viernes, 30 de diciembre de 2016

"¿Por qué. cariño?" de Raymond Carver

"¿Por qué. cariño?" de Raymond Carver


Después de un largo tiempo, vuelvo a recomendarles un cuento el cual los dejará con la boca abierta. El siguiente escritor es Raymond Carver , un hábil cuentista que te dejará asombrado ante la trama de su historia donde una mujer narra lo que aconteció entre ella y su hijo . Desde un inicio, el cuento nos provocala duda por la cual la mujer esta sorprendida por ser encontrada por el remitente de la carta. La historia se nos dirá la razón de la misma. El final le pertenece al lector. Leanlo, les sorprenderá. 


¿Por qué. cariño?



 Muy señor mío:
        Me sorprendió tanto recibir su carta preguntándome por mi hijo… ¿Cómo ha dado conmigo? Me vine a vivir aquí hace años, justo después de que empezara a suceder todo aquello. Aquí nadie sabe quién soy, pero de todas formas tengo miedo. Y de quien tengo miedo es de él. Cuando miro el periódico me tiemblan las manos y me pongo a pensar. Leo lo que escriben sobre él y me pregunto si ese hombre es realmente mi hijo, si de verdad está haciendo todas esas cosas.
       Era un buen chico, si dejamos aparte sus arrebatos y el hecho de que nunca dijera la verdad. No sé por qué razón. Todo empezó un verano, hacia el cuatro de julio, cuando él tenía unos quince años. Nos desapareció Trudy, la gata, y no la vimos ni aquella noche ni al día siguiente. Mrs. Cooper, la vecina de atrás, vino al día siguiente por la noche a decirme que Trudy se había arrastrado hasta su jardín aquella tarde, agonizando. Y que estaba muerta. Estaba destrozada, me dijo, pero aun así pudo reconocerla. Y que la había enterrado.
       ¿Destrozada?, dije. ¿Qué quiere decir?
       Mr. Cooper había visto a dos chicos metiéndole petardos por las orejas y en… ya sabe dónde. Trató de detenerlos, pero escaparon corriendo.
       ¿Quién, quién estaba haciéndole eso a Trudy? ¿Mr. Cooper vio quiénes eran?
       Mr. Cooper no conocía al otro chico, pero uno de ellos salió corriendo en esta dirección, y Mr. Cooper creía que era mi hijo.
       Yo negué con la cabeza. No, era imposible, él jamás haría algo semejante, él quería a Trudy, Trudy llevaba años con nosotros. No, no podía ser mi hijo.
       Aquella noche le conté a mi hijo lo de Trudy, y él se mostró sorprendido y afectado, y dijo que deberíamos ofrecer una recompensa. Escribió a máquina una nota y prometió ponerla en el tablón de la escuela. Pero cuando aquella noche se iba a su cuarto me dijo no te lo tomes tan a pecho, mamá, Trudy era vieja, en años de gato tendría unos sesenta y cinco o setenta, una vida muy larga.
       Se puso a trabajar las tardes y los sábados en el almacén de Hartley’s. Una amiga mía que trabajaba allí, Betty Wilks, me habló acerca del empleo y me prometió recomendarle. Se lo dije a él aquella noche, y él me dijo que estupendo, que era difícil para la gente joven encontrar trabajo.
       La noche en que iba a volver con su primera paga le preparé su cena preferida, y cuando llegó a casa se encontró con todo listo sobre la mesa. Aquí está el hombre de la casa, le dije, abrazándolo. Estoy tan orgullosa, ¿cuánto has cobrado, cariño? Ochenta dólares, dijo. Me dejó pasmada. Es maravilloso, cariño, no me lo puedo ni creer. Estoy muerto de hambre, dijo, vamos a comer.
       Me sentía feliz, pero no acababa de comprenderlo: era más de lo que yo ganaba.
       Cuando fui a hacer la colada encontré en su bolsillo la matriz del talón de Hartley’s. Eran veintiocho dólares, y él me había dicho ochenta. ¿Por qué no me había contado la verdad? No lograba entenderlo.
       Le preguntaba ¿dónde estuviste anoche, cariño? En el cine, respondía. Y luego me enteraba de que había ido al baile de la escuela o de que había pasado la tarde dando vueltas en el coche de un amigo. ¿Qué más le dará decir la verdad?, pensaba yo. ¿Por qué no es sincero? ¿Qué razón hay para mentirle a su madre?
       Recuerdo una vez que se suponía que volvía de una excursión al campo, y yo le pregunté si habían visto algo interesante en la excursión. Se encogió de hombros y me dijo que formaciones de tierra, rocas y cenizas volcánicas, y que les habían enseñado dónde había habido un gran lago un millón de años atrás, y que ahora no era más que un desierto. Me miró a los ojos y siguió hablando. Al día siguiente recibí una nota de la escuela pidiendo mi autorización para una excursión al campo; si autorizaba a mi hijo para que fuera.
       Hacia finales de su último año en la escuela se compró un coche y se pasaba el día fuera de casa. Yo estaba preocupada por sus notas, pero él se reía. Sabrá usted que era un excelente estudiante: si sabe algo de él, seguro que no lo ignora. Y luego se compró una escopeta y un cuchillo de caza.
       Yo detestaba ver aquellas cosas en la casa, y se lo dije. Se rió, siempre tenía una risa para todo. Me dijo que guardaría la escopeta y el cuchillo en el maletero del coche, que además allí los tendría más a mano.
       Un sábado no vino a dormir a casa. Me preocupé terriblemente. A la mañana siguiente, hacia las diez, entró en casa y me pidió que le preparara el desayuno, que se le había abierto el apetito cazando, que sentía mucho no haber vuelto en toda la noche, que había tenido que ir muy lejos en el coche para llegar al sitio de la caza. La cosa me sonó extraña. Y él estaba nervioso.
       ¿Adonde fuiste?
       Hasta Wenas. Disparamos unos cuantos tiros.
       ¿Con quién estuviste, cariño?
       Con Fred.
       ¿Con Fred?
       Se quedó con la mirada fija y no dijo nada más.
       Al domingo siguiente entré de puntillas en su cuarto a coger las llaves del coche. Me había prometido que al volver del trabajo la noche anterior compraría unas cosas para el desayuno, y pensé que quizá las había dejado en el coche. Vi sus zapatos nuevos sobresaliendo de debajo de la cama y cubiertos de barro y arena. Abrió los ojos.
       Cariño, ¿qué ha pasado con tus zapatos? Míralos.
       Me quedé sin gasolina, y tuve que ir hasta una gasolinera. Se incorporó en la cama. Además, ¿a ti qué te importa?
       Soy tu madre.
       Mientras estaba en la ducha cogí las llaves y fui hasta el coche. Abrí el maletero. No encontré las cosas del supermercado. Vi la escopeta sobre una colcha y el cuchillo y una de sus camisas hecha un ovillo, y la extendí y vi que estaba llena de sangre. Húmeda aún. La solté y se me cayó de las manos. Cerré el maletero y volví hacia casa y le vi en la ventana mirándome, y luego me abrió la puerta.
       Se me olvidó contártelo, dijo. Me estuvo sangrando la nariz de mala manera. No sé si se podrá lavar esa camisa. Tírala, dijo, y sonrió.
       Unos días después le pregunté qué tal le iba en el trabajo. Muy bien, me dijo. Dijo que le habían subido el sueldo. Pero me encontré con Betty Wilks en la calle y me dijo que en Hartley’s todos sentían mucho que mi hijo se hubiera ido, que todo el mundo le apreciaba, dijo Betty Wilks.
       Dos noches después estaba yo en la cama sin poder dormir. Con la mirada fija en el techo. Oí que el coche subía hasta la entrada, y escuché y oí cómo abría la puerta con la llave y entraba y pasaba por la cocina y por el pasillo y entraba en su cuarto y cerraba la puerta. Me levanté. Vi luz por debajo de la puerta, toqué y entreabrí la puerta y le dije: ¿Te apetece una taza de té calentito, cariño? No puedo dormir. Estaba inclinado sobre la cómoda, y cerró un cajón de golpe y se volvió y me gritó: ¡Fuera! ¡Fuera de aquí! ¡Estoy más que harto de que no dejes de espiarme!, me gritó. Me fui a mi cuarto y lloré hasta quedarme dormida. Aquella noche me destrozó el corazón.
       A la mañana siguiente, antes de que pudiera verle, ya se había ido. Pero a mí me pareció bien. En adelante lo trataría como a un huésped, a menos que decidiera cambiar de actitud. Ya no podía soportarlo más. Tendría que disculparse si quería que fuéramos algo más que extraños que viven bajo el mismo techo.
       Cuando llegué aquella noche, me tenía preparada la cena. ¿Cómo estás?, me dijo. Me ayudó a quitarme el abrigo. ¿Qué tal te ha ido el día?
       Le dije: Anoche no pude dormir, cariño. Me prometí a mí misma no sacar a relucir el asunto, y no intento hacer que te sientas culpable, pero no estoy acostumbrada a que me hable así mi propio hijo.
       Quiero enseñarte algo, dijo, y me enseñó el trabajo que estaba escribiendo para la clase de educación cívica. Creo que trataba sobre las relaciones entre el Congreso y el Tribunal Supremo. (¡Era el trabajo con el que ganaría un premio al graduarse!). Traté de leerlo, y entonces me dije: éste es el momento. Cariño, me gustaría tener una charla contigo. Es duro educar a un hijo estando como están las cosas hoy día, y más duro aún para nosotros, sin un padre en la casa, sin un hombre a quien acudir cuando lo necesitamos. Eres ya casi un hombre pero yo aún soy la responsable, y creo que me merezco algún respeto y consideración, y he intentado ser sincera y justa contigo. Quiero la verdad, eso es todo. Nunca te he pedido más que eso: la verdad. Cariño, dije tomando aliento, supon que tuvieras un hijo y que cuando le preguntaras algo, cualquier cosa, dónde ha estado o adonde va, en qué emplea su tiempo, cualquiera de esas cosas, nunca jamás te dijera la verdad. Un hijo que, si le preguntaras si llueve, respondiera que no, que hace un tiempo estupendo y soleado, supongo que riéndose para sus adentros y creyéndote demasiado estúpido o demasiado viejo para notar que sus ropas están empapadas. ¿Qué necesidad tiene de mentirme?, te preguntarías. ¿Qué es lo que gana?, te dirías, sin entenderlo. No hago más que preguntarme por qué, pero no encuentro respuesta. ¿Por qué, cariño?
       No me contestó, se quedó con la mirada fija, y luego se acercó y se puso a mi lado y me dijo: Lo vas a ver. Arrodíllate, para empezar; ponte de rodillas, te lo ordeno, dijo. Ahí tienes la razón, ¿me oyes?
       Corrí a mi cuarto y cerré con pestillo la puerta. Aquella noche se marchó de casa. Cogió sus cosas, las que le pareció, y se fue de casa. Lo crea o no, fue la última vez que le vi. Cuando se graduó yo también estaba, pero en medio de mucha gente. Me senté entre los asistentes y vi cómo recogía su diploma, y el premio por ese trabajo, y le oí pronunciar el discurso y le aplaudí junto con el resto de los padres.
       Y luego me fui a casa.
       Jamás le he vuelto a ver. Oh, sí, claro que lo he visto en la televisión y en las fotos de los periódicos.
       Me enteré de que se había enrolado en los marines, y luego le oí decir a alguien que se había salido de los marines y había vuelto a la universidad, al este, y que se casó con esa chica y que se metió en política. Empecé a ver su nombre en los periódicos. Averigüé dónde vivía y le escribí, le escribí una carta cada tantos meses, pero nunca me contestó. Se presentó a gobernador y resultó elegido. Y se hizo famoso. Entonces fue cuando empecé a preocuparme.
       Me entraron todos estos miedos, me asusté, dejé de escribirle, naturalmente, y luego confié en que pensara que me había muerto. Me mudé aquí. Hice que me dieran un número de teléfono que no saliera en la guía. Y al final me he tenido que cambiar de nombre. Si uno es poderoso y quiere encontrar a alguien, acaba encontrándolo. No tiene que ser difícil.
       Debería sentirme orgullosa, pero tengo miedo. La semana pasada vi un coche en la calle, y dentro había un hombre que yo sabía que me estaba mirando. Me metí en seguida en casa y cerré la puerta con llave. Hace unos días el teléfono se puso a sonar y a sonar. Yo estaba echada. Levanté el auricular, pero nadie dijo una palabra.
       Soy vieja. Soy su madre. Debería sentirme la más orgullosa de las madres del país, pero lo único que siento es miedo.
       Gracias por escribirme. Necesitaba que alguien supiera todo esto. Estoy muy avergonzada.
       También quería preguntarle cómo ha conseguido mi nombre y dirección. He rezado mucho para que nadie se enterara. Pero usted lo ha averiguado. ¿Por qué lo ha hecho? Por favor, dígame por qué.

Le saluda atentamente,

 

martes, 20 de septiembre de 2016

"El timonel" de Franz Kafka

"El timonel" de Franz Kafka 

Encontré un cuento corto, pero no por eso malo del gran maestro Kafka. El cuento vale la pena leerlo porque puede expresar ,para los lectores, varios significados. A mi gusto ,me cautivo el espacio oscuro el cual se maneja la obra. Espero lo lean, vale la pena . 

El Timonel

¿Acaso no soy timonel? ?exclamé. ?¿Tú? ?preguntó un hombre alto y moreno, y se pasó la mano por los ojos, como si disipara un sueño. Yo había estado al timón en noches oscuras, la débil luz del farol sobre mi cabeza, y ahora había venido aquel hombre y quería apartarme. Y como yo no cediera, me puso el pie en el pecho y me empujó lentamente contra el suelo, mientras yo seguía aferrado al timón y lo arrancaba al caer. Entonces el hombre se apoderó de el, lo puso en su lugar y me dio un empujón, alejándome. Me rehice de inmediato fui hasta la escotilla que llevaba a la cámara de la tripulación y grité: 
-¡Tripulantes! ¡Camaradas! ¡Venid pronto! ¡Un extraño me ha quitado el timón!
Llegaron lentamente, subiendo por la escalerilla, eran unas formas poderosas, oscilantes, cansadas. -¿Soy yo el timonel?- pregunté. 
Asintieron, pero sólo tenían miradas para el extraño, a quien rodeaban en semicírculo, y cuando con voz de mando él dijo: "No me molestéis", se reunieron, me observaron asintiendo con la cabeza y bajaron otra vez la escalerilla. ¿Qué pueblo es éste? ¿Piensan también, o sólo se arrastran sin sentido sobre la tierra?
 
 

"Los gallinazos sin plumas" de Julio Ramon Ribeyro

"Los gallinazos sin plumas" de Julio Ramon Ribeyro 

Hace tiempoque no publico un cuento nuevo, pero por fortuna no he dejado de leer y con ello seleccionar, asi que el siguiente cuento es del peruano Julio Ramon Ribeyro, uno de los grandes escritores de cuento hispanoamericano. 

Como siempre les dejo la idea principal del cuento.
Dos niños, que en realidad son hermanos de nombre Enrique y Efraín, viven con su cruel abuelo el cual alimenta a un voraz cerdo que habita en un  asqueroso y monstruoso chiquero. Sobreviven al conseguir alimento de la basura y es en ese lugar donde conocen a un perro el cual lo nombran Pedro. El abuelo pide más comida para su cerdo, pero un niño se lastima y cae en cama ; eso no le gusta al abuelo ¿ Qué podrá ocurrir ?



 Los gallinazos sin plumas

A las seis de la mañana la ciudad se levanta de puntillas y comienza a dar sus primeros pasos. Una fina niebla disuelve el perfil de los objetos y crea como una atmósfera encantada. Las personas que recorren la ciudad a esta hora parece que están hechas de otra sustancia, que pertenecen a un orden de vida fantasmal. Las beatas se arrastran penosamente hasta desaparecer en los pórticos de las iglesias. Los noctámbulos, macerados por la noche, regresan a sus casas envueltos en sus bufandas y en su melancolía. Los basureros inician por la avenida Pardo su paseo siniestro, armados de escobas y de carretas. A esta hora se ve también obreros caminando hacia el tranvía, policías bostezando contra los árboles, canillitas morados de frío, sirvientas sacando los cubos de basura. A esta hora, por último, como a una especie de misteriosa consigna, aparecen los gallinazos sin plumas.
A esta hora el viejo don Santos se pone la pierna de palo y sentándose en el colchón comienza a berrear:
-¡A levantarse! ¡Efraín, Enrique! ¡Ya es hora!
Los dos muchachos corren a la acequia del corralón frotándose los ojos legañosos. Con la tranquilidad de la noche el agua se ha remansado y en su fondo transparente se ven crecer yerbas y deslizarse ágiles infusorios. Luego de enjuagarse la cara, coge cada cual su lata y se lanzan a la calle. Don Santos, mientras tanto, se aproxima al chiquero y con su larga vara golpea el lomo de su cerdo que se revuelca entre los desperdicios.
-¡Todavía te falta un poco, marrano! Pero aguarda no más, que ya llegará tu turno.
Efraín y Enrique se demoran en el camino, trepándose a los árboles para arrancar moras o recogiendo piedras, de aquellas filudas que cortan el aire y hieren por la espalda. Siendo aún la hora celeste llegan a su dominio, una larga calle ornada de casas elegantes que desemboca en el malecón.
Ellos no son los únicos. En otros corralones, en otros suburbios alguien ha dado la voz de alarma y muchos se han levantado. Unos portan latas, otros cajas de cartón, a veces sólo basta un periódico viejo. Sin conocerse forman una especie de organización clandestina que tiene repartida toda la ciudad. Los hay que merodean por los edificios públicos, otros han elegido los parques o los muladares. Hasta los perros han adquirido sus hábitos, sus itinerarios, sabiamente aleccionados por la miseria.
Efraín y Enrique, después de un breve descanso, empiezan su trabajo. Cada uno escoge una acera de la calle. Los cubos de basura están alineados delante de las puertas. Hay que vaciarlos íntegramente y luego comenzar la exploración. Un cubo de basura es siempre una caja de sorpresas. Se encuentran latas de sardinas, zapatos viejos, pedazos de pan, pericotes muertos, algodones inmundos. A ellos sólo les interesan los restos de comida. En el fondo del chiquero, Pascual recibe cualquier cosa y tiene predilección por las verduras ligeramente descompuestas. La pequeña lata de cada uno se va llenando de tomates podridos, pedazos de sebo, extrañas salsas que no figuran en ningún manual de cocina. No es raro, sin embargo, hacer un hallazgo valioso. Un día Efraín encontró unos tirantes con los que fabricó una honda. Otra vez una pera casi buena que devoró en el acto. Enrique, en cambio, tiene suerte para las cajitas de remedios, los pomos brillantes, las escobillas de dientes usadas y otras cosas semejantes que colecciona con avidez.
Después de una rigurosa selección regresan la basura al cubo y se lanzan sobre el próximo. No conviene demorarse mucho porque el enemigo siempre está al acecho. A veces son sorprendidos por las sirvientas y tienen que huir dejando regado su botín. Pero, con más frecuencia, es el carro de la Baja Policía el que aparece y entonces la jornada está perdida.
Cuando el sol asoma sobre las lomas, la hora celeste llega a su fin. La niebla se ha disuelto, las beatas están sumidas en éxtasis, los noctámbulos duermen, los canillitas han repartido los diarios, los obreros trepan a los andamios. La luz desvanece el mundo mágico del alba. Los gallinazos sin plumas han regresado a su nido.


Don Santos los esperaba con el café preparado.
-A ver, ¿qué cosa me han traído?
Husmeaba entre las latas y si la provisión estaba buena hacía siempre el mismo comentario:
-Pascual tendrá banquete hoy día.
Pero la mayoría de las veces estallaba:
-¡Idiotas! ¿Qué han hecho hoy día? ¡Se han puesto a jugar seguramente! ¡Pascual se morirá de hambre!
Ellos huían hacia el emparrado, con las orejas ardientes de los pescozones, mientras el viejo se arrastraba hasta el chiquero. Desde el fondo de su reducto el cerdo empezaba a gruñir. Don Santos le aventaba la comida.
-¡Mi pobre Pascual! Hoy día te quedarás con hambre por culpa de estos zamarros. Ellos no te engríen como yo. ¡Habrá que zurrarlos para que aprendan!


Al comenzar el invierno el cerdo estaba convertido en una especie de monstruo insaciable. Todo le parecía poco y don Santos se vengaba en sus nietos del hambre del animal. Los obligaba a levantarse más temprano, a invadir los terrenos ajenos en busca de más desperdicios. Por último los forzó a que se dirigieran hasta el muladar que estaba al borde del mar.
-Allí encontrarán más cosas. Será más fácil además porque todo está junto.
Un domingo, Efraín y Enrique llegaron al barranco. Los carros de la Baja Policía, siguiendo una huella de tierra, descargaban la basura sobre una pendiente de piedras. Visto desde el malecón, el muladar formaba una especie de acantilado oscuro y humeante, donde los gallinazos y los perros se desplazaban como hormigas. Desde lejos los muchachos arrojaron piedras para espantar a sus enemigos. El perro se retiró aullando. Cuando estuvieron cerca sintieron un olor nauseabundo que penetró hasta sus pulmones. Los pies se les hundían en un alto de plumas, de excrementos, de materias descompuestas o quemadas. Enterrando las manos comenzaron la exploración. A veces, bajo un periódico amarillento, descubrían una carroña devorada a medios. En los acantilados próximos los gallinazos espiaban impacientes y algunos se acercaban saltando de piedra en piedra, como si quisieran acorralarlos. Efraín gritaba para intimidarlos y sus gritos resonaban en el desfiladero y hacían desprenderse guijarros que rodaban hacía el mar. Después de una hora de trabajo regresaron al corralón con los cubos llenos.
-¡Bravo! -exclamó don Santos-. Habrá que repetir esto dos o tres veces por semana.
Desde entonces, los miércoles y los domingos, Efraín y Enrique hacían el trote hasta el muladar. Pronto formaron parte de la extraña fauna de esos lugares y los gallinazos, acostumbrados a su presencia, laboraban a su lado, graznando, aleteando, escarbando con sus picos amarillos, como ayudándoles a descubrir la pista de la preciosa suciedad.
Fue al regresar de una de esas excursiones que Efraín sintió un dolor en la planta del pie. Un vidrio le había causado una pequeña herida. Al día siguiente tenía el pie hinchado, no obstante lo cual prosiguió su trabajo. Cuando regresaron no podía casi caminar, pero don Santos no se percató de ello, pues tenía visita. Acompañado de un hombre gordo que tenía las manos manchadas de sangre, observaba el chiquero.
-Dentro de veinte o treinta días vendré por acá -decía el hombre-. Para esa fecha creo que podrá estar a punto.
Cuando partió, don Santos echaba fuego por los ojos.
-¡A trabajar! ¡A trabajar! ¡De ahora en adelante habrá que aumentar la ración de Pascual! El negocio anda sobre rieles.
A la mañana siguiente, sin embargo, cuando don Santos despertó a sus nietos, Efraín no se pudo levantar.
-Tiene una herida en el pie -explicó Enrique-. Ayer se cortó con un vidrio.
Don Santos examinó el pie de su nieto. La infección había comenzado.
-¡Esas son patrañas! Que se lave el pie en la acequia y que se envuelva con un trapo.
-¡Pero si le duele! -intervino Enrique-. No puede caminar bien.
Don Santos meditó un momento. Desde el chiquero llegaban los gruñidos de Pascual.
-Y ¿a mí? -preguntó dándose un palmazo en la pierna de palo-. ¿Acaso no me duele la pierna? Y yo tengo setenta años y yo trabajo… ¡Hay que dejarse de mañas!
Efraín salió a la calle con su lata, apoyado en el hombro de su hermano. Media hora después regresaron con los cubos casi vacíos.
-¡No podía más! -dijo Enrique al abuelo-. Efraín está medio cojo.
Don Santos observó a sus dos nietos como si meditara una sentencia.
-Bien, bien -dijo rascándose la barba rala y cogiendo a Efraín del pescuezo lo arreó hacia el cuarto-. ¡Los enfermos a la cama! ¡A podrirse sobre el colchón! Y tú harás la tarea de tu hermano. ¡Vete ahora mismo al muladar!


Cerca de mediodía Enrique regresó con los cubos repletos. Lo seguía un extraño visitante: un perro escuálido y medio sarnoso.
-Lo encontré en el muladar -explicó Enrique -y me ha venido siguiendo.
Don Santos cogió la vara.
-¡Una boca más en el corralón!
Enrique levantó al perro contra su pecho y huyó hacia la puerta.
-¡No le hagas nada, abuelito! Le daré yo de mi comida.
Don Santos se acercó, hundiendo su pierna de palo en el lodo.
-¡Nada de perros aquí! ¡Ya tengo bastante con ustedes!
Enrique abrió la puerta de la calle.
-Si se va él, me voy yo también.
El abuelo se detuvo. Enrique aprovechó para insistir:
-No come casi nada…, mira lo flaco que está. Además, desde que Efraín está enfermo, me ayudará. Conoce bien el muladar y tiene buena nariz para la basura.
Don Santos reflexionó, mirando el cielo donde se condensaba la garúa. Sin decir nada, soltó la vara, cogió los cubos y se fue rengueando hasta el chiquero.
Enrique sonrió de alegría y con su amigo aferrado al corazón corrió donde su hermano.
-¡Pascual, Pascual… Pascualito! -cantaba el abuelo.
-Tú te llamarás Pedro -dijo Enrique acariciando la cabeza de su perro e ingresó donde Efraín.
Su alegría se esfumó: Efraín inundado de sudor se revolcaba de dolor sobre el colchón. Tenía el pie hinchado, como si fuera de jebe y estuviera lleno de aire. Los dedos habían perdido casi su forma.
-Te he traído este regalo, mira -dijo mostrando al perro-. Se llama Pedro, es para ti, para que te acompañe… Cuando yo me vaya al muladar te lo dejaré y los dos jugarán todo el día. Le enseñarás a que te traiga piedras en la boca.
¿Y el abuelo? -preguntó Efraín extendiendo su mano hacia el animal.
-El abuelo no dice nada -suspiró Enrique.
Ambos miraron hacia la puerta. La garúa había empezado a caer. La voz del abuelo llegaba:
-¡Pascual, Pascual… Pascualito!


Esa misma noche salió luna llena. Ambos nietos se inquietaron, porque en esta época el abuelo se ponía intratable. Desde el atardecer lo vieron rondando por el corralón, hablando solo, dando de varillazos al emparrado. Por momentos se aproximaba al cuarto, echaba una mirada a su interior y al ver a sus nietos silenciosos, lanzaba un salivazo cargado de rencor. Pedro le tenía miedo y cada vez que lo veía se acurrucaba y quedaba inmóvil como una piedra.
-¡Mugre, nada más que mugre! -repitió toda la noche el abuelo, mirando la luna.
A la mañana siguiente Enrique amaneció resfriado. El viejo, que lo sintió estornudar en la madrugada, no dijo nada. En el fondo, sin embargo, presentía una catástrofe. Si Enrique enfermaba, ¿quién se ocuparía de Pascual? La voracidad del cerdo crecía con su gordura. Gruñía por las tardes con el hocico enterrado en el fango. Del corralón de Nemesio, que vivía a una cuadra, se habían venido a quejar.
Al segundo día sucedió lo inevitable: Enrique no se pudo levantar. Había tosido toda la noche y la mañana lo sorprendió temblando, quemado por la fiebre.
-¿Tú también? -preguntó el abuelo.
Enrique señaló su pecho, que roncaba. El abuelo salió furioso del cuarto. Cinco minutos después regresó.
-¡Está muy mal engañarme de esta manera! -plañía-. Abusan de mí porque no puedo caminar. Saben bien que soy viejo, que soy cojo. ¡De otra manera los mandaría al diablo y me ocuparía yo solo de Pascual!
Efraín se despertó quejándose y Enrique comenzó a toser.
-¡Pero no importa! Yo me encargaré de él. ¡Ustedes son basura, nada más que basura! ¡Unos pobres gallinazos sin plumas! Ya verán cómo les saco ventaja. El abuelo está fuerte todavía. ¡Pero eso sí, hoy día no habrá comida para ustedes! ¡No habrá comida hasta que no puedan levantarse y trabajar!
A través del umbral lo vieron levantar las latas en vilo y volcarse en la calle. Media hora después regresó aplastado. Sin la ligereza de sus nietos el carro de la Baja Policía lo había ganado. Los perros, además, habían querido morderlo.
-¡Pedazos de mugre! ¡Ya saben, se quedarán sin comida hasta que no trabajen!
Al día siguiente trató de repetir la operación pero tuvo que renunciar. Su pierna de palo había perdido la costumbre de las pistas de asfalto, de las duras aceras y cada paso que daba era como un lanzazo en la ingle. A la hora celeste del tercer día quedó desplomado en su colchón, sin otro ánimo que para el insulto.
-¡Si se muere de hambre -gritaba -será por culpa de ustedes!


Desde entonces empezaron unos días angustiosos, interminables. Los tres pasaban el día encerrados en el cuarto, sin hablar, sufriendo una especie de reclusión forzosa. Efraín se revolcaba sin tregua, Enrique tosía. Pedro se levantaba y después de hacer un recorrido por el corralón, regresaba con una piedra en la boca, que depositaba en las manos de sus amos. Don Santos, a medio acostar, jugaba con su pierna de palo y les lanzaba miradas feroces. A mediodía se arrastraba hasta la esquina del terreno donde crecían verduras y preparaba su almuerzo, que devoraba en secreto. A veces aventaba a la cama de sus nietos alguna lechuga o una zanahoria cruda, con el propósito de excitar su apetito creyendo así hacer más refinado su castigo.
Efraín ya no tenía fuerzas para quejarse. Solamente Enrique sentía crecer en su corazón un miedo extraño y al mirar a los ojos del abuelo creía desconocerlo, como si ellos hubieran perdido su expresión humana. Por las noches, cuando la luna se levantaba, cogía a Pedro entre sus brazos y lo aplastaba tiernamente hasta hacerlo gemir. A esa hora el cerdo comenzaba a gruñir y el abuelo se quejaba como si lo estuvieran ahorcando. A veces se ceñía la pierna de palo y salía al corralón. A la luz de la luna Enrique lo veía ir diez veces del chiquero a la huerta, levantando los puños, atropellando lo que encontraba en su camino. Por último reingresaba en su cuarto y se quedaba mirándolos fijamente, como si quisiera hacerlos responsables del hambre de Pascual.


La última noche de luna llena nadie pudo dormir. Pascual lanzaba verdaderos rugidos. Enrique había oído decir que los cerdos, cuando tenían hambre, se volvían locos como los hombres. El abuelo permaneció en vela, sin apagar siquiera el farol. Esta vez no salió al corralón ni maldijo entre dientes. Hundido en su colchón miraba fijamente la puerta. Parecía amasar dentro de sí una cólera muy vieja, jugar con ella, aprestarse a dispararla. Cuando el cielo comenzó a desteñirse sobre las lomas, abrió la boca, mantuvo su oscura oquedad vuelta hacia sus nietos y lanzó un rugido:
¡Arriba, arriba, arriba! -los golpes comenzaron a llover-. ¡A levantarse haraganes! ¿Hasta cuándo vamos a estar así? ¡Esto se acabó! ¡De pie!…
Efraín se echó a llorar, Enrique se levantó, aplastándose contra la pared. Los ojos del abuelo parecían fascinarlo hasta volverlo insensible a los golpes. Veía la vara alzarse y abatirse sobre su cabeza como si fuera una vara de cartón. Al fin pudo reaccionar.
-¡A Efraín no! ¡Él no tiene la culpa! ¡Déjame a mí solo, yo saldré, yo iré al muladar!
El abuelo se contuvo jadeante. Tardó mucho en recuperar el aliento.
-Ahora mismo… al muladar… lleva los dos cubos, cuatro cubos…
Enrique se apartó, cogió los cubos y se alejó a la carrera. La fatiga del hambre y de la convalecencia lo hacían trastabillar. Cuando abrió la puerta del corralón, Pedro quiso seguirlo.
-Tú no. Quédate aquí cuidando a Efraín.
Y se lanzó a la calle respirando a pleno pulmón el aire de la mañana. En el camino comió yerbas, estuvo a punto de mascar la tierra. Todo lo veía a través de una niebla mágica. La debilidad lo hacía ligero, etéreo: volaba casi como un pájaro. En el muladar se sintió un gallinazo más entre los gallinazos. Cuando los cubos estuvieron rebosantes emprendió el regreso. Las beatas, los noctámbulos, los canillitas descalzos, todas las secreciones del alba comenzaban a dispersarse por la ciudad. Enrique, devuelto a su mundo, caminaba feliz entre ellos, en su mundo de perros y fantasmas, tocado por la hora celeste.
Al entrar al corralón sintió un aire opresor, resistente, que lo obligó a detenerse. Era como si allí, en el dintel, terminara un mundo y comenzara otro fabricado de barro, de rugidos, de absurdas penitencias. Lo sorprendente era, sin embargo, que esta vez reinaba en el corralón una calma cargada de malos presagios, como si toda la violencia estuviera en equilibrio, a punto de desplomarse. El abuelo, parado al borde del chiquero, miraba hacia el fondo. Parecía un árbol creciendo desde su pierna de palo. Enrique hizo ruido pero el abuelo no se movió.
-¡Aquí están los cubos!
Don Santos le volvió la espalda y quedó inmóvil. Enrique soltó los cubos y corrió intrigado hasta el cuarto. Efraín apenas lo vio, comenzó a gemir:
-Pedro… Pedro…
-¿Qué pasa?
-Pedro ha mordido al abuelo… el abuelo cogió la vara… después lo sentí aullar.
Enrique salió del cuarto.
-¡Pedro, ven aquí! ¿Dónde estás, Pedro?
Nadie le respondió. El abuelo seguía inmóvil, con la mirada en la pared. Enrique tuvo un mal presentimiento. De un salto se acercó al viejo.
-¿Dónde está Pedro?
Su mirada descendió al chiquero. Pascual devoraba algo en medio del lodo. Aún quedaban las piernas y el rabo del perro.
-¡No! -gritó Enrique tapándose los ojos-. ¡No, no! -y a través de las lágrimas buscó la mirada del abuelo. Este la rehuyó, girando torpemente sobre su pierna de palo. Enrique comenzó a danzar en torno suyo, prendiéndose de su camisa, gritando, pataleando, tratando de mirar sus ojos, de encontrar una respuesta.
-¿Por qué has hecho eso? ¿Por qué?
El abuelo no respondía. Por último, impaciente, dio un manotón a su nieto que lo hizo rodar por tierra. Desde allí Enrique observó al viejo que, erguido como un gigante, miraba obstinadamente el festín de Pascual. Estirando la mano encontró la vara que tenía el extremo manchado de sangre. Con ella se levantó de puntillas y se acercó al viejo.
-¡Voltea! -gritó-. ¡Voltea!
Cuando don Santos se volvió, divisó la vara que cortaba el aire y se estrellaba contra su pómulo.
-¡Toma! -chilló Enrique y levantó nuevamente la mano. Pero súbitamente se detuvo, temeroso de lo que estaba haciendo y, lanzando la vara a su alrededor, miró al abuelo casi arrepentido. El viejo, cogiéndose el rostro, retrocedió un paso, su pierna de palo tocó tierra húmeda, resbaló, y dando un alarido se precipitó de espaldas al chiquero.
Enrique retrocedió unos pasos. Primero aguzó el oído pero no se escuchaba ningún ruido. Poco a poco se fue aproximando. El abuelo, con la pata de palo quebrada, estaba de espaldas en el fango. Tenía la boca abierta y sus ojos buscaban a Pascual, que se había refugiado en un ángulo y husmeaba sospechosamente el lodo. Enrique se fue retirando, con el mismo sigilo con que se había aproximado. Probablemente el abuelo alcanzó a divisarlo pues mientras corría hacia el cuarto le pareció que lo llamaba por su nombre, con un tono de ternura que él nunca había escuchado.
¡ A mí, Enrique, a mí!…
-¡Pronto! -exclamó Enrique, precipitándose sobre su hermano -¡Pronto, Efraín! ¡El viejo se ha caído al chiquero! ¿Debemos irnos de acá!
-¿Adónde? -preguntó Efraín.
-¿Adonde sea, al muladar, donde podamos comer algo, donde los gallinazos!
-¡No me puedo parar!
Enrique cogió a su hermano con ambas manos y lo estrechó contra su pecho. Abrazados hasta formar una sola persona cruzaron lentamente el corralón. Cuando abrieron el portón de la calle se dieron cuenta que la hora celeste había terminado y que la ciudad, despierta y viva, abría ante ellos su gigantesca mandíbula.
Desde el chiquero llegaba el rumor de una batalla.


sábado, 11 de junio de 2016

''Las moscas replica del hombre muerto'' de Horacio Quiroga

Las moscas replica del hombre muerto

Es un cuento en el que un hombre relata su sufrir en sus últimos alientos de vida. Al igual de sorprendente es lo que ocurre con él al morir. Como saben, no le voy a vender el final, pero una pista es la palabra ''metamorfosis ''. Espero les guste.

Las moscas replica del hombre muerto

Al rozar el monte, los hombres tumbaron el año anterior este árbol, cuyo tronco yace en toda su extensión aplastado contra el suelo. Mientras sus compañeros han perdido gran parte de la corteza en el incendio del rozado, aquél conserva la suya casi intacta. Apenas si a todo lo largo una franja carbonizada habla muy claro de la acción del fuego.
Esto era el invierno pasado. Han transcurrido cuatro meses. En medio del rozado perdido por la sequía, el árbol tronchado yace siempre en un páramo de cenizas. Sentado contra el tronco, el dorso apoyado en él, me hallo también inmóvil. En algún punto de la espalda tengo la columna vertebral rota. He caído allí mismo, después de tropezar sin suerte contra un raigón. Tal como he caído, permanezco sentado -quebrado, mejor dicho- contra el árbol.
Desde hace un instante siento un zumbido fijo -el zumbido de la lesión medular- que lo inunda todo, y en el que mi aliento parece defluirse. No puedo ya mover las manos, y apenas uno que otro dedo alcanza a remover la ceniza.
Clarísima y capital, adquiero desde este instante mismo la certidumbre de que a ras del suelo mi vida está aguardando la instantaneidad de unos segundos para extinguirse de una vez.
Esta es la verdad. Como ella, jamás se ha presentado a mi mente una más rotunda. Todas las otras flotan, danzan en una como reverberación lejanísima de otro yo, en un pasado que tampoco me pertenece. La única percepción de mi existir, pero flagrante como un gran golpe asestado en silencio, es que de aquí a un instante voy a morir.
¿Pero cuándo? ¿Qué segundos y qué instantes son éstos en que esta exasperada conciencia de vivir todavía dejará paso a un sosegado cadáver?
Nadie se acerca en este rozado: ningún pique de monte lleva hasta él desde propiedad alguna. Para el hombre allí sentado, como para el tronco que lo sostiene, las lluvias se sucederán mojando corteza y ropa, y los soles secarán líquenes y cabellos, hasta que el monte rebrote y unifique árboles y potasa, huesos y cuero de calzado.
¡Y nada, nada en la serenidad del ambiente que denuncie y grite tal acontecimiento! Antes bien, a través de los troncos y negros gajos del rozado, desde aquí o allá, sea cual fuere el punto de observación, cualquiera puede contemplar con perfecta nitidez al hombre cuya vida está a punto de detenerse sobre la ceniza, atraída como un péndulo por ingente gravedad: tan pequeño es el lugar que ocupa en el rozado y tan clara su situación: se muere.
Esta es la verdad. Mas para la oscura animalidad resistente, para el latir y el alentar amenazados de muerte, ¿qué vale ella ante la bárbara inquietud del instante preciso en que este resistir de la vida y esta tremenda tortura psicológica estallarán como un cohete, dejando por todo residuo un ex hombre con el rostro fijo para siempre adelante?
El zumbido aumenta cada vez más. Ciérnese ahora sobre mis ojos un velo de densa tiniebla en que se destacan rombos verdes. Y en seguida veo la puerta amurallada de un zoco marroquí, por una de cuyas hojas sale a escape una tropilla de potros blancos, mientras por la otra entra corriendo una teoría de hombres decapitados.
Quiero cerrar los ojos, y no lo consigo ya. Veo ahora un cuartito de hospital, donde cuatro médicos amigos se empeñan en convencerme de que no voy a morir. Yo los observo en silencio, y ellos se echan a reír, pues siguen mi pensamiento.
-Entonces -dice uno de aquéllos -no le queda más prueba de convicción que la jaulita de moscas. Yo tengo una.
-¿Moscas?…
-Sí -responde-, moscas verdes de rastreo. Usted no ignora que las moscas verdes olfatean la descomposición de la carne mucho antes de producirse la defunción del sujeto. Vivo aún el paciente, ellas acuden, seguras de su presa. Vuelan sobre ella sin prisa mas sin perderla de vista, pues ya han olido su muerte. Es el medio más eficaz de pronóstico que se conozca. Por eso yo tengo algunas de olfato afinadísimo por la selección, que alquilo a precio módico. Donde ellas entran, presa segura. Puedo colocarlas en el corredor cuando usted quede solo, y abrir la puerta de la jaulita que, dicho sea de paso, es un pequeño ataúd. A usted no le queda más tarea que atisbar el ojo de la cerradura. Si una mosca entra y la oye usted zumbar, esté seguro de que las otras hallarán también el camino hasta usted. Las alquilo a precio módico.
¿Hospital…? Súbitamente el cuartito blanqueado, el botiquín, los médicos y su risa se desvanecen en un zumbido…
Y bruscamente, también, se hace en mí la revelación. ¡Las moscas!
Son ellas las que zumban. Desde que he caído han acudido sin demora. Amodorradas en el monte por el ámbito de fuego, las moscas han tenido, no sé cómo, conocimiento de una presa segura en la vecindad. Han olido ya la próxima descomposición del hombre sentado, por caracteres inapreciables para nosotros, tal vez en la exhalación a través de la carne de la médula espinal cortada. Han acudido sin demora y revolotean sin prisa, midiendo con los ojos las proporciones del nido que la suerte acaba de deparar a sus huevos.
El médico tenía razón. No puede ser su oficio más lucrativo.
Mas he aquí que esta ansia desesperada de resistir se aplaca y cede el paso a una beata imponderabilidad. No me siento ya un punto fijo en la tierra, arraigado a ella por gravísima tortura. Siento que fluye de mí como la vida misma, la ligereza del vaho ambiente, la luz del sol, la fecundidad de la hora. Libre del espacio y el tiempo, puedo ir aquí, allá, a este árbol, a aquella liana. Puedo ver, lejanísimo ya, como un recuerdo de remoto existir, puedo todavía ver, al pie de un tronco, un muñeco de ojos sin parpadeo, un espantapájaros de mirar vidrioso y piernas rígidas. Del seno de esta expansión, que el sol dilata desmenuzando mi conciencia en un billón de partículas, puedo alzarme y volar, volar…
Y vuelo, y me poso con mis compañeras sobre el tronco caído, a los rayos del sol que prestan su fuego a nuestra obra de renovación vital.
 
 

domingo, 1 de mayo de 2016

"Sombra entre sombras" de Ines Arredondo

 "Sombra entre sombras" de Ines Arredondo

El siguiente relato de la escritora mexicana es uno de los  mejores que incluyo en ésta selección de texto magníficos. Un cuento sumamente perturbador que nos atrapa con un gran inicio. Una mujer experimenta una emoción extraña cuando se trata del encuentro, o no, sexual entre su acompañante.  Espero gusten del siguiente texto aligual que yo lo hice. 


Sombra entre sombras

Antes de conocer a Samuel era una mujer inocente, pero ¿pura? No lo sé. He pensado muchas veces en ello. Quizá de haberlo sido nunca hubiera brotado en mí esta pasión insensata por Samuel, que sólo ha de morir cuando yo muera. También podría ser que por esa pasión, precisamente, me haya purificado. Si él vino y despertó al demonio que todos llevamos dentro, no es culpa suya.
Desde la ventana rota de uno de los cuartos de servicio, que hace tanto que nadie habita, miro pasar a un pueblo que no conozco. Ignoro quiénes son nuevos aquí y las facciones de los niños con que jugaba se han vuelto duras y viejas y tampoco puedo reconstruirlas. Pero ellos sí saben quién soy y por eso me tratan como lo hacen si intentosalir aunque sea a comprar una cebolla, para oler a calle, a aire. Aquí todo está cerrado y enrejado ¡como si aún se guardaran los tesoros que alguna vez en esta casa se encerró! Entre ellos, yo.
Ermilo Paredes tenía cuarenta y siete años cuando yo cumplí los quince. Entonces comenzó a cortejarme,  pero, como era natural, a quien cortejó fue a mi madre.
A base de halagos, días de campo de una esplendidez regia, de regalos de granos, frutas, carnes, embutidos y hasta una alhaja valiosa por el día de su cumpleaños, fue minando la resistencia de mi madre para que me casara con él. Tenía fama de sátiro y depravado.
-No, doña Asunción, no crea usted en chismes amamantados por la envidia. Yo trataré a su hija como a una princesa y seguirá siendo pura y casta, exactamente igual que ahora. Pero en otro ambiente social y moral, se entiende. He corrido mundo, pero sé aquilatar la limpieza del alma, y respetarla. ¿Y por qué he escogido a Laura? Por sus dotes y su belleza notable, sin duda, pero también por ser hija de una mujer tan virtuosa que no ha podido darle sino magníficos ejemplos. Usted lo verá, yo no mancharé a su hija ni con un mal pensamiento.
Mi madre vacilaba entre el consejo de las vecinas y la necesidad de poder y riqueza que sentía en ella misma. Cuando me habló de si quería o no casarme con él, a mi lo mismo me daba, pero al describirme el vestido de novia, la nueva casa que tendría y el gran número de sirvientes, que en ella había, pensé en la repugnancia que yo tenía hacia los quehaceres domésticos, y en la posibilidad de unirme después a un pobretón como nosotras, llena de hijos, de platos sucios y de ropa para lavar, y decidí casarme.  Ermilo no me importaba, ni para bien, ni para mal. Era un asiduo amigo de mamá y por eso debía ser un buen hombre.
Mí anillo de compromiso causó sensación entre mis amigas.
—“Déselo usted, a mi me daría miedo asustarla con un contacto y un presente que la turbarían” – oí desde la cocina cómo Ermilo se lo decía a mamá.  — “cásate, cásate.” “no te imaginas la cantidad de vestidos que te comprarías con este sólo regalo”, “y el tipo no es feo, viejo, pero no feo”, “y es tan fino”. “mira nada más el detalle de no dárselo él personalmente por no tocarte.”
Todo favorecía mi noviazgo menos las visitas tediosas de Ermilo que hablaba con mamá de cosecha, viejas historias, parentescos, y sobre todo, de sus propiedades y  subien provisto almacén.  Mamá estaba
 al día de todas las novedades y los precios que en él había, aunque no necesitaba pisarlo para nada porque todas las mañanas recibía una gran canasta con todo lo que podía desear.
El revuelo de sedas y organdíes, linos y muselinas, lanas, terciopelos, me enloquecía; probarme ropa; mirarme al espejo; abrir las cajas que venían de París me volvía loca, y pensaba y me regodeaba en esas cosas y en comer bombones mientras Ermilo y mamá charlaban.
Yo quería que mamá se viniera a vivir con nosotros pero ella, sonriendo con coquetería dijo el famoso dicho “el casado casa quiere” y la cara de Ermilo se quedó seria, como si no hubiera escuchado nada. Fue lo único que pedí y me fue negado.
Mi vestido de novia fue el más elegante que se había visto en el pueblo. La ceremonia, solemnísima, la ofició el propio señor Obispo. Luego hubo un banquete regio en el parque que estaba atrás de la casa, lleno de abetos y de abedules. En el jardín de enfrente se sirvió comida y se les dio dinero a los pobres para que rezaran por nuestra felicidad. A medida que caía la tarde mi madre y Ermilo se ponían cada vez más nerviosos. Yo no entendía por qué. Quizá por que terminaba aquel día de agitación con la marcha de los invitados.
Mi madre me arrastró tras unos arbustos.
-¿tienes miedo?- me preguntó.
-¿miedo de qué?
Pareció muy turbada. Al fin dijo: —de quedarte a solas con Ermilo.
—¿por qué? Él llevará la conversación y yo lo seguiré.
—Aunque no sea conversación, tú síguelo —el tono de voz de mi madre era medroso y de pronto me apretó contra su pecho y comenzó a sollozar—. Yo debí hablarte antes… pero no pude… Esta noche pasarán cosas misteriosas y tendrás que ser valiente—mi madre siguió sollozando un breve rato, luego compuso su rostro y se despidió de Ermilo. Fue la última en salir.
Aquellas frases entrecortadas de mi madre no me dieron miedo sino curiosidad, y una llamita de esperanza nació en mí: si había algo misterioso en aquella casa, mi relación con Ermilo sería menos aburrida.
Por la noche, a la hora de dormir, Ermilo me preguntó  que si sabía que debíamos dormir  juntos. No, no lo sabía. Entonces me tomó de la mano y con la suya y la mí en lo alto, como para danzar, subimos las escaleras al piso superior: -Nadie duerme en esta ala de la casa más que nosotros –dijo, y abrió una gran puerta. Ni en mis sueños más locos había imaginado yo una alcoba tan enorme, tan rica, llena de muebles y pesadas cortinas. El lecho era muy amplio y el rico cubrecama estaba recogido a los pies.
—Este es tu cuarto. El mío está enseguida –dijo. Instintivamente me senté en la cama para probar el colchón: era de pluma de ganso y el baldaquín hacía sombras chinescas a la luz de las velas mientras yo brincaba, ya sin zapatos, sobre ella.
—¡No hagas eso!-me gritó Ermilo con una voz de trueno que no le conocía. Me quedé petrificada. Bajé humildemente hasta la alfombra y esperé con mí vestido de novia nuevas órdenes
—.Ahora vas a ir a tu camarín, que está a la derecha y te desnudarás. Cuando estés desnuda te tiendes sobre la cama y me esperas. Pero no te tardes.
¡Desnuda! Sí que mi madre debió hablar antes conmigo. Llena de vergüenza me quité las alhajas y me desembaracé del vestido con sus mil brochecillos.
Cuando no tuve nada encima pateé la ropa que tenía a mis pies. Pero mi rabia se apaciguó ante el miedo de lo que podía suceder. De lo que sucedería quisiéralo  yo o  no.
Con los ojos bajos salí del camarín. Me tendí en la cama como se me había ordenado y fingiendo dormir, me quedé  inmóvil, con la espalda pegada sobre aquel colchón que tanto me había ilusionado. No pude resistir aquello y me tapé hasta el pelo con una sábana. Apreté los párpados.
No tuve que esperar. La sábana fue bajando muy lentamente y sentí que por mis cabellos, por mi cara, capullos frescos y olorosos me iban cubriendo: eran azares. La sábana siguió bajando hasta que todo mi cuerpo estuvo cubierto por aquellas flores.
Una embriaguez dulcísima se extendió por todos mis miembros. Ermilo comenzó a besar las flores, una por una, y yo no sentí sus labios sobre mi piel. Cubierta de frescura y perfume lo dejé que besara una a una las abiertas flores del limonero y, como ellas, me abrí. Sentí algo que acariciaba mis entrañas con una ternura y un dulce cuidado como el que había en acariciar con los labios los azahares. No hubo abrazos ni besos, ni sentí apenas el roce de su cuerpo sobre el mío. Diría más bien que una sombra me había poseído, muy para mi placer, únicamente para mi deleite. Después de mi gustoso y lento espasmo me quedé dormida entre mis flores, y nadie interrumpió mi sueño.
 Desperté perezosamente bien cubierta y al olor moribundo de las hijas de los limones reales. De cera, de seda, eran aquellos capullos abiertos como yo, en plena juventud. Ermilo asomó la cabeza por la puerta, como debía haberlo hecho muchas veces aquella mañana, pues el sol ya estaba alto, y  yo lo llamé con una voz profunda, nueva.
 —Ermilo, qué feliz soy. Pero quítame ya estas flores, me hacen sentir ahora como una amortajada.
—Amortajada estás ahora— me respondió y buscó mi boca con ansia, pero yo me esquivé: ni él, ni nadie me había besado nunca. Trató de echarse sobre mí, pero un asco feroz me hizo incorporarme en arcadas repetidas, hasta que me soltó.
—Poco a poco-— dijo—. Ponte una bata, que voy a ordenar tu desayuno.
Mi madre debía llevar horas espiando, porque apenas había salido Ermilo llamó a la campanilla con un furor urgente. La oí subir a trompicones la escalera y cuando calculé que su cara de luna iba a aparecer entreabriendo la puerta, eché ostensiblemente elcerrojo. Seguramente se quedó pasmada, pero como era culpable no se atrevió a dar de golpes a la puerta como hubiera hecho en otra ocasión. Yo me pasé parsimoniosamente a lo que desde ese día era mi cuartito de estar, contiguo a la alcoba, cerré con cuidado la puerta de comunicación que había entre ambos y abrí la que daba al pasillo. Mi madre permanecía aún en donde la había dejado con un palmo de narices. Luego me vio y se precipitó prácticamente sobre mí:
—¿Qué pasó?-quiso besarme pero yo no se lo permití.
—¿Qué no se lo permitiste? Entonces…
—Aquí está el desayuno, madre, ¿quiere tomarlo conmigo?
—Sí, claro, pero anoche…
—Muerda usted un croissant, están calientes y deliciosos.
—Pero, hija…
—Discúlpeme pero tengo mucho que hacer.
—¿Qué hacer?
—Bañarme y arreglarme. ¿le parece a usted poco?, ya es muy tarde. Ahora debo parecer una señora ¿o no es así?
Un rencor negro hacía que quisiera que mi madre se fuera lo más pronto posible, ni sabía bien por qué.
Eloísa me estaba esperando con un deleitoso baño tibio.
Tardé mucho tiempo en decidir el vestido y las alhajas que me pondría. Eloísa me peinó de un modo completamente nuevo: liso al frente con montones de bucles en la parte de atrás. El vestido me tapaba los zapatos y eso me estorbaba, pues estaba acostumbrada a usar falda hasta el tobillo, sobre las medias blancas y los zapatos sin tacón: ahora
Tenía que usarlos.
—La señora está preciosa— exclamó Eloísa juntando las manos.-gracias a ti Eloísa. Pero no sé qué hacer con la falda y los zapatos.
—Tómeme de la mano y demos vueltas por el cuarto, así se irá acostumbrando poco a poco.
Nos reímos bastante de mis tropiezos y presunciones de gallardía. Y me ayudó a bajar a un luminoso salón de la planta inferior cuando me anunciaron que Lidia y Ester me buscaban. Yo no quería otra cosa que lucir mis nuevas galas, ¿mejores? No, tenía una gama muy completa de ropa para decir que aquella era la mejor: apenas un vestido de diario.
Me vieron entrar con la ayuda de Eloísa y las dos se quedaron con la boca abierta, pero cuando Eloísa se marchó y quise acercarme a ellas, caí redonda sobre la alfombra. Las tres rompimos en carcajadas y volvimos a ser las amigas de siempre.
Todo se nos fue en comentar el suceso del día anterior: que si fulanita, que si sutanito y ¡ah! Los sorbetes y el pastel… todavía los rememorábamos con gula cuando discretamente llamaron a la puerta. Le pedí a Ester que abriera: no sabía cómo levantarme con mi nueva indumentaria. Era Simón, el mayordomo, que preguntaba si no queríamos tomar un refrigerio. Le dije lentamente que “por supuesto”. Momentos después entraron el propio Simón y dos criadas trayendo refrescos y toda clase de golosinas. Mientras nos servían di mi primera orden de ama de casa.-Simón, que nunca falten estas cosas en este lugar.-como mande señora.-y para mañana quiero sorbetes como los de ayer.-así se hará. En cuanto salieron, mis dos amigas se tiraron al suelo, riendo a carcajadas: “que bien lo hiciste…” “Estuviste espléndida”
Cuando el barullo pasó, nos dedicamos a saborear aquellas delicias: nueces confitadas, pastelitos de todas clases, pastas, bombones, caramelos, en fin, todo lo que se le ocurriera a uno pedir, o imaginar porque, por ejemplo, los dátiles no los conocíamos. Comimos y charlamos hasta reventar. Luego Lidia y Ester se fueron rápidamente por temor de que llegara Ermilo y nos encontrara en aquella orgía.
Sentada en el vestíbulo esperé la llegada de Ermilo: no sabía qué hacer.
Cuando llegó, no pareció sorprenderse por mi cambio. Me besó en la mejilla y me dijo quedo: “que hermosa eres, niña mía”. Ordenó que no nos sirvieran la comida en el gran comedor, sino en un pequeño salón de mesa redonda. Como no queriendo ayudarme, me tomó del brazo y me sostuvo hasta dejarme sentada en el silloncito. Al presentarme los platillos los rechacé uno a uno y cuando él insistió en que comiera algo dije secamente: “no tengo apetito”. No insistió. Había un silencio embarazoso.
— ¿Qué le dijiste a tu madre?
—Nada absolutamente.-
—Pues resulta que llegó al almacén descompuesta, llorosa, como si fuera a pedirme perdón por algo. Pero o no se supo expresar o yo no pude comprender. Nunca la había visto así. Lo único que entendí fue que estuvo aquí y te encontró muy extraña. ¿Extraña en quésentido?
—Bueno, me he casado y he dejado de ser la hija de mamá.
—Eso está bien, aunque debes de ser indulgente con ella, mimarla.
—¿No lo haces tú ya, por mí?
—Lo vi turbarse. Al fin, volviendo a su serenidad dura me dijo:
—Vamos a la biblioteca. Hay cosas que tienes que hacer.
—La biblioteca era enorme y estaba detrás del despacho de Ermilo.
—¿Ves todos esos libro? No los tienes que leer todos, pero sí una buena parte. Empezarás por pasajes de historia que puedas asimilar fácilmente. Hoy, por ejemplo, te vas a sentar y leerás todo lo relacionado con Enrique VIII de Inglaterra y sus esposas. Puedes tirar del cordón si deseas alguna cosa. Pero no te levantarás hasta haber terminado. Yo estaré haciendo cuentas en el despacho por si quieres preguntarme algo. Las palabras que no conozcas las puedes buscar en estos tomos que son diccionario. Pero ya te dije, si no comprendes algo, ve y pregúntamelo.
Juré no hacerlo. En cuanto a aquella prisión tan fieramente guardada, me sentí muy ofendida, y, sobre todo, humillada. Consuelo y Ana me habían ofrecido visita esta tarde y se lo dije, me contestó secamente “con decirles: la señora está ocupada, no puede recibirlas pero ella misma les mandará recado para que venga a acompañarla otro día, asunto arreglado: se lo advertiré a Simón”.
Casi destrocé el enorme globo terráqueo a patadas. Ermilo debió escuchar el estruendo de los libros al caer, pero puso oído de mercader.
Al fin, agotada, me quité los zapatos y me puse a leer los amores de Enrique VIII. Debo confesar que la lectura me iba gustando. Al finalizar la tarde entró un criado con un candelabro que puso a mi lado, junto con un refresco. Todavía pasaron horas antes de que Ermilo abriera la puerta y me preguntara:
—¿Terminaste?
—Sí. Pues entonces ya podemos cenar.
Esta vez cenamos en el gran comedor sin pronunciar una palabra. Esa noche, después de cepillarme el pelo, en lugar de ponerme el camisón para dormir, Eloísa comenzó a vestirme y peinarme de una manera estrafalaria, como si fuera a ir a un baile de máscaras.-
—¿Qué significa esto, Eloísa?
—Son órdenes del señor —contesto muy seria. Luego me llevó a la gran alcoba y me dejó sola.
Pasaron minutos largos, muy largos, hasta que Ermilo,  con su  gran panza, apareció vestido y coronado como rey; lo reconocí por un grabado que había visto esa tarde: era Enrique VIII. Lo recibí con una carcajada larga y alegre.
—¡Qué  buena idea! Yo nunca fui a un baile de máscaras.
—¡Silencio, esto es serio! Vamos a ver si aprendiste la lección de esta tarde: tú eres Ana Bolena. Y comenzó a recitarme palabras y versos de amor mientras me perseguía por la habitación con los brazos tendidos hacia mí.-
—Ya hemos llegado al acto de amor. Hagámoslo, querida mía. Será placentero para ti y para mí, puesto que estamos enamorados. Después seguiremos con la historia.
Cuando se acercó más a mí, le tiré con un tibor chino que encontré a mano. El tibor se rompió sobre su cabeza y rodó la corona. Comenzó a sangrar por la frente. Me asusté.-
—Adúltera, relapsa, hereje. Estás condenada a muerte –y sacó de entre sus ropas un verduguillo que vi resplandecer a la luz de las velas. Pero la sangre le cubrió los ojos. Pude llegar a la puerta: estaba cerrada con llave. Se limpió la cara con una sábana, y haciendo una tira con ella se envolvió la frente.
—Esto sí me lo pagarás con sangre –gritó. Yo me quedé petrificada. Me alcanzó con una mano, pero rasgando el vestido pude zafarme, y así seguimos, él tratando de asirme con sus manos, con sus uñas y yo huyendo, siempre huyendo. Hasta que me atrapó frente a la chimenea. Ambos estábamos jadeantes y nos quedamos mirando con odio. Luego me cogió fuertemente por el cuello y me obligó a ponerme de rodillas-. Aquí morirás –y para hacer mayor mi miedo, con el filo del verduguillo cortó todas las ropas por mi espalda y lo hundió en mi carne.
Se estremeció. Me levantó con sumo cuidado del suelo y me dijo: “¿pero que iba a hacer? Debo de estar loco, ángel mío”. Me apretó contra él. Yo jadeaba. Me fue calmando con sus manos sobre mi cuerpo semidesnudo. Luego comenzó a acariciarme y de pronto me sujetó por la trenza y me besó: metió su enorme lengua en mi boca y su saliva espesa me inundó. Sentí un asco mayor que el miedo a la muerte y desasiéndome como pude escupí su saliva espesa.
—Prefiero morir ahora mismo a que me vuelvas a besar con la boca abierta.
Contra lo que esperaba, se separó de mí, avergonzado y dijo quedamente: “no volverá a suceder. Pero tú, tú… ¿qué te he hecho esta noche?” se puso de rodillas y terminó de quitarme los harapos que colgaban de mi cuerpo. Me tomó en brazos y me llevó al gran lecho salpicado con su sangre. Me tocaba apenas con la yema de los dedos y musitaba incansablemente “mi belleza, mi belleza, mi belleza…” hasta que me quedé dormida.
—¡Dios mío! ¡Pero qué es esto! –exclamó Eloísa al verme sobre la cama ensangrentada.
—No pasa nada, nada –le aseguré.
—¿Nada? ¿El médico que mandó traer el señor en la madrugada? ¿Nada, y usted golpeada,llena de arañazos y con esa herida que le corre por la espalda?
—Con un buen baño se arreglará todo.
—¿Un baño?
—Sí, estoy molida, pegajosa. No quiero más que un baño, querida Eloísa. Y tú me lo vas a dar en este instante.
—Como mande la señora.
Se fue refunfuñando y yo traté de incorporarme. ¡Ay qué dolores! No sentía ni huesos ni pedazo de piel sanos. Un pie pisado, las rodillas y los codos sangrantes, arañazos por todo el cuerpo y mi cara. Entonces sí me levanté rápidamente a alcanzar un espejo: mi cara estaba arañada y golpeada. Mi palidez no era de ira, era de sufrimiento. Cuando me metí en la tina tibia, sentí un gran alivio, y después, cuando Eloísa puso árnica en mis moretones y un magnífico ungüento en mis heridas, me sentí mucho mejor.
—El doctor está esperando en la salita.
—Y me verá desnuda, no, mil veces no.
—Pero señora, él espera enviado por el señor, la herida es de cuidado…
—Eloísa, que no entre nadie, nadie. Solamente tú tráeme las comidas. Di que tengo una enfermedad contagiosa y que el doctor ha prohibido las visitas. ¡Ah! Y cuando vengan Lidia y Ester que las hagan pasar al salón de juegos y les sirvan sorbetes. A mí también me traes.
—Sí, señora —Y al verme macilenta, tirada en el diván, puso una cara muy triste y se fue para no estorbarme.
No terminé de desayunar, porque en mi habitación de estar mi madre estallaba como una bala de cañón.
-¿mi hija enferma? ¿Y la puedo ver? ¡Esto clama al cielo!… Aunque me contagie, aunque me muera, mi deber está en la cabecera de su cama. ¿Y quién eres tú, Eloísa, para impedírmelo? Ni tú, ni el doctor, ni nadie. Mi sagrado deber…
Gritaba tanto que con mi dolor de cabeza creí que ésta iba a estallar.
—Váyase madre, estoy muy bien atendida y sus gritos me mortifican. vuelva dentro de quince días, como dijo el doctor. Haga el favor de no gritar más.
Quince días son pocos y muchos. Mi madre venía cotidianamente y acurrucada delante de la puerta del saloncito lloriqueaba, gemía. Eso me ayudaba a comprender que ella me había vendido a sabiendas de la vida licenciosa de Ermilio que él ocultaba. A trozos, Eloísa me contaba lo que en pueblos cercanos hacía, y que nadie en la casona pensaba que se casaría y menos con una niña como yo. Al llegar al punto final de cada relato, Eloísa sollozaba.
A los quince días mi madre se presentó con todas las fanfarrias y gritos y amenazas. Yo tenía una fuerte jaqueca y los puntos de la herida que me supuraban, eran verdaderamente llagas. Había mandado decir a Ermilio que llamara al médico. Además, me sentía muy débil. Como pude llegué al saloncito y lo abrí. Me quedé en el vano, me desabroché la bata y la dejé caer.
—¡Quiere ver más? –y me volví de espalda.
—¡Cómo es posible que ese canalla…?
—Calle, madre. Con ese canalla me casó usted y con él vivo en esta casa donde no puede ser insultado su nombre. De él vive usted y hasta tiene una muchacha de servicio. No le conviene que nadie sepa esto. Métaselo en la cabeza: estoy enferma de una enfermedad dolorosa y contagiosa, y tengo prohibido recibir visitas. Hasta las suyas, porque me lastiman. No quise ver sus lágrimas y me volví a mi diván sin recoger la bata. Eloísa cerró. Me puso otra bata y me dejó reposar. Por la tarde mandé preguntar a Ermilio como se encontraba y a pedirle algunos libros que considerara que yo debía leer. Vino en persona a traérmelos y de rodillas ante mi diván me pidió mil veces perdón, besando mis manos semidesolladas. Venía con un gorro alto de astracán, que no tenía nada que ver con la estación. Su cara estaba roja e hinchada. Pero ambos callamos sobre su herida y las mías. Las cicatrices que nos hicimos perdieron importancia.
A partir de ese día hicimos un pacto silencioso en el que yo aceptaba de vez en cuando sus fantasías y él acataba mis prohibiciones, y se puede decir que fuimos felices más de veinte años. Yo aprendí a andar en caballo para ir a visitar las posesiones más retiradas de Ermilio. Aprendí también el movimiento de la tienda, a rayar, a hacer las cuentas, en fin, todo lo que podía aprender una propietaria. No tuvimos hijos.
De vez en cuando llegaban a mí rumores de que Ermilio había armado una bacanal enun pueblito cercano. Yo fingía no escuchar. Pero cuando cumplió sesenta y ocho años la orgía irrefrenada pareció una afrenta porque sucedió allí mismo, en el pueblo, en el campamento de unos gitanos que no tuvieron inconveniente en desnudarse y dejarse manosear. Se supo hasta que cohabitó con el más joven. Todos bien pagados, todos contentos. La fiesta duró tres días.
Muy temprano, al cuarto día, tomaba yo providencias para ir a “La esmeralda”cuando llamaron reciamente a la puerta. Simón fue a abrir y yo me quedé parada esperando a ver quién era. Oí que Simón discutía con alguien.
—Déjalo pasar –ordené.
Entró un hombre alto, al que no pude ver la cara porque de su hombro sobresalía la panza y a su espalda colgaba la cabeza de Ermilo.
-póngalo en el suelo –le ordené y tuve que volver la cabeza y taparme la boca para no vomitar al ver tanta inmundicia.
—Tenga la amabilidad de subirlo, porque pesa mucho, y ya en su cuarto déjeselo a Simón. ¡Ah! Báñese usted allí mismo y que le den ropa limpia para que se cambie –dije sin volverme.
Pedí una taza de té para aplacar mi estómago. ¿Cómo decirlo? Lo vi en lo alto de la escalera: fuerte, rubio, ágil, seguro de sus movimientos y con un dejo desdeñoso en la cabeza que me recordó el grabado de alguien de alguien. ¡Aquiles! Era lo más bello vivo que había visto.
La boca me sabía a miel. Vino hacia mí y sus ojos azules llenaron mi alma de luminosidad. Tuve que sentarme.
—La señora está servida y yo agradezco este magnífico vestido.
—Calle, calle usted. Nosotros somos los agradecidos, y no sé cómo pagarle el bien que nos ha hecho.-
—…el pobre señor…nadie quería acercársele… alguien me dijo cómo se llamaba y dónde vivía, y lo traje. Cualquiera tiene una desgracia.
—Pero esto no fue una desgracia y usted lo sabe.
Sus ojos se fijaron en los míos.
—Hay diferentes tipos de desgracias –dijo muy seguro.
—Acompáñeme usted a desayunar, tenga la amabilidad.-
—La bondad es suya y no está bien…
—En esta casa yo digo  lo que está bien y lo que está mal.
—Estoy a sus órdenes.
Yo, mandándolo, cuando lo que quería era ser su esclava.
Durante el desayuno me dijo que se apellidaba Simpson por su padre, que había sido inglés. Su madre era de nuestra tierra, pero cuando él tuvo doce años su padre se empeñó en que se alistara en la marina mercante inglesa. Ambos fueron a Europa a arreglar el asunto y éste quedó solucionado a gusto de su padre. Como aprendiz de marino fue un fracaso y me contó algunas anécdotas chuscas que me hicieron reír a carcajadas, cosa que hacía muchos años que no hacía y que puso nerviosas a las sirvientas.
—Quiero que me acompañe a “La Esmeralda”, me puede ser útil.
—Para servirle a la señora… pero tengo que entregar el carro de heno en el que traje al señor. Un hombre de buen corazón, sin conocerme, me lo confió.
—Vaya usted, vaya usted, yo todavía tengo cosas que ordenar aquí. Por supuesto que era mentira, y empleé el tiempo en emperifollarme. Cantaba y Eloísa se burlaba de mí porque desafinaba dos de cada tres notas. Pero no  me importaba.
—¿Está contenta la señora porque el señor volvió a casa?
Me paré en seco.
—Sí, Eloísa… y ve a decir que ensillen el canelo y el alazán.
Eloísa  salió y yo me sumí en un dolor profundo. Simpson tendría veintidós o veintitrés años y yo estaba atada a Ermilo, tenía treinta y seis años, aunque no  los aparentaba ni por asomo. Pero  ¿ qué era aquello? Aquellas ganas de reírme y ser feliz, ¿eran pecado? Mas sabía en el fondo de mí que me mentía, que era Simpson, Simpson el que me sacaba de mi manera de ser.
Muy reposada tratando de aparentar majestuosidad, bajé lentamente, cuando me comunicaron que “el joven había regresado” Lo saludé con la cabeza y la pluma que pendía del sombrerito tembló ligeramente, como burlándose de mi.
—Vamos —dije con plena autoridad. El me siguió.
Me siguió  por el camino sin pronunciar palabra ni que preguntar a que íbamos, a qué iba él.
Antes de llegar  a la “Esmeralda” emparejé mi caballo al suyo y le pregunté a quemarropa.
—¿Quiere  usted trabajar?¿Sabe de labores de campo?
—Un poco, pero puedo aprender de prisa.
—Esta bien. —Y fustigando mi caballo, me alejé de nuevo de él.¡ Cuanto me costaba!
Al ruido de los caballos, Jerónimo salió cojeando de su choza y al verme puso una rodilla en tierra.
Frene mi caballo y antes de que me diera cuenta las fuertes manos de Simpson me tomaron de la cintura y me pusieron en tierra.
—No vuelva a hacer eso. —le dije con rudeza.
Jerónimo con su brazo y su muslo vendados gritaba “¡Vino la señora, vino!;¡la señora! ¡vino a verme!
—A eso he venido, y a traerte ayuda, le dije condescendiente. Vamos adentro a ver las heridas.
—Fue un descuido, señora, un parpadeo.
—Cállate ya y déjame verte. —Con el mayor cuidado, fui quitando los trapos sucios y vi con horror las profundas heridas infectadas.
—Traiga las faltriqueras —ordené a Simpson. Él lo hizo.
Comencé a curar con el mayor cuidado posible. Desinfecté a conciencia y Jerónimo  se contorsionó y se mordió los labios para no gritar. Simpson lo sostenía, Jerónimo se desmayó y puede curarlo con mayor soltura y eficacia.
—Lo bueno es que no tiene fiebre —Me dijo Simpson.
—Pues si no lo llevamos al pueblo, no solo tendrá fiebre, sino que será necesario amputar.
—¡No! ¡Eso no! —gritó él— Y Ahora no tenemos en que llevarlo, con lo debilitado que está. Yo me quedaré y lo cuidaré hasta que esté sano como un roble. Sé hacerlo. En el mar se aprenden muchas cosas. También puedo cazar para sostenernos.
—Eso no será necesario. Yo vendré o enviaré lo que haga falta. Sabe usted escribir ¿verdad? Pues por  recado hágame saber sus necesidades. Las de ambos.
Cuando Jerónimo se repuso un poco comimos “pechugas de ángel” como decía él y lo hicimos beber un poco más de lo necesario.
De vuelta a casa encargué el asunto a Fulgencio, el jefe de campo y me dispuse a seguir mi vida de siempre.
No vi en quince días a Ermilo, que según supe había mandado a llamar al médico, y eso fue un gastaran descanso para mí.
En casa no podía estar así que visité “Santa Prisca” “El matorral” “ La acequia”. Pero la culpa era del alazán siempre. Pardeando la tarde llegamos a la “Esmeralda” a preguntar nada más por el enfermo. Mejoraba de hora en hora, y como se hacía tarde Simpson me acompañaba de regreso; al paso de los caballos, contándome sus historias.
Cuando sentía yo ver las lucecitas del pueblo.
 —Hasta pronto.
—Hasta pronto señora.
Y siempre me quedaba con la impresión de que iba a decirle, “Hasta nunca Simpson”
Ésa fue mi intención cuando decidí  dejar de ir.
Después de las lágrimas y las peticiones de perdón, Ermilo y  yo seguimos la vida de siempre, la de tantos años en común, pero sin contacto sexual.
Un día salió Ermilo vestido de campo, pero en el carrito de dos caballos: ya no montaba” va inspeccionar alguna propiedad importante” pensé.
Cuando regresó por la tarde venía mas gordo que de costumbre, resplandeciente. Me llamó a la biblioteca.
—¡Seremos ricos como Creso! Y tú sin decirme nada de ese señor Simpson. ¡Él nos hará miles de  veces millonarios! —y dio vuelta al globo terráqueo— ¿ Qué quieres? ¿Samarcanda? ¿El golfo Pérsico? ¿Tripoli? ¿Madagascar? ¿China? ¿Japón? ¿Tonkin? ¿Corea?… Todo lo tiene en sus manos. Trabajó muchos años en la marina mercante inglesa y tiene cientos de contactos y sabe las rutas, las compañías navieras que hay que utilizar. Además como es natural domina el inglés y podrá escribir a todo el mundo. Ya no seremos comerciantes, sino distribuidores… Y tú te lo llevas a cuidar a Jerónimo, jajaja
        Yo ya veía a Simpson alternando con nosotros y un miedo mortal me hizo exclamar:
—¿Para qué queremos tanto dinero? Tenemos más de lo que pudiéramos gastar en toda nuestra vida y aún quedaría para darle la vuelta al globo y dejar herencias considerables a familias necesitadas.
—¿Pero tú sabes lo que da el poder del dinero?
—No.
—La humillación de todos los demás.
Simpson se vino al almacén a trabajar como loco. Dormía en un cuarto del entresuelo del ala de la casa donde estaban nuestras habitaciones, pero venía de noche cuando ya dormíamos.
Dormir es decir mucho en mi caso, porque desde que Simpson llegó apenas puedo hacerlo. Fui a ver al médico que sin preguntarme los motivos del insomnio —conocía como todo mundo a Ermilo— me dio una botellita para tomar cinco gotitas por la noche. Así lograba un suelo leve después de que oía como Simpson cerraba las cerraduras de la casa. Luego sus pasos y por fin el silencio.
Cuando comenzaron a llegar las maravillas de Oriente tuve que ir al almacén a verlas. Pero sólo veía los movimientos elásticos de Simpson mostrándomelas. Ermilo estaba presente.
—Escoge algo…encapríchate con alguna cosa —me animaba.
Pero yo no podía ver  más que los ojos de Simpson. El  me llenó de telas perfumes, de objetos, explicándome siempre de dónde procedían. Yo me los lleve porque venían de sus manos. Cuando hubieron llegado varios embarques, Ermilo organizó una gran exposición en nuestra casa e invitó a ella a todos los comerciantes solventes de la región. Los compradores de alhajas se quedaron a dormir  en el ala sur de la casa.
Eñ negocio fue redondo.
Por la noche una vez desmantelada la exposición  se dio un gran baile.
Sórdida, escondida en el hueco de un balcón, miré como las mujeres asediaban a Simpson. Podría escoger a quien quisiera para amante o para esposa, pero Simpson parecía no darse cuenta. Era gentil con todas pero con ningun en especial.
Cuando vi aquello salí de mi escondite y me mezcle con los invitados.
Mis amigas de la infancia me rodearon.
—   Mañana vendremos a ver tus maravillas.
—   Oye y que guapísimo es tu socio
—   Y agradable.
Hacía el final de la fiesta comencé a beber Champaña. Mucha Champaña hasta que  Simón me llevó a su cuarto y me cubrió con una cobija.
La luna está  sucia de nubes negras. Enciendo la vela y las sombras de las cosas se me echan encima causándome más miedo. Todo me acusa por lo que sufro, comprendo que mi miedo no es más que un remordimiento disfrazado, que mis cosas queridas me rechazan con repugnancia por sentir el amor que siento. Mi amor, sin embargo, no se bambolea como me bamboleo yo.  Me echo encima la capa de terciopelo verde olivo y sin pensarlo camino por los corredores y las escaleras como una sonámbula que da traspiés y se bambolea rítmicamente. Abro la puerta del cuarto de Simpson. Lo que veo me deja petrificada: Simpson y Ermilo hacen el amor.
Pero no tengo tiempo de salir de mi estupor. Ermilo ha cerrado la puerta y grita como un poseso.
—   Te dije que algún día vendría … que vendría… está loca por ti
Me arranca la capa y me desgarra la ropa
—   Ya verás que hermosura es , esta hija de… ya verás que hermosura
Mientras me desnuda con manos torpes, simson hinca una rodilla ante mi, me besa la mano y dice muy dulcemente “ Mi señora”. Yo miro sus ojos de niño y olvido lo que he visto un poco antes.
Estoy desnuda. Ermilo salta sobre sus piernas chatas y flacas.
       —¡Ya los tengo! ¡Ya los tengo! —grita a todo pulmón— ¡ Ahora a la piel de oso, donde las llamas den reflejos a sus cuerpos! —y saca su cinturón y comienza a azotarlo por el suelo.
      —¡Rápido enamorados, porque se hace tarde!
Leche y miel bajo su lengua fina. Delicia en mis dedos al tocar su piel. Simpson me recorre con sus manos con su  boca abierta. Todo es lento y frenético al mismo tiempo. Parecía que los dos habíamos  esperado  desde siempre este encuentro. Descansamos un poco para mirarnos con un amor sin fronteras y volvemos a  acariciarnos como si para eso fuera hecha la eternidad. Cuando me posee saco conocimientos de no sé donde para moverme rítmicamente, luego de un rito largo, muy  largo, quedamos extenuados uno sobre otro, acariciándonos apenas con dulzura infinita.
Hasta entonces me doy cuenta de que Ermilo nos ha estado mirando y fustigando con un gran cinturón y palabras soeces. No me importa.
Nos incorporamos porque el cinturón de Ermilo nos obliga
       —Muy bien muchachos, muy bien. Tú no sabias lo que era esto ¿verdad querida? Pero ahora sabrás muchas cosas más.
Alarga hacia nosotros sendas copas de champaña. Nos incorporamos y yo me siento muy mal desnuda. Sirve más champaña, una copa, y  otra y otra ¿Cuántas? Charla sin cesar: “No lo llames Simpson, su nombre de pila es Samuel””Como ahora tendremos relaciones más intimas nos iremos, desde mañana,  a celebras nuestras fiestas en tu alcoba que es mucho más bonita que esto”” ¡Ah! Samuel, Samuel, cuánto conoces de hombres y de mujeres”. No sé cuánto tiempo ha transcurrido  ni me importa lo que Ermilo dice. Yo escondo mi dicha tras las copas de champaña. Pero no es el alcohol lo que me emborracha: es el  amor de Samuel, es el placer que ha sabido darme.
En un momento dado,  Ermilo estalla por centésima vez su cinturón.
      —Basta de descansar. Ahora seremos los tres los que disfrutemos y yo seré el primero en montarla ¿ eh Samuel?
 Yo me encojo de terror pero ya estoy en el circulo infernal y glorioso: Lo he aceptado.
Al mediodía siguiente despierto con dolor de cabeza y Eloisa me regaña dulcemente  por haber bebido mas champaña del debido. Va a la cocina a traerme una pócima para mi malestar. Le pido que no abra las cortinas.
Me quedo quieta, en una contradicción terrible de sentimientos.Me he portado como una descarada y una mujer sin escrúpulos. Lo que me molesta es compartir mi placer con Ermilo, a quien desde este momento detesto. Y compartir mi cuerpo entre dos hombres me avergüenza profundamente, sean estos hombres quienes sean. Pero el placer con Samuel , y las caricias disimuladas pero llenas de amor que recibí de él, mientras estábamos con Ermilo… mi carne vuelve a encenderse de deseo y siento que lo volvería hacer mil veces con tal de estar en los brazos de Samuel. Ya se llama Samuel, ya no es el señor Simpson y por otra parte Ermilo no sólo  lo ha permitido, sino que lo ha propiciado. A pesar de que sus caricias asquerosas, pienso que en el pasado las he tenido que soportar igualmente, sin tener un cómplice que no sólo las aligera, sino que las borrará con las suyas propias. Pienso todo eso,  pero me siento moralmente mal, físicamente mal, y me cubro con la sábana hasta la cabeza. —“Estás amortajada querida” me había dicho Ermilo a la mañana siguiente a nuestro casamiento… Pues no, ya no estaba amortajada por el vejete, sino viva, muy viva con mi amor por Samuel.
Después de tomarme el horrible menjurje hecho por Eloísa, me siento mucho mejor. Aunque con las cortinas bajas porque no quiero enfrentarme con el sol. El sol y yo  ya no podemos ser amigos. Yo pertenezco a la luna menguante y siniestra.
Me baño muy lentamente y Eloísa se molesta un poco por mis movimientos torpes y desganados. No puede hacerme probar bocado. Le pido que me deje en bata, sola.
La lucha dentro de mi continúa. No es fácil olvidar los principios de toda una vida por más justificaciones y amor que haya  por el lado contrario.¿ Qué pensarían mi madre o mis amigas si supieran lo que había sucedido? Lo que hubiera pensado yo apenas unos meses antes: nada, no lo hubiera comprendido, me hubiera escandalizado al máximo y hubiera llamdo,  por lo menos degenerada a la que tal había hecho. Y ahora esa degenerada era yo. Pero Samuel,  Samuel… De seguro que ni mi madre ni mis amigas habían ni siquiera soñado un amor así.
Eloísa entró con un paquete que habían mandado del almacén para mí. Esperé a que se fuera para abrirlo: era un aderezo de rubies que traía una tarjeta que decía así: “Mi amor es más grande que el tuyo porque para conseguirte, he tenido que llorar rojas lagrimas de humillaciones sin nombre  Samuel”.
Poco después llegó un paquete más pequeño con un anillo que hacía juegos con el aderezo: “Para la puta más bella que he conocido. Ermilo” Estaban de acuerdo. Eloísa vino a decirme que el Señor y el señor Simpson vendrían a comer y que era necesario que me vistiera inmediatamente. Me negué. Mandé a decir que los esperaría a cenar. Yo mandaba en todo esto.
Por la tarde atendí con alegría a las amigas que habían venido a ver “mis maravillas”. Nada les impresionó tanto como mi conjunto de rubíes. Charlamos ycomimos golosinas hasta bien entrada la tarde.
Esa noche me puse un vestido negro escotado y los rubíes. Eloísa estabaconfundida porque ni el día anterior para la fiesta me había hecho arreglar con tanto esmero. Bajé triunfante. Los dos nombres se deshicieron en cumplidos.
Mientras comíamos, Simpson y yo no nos recatamos para mirarnos con amor y alguna vez rozamos las manos. Cuando terminamos, Ermilo preguntó si estaba encendida la chimenea de mi cuarto; hizo que la prendieran y ordenó que los licores y el champaña los subieran a mi dormitorio. Los sirvientes se quedaron pasmados.-esa habitación me gusta mucho, y ahora que le señor Simpson es de la familia, no tiene nada de raro que tomemos una copa allí. Al calor del hogar. Cuando suban el servicio se pueden retirar todos a dormir. ¡Ah! y les anuncio que desde hoy ganarán ustedes doble sueldo. La escena de la noche anterior se repitió casi punto por punto más apaciblemente porque Ermilo no tuvo que romper mi ropa, sino que Samuel me la fue quitando en medio de abrazos y besos llenos de pasión. Emilo hacía chasquear su cinturón como un domador de circo y realmente se desesperaba por entrar en acción.
La servidumbre no cayó, como había supuesto Ermilo que lo haría, dándoles sueldos fabulosos. Todo el pueblo supo que algo raro pasaba en nuestra casa, y todos sospechaban de qué se trataba. Como suele suceder en estas cosas, mi madre fue la última que se enteró de las murmuraciones. No queriendo abordar el asunto a solas conmigo, una mañana se presentó con el señor cura Ochoa, hombre prudente y al que yo tenía mucho respeto. Comenzó por abordar el tema del escándalo.
—Los ricos somos gente excéntrica, padre; ya mi marido lo era antes de que me casara con él y nadie me lo advirtió. Además señor cura, Dios es el único que ve realmente lo que sucede, por qué sucede, y mira dentro de nuestro corazón. Yo me atengo a su oficio. Con esto y algunas escaramuzas más terminó la entrevista. Pero mi madre comenzó a adelgazar a palidecer y pronto murió.
En el momento en que su cadáver descendía por la fosa, alguien gritó:-¡Asesina! Y a continuación una piedra me abrió la frente. Ermilio gritó: -¡Alto!, ya te vi, Ascensión Rodríguez, arrojar la piedra. Esta misma tarde te verás con mis abogados, y a todo aquel que de algún modo u otro ofenda a mi esposa, se le cobrará el adeudo total de su cuenta en el almacén so pena de embargo inmediato.
Además del remordimiento por la precipitación de la muerte de mi madre, aún tengo en la frente la cicatriz de la pedrada, como un recordatorio perenne.
Montaba a caballo todos los días, cuidaba de las flores del jardín sólo para mantener la figura. Eloísa, cada vez más callada, me ponía en todo el cuerpo frescas mascarillas de frutas, cremas, aceites refinadísimos. Me dedicaba todo el día a mi cuerpo para que no se marchitara y se viera y se sintiera deseable cada noche. Procuraba no pensar en otra cosa que en Samuel, porque si leía o mi pensamiento reparaba en la realidad, se ponía en peligro mi equilibrio, tan celosamente cuidado. Sobre todo, no había que pensar en edades ni en el futuro. No existía más que cada día para cada noche.
Pero hubo quien pensó en mi futuro: Ermilo. Redactó un testamento según el cual el señor Samuel Simpson no debía casarse o vivir en amasiato con otra mujer que no fuera yo, su querida esposa, y si no se cumplía esta cláusula, la sociedad quedaba disuelta en términos muy desfavorables para Simpson; en cambio, a mi muerte, quedaba  como único heredero de la fortuna completa. Samuel, riendo
aceptó y dijo que no me abandonaría jamás.
 Nuestras costumbres siguieron iguales noche a noche, aunque al final Ermilio no participaba más que muy parcialmente en ellas.
Ermilo murió a los ochenta y cinco años. Yo tenía cincuenta y tres y Samuel apenas cuarenta. A pesar de mi aspecto juvenil, cuando me encontré a solas con Simpson sin el apoyo de Ermilo, apenas ahora me daba cuenta de eso, de que había sido mi apoyo, me entró un terror que me hacía castañear los dientes. ¿Por qué no confiaba yo en Samuel? En todos aquellos años había sido tan amoroso conmigo que debía estar segura de que su pasión era tan intensa como la mía, pero ahora tenía miedo de mi dulce Samuel. ¿Por qué?
Comíamos solos en el inmenso comedor y la conversación languidecía. Durante la cena yo estaba nerviosa, esperando, pero pasaban los días que remataban en las noches con un beso en las manos y un “Que duermas bien”. Claro que no dormía. En mi desesperación le rogaba a Ermilo, como si fuera un santo, que intercediera por mí, que no me abandonara.
Y mis ruegos fueron escuchados. Diez días después de la muerte de Ermilo, alterminar la cena, Samuel tomó mis manos y subimos a mi alcoba. ¡Ah!, ¡qué dichosa fui! Solo y sin testigos. ¡Al fin! Pudimos hacernos uno o ser uno en el otro. ¿Para qué hablar de las caricias? Las inventamos todas, porque antes de nosotros no había habido amantes en el mundo. Exhaustos vimos amanecer, pero el sol se empañó cuando Samuel dijo, tomándome de la mano:
— “nos hace falta Ermilo”.
Fueron días lánguidos y noches ardientes.
Yo pasaba de la cama al baño y          del baño al diván lentamente,  saboreando mis movimientos, la dulce tibieza del agua, la sonrisa de Eloísa, la caricia de las sedas de mi ropa, los perfumes diferentes de la mañana tardía. Me sentía convaleciendo de una enfermedad que había puesto en peligro mi vida, y me mimaba con la más sutil delicadeza. Me adormecía recordando las palabras de amor de la noche anterior, y dormía suavemente, como envuelta en un capullo. No bajaba a comer porque Samuel por esos días no comía en casa, pero el ritual de vestirme para lacena comenzaba a las seis de la tarde porque era necesario disimular, cubrir, atrapar y domar las más pequeñas arruguitas de la cara, de las manos, de todo el cuerpo, y hacer  brillar una belleza en toda su plenitud. Yo sabía mi edad, pero él no y, sinceramente, me conservaba mucho más joven de lo que era. Y hermosa, seguía siendo muy hermosa. Él no se cansaba de decírmelo.
¿Cuánto duró el encantamiento? ¿Semanas? ¿Meses? No lo sé porque no me ocupé de medir el tiempo pues vivía en la eternidad, una eternidad relampagueante. Empecé a inquietarme cuando repetía todas las noches que hacía falta Ermilio, que todo había sido mejor con él, que extrañaba la presencia de Ermilo. Me sentía herida pero no podía decirlo.
Una noche me preguntó muy galantemente si le permitía llevar a cenar a un amigo, “estamos tan solos”; dijo que yo escogiera el día, el menú, que todo lo dejaba en mis manos. La idea de romper nuestra intimidad no me gustaba, pero no tenía argumentos para negarme a una cosa tan natural. Fijamos la fecha y no volvimos a hablar de la cena ni del amigo. Yo debería haber tenido más curiosidad, preguntar sobre él y qué tipo de amistad llevaban, pero seguro que para defenderme olvidé el asunto hasta que la víspera del día señalado llegó. Puse el mejor mantel, saqué el servicio de plata y ordené un menú excepcional. Me vestí con más cuidado que nunca y esperé. Contra toda etiqueta, cuando llegó Samuel con su amigo salí a recibirlos. El amigo era un jovencito rubio, con un bigotito ridículo. Me pareció muy pagado de sí mismo. Cuando estuvo delante de mí alzó la barbilla e hizo una reverencia casi militar. Por poco me río, pero me quedé helada cuando Samuel dijo:
-Laura, éste es… bueno, para abreviar, lo llamaremos Ermilo, ¿te parece bien?
Comprendí inmediatamente y acepté.
A ese Ermilo, que no me gustó, siguieron muchos, muchos Ermilos y hubo las famosas orgías de los Ermilos, en las que la mayor atracción era yo, por ser la única mujer. A medida que fui envejeciendo, perdiendo los dientes, arrugándome, poniéndome fea, fui atrayendo personajes más importantes, los que me habían deseado cuando era joven, y    los jóvenes para gozar algo de una diosa de la belleza. Todos los “próceres” de la ciudad tuvieron algo que ver conmigo en aquellas bacanales que, por fortuna, no eran demasiado frecuentes. Fueron ellos mismos los que salieron escandalizando al pueblo por lo que sucedía en mi casa. Mi casa… lo que quedaba de ella. Saqueada por los Ermilos con la anuencia de Samuel, con las cortinas desgarradas, ya sin alfombras, los muebles cojos, sucios y estropeados, apestosa a semen y vomitonas, es más un chiquero que una habitación de personas, pero es el marco exacto que me corresponde y así le gusta a Samuel. Ahora tengo setenta y dos años. Él apenas cincuenta y nueve. No tengo dientes, sólo puedo chupar y ya no hago nada para disimular mi edad, pero Samuel me ama, no hay duda de eso. Después de una bacanal en la que me descuartizan, me hieren, cumplen conmigo sus más abyectas y feroces fantasías, Samuel me mete a la cama y me mima con una ternura sin límites, me baña y me cuida como una cosa preciosa. En cuanto mejoro, disfrutando mi convalecencia, hacemos el amor a solas, él besa mi boca desdentada, sin labios, con la misma pasión de la primera vez, y yo vuelvo a ser feliz. Mi alma florece como debió de haber florecido cuando era joven. Todo lo doy por estas primaveras cálidas, colmadas de amor, y creo que Dios me entiende, por eso no tengo ningún miedo a la muerte.