sábado, 29 de agosto de 2015

" La tortuga gigante" de Horacio Quiroga

" La tortuga gigante" de Horacio Quiroga

El siguiente cuento, a pesar de no ser un relato magnífico por la maestría de narrar , fue el primer cuento que recuerdo haber leído y el primero en impactarme por el mensaje que lleva : el amor y compasión entre especies. Espero les guste.

La tortuga gigante

Había una vez un hombre que vivía en Buenos Aires, y estaba muy contento porque era un hombre sano y trabajador. Pero un día se enfermó, y los médicos le dijeron que solamente yéndose al campo podría curarse. Él no quería ir, porque tenía hermanos chicos a quienes daba de comer; y se enfermaba cada día más. Hasta que un amigo suyo, que era director del Zoológico, le dijo un día:
-Usted es amigo mío, y es un hombre bueno y trabajador. Por eso quiero que se vaya a vivir al monte, a hacer mucho ejercicio al aire libre para curarse. Y como usted tiene mucha puntería con la escopeta, cace bichos del monte para traerme los cueros, y yo le daré plata adelantada para que sus hermanitos puedan comer bien.
El hombre enfermo aceptó, y se fue a vivir al monte, lejos, más lejos que Misiones todavía. Hacía allá mucho calor, y eso le hacía bien. Vivía solo en el bosque, y él mismo se cocinaba. Comía pájaros y bichos del monte, que cazaba con la escopeta, y después comía frutas. Dormía bajo los árboles, y cuando hacía mal tiempo construía en cinco minutos una ramada con hojas de palmera, y allí pasaba sentado y fumando, muy contento en medio del bosque que bramaba con el viento y la lluvia.
Había hecho un atado con los cueros de los animales, y lo llevaba al hombro. Había también agarrado, vivas, muchas víboras venenosas, y las llevaba dentro de un gran mate, porque allí hay mates tan grandes como una lata de querosene. El hombre tenía otra vez buen color, estaba fuerte y tenía apetito. Precisamente un día en que tenía mucha hambre, porque hacía dos días que no cazaba nada, vio a la orilla de una gran laguna un tigre enorme que quería comer una tortuga, y la ponía parada de canto para meter dentro una pata y sacar la carne con las uñas. Al ver al hombre el tigre lanzó un rugido espantoso y se lanzó de un salto sobre él. Pero el cazador, que tenía una gran puntería, le apuntó entre los ojos, y le rompió la cabeza. Después le sacó el cuero, tan grande que él solo podría servir de alfombra para un cuarto.
-Ahora -se dijo el hombre- voy a comer tortuga, que es una carne muy rica.
Pero cuando se acercó a la tortuga, vio que estaba ya herida, y tenía la cabeza casi separada del cuello, y la cabeza colgaba casi de dos o tres hilos de carne.
A pesar del hambre que sentía, el hombre tuvo lástima de la pobre tortuga, y la llevó arrastrando con una soga hasta su ramada y le vendó la cabeza con tiras de género que sacó de su camisa, porque no tenía más que una sola camisa, y no tenía trapos. La había llevado arrastrando porque la tortuga era inmensa, tan alta como una silla, y pesaba como un hombre.
La tortuga quedó arrimada a un rincón, y allí pasó días y días sin moverse.
El hombre la curaba todos los días y después le daba golpecitos con la mano sobre el lomo.
La tortuga sanó por fin. Pero entonces fue el hombre quien se enfermó. Tuvo fiebre y le dolía todo el cuerpo.
Después no pudo levantarse más. La fiebre aumentaba siempre, y la garganta le quemaba de tanta sed. El hombre comprendió que estaba gravemente enfermo, y habló en voz alta, aunque estaba solo, porque tenía mucha fiebre.
-Voy a morir -dijo el hombre-. Estoy solo, ya no puedo levantarme más, y no tengo quién me dé agua, siquiera. Voy a morir aquí de hambre y de sed.
Y al poco rato la fiebre subió aún más, y perdió el conocimiento.
Pero la tortuga lo había oído, y entendió lo que el cazador decía. Y ella pensó entonces:
-El hombre no me comió la otra vez, aunque tenía mucha hambre, y me curó. Yo lo voy a curar a él ahora.
Fue entonces a la laguna, buscó una cáscara de tortuga chiquita, y después de limpiarla bien con arena y ceniza la llenó de agua y le dio de beber al hombre, que estaba tendido sobre su manta y se moría de sed. Se puso a buscar enseguida raíces ricas y yuyitos tiernos, que le llevó al hombre para que comiera. El hombre comía sin darse cuenta de quién le daba la comida, porque tenía delirio con la fiebre y no conocía a nadie.
Todas las mañanas, la tortuga recorría el monte buscando raíces cada vez más ricas para darle al hombre, y sentía no poder subirse a los árboles para llevarle frutas.
El cazador comió así días y días sin saber quién le daba la comida, y un día recobró el conocimiento. Miró a todos lados, y vio que estaba solo, pues allí no había más que él y la tortuga, que era un animal. Y dijo otra vez en voz alta:
-Estoy solo en el bosque, la fiebre va a volver de nuevo, y voy a morir aquí, porque solamente en Buenos Aires hay remedios para curarme. Pero nunca podré ir, y voy a morir aquí.
Y como él lo había dicho, la fiebre volvió esa tarde, más fuerte que antes, y perdió de nuevo el conocimiento. Pero también esta vez la tortuga lo había oído, y se dijo:
-Si queda aquí en el monte se va a morir, porque no hay remedios, y tengo que llevarlo a Buenos Aires.
Dicho esto, cortó enredaderas finas y fuertes, que son como piolas, acostó con mucho cuidado al hombre encima de su lomo, y lo sujetó bien con las enredaderas para que no se cayese. Hizo muchas pruebas para acomodar bien la escopeta, los cueros y el mate con víboras, y al fin consiguió lo que quería, sin molestar al cazador, y emprendió entonces el viaje.
La tortuga, cargada así, caminó, caminó y caminó de día y de noche. Atravesó montes, campos, cruzó a nado ríos de una legua de ancho, y atravesó pantanos en que quedaba casi enterrada, siempre con el hombre moribundo encima. Después de ocho o diez horas de caminar se detenía, deshacía los nudos y acostaba al hombre con mucho cuidado en un lugar donde hubiera pasto bien seco.
Iba entonces a buscar agua y raíces tiernas, y le daba al hombre enfermo. Ella comía también, aunque estaba tan cansada que prefería dormir.
A veces tenía que caminar al sol; y como era verano, el cazador tenía tanta fiebre que deliraba y se moría de sed. Gritaba: ¡agua! ¡agua! a cada rato. Y cada vez la tortuga tenía que darle de beber.
Así anduvo días y días, semana tras semana. Cada vez estaban más cerca de Buenos Aires, pero también cada día la tortuga se iba debilitando, cada día tenía menos fuerza, aunque ella no se quejaba. A veces quedaba tendida, completamente sin fuerzas, y el hombre recobraba a medias el conocimiento. Y decía, en voz alta:
-Voy a morir, estoy cada vez más enfermo, y solo en Buenos Aires me podría curar. Pero voy a morir aquí, solo en el monte.
Él creía que estaba siempre en la ramada, porque no se daba cuenta de nada. La tortuga se levantaba entonces, y emprendía de nuevo el camino.
Pero llegó un día, un atardecer, en que la pobre tortuga no pudo más. Había llegado al límite de sus fuerzas, y no podía más. No había comido desde hacía una semana para llegar más pronto. No tenía más fuerza para nada.
Cuando cayó del todo la noche, vio una luz lejana en el horizonte, un resplandor que iluminaba el cielo, y no supo qué era. Se sentía cada vez más débil, y cerró entonces los ojos para morir junto con el cazador, pensando con tristeza que no había podido salvar al hombre que había sido bueno con ella.
Y, sin embargo, estaba ya en Buenos Aires, y ella no lo sabía. Aquella luz que veía en el cielo era el resplandor de la ciudad, e iba a morir cuando estaba ya al fin de su heroico viaje.
Pero un ratón de la ciudad -posiblemente el ratoncito Pérez- encontró a los dos viajeros moribundos.
-¡Qué tortuga! -dijo el ratón-. Nunca he visto una tortuga tan grande. ¿Y eso que llevas en el lomo, que es? ¿Es leña?
-No -le respondió con tristeza la tortuga-. Es un hombre.
-¿Y dónde vas con ese hombre? -añadió el curioso ratón.
-Voy... voy... Quería ir a Buenos Aires -respondió la pobre tortuga en una voz tan baja que apenas se oía-. Pero vamos a morir aquí porque nunca llegaré...
-¡Ah, zonza, zonza! -dijo riendo el ratoncito-. ¡Nunca vi una tortuga más zonza! ¡Si ya has llegado a Buenos Aires! Esa luz que ves allí es Buenos Aires.
Al oír esto, la tortuga se sintió con una fuerza inmensa porque aún tenía tiempo de salvar al cazador, y emprendió la marcha.
Y cuando era de madrugada todavía, el director del Jardín Zoológico vio llegar a una tortuga embarrada y sumamente flaca, que traía acostado en su lomo y atado con enredaderas, para que no se cayera, a un hombre que se estaba muriendo. El director reconoció a su amigo, y él mismo fue corriendo a buscar remedios, con los que el cazador se curó enseguida.
Cuando el cazador supo cómo lo había salvado la tortuga, cómo había hecho un viaje de trescientas leguas para que tomara remedios, no quiso separarse de ella. Y como él no podía tenerla en su casa, que era muy chica, el director del Zoológico se comprometió a tenerla en el Jardín, y a cuidarla como si fuera su propia hija.
Y así pasó. La tortuga, feliz y contenta con el cariño que le tienen, pasea por todo el Jardín, y es la misma gran tortuga que vemos todos los días comiendo el pastito alrededor de las jaulas de los monos.
El cazador la va a ver todas las tardes y ella conoce desde lejos a su amigo, por los pasos. Pasan un par de horas juntos, y ella no quiere nunca que él se vaya sin que le dé una palmadita de cariño en el lomo.

domingo, 16 de agosto de 2015

" Los asesinos" de Ernest Hemingway

" Los asesinos" de Ernest Hemingway

Este cuento nos muestra nuevamente el modelo del "iceberg", modelo cuentistico utilizado por  Hemingway en el cual solo nos muestra una pequeña parte de la historia dos ( Teoría de Piglia) . El álter ego del escritor, quien lleva el nombre de Nick Adams, se ve envuelto en un posible asesinato a un boxeador. No venderé la trama. Espero les guste. 
 
Los asesinos

La puerta del restaurante de Henry se abrió y entraron dos hombres que se sentaron al mostrador.
-¿Qué van a pedir? -les preguntó George.
-No sé -dijo uno de ellos-. ¿Tú qué tienes ganas de comer, Al?
-Qué sé yo -respondió Al-, no sé.
Afuera estaba oscureciendo. Las luces de la calle entraban por la ventana. Los dos hombres leían el menú. Desde el otro extremo del mostrador, Nick Adams, quien había estado conversando con George cuando ellos entraron, los observaba.
-Yo voy a pedir costillitas de cerdo con salsa de manzanas y puré de papas -dijo el primero.
-Todavía no está listo.
-¿Entonces para qué carajo lo pones en la carta?
-Esa es la cena -le explicó George-. Puede pedirse a partir de las seis.
George miró el reloj en la pared de atrás del mostrador.
-Son las cinco.
-El reloj marca las cinco y veinte -dijo el segundo hombre.
-Adelanta veinte minutos.
-Bah, a la mierda con el reloj -exclamó el primero-. ¿Qué tienes para comer?
-Puedo ofrecerles cualquier variedad de sándwiches -dijo George-, jamón con huevos, tocineta con huevos, hígado y tocineta, o un bisté.
-A mí dame suprema de pollo con arvejas y salsa blanca y puré de papas.
-Esa es la cena.
-¿Será posible que todo lo que pidamos sea la cena?
-Puedo ofrecerles jamón con huevos, tocineta con huevos, hígado...
-Jamón con huevos -dijo el que se llamaba Al. Vestía un sombrero hongo y un sobretodo negro abrochado. Su cara era blanca y pequeña, sus labios angostos. Llevaba una bufanda de seda y guantes.
-Dame tocineta con huevos -dijo el otro. Era más o menos de la misma talla que Al. Aunque de cara no se parecían, vestían como gemelos. Ambos llevaban sobretodos demasiado ajustados para ellos. Estaban sentados, inclinados hacia adelante, con los codos sobre el mostrador.
-¿Hay algo para tomar? -preguntó Al.
-Gaseosa de jengibre, cerveza sin alcohol y otras bebidas gaseosas -enumeró George.
-Dije si tienes algo para tomar.
-Sólo lo que nombré.
-Es un pueblo caluroso este, ¿no? -dijo el otro- ¿Cómo se llama?
-Summit.
-¿Alguna vez lo oíste nombrar? -preguntó Al a su amigo.
-No -le contestó éste.
-¿Qué hacen acá a la noche? -preguntó Al.
-Cenan -dijo su amigo-. Vienen acá y cenan de lo lindo.
-Así es -dijo George.
-¿Así que crees que así es? -Al le preguntó a George.
-Seguro.
-Así que eres un chico vivo, ¿no?
-Seguro -respondió George.
-Pues no lo eres -dijo el otro hombrecito-. ¿No es cierto, Al?
-Se quedó mudo -dijo Al. Giró hacia Nick y le preguntó-: ¿Cómo te llamas?
-Adams.
-Otro chico vivo -dijo Al-. ¿No es vivo, Max?
-El pueblo está lleno de chicos vivos -respondió Max.
George puso las dos bandejas, una de jamón con huevos y la otra de tocineta con huevos, sobre el mostrador. También trajo dos platos de papas fritas y cerró la portezuela de la cocina.
-¿Cuál es el suyo? -le preguntó a Al.
-¿No te acuerdas?
-Jamón con huevos.
-Todo un chico vivo -dijo Max. Se acercó y tomó el jamón con huevos. Ambos comían con los guantes puestos. George los observaba.
-¿Qué miras? -dijo Max mirando a George.
-Nada.
-Cómo que nada. Me estabas mirando a mí.
-En una de esas lo hacía en broma, Max -intervino Al.
George se rió.
- no te rías -lo cortó Max-. No tienes nada de qué reírte, ¿entiendes?
-Está bien -dijo George.
-Así que piensas que está bien -Max miró a Al-. Piensa que está bien. Esa sí que está buena.
-Ah, piensa -dijo Al. Siguieron comiendo.
-¿Cómo se llama el chico vivo ése que está en la punta del mostrador? -le preguntó Al a Max.
-Ey, chico vivo -llamó Max a Nick-, anda con tu amigo del otro lado del mostrador.
-¿Por? -preguntó Nick.
-Porque sí.
-Mejor pasa del otro lado, chico vivo -dijo Al. Nick pasó para el otro lado del mostrador.
-¿Qué se proponen? -preguntó George.
-Nada que te importe -respondió Al-. ¿Quién está en la cocina?
-El negro.
-¿El negro? ¿Cómo el negro?
-El negro que cocina.
-Dile que venga.
-¿Qué se proponen?
-Dile que venga.
-¿Dónde se creen que están?
-Sabemos muy bien dónde estamos -dijo el que se llamaba Max-. ¿Parecemos tontos acaso?
-Por lo que dices, parecería que sí -le dijo Al-. ¿Qué tienes que ponerte a discutir con este chico? -y luego a George-: Escucha, dile al negro que venga acá.
-¿Qué le van a hacer?
-Nada. Piensa un poco, chico vivo. ¿Qué le haríamos a un negro?
George abrió la portezuela de la cocina y llamó:
-Sam, ven un minutito.
El negro abrió la puerta de la cocina y salió.
-¿Qué pasa? -preguntó. Los dos hombres lo miraron desde el mostrador.
-Muy bien, negro -dijo Al-. Quédate ahí.
El negro Sam, con el delantal puesto, miró a los hombres sentados al mostrador:
-Sí, señor -dijo. Al bajó de su taburete.
-Voy a la cocina con el negro y el chico vivo -dijo-. Vuelve a la cocina, negro. Tú también, chico vivo.
El hombrecito entró a la cocina después de Nick y Sam, el cocinero. La puerta se cerró detrás de ellos. El que se llamaba Max se sentó al mostrador frente a George. No lo miraba a George sino al espejo que había tras el mostrador. Antes de ser un restaurante, el lugar había sido una taberna.
-Bueno, chico vivo -dijo Max con la vista en el espejo-. ¿Por qué no dices algo?
-¿De qué se trata todo esto?
-Ey, Al -gritó Max-. Acá este chico vivo quiere saber de qué se trata todo esto.
-¿Por qué no le cuentas? -se oyó la voz de Al desde la cocina.
-¿De qué crees que se trata?
-No sé.
-¿Qué piensas?
Mientras hablaba, Max miraba todo el tiempo al espejo.
-No lo diría.
-Ey, Al, acá el chico vivo dice que no diría lo que piensa.
-Está bien, puedo oírte -dijo Al desde la cocina, que con una botella de ketchup mantenía abierta la ventanilla por la que se pasaban los platos-. Escúchame, chico vivo -le dijo a George desde la cocina-, aléjate de la barra. Tú, Max, córrete un poquito a la izquierda -parecía un fotógrafo dando indicaciones para una toma grupal.
-Dime, chico vivo -dijo Max-. ¿Qué piensas que va a pasar?
George no respondió.
-Yo te voy a contar -siguió Max-. Vamos a matar a un sueco. ¿Conoces a un sueco grandote que se llama Ole Andreson?
-Sí.
-Viene a comer todas las noches, ¿no?
-A veces.
-A las seis en punto, ¿no?
-Si viene.
-Ya sabemos, chico vivo -dijo Max-. Hablemos de otra cosa. ¿Vas al cine?
-De vez en cuando.
-Tendrías que ir más seguido. Para alguien tan vivo como tú, está bueno ir al cine.
-¿Por qué van a matar a Ole Andreson? ¿Qué les hizo?
-Nunca tuvo la oportunidad de hacernos algo. Jamás nos vio.
-Y nos va a ver una sola vez -dijo Al desde la cocina.
-¿Entonces por qué lo van a matar? -preguntó George.
-Lo hacemos para un amigo. Es un favor, chico vivo.
-Cállate -dijo Al desde la cocina-. Hablas demasiado.
-Bueno, tengo que divertir al chico vivo, ¿no, chico vivo?
-Hablas demasiado -dijo Al-. El negro y mi chico vivo se divierten solos. Los tengo atados como una pareja de amigas en el convento.
-¿Tengo que suponer que estuviste en un convento?
-Uno nunca sabe.
-En un convento judío. Ahí estuviste tú.
George miró el reloj.
-Si viene alguien, dile que el cocinero salió. Si después de eso se queda, le dices que cocinas tú. ¿Entiendes, chico vivo?
-Sí -dijo George-. ¿Qué nos harán después?
-Depende -respondió Max-. Esa es una de las cosas que uno nunca sabe en el momento.
George miró el reloj. Eran las seis y cuarto. La puerta de la calle se abrió y entró un conductor de tranvías.
-Hola, George -saludó-. ¿Me sirves la cena?
-Sam salió -dijo George-. Volverá en alrededor de una hora y media.
-Mejor voy a la otra cuadra -dijo el chofer. George miró el reloj. Eran las seis y veinte.
-Estuviste bien, chico vivo -le dijo Max-. Eres un verdadero caballero.
-Sabía que le volaría la cabeza -dijo Al desde la cocina.
-No -dijo Max-, no es eso. Lo que pasa es que es simpático. Me gusta el chico vivo.
A las siete menos cinco George habló:
-Ya no viene.
Otras dos personas habían entrado al restaurante. En una oportunidad George fue a la cocina y preparó un sándwich de jamón con huevos "para llevar", como había pedido el cliente. En la cocina vio a Al, con su sombrero hongo hacia atrás, sentado en un taburete junto a la portezuela con el cañón de un arma recortada apoyado en un saliente. Nick y el cocinero estaban amarrados espalda con espalda con sendas toallas en las bocas. George preparó el pedido, lo envolvió en papel manteca, lo puso en una bolsa y lo entregó. El cliente pagó y salió.
-El chico vivo puede hacer de todo -dijo Max-. Cocina y hace de todo. Harías de alguna chica una linda esposa, chico vivo.
-¿Sí? -dijo George- Su amigo, Ole Andreson, no va a venir.
-Le vamos a dar otros diez minutos -repuso Max.
Max miró el espejo y el reloj. Las agujas marcaban las siete en punto, y luego siete y cinco.
-Vamos, Al -dijo Max-. Mejor nos vamos de acá. Ya no viene.
-Mejor esperamos otros cinco minutos -dijo Al desde la cocina.
En ese lapso entró un hombre, y George le explicó que el cocinero estaba enfermo.
-¿Por qué carajo no consigues otro cocinero? -lo increpó el hombre- ¿Acaso no es un restaurante esto? -luego se marchó.
-Vamos, Al -insistió Max.
-¿Qué hacemos con los dos chicos vivos y el negro?
-No va a haber problemas con ellos.
-¿Estás seguro?
-Sí, ya no tenemos nada que hacer acá.
-No me gusta nada -dijo Al-. Es imprudente, tú hablas demasiado.
-Uh, qué te pasa -replicó Max-. Tenemos que entretenernos de alguna manera, ¿no?
-Igual hablas demasiado -insistió Al. Éste salió de la cocina, la recortada le formaba un ligero bulto en la cintura, bajo el sobretodo demasiado ajustado que se arregló con las manos enguantadas.
-Adiós, chico vivo -le dijo a George-. La verdad es que tuviste suerte.
-Cierto -agregó Max-, deberías apostar en las carreras, chico vivo.
Los dos hombres se retiraron. George, a través de la ventana, los vio pasar bajo el farol de la esquina y cruzar la calle. Con sus sobretodos ajustados y esos sombreros hongos parecían dos artistas de variedades. George volvió a la cocina y desató a Nick y al cocinero.
-No quiero que esto vuelva a pasarme -dijo Sam-. No quiero que vuelva a pasarme.
Nick se incorporó. Nunca antes había tenido una toalla en la boca.
-¿Qué carajo...? -dijo pretendiendo seguridad.
-Querían matar a Ole Andreson -les contó George-. Lo iban a matar de un tiro ni bien entrara a comer.
-¿A Ole Andreson?
-Sí, a él.
El cocinero se palpó los ángulos de la boca con los pulgares.
-¿Ya se fueron? -preguntó.
-Sí -respondió George-, ya se fueron.
-No me gusta -dijo el cocinero-. No me gusta para nada.
-Escucha -George se dirigió a Nick-. Tendrías que ir a ver a Ole Andreson.
-Está bien.
-Mejor que no tengas nada que ver con esto -le sugirió Sam, el cocinero-. No te conviene meterte.
-Si no quieres no vayas -dijo George.
-No vas a ganar nada involucrándote en esto -siguió el cocinero-. Mantente al margen.
-Voy a ir a verlo -dijo Nick-. ¿Dónde vive?
El cocinero se alejó.
-Los jóvenes siempre saben qué es lo que quieren hacer -dijo.
-Vive en la pensión Hirsch -George le informó a Nick.
-Voy para allá.
Afuera, las luces de la calle brillaban por entre las ramas de un árbol desnudo de follaje. Nick caminó por el costado de la calzada y a la altura del siguiente poste de luz tomó por una calle lateral. La pensión Hirsch se hallaba a tres casas. Nick subió los escalones y tocó el timbre. Una mujer apareció en la entrada.
-¿Está Ole Andreson?
-¿Quieres verlo?
-Sí, si está.
Nick siguió a la mujer hasta un descanso de la escalera y luego al final de un pasillo. Ella llamó a la puerta.
-¿Quién es?
-Alguien que viene a verlo, señor Andreson -respondió la mujer.
-Soy Nick Adams.
-Pasa.
Nick abrió la puerta e ingresó al cuarto. Ole Andreson yacía en la cama con la ropa puesta. Había sido boxeador peso pesado y la cama le quedaba chica. Estaba acostado con la cabeza sobre dos almohadas. No miró a Nick.
-¿Qué pasa? -preguntó.
-Estaba en el negocio de Henry -comenzó Nick-, cuando dos tipos entraron y nos ataron a mí y al cocinero, y dijeron que iban a matarlo.
Sonó tonto decirlo. Ole Andreson no dijo nada.
-Nos metieron en la cocina -continuó Nick-. Iban a dispararle apenas entrara a cenar.
Ole Andreson miró a la pared y siguió sin decir palabra.
-George creyó que lo mejor era que yo viniera y le contase.
-No hay nada que yo pueda hacer -Ole Andreson dijo finalmente.
-Le voy a decir cómo eran.
-No quiero saber cómo eran -dijo Ole Andreson. Volvió a mirar hacia la pared: -Gracias por venir a avisarme.
-No es nada.
Nick miró al grandote que yacía en la cama.
-¿No quiere que vaya a la policía?
-No -dijo Ole Andreson-. No sería buena idea.
-¿No hay nada que yo pueda hacer?
-No. No hay nada que hacer.
-Tal vez no lo dijeron en serio.
-No. Lo decían en serio.
Ole Andreson volteó hacia la pared.
-Lo que pasa -dijo hablándole a la pared- es que no me decido a salir. Me quedé todo el día acá.
-¿No podría escapar de la ciudad?
-No -dijo Ole Andreson-. Estoy harto de escapar.
Seguía mirando a la pared.
-Ya no hay nada que hacer.
-¿No tiene ninguna manera de solucionarlo?
-No. Me equivoqué -seguía hablando monótonamente-. No hay nada que hacer. Dentro de un rato me voy a decidir a salir.
-Mejor vuelvo adonde George -dijo Nick.
-Chau -dijo Ole Andreson sin mirar hacia Nick-. Gracias por venir.
Nick se retiró. Mientras cerraba la puerta vio a Ole Andreson totalmente vestido, tirado en la cama y mirando a la pared.
-Estuvo todo el día en su cuarto -le dijo la encargada cuando él bajó las escaleras-. No debe sentirse bien. Yo le dije: "Señor Andreson, debería salir a caminar en un día otoñal tan lindo como este", pero no tenía ganas.
-No quiere salir.
-Qué pena que se sienta mal -dijo la mujer-. Es un hombre buenísimo. Fue boxeador, ¿sabías?
-Sí, ya sabía.
-Uno no se daría cuenta salvo por su cara -dijo la mujer. Estaban junto a la puerta principal-. Es tan amable.
-Bueno, buenas noches, señora Hirsch -saludó Nick.
-Yo no soy la señora Hirsch -dijo la mujer-. Ella es la dueña. Yo me encargo del lugar. Yo soy la señora Bell.
-Bueno, buenas noches, señora Bell -dijo Nick.
-Buenas noches -dijo la mujer.
Nick caminó por la vereda a oscuras hasta la luz de la esquina, y luego por la calle hasta el restaurante. George estaba adentro, detrás del mostrador.
-¿Viste a Ole?
-Sí -respondió Nick-. Está en su cuarto y no va a salir.
El cocinero, al oír la voz de Nick, abrió la puerta desde la cocina.
-No pienso escuchar nada -dijo y volvió a cerrar la puerta de la cocina.
-¿Le contaste lo que pasó? -preguntó George.
-Sí. Le conté pero él ya sabe de qué se trata.
-¿Qué va a hacer?
-Nada.
-Lo van a matar.
-Supongo que sí.
-Debe haberse metido en algún lío en Chicago.
-Supongo -dijo Nick.
-Es terrible.
-Horrible -dijo Nick.
Se quedaron callados. George se agachó a buscar un repasador y limpió el mostrador.
-Me pregunto qué habrá hecho -dijo Nick.
-Habrá traicionado a alguien. Por eso los matan.
-Me voy a ir de este pueblo -dijo Nick.
-Sí -dijo George-. Es lo mejor que puedes hacer.
-No soporto pensar que él espera en su cuarto y sabe lo que le pasará. Es realmente horrible.
-Bueno -dijo George-. Mejor deja de pensar en eso.


sábado, 8 de agosto de 2015

"La noche de la gallina" de Francisco Tario

"La noche de la gallina" de Francisco Tario 

¿ Te imaginas ser una gallina? Francisco Tario nos trasforma en una gallina durante su cuento. Si bien, no es uno de los mejores relatos de éste escritor, su forma narrativa la podemos ver plasmada en estas letras al darle voz a aquellas cosas que no la tiene. También podemos observar la crueldad del ser humano , aquella forma bestial a la cual ya lo consideramos algo cotidiano. Espero les guste. 

La noche de la gallina

—Los hombres son vanos y crueles como no tienes idea —me decía hace casi un siglo una gallina amiga, cuando todavía era yo joven y virgen, y habitaba un corral indescriptiblemente suntuoso, poblado de árboles frutales.—Lo que ocurre —objeté yo, sacudiendo mi cola blanca— es que tú no los comprendes; ni siquiera te has cuidado de observarlos adecuadamente. ¡Confiesa! ¿Qué has hecho durante la mayor parte de tu existencia, sino corretear como una locuela detrás de tus cien maridos y empollar igual que una señora burguesa? ¡El hombre es un ser admirable, caritativo y muy sabio, a quien debemos estar agradecidas profundamente!Esto decía yo hace tiempo; no sé cuántos meses. Cuando aún me dejaba sorprender por las apariencias, rendía culto a los poetas y llevaba minuciosamente clasificadas en un cuaderno las características de los petimetres que me perseguían. Cuando mi cresta era voluptuosa cual un seno de mujer, y mi cola, artística, poblada. Cuando dormía en posturas graciosas y, al crepúsculo, languidecía bajo la influencia inefable de las encinas. Decía esto —entre otros motivos más graves— porque mi amo era muy cordial conmigo y solía conducirme a los rincones más apartados de la finca, con objeto de obsequiarme los residuos de los banquetes y otras golosinas menos importantes.Hoy no. Hoy pienso de otro modo.Heme aquí confinada en una celda tenebrosa, condenada a muerte. ¿Creen que no lo adivino? ¿Creen los hombres que por ser diminutas y estar cubiertas de plumas, no tenemos las gallinas nuestro corazoncito, nuestra sensibilidad y nuestro entendimiento?Me apresaron al atardecer. Paseaba yo con una amiga por el sendero de las coles. Soplaba una cautivadora brisa. Íbamos charlando de mil cosas triviales y picoteando, ora un rábano, ora una fruta caída, cuando se entreabrió la puerta fatídica y apareció el cocinero. Nunca me simpatizó este hombre. Es un tipo grueso, perverso, de epidermis muy roja, con un bigote cuadrado y un delantal demasiado largo, tinto en sangre generalmente. De ordinario, salta al corral con un cuchillo en la mano y se contonea por entre los árboles, berreando siempre la misma tonada. Cuando alguien osa acercársele, toma la primera estaca o piedra que ve a su alcance y la arroja contra el intruso. En seguida corta una ciruela o un albérchigo y, tras de frotarlo contra su trasero, lo engulle, escupiendo la piedra a gran distancia... Pues bien, llegó el cocinero y me fue persiguiendo taimadamente por la vereda de las coles. Tan pronto llegamos a la tapia —¡oh, perfumada muy lindamente por las enredaderas de Bécquer!— me atrapó con sus manazas de simio, sujetándome por las alas. Me introdujo en la casa, hizo girar la puerta de un cuarto muy tétrico y me lanzó al aire, cual si se tratara de una avioneta. Caí como mejor pude y tardé mucho tiempo en moverme.Aquí estoy, en consecuencia, sola, en tinieblas, sin un galán indómito que se aventure a rescatarme. Sola con mis reminiscencias, con mi pasado turbulento, con mi angustia loca, con mi cresta ya no tan voluptuosa y mi pechuguita tierna."Posiblemente —cavilo— me reste una noche de vida: doce horas: varios cientos de minutos... Si me pusiera a contar desde ahora, no llegaría a treinta mil seguramente."Suspiro y prosigo, dejando que mis pensamientos fluyan, fluyan, como una bandada de canarios."¡Cuan crueles y vanos son los hombres! ¿Por qué nos asesinan? ¿Por qué nos comen? ¿Qué daño les he hecho yo, por ejemplo? ¿Qué grave trastorno o qué perjuicio irreparable les he ocasionado...? Les he dado huevos frescos, cría; los he recreado con mi canto; les he anunciado el mal tiempo, el bueno —tal vez con mayor exactitud y armonía que los maestros cantores—, la presencia de un ladrón. No me he enfermado nunca; por el contrario, siempre podía admirárseme pizpireta, complaciente, muy limpia, tomando el sol a toda hora del día, meciendo mis alas níveas, que un joven galante comparó una vez con las de un cisne. He servido también de modelo a cierto pintor impertinente que profanó nuestros dominios. Me han retratado los chiquillos, he respetado la siembra, no he herido, injuriado a nadie. Jamás hice un mal gesto. ¿Qué culpa es, pues, la mía? Y sin embargo, van a inmolarme, van a comerme."Me estrujará el cocinero entre sus garras inicuas e irá arrancando a puñados mis plumas finas, mis plumas albas, que tan celosamente he cuidado. Me las arrancará, sí, con la avidez de un enamorado que deshoja una margarita, y las irá arrojando a un cubo lleno de sangre —abollado, fétido—, cual si se tratara de algo despreciable e inmundo. Me desprenderá el cuello de un tajo, y mis ojitos pardos, mis ojitos picaros —que otro galán comparó con los de una gacela— se obscurecerán definitivamente. Mis piernas doradas y elásticas caerán por tierra como las ramas secas de un árbol... y las comerán los cerdos —¿quién iba a pensarlo?— los cerdos: esa especie de hipopótamos color de rosa que liban sus propios orines y jamás alzan la jeta, temerosos de vaciarse un ojo. Bien asada, me acomodarán en una fuente de loza y me transportarán a la mesa, humeante, guarnecido mi cuerpecito con zanahorias, trufas o espárragos. Y es tal la crueldad de los hombres, tal su sadismo, que quizá respeten mi forma y me presenten así enterita, sin plumas, en cueros, exhibiendo para deleite de todos mi inocente vergüenza.Los invitados se relamerán de gusto, no importa que entre ellos se cuente algún filósofo o canónigo."Bien sabrosa que debe estar" —pensarán para sus adentros.Y la dueña de la casa, esa berruga con faldas, exclamará melifluamente:—No es malo, que digamos, su aspecto; pero temo que esté un poquito dura. ¡Era tan vieja!También es creíble que un niño me rechace y su mamá le ofrezca un muslito.—Mamá, no quiero gallina —protestará el infante, con su carita de ángel bobo y rico.—Si está muy tiernecita, tonto... ¡Mira!Y el rorro objetará entonces, gesticulando:—¿Por qué me das esas cosas, si sabes que las gallinas comen caquita?¡Ay, me sacrificarán sin remedio! ¡Me asesinarán los hombres, no obstante que he alegrado sus vidas! Son vanos, crueles, egoístas. Principalmente eso: egoístas. ¿Por qué no matan al perro? ¡Porque los defiende! ¿Por qué no matan al gato? ¡Porque se come a los ratones! ¿Por qué no matan al burro? ¡Porque transporta sus mercancías! ¿Por qué no matan al caballo? ¡Porque los transporta a ellos! ¿Por qué no sacrifican al tigre, a la víbora o al lobo? ¡Porque les temen! ¡Canallas! ¡Cobardes! ¡Nos asesinan a nosotras, y a los pajaritos, y a los gansos, y a los cerdos, que no sirven para nada. Nos ven pequeños, indefensos, asequibles!Ya sé de qué modo hablan los hombres. Cierta tarde sorprendí a uno de ellos interrogando:—Y diga usted ¿es que no ha probado por casualidad el gato?Otro respondió, llevándose el pañuelo viscoso a la boca:—Por Dios, qué excentricidades... ¡Valiente asco!Yo he gritado entonces:—¡Mentira! ¡Mentira! ¡No es asco lo que tenéis ni mucho menos!Pero nuestro lenguaje resulta enteramente incomprensible para esa gente. Tanto, que el primero de ellos dijo:—¡Maldito bicho éste! ¡Qué lata nos está dando!Y según es costumbre en tales seres, me lanzó un pedrusco, a riesgo de matarme. Pero yo esquivé el proyectil, dando rienda suelta a la hilaridad más desbordante. Prorrumpí desde lejos:—¡No, no es asco lo que le tenéis al gato! ¡Cuidáis vuestro queso!¡Cómo! Oigo una llave... la tos del cocinero... ¿Es que ha llegado la hora? ¡Oh, se anticipan! Pero ¿qué significa todo esto? ¿Es que no van a permitirme confesar siquiera? He oído contar no sé dónde que a los reos a muerte se les dispensan privilegios de tal índole: se les conforta, se les auxilia espiritualmente. ¿Y por qué a mí no? Yo también creo en Dios. También a mí me espanta el infierno. Mis pecados pueden ser graves... ¡Sí, sí, creo en Dios, creo en Dios lo mismo que pueda creer el hombre más docto! ¡He nacido de Dios! ¡He cometido adulterio...! ¡Y tengo mi alma —chiquita y débil— pero mi alma! ¡Aquí está! ¡Quiero salvarla! ¡Quiero salvarla! ¿Qué clase de justicia es ésta?Inútil. Chirría la puerta sobre sus goznes y aparece el cocinero. Le veo al trasluz divinamente, con su delantal hasta los tobillos y su cabezota calva. Entreabre los brazos para atraparme. Me escurro una, dos, tres veces con éxito. Insiste; se desespera. Yo pienso:"Perfectamente. Puesto que así sois de villanos, la pagaréis bien cara."Doy un salto increíble, ridículo si se quiere para una gallina, y escapo por encima de los hombros del verdugo; vuelo a través de un pasadizo que apesta a vinagre; de un corredor lleno de muebles y ropa sucia; de la escalera... Detrás viene el cocinero blasfemando y sacudiendo su panza dura. Descubro en el segundo piso de la casa una ventana abierta y me lanzo al vacío, ahora sí como una avioneta. Tardo en caer al corral y, abajo, se produce un clamoreo inenarrable, consecuencia de mis gritos desgarradores. Quien chilla, pidiendo auxilio; quien corre de un lado para otro, tapándose los ojos; mi amiga sufre un soponcio. Pero yo anuncio, y mi anuncio lo escuchan hasta los muertos:—¡La pagaréis bien cara! ¡La pagaréis bien cara!Cuando el cocinero salta al jardín, ya he alcanzado mi meta. Es una planta misteriosa, azafranada, de hojas muy ásperas, que, de niñas, nos prohibían frecuentar nuestras mamas:—Quien pruebe de ellas, sucumbe —nos prevenían, cubriéndonos con sus temblorosas alas.Y yo comí esta vez hasta hartarme. Comí raíces, tallos, flores, ¡cuanto pude! Un poco más tarde, el verdugo empuñaba el cuchillo y me apoyaba su hoja en el pecho, diciéndome:—¡Escápate ahora, maldita...!Aún solté una carcajada que atronó la casa.Desde el retrete preguntó la dueña:—Cirilo: ¿qué ocurre?—¡Nada! —prorrumpió el asesino, trozándome el cuello—. ¡Esta maldita perra...!—¿Cuál perra? —oí a la vieja, como entre sueños.—O lo que sea. ¡Esta gallina!Una vez más ratifiqué mi amenaza:—¡La pagaréis bien cara!Y en efecto: treinta y seis horas más tarde, cinco ataúdes en fila bajaban por la arboleda rumbo al cementerio.


"El ocupante de la habitación" de Algernon Blackwood

"El ocupante de la habitación" de Algernon Blackwood

El siguiente relato es una gran obra de terror , el cual nos mantiene en suspenso durante toda la lectura; la tensión en la que se desarrolla el cuento se mantiene ,y poco a poco va aumentando hasta meternos de lleno cada vez más al trama de terror. La historia trata sobre un hombre el cual visita un lugar cercano a las montañas, pero , este, al no haber planeado ese viaje se ve en problemas por no encontrar un lugar donde dormir. Por suerte encuentra un hotel donde puede descansar, pero ese cuarto se encuentra "ocupado" debido a que la huésped de la habitación aún la tiene apartada aunque ella no ha regresado de escalar una montaña nevada. El personaje se ve envuelto ante una extraña sensación de que la habitación se encuentra ocupada. ¿ Será? . Espero les guste al igual que a mi. 

El ocupante de la habitación

Llegó en la diligence amarilla bien entrada la noche, entumecido y lleno de calambres tras tres horas de fatigoso e interminable ascenso. El pueblo, una masa compacta de sombras, dormía ya. Tan sólo delante del hotel persistía aún el bullicio, la luz y la animación... aunque sería ya por poco tiempo. Las caballerías, con la cabeza gacha y paso cansino, cruzaron solas la carretera arrastrando sus arneses por el polvo y desaparecieron en las cuadras; mientras la pesada diligencia, que parecía un gran escarabajo amarillo con las patas quebradas, se quedaba a hacer noche en el lugar hasta donde la habían conducido a rastras.

A pesar del cansancio físico, aquel maestro de escuela, que disfrutaba de las primeras horas de unas vacaciones que le habían costado diez guineas, estaba rebosante de felicidad. La paz que se respiraba en aquel alto valle alpino era maravillosa; las estrellas titilaban sobre los quebrados riscos del Dent du Midi, donde los relucientes neveros se destacaban espectrales sobre unas rocas que parecían de ébano, y el aire helado traía un aroma a pinares, a pastos empapados de rocío y a madera recién cortada. Embargado de una sensación en la que se mezclaban el placer y el asombro, pasó varíos minutos tratando de captar todos aquellos detalles, mientras los otros tres pasajeros daban indicaciones sobre su equipaje y se dirigían a sus respectivas habitaciones. Finalmente, se dio la vuelta, cruzó la basta estera de la entrada, y tras resistir a la tentación de detenerse a contemplar el mapa de las montañas que colgaba junto a la puerta, pasó al deslumbrante recibidor.

De pronto, un desagradable contratiempo hizo que bajara de las nubes y volviera a la cruda realidad. En la posada -la única posada que había- no quedaban habitaciones libres. Hasta los sillones de que disponía estaban ocupados...

¡Qué estúpido había sido de no escribir para hacer una reserva! Claro que, ahora que lo pensaba, le había resultado imposible, pues la decisión de venir la había tomado aquella misma mañana en Ginebra de forma repentina, cautivado por el espléndido día que había amanecido tras una semana de lluvias. El portero, que lucía una chaqueta con ribetes dorados, y una vieja de facciones muy duras -le había llamado la atención la dureza de aquel rostro- no paraban de hablar y de gesticular mientras señalaban al pueblo en todas direcciones, haciéndole unas sugerencias que sólo comprendía a medias, pues sus conocimientos de francés eran limitados y el dialecto en que hablaban era algo verdaderamente espantoso.

«¡Allí -a lo mejor encontraba habitación- o sino allá! Pero aquí, hélas, está todo completo... más de lo que nosotros quisiéramos. ¡Mañana, quizá, si tal y cual dejan su habitación!» Al final, tras mucho encogerse de hombros, la anciana se quedó mirando al portero de la chaqueta ribeteada, y éste, a su vez, se quedó mirando con expresión somnolienta al maestro. No obstante, obedeciendo a uno de esos misteriosos mecanismos que regulan la esperanza, que ni él mismo alcanzó a comprender, y siguiendo las indicaciones, completamente ininteligibles, que le había dado la anciana, salió finalmente a la calle y se encaminó hacia un oscuro grupo de casas que ella le había señalado. De lo único que estaba seguro era de que tenía la intención de aporrear una de aquellas puertas hasta que le dieran una habitación. Estaba demasiado cansado para detenerse a planear las cosas con más detalle. El portero había hecho ademán de acompañarle, pero en el último momento se dio la vuelta y se quedó hablando con la anciana. La borrosa silueta de las casas se vislumbraba en medio de la oscuridad. Corría un aire gélido y el valle entero retumbaba con las carreras y el estruendo de los cursos de agua. Pensaba vagamente que no tardaría en amanecer y que quizá tendría que pasar la noche dando vueltas por el bosque, cuando oyó un ruido sordo a sus espaldas y, al darse la vuelta, vio a una figura que se acercaba apresuradamente hacia él. Era el portero... que venía corriendo.

En el pequeño recibidor de la posada se reanudó una confusa conversación a tres bandas, salpicada de vez en cuando por coloquios en voz baja y apartes susurrados en dialecto entre la mujer y el portero, cuyo resultado final fue que «si a Monsieur no le parecía mal... después de todo, sí que había una habitación, en el primer piso... sólo que, en cierto modo, estaba "ocupada". Bueno, en realidad lo que pasaba era que...».

No obstante, el maestro se quedó con la habitación sin meterse en más averiguaciones sobre aquel embrollo, pues al fin y al cabo le había proporcionado de pronto justo lo que él quería. La ética profesional de los hosteleros no era cosa de su incumbencia. Si aquella mujer le ofrecía alojamiento no le correspondía a él ponerse a discutir sobre si estaba legitimada o no para hacerlo.

Mientras acompañaba al huésped a su habitación, el portero, que a todas luces estaba un tanto nervioso, le fue suministrando en una mezcla de francés y de inglés los detalles que la patrona había omitido, y Minturn, pues tal era el nombre de aquel maestro, no tardó en compartir aquel nerviosismo con él y en verse envuelto en la atmósfera de una posible tragedia. Todo aquel que conozca esa emoción tan característica que producen los altos valles de montaña, uno de cuyos principales atractivos consiste en la realización de escaladas con peligro, comprenderá esa ligera sensación de alarma que suele ir asociada a tales paisajes. Cuando se alza la vista para contemplar los picos desolados que se remontan solitarios en las alturas, no se puede evitar pensar en esos hombres cuya diversión consiste en pasarse varios días y noches seguidos escalando las peligrosas cumbres que se elevan sobre un mar de nubes, y en conquistar, centímetro a centímetro, los picos helados que blanden permanentemente el oscuro pabellón del terror en el cielo. La atmósfera de aventura, aderezada con el posible espanto de una de las tragedias más horribles que quepa imaginarse, es inseparable de cualquier contemplación imaginativa de semejante paisaje; y lo que Minturn dedujo de las palabras del alarmado portero, no perdió nada de su miga a pesar de su desconocimiento del idioma. Una inglesa, la legítima ocupante de la habitación, se había empeñado en ir a las montañas sin guía. Había partido hacía dos días justo antes de que amaneciera -el portero la había visto salir- y... ¡no había regresado! La ruta era difícil y peligrosa, pero no imposible para un escalador experto, aunque fuera solo. Y la inglesa era una montañera curtida. Pero también era una persona terca, que desdeñaba los consejos, le aburrían las advertencias y tenía una fe ciega en sí misma. Además era un tanto rara; no se mezclaba con los demás huéspedes y, a veces, se pasaba días enteros encerrada con llave en su habitación sin dejar entrar a nadie; vamos, una «excéntrica» de tomo y lomo.

Todo esto fue lo que Minturn sacó en claro de lo que el portero le fue contando mientras subía su equipaje y ponía un poco de orden en la habitación; pero hubo algo más. Se enteró también de que ya había salido una partida de rescate y que, por supuesto, podían regresar en cualquier momento. En cuyo caso... En fin, por eso, aunque la habitación estuviera desocupada, seguía siendo de ella. «Pero si a Monsieur no le importa correr el riesgo de tener que dejar la habitación en medio de la noche...» Dado que el locuaz portero parecía empeñado en aportar todo tipo de detalles que ponían en cuestión la validez de la transacción que acababa de realizar, Minturn lo despachó tan pronto como pudo y se dispuso a irse a la cama -que el propio portero había arreglado a toda prisa- para tratar de dormir el máximo de horas posible antes de que viniera alguien a decirle que se tenía que marchar.

La verdad es que al principio se sintió incómodo, francamente incómodo. Estaba en la habitación de otra persona. Realmente no tenía ningún derecho a estar allí. Era una intrusión imperdonable; y mientras deshacía el equipaje, giró en varias ocasiones la cabeza para mirar hacia atrás, como si temiera que alguien le estuviera observando desde alguna de las esquinas. Tenía la impresión de que, en cualquier momento, oiría pasos en el pasillo, llamarían a la puerta y, a continuación, ésta se abriría yvería a aquella fornida inglesa mirándole de arriba a abajo con furia. O aún peor: le oiría preguntarle qué hacía en su habitación, en su dormitorio. ¡Es cierto que podía darle una explicación convincente, pero de todos modos...!

Entonces, al darse cuenta de que ya estaba a medio desvestir, su mente captó durante un segundo la vertiente cómica de la situación, y soltó una carcajada... en voz baja. Pero, de inmediato, a la risa le sucedió aquella súbita sensación de tragedia que ya había experimentado antes. Puede que mientras él sonreía, el cuerpo de esa mujer yaciera roto y helado en esas cumbres espantosas, con los cabellos desordenados por la ventisca y los ojos vidriosos lanzando una mirada vacía a las estrellas... Sólo de pensar en ello se estremecía. La percepción que tenía de esa mujer, a la que no había visto nunca y de la que ni tan siquiera sabía el nombre, se volvió extraordinariamente real. Casi llegaba a imaginarse que se hallaba oculta en algún lugar de la habitación, observando todo lo que él hacía.

Abrió la puerta con cuidado para dejar fuera las botas, y cuando la cerró de nuevo, echó la llave. Después, acabó de deshacer el equipaje y distribuyó las pocas cosas que había traído consigo por la habitación. No tardó mucho en hacerlo; sólo tenía un pequeño baúl de viaje y una mochila y, además, el único lugar donde se podían extender las ropas era el sofá. No había cómoda, y el armario, un mueble excepcionalmente sólido y grande, estaba cerrado con llave. Era evidente que habían guardado a toda prisa las ropas de la inglesa en aquel mueble. El único signo que indicaba su presencia reciente en la habitación era un ramo de Alpenrosen marchitas, colocadas en un jarrón de cristal que había sobre el palanganero. Eso, y un vago olor a perfume, era todo lo que quedaba. No obstante, a pesar de la escasez de vestigios, por toda la habitación se respiraba la extraña y desagradable sensación de que ésta seguía estando ocupada. Durante un instante se palpaba en el ambiente una sutil presencia que parecía susurrar un «acabo de salir», que al convertirse de pronto en un tajante «aún sigo aquí», hacía que se diera rápidamente la vuelta para mirar a sus espaldas.

La aversión que sentía hacia esa habitación en su conjunto era muy singular; y es precisamente la fuerza de ese sentimiento, la única excusa que quizá se pueda esgrimir para justificar el hecho de que arrojara aquellas flores marchitas por la ventana y colgara después su gabardina de la puerta del armario, procurando taparlo lo máximo posible. Lo cierto es que la visión de aquel horrible y gigantesco armario, lleno de la ropa de una mujer que en aquel momento quizá ya no necesitara nada con que cubrir su cuerpo (pues así era como insistía en presentársela su imaginación), provocaba en él una sensación de incongruencia que no sólo le llenaba de perplejidad sino que, además, se iba abriendo paso en su mente hasta transformarse en un sentimiento de espanto verdaderamente grotesco. Sea como fuera, la visión de aquel armario le desagradaba y, casi por puro instinto, lo había tapado. Luego, tras apagar la luz, se metió en la cama.

Pero desde el preciso instante en que la habitación quedó a oscuras, se dio cuenta de que aquello era más de lo que él podía soportar; pues nada más hacerse la oscuridad, sintió una especie de corriente de aire helado que no alcanzaba a explicarse. Y lo curioso es que, al encender la vela que había junto a la cama, advirtió también que le temblaban las manos. La verdad es que aquello era ya demasiado. Su imaginación se estaba tomando muchas libertades y había que llamarla al orden. Pero la forma en que lo hizo fue muy significativa, y el propio carácter deliberado de su acción ponía al descubierto un estado mental que ya había dado cabida al miedo. Y una vez que el miedo se ha metido dentro es muy difícil expulsarlo. Se recostó sobre su codo y se puso a enumerar con sumo cuidado todos los objetos que había en la habitación, con la intención, por así decirlo, de hacer un inventario de todo aquello que percibían sus sentidos, para después trazar una línea, sumarlos y exclamar con decisión: « ¡Esto es todo lo que hay en esta habitación! He contado todas y cada una de las cosas. No hay nada más. ¡Ahora ya puedo dormir tranquilo!».

Fue precisamente durante el absurdo proceso de enumerar los muebles de la habitación, cuando se apoderó de él una terrible y angustiosa sensación de lasitud que casi le impidió acabar sus cuentas. Le acometió con una rapidez y una virulencia asombrosas que hicieron que, sin apenas darse cuenta, se viera abrumado por una molicie atroz difícilmente descriptible. Su primer efecto fue hacerle olvidar su miedo. Ya no tenía la energía suficiente para sentirse verdaderamente asustado o nervioso. El frío permanecía, pero la alarma había desaparecido. Por todos los rincones de aquella personalidad, por lo general vigorosa, se fue extendiendo lentamente el insidioso veneno de una fatiga muscular que, al cabo de unos segundos, pareció transformarse en inercia espiritual. Una súbita conciencia de la supina futilidad y del absurdo de la vida, del esfuerzo, de la lucha; de todo lo que hace que vivir merezca la pena, se fue infiltrando en cada fibra de su ser, dejándole en un estado de extrema debilidad. El espíritu de un negro pesimismo, al que le faltaban fuerzas incluso para manifestarse con cierta energía, invadió las cámaras secretas de su corazón... Todas las imágenes que le venían a la mente aparecían envueltas en grises sombras. ¡Esos caballos sudorosos y aburridos, ascendiendo trabajosamente... a ninguna parte! La patrona aquella de las facciones tan duras, tomándose tanto trabajo en conseguir que su afán de lucro se impusiera sobre su sentido moral... ¡por un puñado de francos! ¡El portero del traje ribeteado; tan quisquilloso, tan locuaz, tan agotador... ardiendo en deseos de contarle todos los chismes que sabía! ¿Para qué servía toda esa gente? Y, en cuanto a él, ¿qué sentido tenía el trabajo penoso y monótono en aquella escuela de la que era maestro? ¿A dónde conducía aquello? ¿De qué valía tanto incierto afán, cuando los secretos últimos de la vida permanecen ocultos y nadie sabe cuál es el sentido final de las cosas? ¡Qué absurdos eran el esfuerzo, la disciplina, el trabajo! ¡Qué vano el placer! ¡Qué triviales hasta las cosas más nobles de la vida!

Dando un salto que casi derribó la vela, Minturn trató de hacer frente a aquel estado de decaimiento. Ese tipo de ideas eran tan ajenas a su carácter habitual, que aquella invasión repentina y cobarde produjo una reacción inmediata. Pero sólo duró un momento. Al instante, la depresión volvió a abatirse sobre él como una ola. Su trabajo -que a fin de cuentas como mucho le permitiría aspirar al tedioso cargo de director de colegio- le parecía tan vano y tan absurdo como aquellas vacaciones en los Alpes. Qué idiota, qué rematadamente idiota había sido de venir aquí, con su mochila a cuestas, para no hacer otra cosa que matarse de cansancio por aquellas montañas en un ascenso agotador que no conducía a ninguna parte, que nada le podía reportar. El estado de ánimo que le poseía era tan lóbrego como una tumba.¡La vida no era más que un repugnante fraude! ¡La religión, un camelo pueril! Todas las cosas no eran más que una trampa; una trampa tendida por la muerte: ¡un juguete de vivos colores que la Naturaleza utiliza como señuelo! ¿Pero, un señuelo, para qué? ¡Para nada! Nada tenía sentido. Lo único real era... LA MUERTE. Y la gente más feliz eran aquellos que antes la encontraban.

Entonces, ¿por qué esperar a que llegue? Absolutamente aterrorizado, saltó de la cama como impulsado por un resorte. ¿Cómo era posible que la mera fatiga pudiera alumbrar un universo tan negro, una actitud tan depresiva, una cobardía que hacía que se tambalearan las raíces mismas de la vida, asestándoles semejante golpe de desesperanza? Por lo general él era una persona fuerte y alegre, rebosante de salud y de vida; pero aquella lasitud atroz arrasaba las bases mismas de su personalidad, conduciéndole a la nada y al deseo de morir. Era como si hubiera desarrollado una Segunda Personalidad. Cierto que había leído que algunas personas, tras sufrir una fuerte impresión, podían llegar a desarrollar como consecuencia de ello unos rasgos de carácter distintos, otros recuerdos, otros gustos y demás cosas por el estilo. Aquella posibilidad siempre le había asustado. Sabía que algunos científicos respaldaban la autenticidad de tales historias, pero a él no le parecía que fueran muy creíbles. Y, no obstante, algo similar a eso era lo que le estaba ocurriendo ahora a su propia conciencia. Estaba, de eso no le cabía ninguna duda, experimentando todas las fluctuaciones mentales... ¡de otra persona! Era algo inmoral. Algo espantoso. Era... bueno, la verdad es que también era algo enormemente interesante.

Y aquel interés que comenzaba a sentir fue el primer signo de que su yo normal estaba regresando. Pues quien siente interés por algo, está vivo, y ama la vida. De un salto, se plantó en medio de la habitación y encendió la luz. Lo primero que captó su atención fue... aquel enorme armario.

-¡Vaya! ¡Ahí está... esa monstruosidad de armario!-exclamó para sí sin querer, aunque en voz alta. Dentro estarían colgadas sus faldas, sus abrigos, sus blusas de verano; todas las ropas de la mujer muerta. Porque ahora sabía que -de uno u otro modo- aquella mujer tenía que estar muerta.

En ese momento, a través de las ventanas abiertas, irrumpió el sonido del agua que caía, y con él llegó también una vívida imagen mental de la desolación de las cumbres barridas por la ventisca. Entonces vio a la mujer -¡sí, verdaderamente la vio!- en el lugar donde había caído; las mejillas cubiertas de escarcha, la nieve en polvo arremolinándose en torno a sus cabellos y a sus ojos, sus extremidades rotas aprisionadas entre bloques de hielo. Por un momento, aquella sensación de lasitud, de vacío vital, se desvaneció ante aquella imagen de un esfuerzo inútil, de la pequeña fuerza de un ser humano peleando con coraje, aunque en vano, contra las potencias impersonales y despiadadas de la naturaleza inerte; y, de nuevo, recuperó su yo habitual. Sin embargo, un instante después, regresó otra vez el terrible frío, la nada, el vacío...

Se descubrió a sí mismo de pie frente al gran armario que guardaba las ropas de aquella mujer. De repente quería ver esas ropas; las cosas que ella había usado y llevado. Estaba muy cerca, casi podía tocarlo. Y un segundo después ya lo había tocado. Estaba golpeando con los nudillos en la madera. Es difícil saber por qué lo hizo. Probablemente se trató de un movimiento reflejo. Algo desde lo más profundo de su ser se lo había dictado... se lo había ordenado; y él, había golpeado la puerta. El sonido sordo de la madera en medio de la quietud de aquella habitación... le horrorizó. El porqué de aquel sentimiento era algo que le resultaba tan inexplicable como la razón por la que se había sentido impulsado a llamar a aquella puerta. El hecho es que, cuando oyó una leve reverberación en el interior del armario, tuvo una conciencia tan vívida de la presencia de la mujer que se quedó de pie temblando con una terrorífica sensación de que algo iba a ocurrir; casi esperaba oír que desde el interior le respondían con un golpe -quizá sólo el frufrú de las faldas colgadas- o, aún peor, que veía como aquella puerta cerrada con llave se abría lentamente hacia afuera.

A partir de ese momento asegura que, de un modo u otro, debió perder parcialmente el control sobre sí mismo, o al menos, una parte importante de su sentido común; pues se vio poseído por un deseo tan irresistible de abrir como fuera aquel armario y de ver las ropas que había dentro, que probó todas las llaves que había en la habitación en un vano intento de abrirlo, hasta que, finalmente, antes de que tuviera tiempo de darse cuenta de lo que hacía... ¡llamó al timbre!

Pero, tras haber llamado al timbre a las dos de la madrugada, sin que hubiera ninguna razón sensata u obvia para hacerlo, y mientras esperaba de pie en medio de la habitación a que viniera algún empleado, se dio cuenta por primera vez que algo ajeno a su ser normal le había impulsado a hacer aquello. Era como si una voz interna le dictara lo que tenía que hacer. Por eso, cuando finalmente se oyeron pasos que se acercaban por el pasillo, y tuvo frente a frente a una doncella adormilada, enojada y muy sorprendida de que la hubieran llamado a esas horas, no tuvo ninguna dificultad en encontrar palabras con las que expresar sus deseos. Aquel mismo poder que le había apremiado a que abriera la puerta del armario también le impelía a pronunciar unas palabras sobre las que, aparentemente, no tenía control alguno.

-¡No es a usted a quien he llamado! -dijo con decisión e impaciencia-. Necesito a un hombre. Despierte al portero y envíemelo inmediatamente. ¡Dése prisa! ¿Es que no me ha oído? ¡Dése prisa!

Cuando la chica se hubo marchado, Minturn, asustado de su propia severidad, se dio cuenta de que aquellas palabras le habían sorprendido a él tanto o más que a la propia doncella. Hasta que no salieron de sus labios no supo exactamente qué era lo que iba a decir. No obstante, comprendía que alguna fuerza ajena a su personalidad estaba utilizando su mente y los órganos de su cuerpo. Aquella negra depresión que le había poseído hacía poco también formaba parte de ello. De algún modo, el poderoso estado de ánimo de la mujer desaparecida se había apoderado de él momentáneamente; con toda seguridad debido a la atmósfera que creaba en la habitación la presencia de cosas que le habían pertenecido. Pero ni siquiera cuando el portero -sin chaqueta ni cuello duro- se hallaba ya junto a él en la habitación, consiguió comprender por qué insistía, hecho una verdadera furia y sin admitir un no por respuesta, en que buscara la llave del armario y abriera inmediatamente la puerta. La escena resultaba bastante curiosa. Tras realizar un intercambio de susurros de asombro con la doncella al fondo del pasillo, el portero se las arregló para encontrar y traer la llave en cuestión. Ni él ni la chica sabían a ciencia cierta qué era lo que pretendía aquel inglés tan nervioso, o por qué ponía tanto empeño en que se abriera un armario a las dos de la madrugada. Le observaban con el aire de quien no puede dejar de preguntarse qué será lo que va a ocurrir a continuación. Sin embargo, algo de la extraña seriedad y del miedo que ahora apreciaban en aquel hombre se les contagió, de modo que cuando la llave chirrió al introducirse en la cerradura, los dos pegaron un respingo.

Contuvieron el aliento mientras la puerta se abría lentamente con un crujido. Todos oyeron el ruido de otra llave al caer contra el suelo de madera del armario... por dentro. Había sido cerrado desde el interior. Pero fue la aterrorizada doncella, desde su posición en el pasillo, quien lo vio primero; y lanzando un grito desgarrador se desplomó contra el pasamanos de la escalera. El portero no hizo intento alguno de rescatarla. Tanto él como el maestro salieron corriendo hacia la puerta, que ahora se hallaba completamente abierta. También ellos lo habían visto.

Colgadas de las perchas no había ropas, ni faldas, ni blusas; lo que vieron fue el cuerpo de la mujer inglesa suspendido en el aire con la cabeza caída hacia delante. Sacudida por el movimiento que se había producido al abrir la puerta, el cuerpo había ido girando lentamente hasta darles la cara... Clavado en la parte de atrás de la puerta había un sobre del hotel con las siguientes palabras escritas con letra temblorosa:

«Cansada... infeliz... desesperada... deprimida... No puedo seguir haciendo frente a la vida... Todo es negro. Tengo que poner fin a esto... Quería hacerlo en las montañas pero tuve miedo. Volví a mi habitación cuando no vi a nadie. Así es más fácil, y mejor...»



lunes, 3 de agosto de 2015

"Una rosa para Emily" de William Faulkner

"Una rosa para Emily" de William Faulkner 

El siguiente cuentos nos muestra la maestría de un escritor al sólo inspirarse en un detalle muy pequeño para crear un cuento tan memorable como el que les recomiendo leer. 
"Una rosa para Emily" nos narra una historia de la jovencita Emilia Grierson, quien, vive en una casa lujosa . La narración nos describe la parte externa de la casa , y uno como lector solamente se mantiene a la expectativa hasta que ocurre algo fuera de lo normal . La señorita Emily deja de ser una inocente. Espero les guste.  

Una rosa para Emily

Cuando murió la señorita Emilia Grierson, casi toda la ciudad asistió a su funeral; los hombres, con esa especie de respetuosa devoción ante un monumento que desaparece; las mujeres, en su mayoría, animadas de un sentimiento de curiosidad por ver por dentro la casa en la que nadie había entrado en los últimos diez años, salvo un viejo sirviente, que hacía de cocinero y jardinero a la vez.
La casa era una construcción cuadrada, pesada, que había sido blanca en otro tiempo, decorada con cúpulas, volutas, espirales y balcones en el pesado estilo del siglo XVII; asentada en la calle principal de la ciudad en los tiempos en que se construyó, se había visto invadida más tarde por garajes y fábricas de algodón, que habían llegado incluso a borrar el recuerdo de los ilustres nombres del vecindario. Tan sólo había quedado la casa de la señorita Emilia, levantando su permanente y coqueta decadencia sobre los vagones de algodón y bombas de gasolina, ofendiendo la vista, entre las demás cosas que también la ofendían. Y ahora la señorita Emilia había ido a reunirse con los representantes de aquellos ilustres hombres que descansaban en el sombreado cementerio, entre las alineadas y anónimas tumbas de los soldados de la Unión, que habían caído en la batalla de Jefferson.
Mientras vivía, la señorita Emilia había sido para la ciudad una tradición, un deber y un cuidado, una especie de heredada tradición, que databa del día en que el coronel Sartoris el Mayor -autor del edicto que ordenaba que ninguna mujer negra podría salir a la calle sin delantal-, la eximió de sus impuestos, dispensa que había comenzado cuando murió su padre y que más tarde fue otorgada a perpetuidad. Y no es que la señorita Emilia fuera capaz de aceptar una caridad. Pero el coronel Sartoris inventó un cuento, diciendo que el padre de la señorita Emilia había hecho un préstamo a la ciudad, y que la ciudad se valía de este medio para pagar la deuda contraída. Sólo un hombre de la generación y del modo de ser del coronel Sartoris hubiera sido capaz de inventar una excusa semejante, y sólo una mujer como la señorita Emilia podría haber dado por buena esta historia.
Cuando la siguiente generación, con ideas más modernas, maduró y llegó a ser directora de la ciudad, aquel arreglo tropezó con algunas dificultades. Al comenzar el año enviaron a la señorita Emilia por correo el recibo de la contribución, pero no obtuvieron respuesta. Entonces le escribieron, citándola en el despacho del alguacil para un asunto que le interesaba. Una semana más tarde el alcalde volvió a escribirle ofreciéndole ir a visitarla, o enviarle su coche para que acudiera a la oficina con comodidad, y recibió en respuesta una nota en papel de corte pasado de moda, y tinta empalidecida, escrita con una floreada caligrafía, comunicándole que no salía jamás de su casa. Así pues, la nota de la contribución fue archivada sin más comentarios.
Convocaron, entonces, una junta de regidores, y fue designada una delegación para que fuera a visitarla.
Allá fueron, en efecto, y llamaron a la puerta, cuyo umbral nadie había traspasado desde que aquélla había dejado de dar lecciones de pintura china, unos ocho o diez años antes. Fueron recibidos por el viejo negro en un oscuro vestíbulo, del cual arrancaba una escalera que subía en dirección a unas sombras aún más densas. Olía allí a polvo y a cerrado, un olor pesado y húmedo. El vestíbulo estaba tapizado en cuero. Cuando el negro descorrió las cortinas de una ventana, vieron que el cuero estaba agrietado y cuando se sentaron, se levantó una nubecilla de polvo en torno a sus muslos, que flotaba en ligeras motas, perceptibles en un rayo de sol que entraba por la ventana. Sobre la chimenea había un retrato a lápiz, del padre de la señorita Emilia, con un deslucido marco dorado.
Todos se pusieron en pie cuando la señorita Emilia entró -una mujer pequeña, gruesa, vestida de negro, con una pesada cadena en torno al cuello que le descendía hasta la cintura y que se perdía en el cinturón-; debía de ser de pequeña estatura; quizá por eso, lo que en otra mujer pudiera haber sido tan sólo gordura, en ella era obesidad. Parecía abotagada, como un cuerpo que hubiera estado sumergido largo tiempo en agua estancada. Sus ojos, perdidos en las abultadas arrugas de su faz, parecían dos pequeñas piezas de carbón, prensadas entre masas de terrones, cuando pasaban sus miradas de uno a otro de los visitantes, que le explicaban el motivo de su visita.
No los hizo sentar; se detuvo en la puerta y escuchó tranquilamente, hasta que el que hablaba terminó su exposición. Pudieron oír entonces el tictac del reloj que pendía de su cadena, oculto en el cinturón.
Su voz fue seca y fría.
-Yo no pago contribuciones en Jefferson. El coronel Sartoris me eximió. Pueden ustedes dirigirse al Ayuntamiento y allí les informarán a su satisfacción.
-De allí venimos; somos autoridades del Ayuntamiento, ¿no ha recibido usted un comunicado del alguacil, firmado por él?
-Sí, recibí un papel -contestó la señorita Emilia-. Quizá él se considera alguacil. Yo no pago contribuciones en Jefferson.
-Pero en los libros no aparecen datos que indiquen una cosa semejante. Nosotros debemos...
-Vea al coronel Sartoris. Yo no pago contribuciones en Jefferson.
-Pero, señorita Emilia...
-Vea al coronel Sartoris (el coronel Sartoris había muerto hacía ya casi diez años.) Yo no pago contribuciones en Jefferson. ¡Tobe! -exclamó llamando al negro-. Muestra la salida a estos señores.
II
Así pues, la señorita Emilia venció a los regidores que fueron a visitarla del mismo modo que treinta años antes había vencido a los padres de los mismos regidores, en aquel asunto del olor. Esto ocurrió dos años después de la muerte de su padre y poco después de que su prometido -todos creímos que iba a casarse con ella- la hubiera abandonado. Cuando murió su padre apenas si volvió a salir a la calle; después que su prometido desapareció, casi dejó de vérsele en absoluto. Algunas señoras que tuvieron el valor de ir a visitarla, no fueron recibidas; y la única muestra de vida en aquella casa era el criado negro -un hombre joven a la sazón-, que entraba y salía con la cesta del mercado al brazo.
“Como si un hombre -cualquier hombre- fuera capaz de tener la cocina limpia”, comentaban las señoras, así que no les extrañó cuando empezó a sentirse aquel olor; y esto constituyó otro motivo de relación entre el bajo y prolífico pueblo y aquel otro mundo alto y poderoso de los Grierson.
Una vecina de la señorita Emilia acudió a dar una queja ante el alcalde y juez Stevens, anciano de ochenta años.
-¿Y qué quiere usted que yo haga? -dijo el alcalde.
-¿Qué quiero que haga? Pues que le envíe una orden para que lo remedie. ¿Es que no hay una ley?
-No creo que sea necesario -afirmó el juez Stevens-. Será que el negro ha matado alguna culebra o alguna rata en el jardín. Ya le hablaré acerca de ello.
Al día siguiente, recibió dos quejas más, una de ellas partió de un hombre que le rogó cortésmente:
-Tenemos que hacer algo, señor juez; por nada del mundo querría yo molestar a la señorita Emilia; pero hay que hacer algo.
Por la noche, el tribunal de los regidores -tres hombres que peinaban canas, y otro algo más joven- se encontró con un hombre de la joven generación, al que hablaron del asunto.
-Es muy sencillo -afirmó éste-. Ordenen a la señorita Emilia que limpie el jardín, denle algunos días para que lo lleve a cabo y si no lo hace...
-Por favor, señor -exclamó el juez Stevens-. ¿Va usted a acusar a la señorita Emilia de que huele mal?
Al día siguiente por la noche, después de las doce, cuatro hombres cruzaron el césped de la finca de la señorita Emilia y se deslizaron alrededor de la casa, como ladrones nocturnos, husmeando los fundamentos del edificio, construidos con ladrillo, y las ventanas que daban al sótano, mientras uno de ellos hacía un acompasado movimiento, como si estuviera sembrando, metiendo y sacando la mano de un saco que pendía de su hombro. Abrieron la puerta de la bodega, y allí esparcieron cal, y también en las construcciones anejas a la casa. Cuando hubieron terminado y emprendían el regreso, detrás de una iluminada ventana que al llegar ellos estaba oscura, vieron sentada a la señorita Emilia, rígida e inmóvil como un ídolo. Cruzaron lentamente el prado y llegaron a los algarrobos que se alineaban a lo largo de la calle. Una semana o dos más tarde, aquel olor había desaparecido.
Así fue cómo el pueblo empezó a sentir verdadera compasión por ella. Todos en la ciudad recordaban que su anciana tía, lady Wyatt, había acabado completamente loca, y creían que los Grierson se tenían en más de lo que realmente eran. Ninguno de nuestros jóvenes casaderos era bastante bueno para la señorita Emilia. Nos habíamos acostumbrado a representarnos a ella y a su padre como un cuadro. Al fondo, la esbelta figura de la señorita Emilia, vestida de blanco; en primer término, su padre, dándole la espalda, con un látigo en la mano, y los dos, enmarcados por la puerta de entrada a su mansión. Y así, cuando ella llegó a sus 30 años en estado de soltería, no sólo nos sentíamos contentos por ello, sino que hasta experimentamos como un sentimiento de venganza. A pesar de la tara de la locura en su familia, no hubieran faltado a la señorita Emilia ocasiones de matrimonio, si hubiera querido aprovecharlas..
Cuando murió su padre, se supo que a su hija sólo le quedaba en propiedad la casa, y en cierto modo esto alegró a la gente; al fin podían compadecer a la señorita Emilia. Ahora que se había quedado sola y empobrecida, sin duda se humanizaría; ahora aprendería a conocer los temblores y la desesperación de tener un céntimo de más o de menos.
Al día siguiente de la muerte de su padre, las señoras fueron a la casa a visitar a la señorita Emilia y darle el pésame, como es costumbre. Ella, vestida como siempre, y sin muestra ninguna de pena en el rostro, las puso en la puerta, diciéndoles que su padre no estaba muerto. En esta actitud se mantuvo tres días, visitándola los ministros de la Iglesia y tratando los doctores de persuadirla de que los dejara entrar para disponer del cuerpo del difunto. Cuando ya estaban dispuestos a valerse de la fuerza y de la ley, la señorita Emilia rompió en sollozos y entonces se apresuraron a enterrar al padre.
No decimos que entonces estuviera loca. Creímos que no tuvo más remedio que hacer esto. Recordando a todos los jóvenes que su padre había desechado, y sabiendo que no le había quedado ninguna fortuna, la gente pensaba que ahora no tendría más remedio que agarrarse a los mismos que en otro tiempo había despreciado.
III
La señorita Emilia estuvo enferma mucho tiempo. Cuando la volvimos a ver, llevaba el cabello corto, lo que la hacía aparecer más joven que una muchacha, con una vaga semejanza con esos ángeles que figuran en los vidrios de colores de las iglesias, de expresión a la vez trágica y serena...
Por entonces justamente la ciudad acababa de firmar los contratos para pavimentar las calles, y en el verano siguiente a la muerte de su padre empezaron los trabajos. La compañía constructora vino con negros, mulas y maquinaria, y al frente de todo ello, un capataz, Homer Barron, un yanqui blanco de piel oscura, grueso, activo, con gruesa voz y ojos más claros que su rostro. Los muchachillos de la ciudad solían seguirlo en grupos, por el gusto de verlo renegar de los negros, y oír a éstos cantar, mientras alzaban y dejaban caer el pico. Homer Barren conoció en seguida a todos los vecinos de la ciudad. Dondequiera que, en un grupo de gente, se oyera reír a carcajadas se podría asegurar, sin temor a equivocarse, que Homer Barron estaba en el centro de la reunión. Al poco tiempo empezamos a verlo acompañando a la señorita Emilia en las tardes del domingo, paseando en la calesa de ruedas amarillas o en un par de caballos bayos de alquiler...
Al principio todos nos sentimos alegres de que la señorita Emilia tuviera un interés en la vida, aunque todas las señoras decían: “Una Grierson no podía pensar seriamente en unirse a un hombre del Norte, y capataz por añadidura.” Había otros, y éstos eran los más viejos, que afirmaban que ninguna pena, por grande que fuera, podría hacer olvidar a una verdadera señora aquello de noblesse oblige -claro que sin decir noblesse oblige- y exclamaban:
“¡Pobre Emilia! ¡Ya podían venir sus parientes a acompañarla!”, pues la señorita Emilia tenía familiares en Alabama, aunque ya hacía muchos años que su padre se había enemistado con ellos, a causa de la vieja lady Wyatt, aquella que se volvió loca, y desde entonces se había roto toda relación entre ellos, de tal modo que ni siquiera habían venido al funeral.
Pero lo mismo que la gente empezó a exclamar: “¡Pobre Emilia!”, ahora empezó a cuchichear: “Pero ¿tú crees que se trata de...?” “¡Pues claro que sí! ¿Qué va a ser, si no?”, y para hablar de ello, ponían sus manos cerca de la boca. Y cuando los domingos por la tarde, desde detrás de las ventanas entornadas para evitar la entrada excesiva del sol, oían el vivo y ligero clop, clop, clop, de los bayos en que la pareja iba de paseo, podía oírse a las señoras exclamar una vez más, entre un rumor de sedas y satenes: “¡Pobre Emilia!”
Por lo demás, la señorita Emilia seguía llevando la cabeza alta, aunque todos creíamos que había motivos para que la llevara humillada. Parecía como si, más que nunca, reclamara el reconocimiento de su dignidad como última representante de los Grierson; como si tuviera necesidad de este contacto con lo terreno para reafirmarse a sí misma en su impenetrabilidad. Del mismo modo se comportó cuando adquirió el arsénico, el veneno para las ratas; esto ocurrió un año más tarde de cuando se empezó a decir: “¡Pobre Emilia!”, y mientras sus dos primas vinieron a visitarla.
-Necesito un veneno -dijo al droguero. Tenía entonces algo más de los 30 años y era aún una mujer esbelta, aunque algo más delgada de lo usual, con ojos fríos y altaneros brillando en un rostro del cual la carne parecía haber sido estirada en las sienes y en las cuencas de los ojos; como debe parecer el rostro del que se halla al pie de una farola.
-Necesito un veneno -dijo.
-¿Cuál quiere, señorita Emilia? ¿Es para las ratas? Yo le recom...
-Quiero el más fuerte que tenga -interrumpió-. No importa la clase.
El droguero le enumeró varios.
-Pueden matar hasta un elefante. Pero ¿qué es lo que usted desea. . .?
-Quiero arsénico. ¿Es bueno?
-¿Que si es bueno el arsénico? Sí, señora. Pero ¿qué es lo que desea...?
-Quiero arsénico.
El droguero la miró de abajo arriba. Ella le sostuvo la mirada de arriba abajo, rígida, con la faz tensa.
-¡Sí, claro -respondió el hombre-; si así lo desea! Pero la ley ordena que hay que decir para qué se va a emplear.
La señorita Emilia continuaba mirándolo, ahora con la cabeza levantada, fijando sus ojos en los ojos del droguero, hasta que éste desvió su mirada, fue a buscar el arsénico y se lo empaquetó. El muchacho negro se hizo cargo del paquete. E1 droguero se metió en la trastienda y no volvió a salir. Cuando la señorita Emilia abrió el paquete en su casa, vio que en la caja, bajo una calavera y unos huesos, estaba escrito: “Para las ratas”.
IV
Al día siguiente, todos nos preguntábamos: “¿Se irá a suicidar?” y pensábamos que era lo mejor que podía hacer. Cuando empezamos a verla con Homer Barron, pensamos: “Se casará con él”. Más tarde dijimos: “Quizás ella le convenga aún”, pues Homer, que frecuentaba el trato de los hombres y se sabía que bebía bastante, había dicho en el Club Elks que él no era un hombre de los que se casan. Y repetimos una vez más: “¡Pobre Emilia!” desde atrás de las vidrieras, cuando aquella tarde de domingo los vimos pasar en la calesa, la señorita Emilia con la cabeza erguida y Homer Barron con su sombrero de copa, un cigarro entre los dientes y las riendas y el látigo en las manos cubiertas con guantes amarillos....
Fue entonces cuando las señoras empezaron a decir que aquello constituía una desgracia para la ciudad y un mal ejemplo para la juventud. Los hombres no quisieron tomar parte en aquel asunto, pero al fin las damas convencieron al ministro de los bautistas -la señorita Emilia pertenecía a la Iglesia Episcopal- de que fuera a visitarla. Nunca se supo lo que ocurrió en aquella entrevista; pero en adelante el clérigo no quiso volver a oír nada acerca de una nueva visita. El domingo que siguió a la visita del ministro, la pareja cabalgó de nuevo por las calles, y al día siguiente la esposa del ministro escribió a los parientes que la señorita Emilia tenía en Alabama....
De este modo, tuvo a sus parientes bajo su techo y todos nos pusimos a observar lo que pudiera ocurrir. Al principio no ocurrió nada, y empezamos a creer que al fin iban a casarse. Supimos que la señorita Emilia había estado en casa del joyero y había encargado un juego de tocador para hombre, en plata, con las iniciales H.B. Dos días más tarde nos enteramos de que había encargado un equipo completo de trajes de hombre, incluyendo la camisa de noche, y nos dijimos: “Van a casarse” y nos sentíamos realmente contentos. Y nos alegrábamos más aún, porque las dos parientas que la señorita Emilia tenía en casa eran todavía más Grierson de lo que la señorita Emilia había sido....
Así pues, no nos sorprendimos mucho cuando Homer Barron se fue, pues la pavimentación de las calles ya se había terminado hacía tiempo. Nos sentimos, en verdad, algo desilusionados de que no hubiera habido una notificación pública; pero creímos que iba a arreglar sus asuntos, o que quizá trataba de facilitarle a ella el que pudiera verse libre de sus primas. (Por este tiempo, hubo una verdadera intriga y todos fuimos aliados de la señorita Emilia para ayudarla a desembarazarse de sus primas). En efecto, pasada una semana, se fueron y, como esperábamos, tres días después volvió Homer Barron. Un vecino vio al negro abrirle la puerta de la cocina, en un oscuro atardecer....
Y ésta fue la última vez que vimos a Homer Barron. También dejamos de ver a la señorita Emilia por algún tiempo. El negro salía y entraba con la cesta de ir al mercado; pero la puerta de la entrada principal permanecía cerrada. De vez en cuando podíamos verla en la ventana, como aquella noche en que algunos hombres esparcieron la cal; pero casi por espacio de seis meses no fue vista por las calles. Todos comprendimos entonces que esto era de esperar, como si aquella condición de su padre, que había arruinado la vida de su mujer durante tanto tiempo, hubiera sido demasiado virulenta y furiosa para morir con él....
Cuando vimos de nuevo a la señorita Emilia había engordado y su cabello empezaba a ponerse gris. En pocos años este gris se fue acentuando, hasta adquirir el matiz del plomo. Cuando murió, a los 74 años, tenía aún el cabello de un intenso gris plomizo, y tan vigoroso como el de un hombre joven....
Todos estos años la puerta principal permaneció cerrada, excepto por espacio de unos seis o siete, cuando ella andaba por los 40, en los cuales dio lecciones de pintura china. Había dispuesto un estudio en una de las habitaciones del piso bajo, al cual iban las hijas y nietas de los contemporáneos del coronel Sartoris, con la misma regularidad y aproximadamente con el mismo espíritu con que iban a la iglesia los domingos, con una pieza de ciento veinticinco para la colecta.
Entretanto, se le había dispensado de pagar las contribuciones.
Cuando la generación siguiente se ocupó de los destinos de la ciudad, las discípulas de pintura, al crecer, dejaron de asistir a las clases, y ya no enviaron a sus hijas con sus cajas de pintura y sus pinceles, a que la señorita Emilia les enseñara a pintar según las manidas imágenes representadas en las revistas para señoras. La puerta de la casa se cerró de nuevo y así permaneció en adelante. Cuando la ciudad tuvo servicio postal, la señorita Emilia fue la única que se negó a permitirles que colocasen encima de su puerta los números metálicos, y que colgasen de la misma un buzón. No quería ni oír hablar de ello.
Día tras día, año tras año, veíamos al negro ir y venir al mercado, cada vez más canoso y encorvado. Cada año, en el mes de diciembre, le enviábamos a la señorita Emilia el recibo de la contribución, que nos era devuelto, una semana más tarde, en el mismo sobre, sin abrir. Alguna vez la veíamos en una de las habitaciones del piso bajo -evidentemente había cerrado el piso alto de la casa- semejante al torso de un ídolo en su nicho, dándose cuenta, o no dándose cuenta, de nuestra presencia; eso nadie podía decirlo. Y de este modo la señorita Emilia pasó de una a otra generación, respetada, inasequible, impenetrable, tranquila y perversa.
Y así murió. Cayo enferma en aquella casa, envuelta en polvo y sombras, teniendo para cuidar de ella solamente a aquel negro torpón. Ni siquiera supimos que estaba enferma, pues hacía ya tiempo que habíamos renunciado a obtener alguna información del negro. Probablemente este hombre no hablaba nunca, ni aun con su ama, pues su voz era ruda y áspera, como si la tuviera en desuso.
Murió en una habitación del piso bajo, en una sólida cama de nogal, con cortinas, con la cabeza apoyada en una almohada amarilla, empalidecida por el paso del tiempo y la falta de sol.
V
El negro recibió en la puerta principal a las primeras señoras que llegaron a la casa, las dejó entrar curioseándolo todo y hablando en voz baja, y desapareció. Atravesó la casa, salió por la puerta trasera y no se volvió a ver más. Las dos primas de la señorita Emilia llegaron inmediatamente, dispusieron el funeral para el día siguiente, y allá fue la ciudad entera a contemplar a la señorita Emilia yaciendo bajo montones de flores, y con el retrato a lápiz de su padre colocado sobre el ataúd, acompañada por las dos damas sibilantes y macabras. En el balcón estaban los hombres, y algunos de ellos, los más viejos, vestidos con su cepillado uniforme de confederados; hablaban de ella como si hubiera sido contemporánea suya, como si la hubieran cortejado y hubieran bailado con ella, confundiendo el tiempo en su matemática progresión, como suelen hacerlo las personas ancianas, para quienes el pasado no es un camino que se aleja, sino una vasta pradera a la que el invierno no hace variar, y separado de los tiempos actuales por la estrecha unión de los últimos diez años.
Sabíamos ya todos que en el piso superior había una habitación que nadie había visto en los últimos cuarenta años y cuya puerta tenía que ser forzada. No obstante esperaron, para abrirla, a que la señorita Emilia descansara en su tumba.
Al echar abajo la puerta, la habitación se llenó de una gran cantidad de polvo, que pareció invadirlo todo. En esta habitación, preparada y adornada como para una boda, por doquiera parecía sentirse como una tenue y acre atmósfera de tumba: sobre las cortinas, de un marchito color de rosa; sobre las pantallas, también rosadas, situadas sobre la mesa-tocador; sobre la araña de cristal; sobre los objetos de tocador para hombre, en plata tan oxidada que apenas se distinguía el monograma con que estaban marcados. Entre estos objetos aparecía un cuello y una corbata, como si se hubieran acabado de quitar y así, abandonados sobre el tocador, resplandecían con una pálida blancura en medio del polvo que lo llenaba todo. En una silla estaba un traje de hombre, cuidadosamente doblado; al pie de la silla, los calcetines y los zapatos.
El hombre yacía en la cama..
Por un largo tiempo nos detuvimos a la puerta, mirando asombrados aquella apariencia misteriosa y descarnada. El cuerpo había quedado en la actitud de abrazar; pero ahora el largo sueño que dura más que el amor, que vence al gesto del amor, lo había aniquilado. Lo que quedaba de él, pudriéndose bajo lo que había sido camisa de dormir, se había convertido en algo inseparable de la cama en que yacía. Sobre él, y sobre la almohada que estaba a su lado, se extendía la misma capa de denso y tenaz polvo.
Entonces nos dimos cuenta de que aquella segunda almohada ofrecía la depresión dejada por otra cabeza. Uno de los que allí estábamos levantó algo que había sobre ella e inclinándonos hacia delante, mientras se metía en nuestras narices aquel débil e invisible polvo seco y acre, vimos una larga hebra de cabello gris.