amatividad. Y lo mismo
hicimos con la combatividad, la idealidad, la casualidad, la
constructividad, en una palabra, con todos los órganos que representaran
una tendencia, un sentimiento moral o una facultad del puro intelecto. Y
en este ordenamiento de los principios de la acción humana, los
spurzheimistas, con razón o sin ella, en parte o en su totalidad, no han
hecho sino seguir en principio los pasos de sus predecesores,
deduciendo y estableciendo cada cosa a partir del destino preconcebido
del hombre y tomando como fundamento los propósitos de su Creador.
Hubiera
sido más prudente, hubiera sido más seguro fundar nuestra clasificación
(puesto que debemos hacerla) en lo que el hombre habitual u
ocasionalmente hace, y en lo que siempre hace ocasionalmente, en cambio
de fundarla en la hipótesis de lo que Dios pretende obligarle a hacer.
Si no podemos comprender a Dios en sus obras visibles, ¿cómo lo
comprenderíamos en los inconcebibles pensamientos que dan vida a sus
obras? Si no podemos entenderlo en sus criaturas objetivas, ¿cómo hemos
de comprenderlo en sus tendencias esenciales y en las fases de la
creación?
La inducción a posteriori hubiera llevado a la
frenología a admitir, como principio innato y primitivo de la acción
humana, algo paradójico que podemos llamar perversidad a falta de un
término más característico. En el sentido que le doy es, en realidad, un
móvil sin motivo, un motivo no motivado. Bajo sus incitaciones actuamos
sin objeto comprensible, o, si esto se considera una contradicción en
los términos, podemos llegar a modificar la proposición y decir que bajo
sus incitaciones actuamos por la razón de que no deberíamos actuar. En
teoría ninguna razón puede ser más irrazonable; pero, de hecho, no hay
ninguna más fuerte. Para ciertos espíritus, en ciertas condiciones llega
a ser absolutamente irresistible. Tan seguro como que respiro sé que en
la seguridad de la equivocación o el error de una acción cualquiera
reside con frecuencia la fuerza irresistible, la única que nos impele a
su prosecución. Esta invencible tendencia a hacer el mal por el mal
mismo no admitirá análisis o resolución en ulteriores elementos. Es un
impulso radical, primitivo, elemental. Se dirá, lo sé, que cuando
persistimos en nuestros actos porque sabemos que no deberíamos hacerlo,
nuestra conducta no es sino una modificación de la que comúnmente
provoca la combatividad de la frenología. Pero una mirada mostrará la
falacia de esta idea. La combatividad, a la cual se refiere la
frenología, tiene por esencia la necesidad de autodefensa. Es nuestra
salvaguardia contra todo daño. Su principio concierne a nuestro
bienestar, y así el deseo de estar bien es excitado al mismo tiempo que
su desarrollo. Se sigue que el deseo de estar bien debe ser excitado al
mismo tiempo por algún principio que será una simple modificación de la
combatividad, pero en el caso de esto que llamamos perversidad el deseo
de estar bien no sólo no se manifiesta, sino que existe un sentimiento
fuertemente antagónico.
Si se apela al propio corazón, se
hallará, después de todo, la mejor réplica a la sofistería que acaba de
señalarse. Nadie que consulte con sinceridad su alma y la someta a todas
las preguntas estará dispuesto a negar que esa tendencia es
absolutamente radical. No es más incomprensible que característica. No
hay hombre viviente a quien en algún período no lo haya atormentado, por
ejemplo, un vehemente deseo de torturar a su interlocutor con
circunloquios. El que habla advierte el desagrado que causa; tiene toda
la intención de agradar; por lo demás, es breve, preciso y claro; el
lenguaje más lacónico y más luminoso lucha por brotar de su boca; sólo
con dificultad refrena su curso; teme y lamenta la cólera de aquel a
quien se dirige; sin embargo, se le ocurre la idea de que puede
engendrar esa cólera con ciertos incisos y ciertos paréntesis. Este solo
pensamiento es suficiente. El impulso crece hasta el deseo, el deseo
hasta el anhelo, el anhelo hasta un ansia incontrolable y el ansia (con
gran pesar y mortificación del que habla y desafiando todas las
consecuencias) es consentida.
Tenemos ante nosotros una tarea que
debe ser cumplida velozmente. Sabemos que la demora será ruinosa. La
crisis más importante de nuestra vida exige, a grandes voces, energía y
acción inmediatas. Ardemos, nos consumimos de ansiedad por comenzar la
tarea, y en la anticipación de su magnífico resultado nuestra alma se
enardece. Debe, tiene que ser emprendida hoy y, sin embargo, la dejamos
para mañana; y ¿por qué? No hay respuesta, salvo que sentimos esa
actitud perversa, usando la palabra sin comprensión del principio. El
día siguiente llega, y con él una ansiedad más impaciente por cumplir
con nuestro deber, pero con este verdadero aumento de ansiedad llega
también un indecible anhelo de postergación realmente espantosa por lo
insondable. Este anhelo cobra fuerzas a medida que pasa el tiempo. La
última hora para la acción está al alcance de nuestra mano. Nos
estremece la violencia del conflicto interior, de lo definido con lo
indefinido, de la sustancia con la sombra. Pero si la contienda ha
llegado tan lejos, la sombra es la que vence, luchamos en vano. Suena la
hora y doblan a muerto por nuestra felicidad. Al mismo tiempo es el
canto del gallo para el fantasma que nos había atemorizado. Vuela,
desaparece, somos libres. La antigua energía retorna. Trabajaremos
ahora. ¡Ay, es demasiado tarde!
Estamos al borde de un
precipicio. Miramos el abismo, sentimos malestar y vértigo. Nuestro
primer impulso es retroceder ante el peligro. Inexplicablemente, nos
quedamos. En lenta graduación, nuestro malestar y nuestro vértigo se
confunden en una nube de sentimientos inefables. Por grados aún más
imperceptibles esta nube cobra forma, como el vapor de la botella de
donde surgió el genio en Las mil y una noches. Pero en esa nube nuestra
al borde del precipicio, adquiere consistencia una forma mucho más
terrible que cualquier genio o demonio de leyenda, y, sin embargo, es
sólo un pensamiento, aunque temible, de esos que hielan hasta la médula
de los huesos con la feroz delicia de su horror. Es simplemente la idea
de lo que serían nuestras sensaciones durante la veloz caída desde
semejante altura. Y esta caída, esta fulminante aniquilación, por la
simple razón de que implica la más espantosa y la más abominable entre
las más espantosas y abominables imágenes de la muerte y el sufrimiento
que jamás se hayan presentado a nuestra imaginación, por esta simple
razón la deseamos con más fuerza. Y porque nuestra razón nos aparta
violentamente del abismo, por eso nos acercamos a él con más ímpetu. No
hay en la naturaleza pasión de una impaciencia tan demoniaca como la del
que, estremecido al borde de un precipicio, piensa arrojarse en él.
Aceptar por un instante cualquier atisbo de pensamiento significa la
perdición inevitable, pues la reflexión no hace sino apremiarnos para
que no lo hagamos, y justamente por eso, digo, no podemos hacerlo. Si no
hay allí un brazo amigo que nos detenga, o si fallamos en el súbito
esfuerzo de echarnos atrás, nos arrojamos, nos destruimos.
Examinemos
estas acciones y otras similares: encontraremos que resultan sólo del
espíritu de perversidad. Las perpetramos simplemente porque sentimos que
no deberíamos hacerlo. Más acá o más allá de esto no hay principio
inteligible, y podríamos en verdad considerar su perversidad como una
instigación directa del demonio si no supiéramos que a veces actúa en
fomento del bien.
He hablado tanto que en cierta medida puedo
responder a vuestra pregunta, puedo explicaros por qué estoy aquí, puedo
mostraros algo que tendrá por lo menos una débil apariencia de
justificación de estos grillos y esta celda de condenado que ocupo. Si
no hubiera sido tan prolijo, o no me hubierais comprendido, o, como la
chusma, me hubierais considerado loco. Ahora advertiréis fácilmente que
soy una de las innumerables víctimas del demonio de la perversidad.
Es
imposible que acción alguna haya sido preparada con más perfecta
deliberación. Semanas, meses enteros medité en los medios del asesinato.
Rechacé mil planes porque su realización implicaba una chance de ser
descubierto. Por fin, leyendo algunas memorias francesas, encontré el
relato de una enfermedad casi fatal sobrevenida a madame Pilau por obra
de una vela accidentalmente envenenada. La idea impresionó de inmediato
mi imaginación. Sabía que mi víctima tenía la costumbre de leer en la
cama. Sabía también que su habitación era pequeña y mal ventilada. Pero
no necesito fatigaros con detalles impertinentes. No necesito describir
los fáciles artificios mediante los cuales sustituí, en el candelero de
su dormitorio, la vela que allí encontré por otra de mi fabricación. A
la mañana siguiente lo hallaron muerto en su lecho, y el veredicto del
coroner fue: «Muerto por la voluntad de Dios.»
Heredé su fortuna y
todo anduvo bien durante varios años. Ni una sola vez cruzó por mi
cerebro la idea de ser descubierto. Yo mismo hice desaparecer los restos
de la bujía fatal. No dejé huella de una pista por la cual fuera
posible acusarme o siquiera hacerme sospechoso del crimen. Es
inconcebible el magnífico sentimiento de satisfacción que nacía en mi
pecho cuando reflexionaba en mi absoluta seguridad. Durante un período
muy largo me acostumbré a deleitarme en este sentimiento. Me
proporcionaba un placer más real que las ventajas simplemente materiales
derivadas de mi crimen. Pero le sucedió, por fin, una época en que el
sentimiento agradable llegó, en gradación casi imperceptible, a
convertirse en una idea obsesiva, torturante. Torturante por lo
obsesiva. Apenas podía librarme de ella por momentos. Es harto común que
nos fastidie el oído, o más bien la memoria, el machacón estribillo de
una canción vulgar o algunos compases triviales de una ópera. El
martirio no sería menor si la canción en sí misma fuera buena o el aria
de ópera meritoria. Así es como, al fin, me descubría permanentemente
pensando en mi seguridad y repitiendo en voz baja la frase: «Estoy a
salvo».
Un día, mientras vagabundeaba por las calles, me
sorprendí en el momento de murmurar, casi en voz alta, las palabras
acostumbradas. En un acceso de petulancia les di esta nueva forma:
«Estoy a salvo, estoy a salvo si no soy lo bastante tonto para confesar
abiertamente.»
No bien pronuncié estas palabras, sentí que un
frío de hielo penetraba hasta mi corazón. Tenía ya alguna experiencia de
estos accesos de perversidad (cuya naturaleza he explicado no sin
cierto esfuerzo) y recordaba que en ningún caso había resistido con
éxito sus embates. Y ahora, la casual insinuación de que podía ser lo
bastante tonto para confesar el asesinato del cual era culpable se
enfrentaba conmigo como la verdadera sombra de mi asesinado y me llamaba
a la muerte.
Al principio hice un esfuerzo para sacudir esta
pesadilla de mi alma. Caminé vigorosamente, más rápido, cada vez más
rápido, para terminar corriendo. Sentía un deseo enloquecedor de gritar
con todas mis fuerzas. Cada ola sucesiva de mi pensamiento me abrumaba
de terror, pues, ay, yo sabía bien, demasiado bien, que pensar, en mi
situación, era estar perdido. Aceleré aún más el paso. Salté como un
loco por las calles atestadas. Al fin, el populacho se alarmó y me
persiguió. Sentí entonces la consumación de mi destino. Si hubiera
podido arrancarme la lengua, lo habría hecho, pero una voz ruda resonó
en mis oídos, una mano más ruda me aferró por el hombro. Me volví, abrí
la boca para respirar. Por un momento experimenté todas las angustias
del ahogo: estaba ciego, sordo, aturdido; y entonces algún demonio
invisible -pensé- me golpeó con su ancha palma en la espalda. El
secreto, largo tiempo prisionero, irrumpió de mi alma.
Dicen que
hablé con una articulación clara, pero con marcado énfasis y apasionada
prisa, como si temiera una interrupción antes de concluir las breves
pero densas frases que me entregaban al verdugo y al infierno.
Después de relatar todo lo necesario para la plena acusación judicial, caí por tierra desmayado.
Pero, ¿para qué diré más? ¡Hoy tengo estas cadenas y estoy aquí! ¡Mañana estaré libre! Pero, ¿dónde?