" El sabueso" de H. P. Lovecraft
El siguiente cuento que elegí, nos narra lo que le espera al personaje que nos cuenta la historia. Sobre ellos esta una maldición, un Némesis en busca de sus presas ante la perdida de algo que le han quitado. El tema del cuento es el cazador cazado. Este cuento es un homenaje que le hace Lovecraft a Conan Doyle por su libro "EL sabueso de los Baskerville". La frase que puede inspirar al siguiente cuento es la siguiente : ¡Eran las pisadas de un gigantesco sabueso, señor Holmes! .
El sabueso
En mis torturados oídos resuenan incesantemente un
chirrido y un aleteo de pesadilla, y un breve ladrido lejano como el de un
gigantesco sabueso. No es un sueño... y temo que ni siquiera sea locura, ya que
son muchas las cosas que me han sucedido para que pueda permitirme esas
misericordiosas dudas.
St. John es un cadáver destrozado; únicamente yo sé por
qué, y la índole de mi conocimiento es tal que estoy a punto de saltarme la tapa
de los sesos por miedo a ser destrozado del mismo modo. En los oscuros e
interminables pasillos de la horrible fantasía vagabundea Némesis, la diosa de
la venganza negra y disforme que me conduce a aniquilarme a mí mismo.
¡Que perdone el cielo la locura y la morbosidad que
atrajeron sobre nosotros tan monstruosa suerte! Hartos ya con los tópicos de un
mundo prosaico, donde incluso los placeres del romance y de la aventura pierden
rápidamente su atractivo, St. John y yo habíamos seguido con entusiasmo todos
los movimientos estéticos e intelectuales que prometían terminar con nuestro
insoportable aburrimiento. Los enigmas de los simbolistas y los éxtasis de los
prerrafaelistas fueron nuestros en su época, pero cada nueva moda quedaba
vaciada demasiado pronto de su atrayente novedad.
Nos apoyamos en la sombría filosofía de los decadentes,
y a ella nos dedicamos aumentando paulatinamente la profundidad y el diabolismo
de nuestras penetraciones. Baudelaire y Huysmans no tardaron en hacerse pesados,
hasta que finalmente no quedó ante nosotros más camino que el de los estímulos
directos provocados por anormales experiencias y aventuras «personales». Aquella
espantosa necesidad de emociones nos condujo eventualmente por el detestable
sendero que incluso en mi actual estado de desesperación menciono con vergüenza
y timidez: el odioso sendero de los saqueadores de tumbas.
No puedo revelar los detalles de nuestras
impresionantes expediciones, ni catalogar siquiera en parte el valor de los
trofeos que adornaban el anónimo museo que preparamos en la enorme casa donde
vivíamos St. John y yo, solos y sin criados. Nuestro museo era un lugar
sacrílego, increíble, donde con el gusto satánico de neuróticos «dilettanti»
habíamos reunido un universo de terror y de putrefacción para excitar nuestras
viciosas sensibilidades. Era una estancia secreta, subterránea, donde unos
enormes demonios alados esculpidos en basalto y ónice vomitaban por sus bocas
abiertas una extraña luz verdosa y anaranjada, en tanto que unas tuberías
ocultas hacían llegar hasta nosotros los olores que nuestro estado de ánimo
apetecía: a veces el aroma de pálidos lirios fúnebres, a veces el narcótico
incienso de unos funerales en un imaginario templo oriental, y a veces -¡cómo me
estremezco al recordarlo!- la espantosa fetidez de una tumba descubierta.
Alrededor de las paredes de aquella repulsiva estancia
había féretros de antiguas momias alternando con hermosos cadáveres que tenían
una apariencia de vida, perfectamente embalsamados por el arte del moderno
taxidermista, y con lápidas mortuorias arrancadas de los cementerios más
antiguos del mundo. Aquí y allá, unas hornacinas contenían cráneos de todas las
formas, y cabezas conservadas en diversas fases de descomposición. Allí podían
encontrarse las podridas y calvas coronillas de famosos nobles, y las tiernas
cabecitas doradas de niños recién enterrados.
Había allí estatuas y cuadros, todos de temas perversos
y algunos realizados por St. John y por mí mismo. Un portafolio cerrado,
encuadernado con piel humana curtida, contenía ciertos dibujos atribuidos a Goya
y que el artista no se había atrevido a publicar. Había allí nauseabundos
instrumentos musicales, de cuerda, de metal y de viento, en los cuales St. John
y yo producíamos a veces disonancias de exquisita morbosidad y diabólica
lividez; y en una multitud de armarios de caoba reposaba la más increíble
colección de objetos sepulcrales nunca reunidos por la locura y perversión
humanas. Acerca de esa colección debo guardar un especial silencio.
Afortunadamente, tuve el valor de destruirla mucho antes de pensar en destruirme
a mí mismo.
Las expediciones, en el curso de las cuales recogíamos
nuestros nefandos tesoros, eran siempre memorables acontecimientos desde el
punto de vista artístico. No éramos vulgares vampiros, sino que trabajábamos
únicamente bajo determinadas condiciones de humor, paisaje, medio ambiente,
tiempo, estación del año y claridad lunar. Aquellos pasatiempos eran para
nosotros la forma más exquisita de expresión estética, y concedíamos a sus
detalles un minucioso cuidado técnico. Una hora inadecuada, un pobre efecto de
luz o una torpe manipulación del húmedo césped, destruían para nosotros la
extasiante sensación que acompañaba a la exhumación de algún ominoso secreto de
la tierra. Nuestra búsqueda de nuevos escenarios y condiciones excitantes era
febril e insaciable. St. John abría siempre la marcha, y fue él quien descubrió
el maldito lugar que acarreó sobre nosotros una espantosa e inevitable
fatalidad.
¿Qué desdichado destino nos atrajo hasta aquel horrible
cementerio holandés? Creo que fue el oscuro rumor, la leyenda acerca de alguien
que llevaba enterrado allí cinco siglos, alguien que en su época fue un
saqueador de tumbas y había robado un valioso objeto del sepulcro de un
poderoso. Recuerdo la escena en aquellos momentos finales: la pálida luna otoñal
sobre las tumbas, proyectando sombras alargadas y horribles; los grotescos
árboles, cuyas ramas descendían tristemente hasta unirse con el descuidado
césped y las estropeadas losas; las legiones de murciélagos que volaban contra
la luna; la antigua capilla cubierta de hiedra y apuntando con un dedo espectral
al pálido cielo; los fosforescentes insectos que danzaban como fuegos fatuos
bajo las tejas de un alejado rincón; los olores a moho, a vegetación y a cosas
menos explicables que se mezclaban débilmente con la brisa nocturna procedente
de lejanos mares y pantanos; y, lo peor de todo, el triste aullido de algún
gigantesco sabueso al cual no podíamos ver ni situar de un modo concreto. Al
oírlo nos estremecimos, recordando las leyendas de los campesinos, ya que el
hombre que tratábamos de localizar había sido encontrado hacía siglos en aquel
mismo lugar, destrozado por las zarpas y los colmillos de un execrable animal.
Recuerdo cómo excavamos la tumba del vampiro con
nuestras azadas, y cómo nos estremecimos ante el cuadro de nosotros mismos, la
tumba, la pálida luna vigilante, las horribles sombras, los grotescos árboles,
los murciélagos, la antigua capilla, los danzantes fuegos fatuos, los
nauseabundos olores, la gimiente brisa nocturna y el extraño aullido de cuya
existencia objetiva apenas podíamos estar seguros.
Luego, nuestros azadones chocaron contra una sustancia
dura, y no tardamos en descubrir una enmohecida caja de forma oblonga. Era
increíblemente recia, pero tan vieja que finalmente conseguimos abrirla y
regalar nuestros ojos con su contenido.
Mucho -sorprendentemente mucho- era lo que quedaba del
cadáver a pesar de los quinientos años transcurridos. El esqueleto, aunque
aplastado en algunos lugares por las mandíbulas de la cosa que le había
producido la muerte, se mantenía unido con asombrosa firmeza, y nos inclinamos
sobre el descarnado cráneo con sus largos dientes y sus cuencas vacías en las
cuales habían brillado unos ojos con una fiebre semejante a la nuestra. En el
ataúd había un amuleto de exótico diseño que, al parecer, estuvo colgado del
cuello del durmiente. Representaba a un sabueso alado, o a una esfinge con un
rostro semicanino, y estaba exquisitamente tallado al antiguo gusto oriental en
un pequeño trozo de jade verde. La expresión de sus rasgos era sumamente
repulsiva, sugeridora de muerte, de bestialidad y de odio. Alrededor de la base
llevaba una inscripción en unos caracteres que ni St. John ni yo pudimos
identificar; y en el fondo, como un sello de fábrica, aparecía grabado un
grotesco y formidable cráneo.
En cuanto echamos la vista encima al amuleto supimos
que debíamos poseerlo; que aquel tesoro era evidentemente nuestro botín. Aun en
el caso que nos hubiera resultado completamente desconocido lo hubiéramos
deseado, pero al mirarlo de más cerca nos dimos cuenta de que nos parecía algo
familiar. En realidad, era ajeno a todo arte y literatura conocida por lectores
cuerdos y equilibrados, pero nosotros reconocimos en el amuleto la cosa sugerida
en el prohibido Necronomicon del árabe loco Adbul Alhazred; el horrible
símbolo del culto de los devoradores de cadáveres de la inaccesible Leng, en el
Asia Central. No nos costó ningún trabajo localizar los siniestros rasgos
descritos por el antiguo demonólogo árabe; unos rasgos extraídos de alguna
oscura manifestación sobrenatural de las almas de aquellos que fueron vejados y
devorados después de muertos.
Apoderándonos del objeto de jade verde, dirigimos una
última mirada al cavernoso cráneo de su propietario y cerramos la tumba,
volviendo a dejarla tal como la habíamos encontrado. Mientras nos marchábamos
apresuradamente del horrible lugar, con el amuleto robado en el bolsillo de St.
John, nos pareció ver que los murciélagos descendían en tropel hacía la tumba
que acabábamos de profanar, como si buscaran en ella algún repugnante alimento.
Pero la luna de otoño brillaba muy débilmente, y no pudimos saberlo a ciencia
cierta.
Al día siguiente, cuando embarcábamos en un puerto
holandés para regresar a nuestro hogar, nos pareció oír el leve y lejano aullido
de algún gigantesco sabueso. Pero el viento de otoño gemía tristemente, y no
pudimos saberlo con seguridad.
Menos de una semana después de nuestro regreso a
Inglaterra comenzaron a suceder cosas muy extrañas. St. John y yo vivíamos como
reclusos; sin amigos, solos y en unas cuantas habitaciones de una antigua
mansión, en una región pantanosa y poco frecuentada; de modo que en nuestra
puerta resonaba muy raramente la llamada de un visitante.
Ahora, sin embargo, estábamos preocupados por lo que
parecía ser un frecuente roce en medio de la noche, no sólo alrededor de las
puertas, sino también alrededor de las ventanas, lo mismo en las de la planta
baja que en las de los pisos superiores. En cierta ocasión imaginamos que un
cuerpo voluminoso y opaco oscurecía la ventana de la biblioteca cuando la luna
brillaba contra ella, y en otra ocasión creímos oír un aleteo no muy lejos de la
casa. Una minuciosa investigación no nos permitió descubrir nada, y empezamos a
atribuir aquellos hechos a nuestra imaginación, turbada aún por el leve y lejano
aullido que nos pareció haber oído en el cementerio holandés. El amuleto de jade
reposaba ahora en una hornacina de nuestro museo, y a veces encendíamos una vela
extrañamente aromada delante de él. Leímos mucho en el Necronomicon de
Alhazred acerca de sus propiedades y acerca de las relaciones de las almas con
los objetos que las simbolizan y quedamos desasosegados por lo que leímos.
Luego llegó el terror.
La noche del 24 de septiembre de 19... oí una llamada
en la puerta de mi dormitorio. Creyendo que se trataba de St. John lo invité a
entrar, pero sólo me respondió una espantosa risotada. En el pasillo no había
nadie. Cuando desperté a St. John y le conté lo ocurrido, manifestó una absoluta
ignorancia del hecho y se mostró tan preocupado como yo. Aquella misma noche, el
leve y lejano aullido sobre las soledades pantanosas se convirtió en una
espantosa realidad.
Cuatro días más tarde, mientras nos encontrábamos en el
museo, oímos un cauteloso arañar en la única puerta que conducía a la escalera
secreta de la biblioteca. Nuestra alarma aumentó, ya que, además de nuestro
temor a lo desconocido, siempre nos había preocupado la posibilidad de que
nuestra extraña colección pudiera ser descubierta. Apagando todas las luces, nos
acercamos a la puerta y la abrimos bruscamente de par en par; se produjo una
extraña corriente de aire y oímos, como si se alejara precipitadamente, una rara
mezcla de susurros, risitas entre dientes y balbuceos articulados. En aquel
momento no tratamos de decidir si estábamos locos, si soñábamos o si nos
enfrentábamos con una realidad. De lo único que sí nos dimos cuenta, con la más
negra de las aprensiones, fue que los balbuceos aparentemente incorpóreos habían
sido proferidos en idioma holandés.
Después de aquello vivimos en medio de un creciente
horror, mezclado con cierta fascinación. La mayor parte del tiempo nos ateníamos
a la teoría de que estábamos enloqueciendo a causa de nuestra vida de
excitaciones anormales, pero a veces nos complacía más dramatizar acerca de
nosotros mismos y considerarnos víctimas de alguna misteriosa y aplastante
fatalidad. Las manifestaciones extrañas eran ahora demasiado frecuentes para ser
contadas. Nuestra casa solitaria parecía sorprendentemente viva con la presencia
de algún ser maligno cuya naturaleza no podíamos intuir, y cada noche aquel
demoníaco aullido llegaba hasta nosotros, cada vez más claro y audible. El 29 de
octubre encontramos en la tierra blanda debajo de la ventana de la biblioteca
una serie de huellas de pisadas completamente imposibles de describir.
Resultaban tan desconcertantes como las bandadas de enormes murciélagos que
merodeaban por los alrededores de la casa en número creciente.
El horror alcanzó su culminación el 18 de noviembre,
cuando St. John, regresando a casa al oscurecer, procedente de la estación del
ferrocarril, fue atacado por algún espantoso animal y murió destrozado. Sus
gritos habían llegado hasta la casa y yo me había apresurado a dirigirme al
terrible lugar: llegué a tiempo de oír un extraño aleteo y de ver una vaga forma
negra silueteada contra la luna que se alzaba en aquel momento.
Mi amigo estaba muriéndose cuando me acerqué a él y no
pudo responder a mis preguntas de un modo coherente. Lo único que hizo fue
susurrar:
-El amuleto..., aquel maldito amuleto...
Y exhaló el último suspiro, convertido en una masa
inerte de carne lacerada.
Lo enterré al día siguiente en uno de nuestros
descuidados jardines, y murmuré sobre su cadáver uno de los extraños ritos que
él había amado en vida. Y mientras pronunciaba la última frase, oí a lo lejos el
débil aullido de algún gigantesco sabueso. La luna estaba alta, pero no me
atreví a mirarla. Y cuando vi sobre el marjal una ancha y nebulosa sombra que
volaba de otero en otero, cerré los ojos y me dejé caer al suelo, boca abajo. No
sé el tiempo que pasé en aquella posición. Sólo recuerdo que me dirigí temblando
hacia la casa y me prosterné delante del amuleto de jade verde.
Temeroso de vivir solo en la antigua mansión, al día
siguiente me marché a Londres, llevándome el amuleto, después de quemar y
enterrar el resto de la impía colección del museo. Pero al cabo de tres noches
oí de nuevo el aullido, y antes de una semana comencé a notar unos extraños ojos
fijos en mí en cuanto oscurecía. Una noche, mientras paseaba por el Malecón
Victoria, vi que una sombra negra oscurecía uno de los reflejos de las lámparas
en el agua. Sopló un viento más fuerte que la brisa nocturna y, en aquel
momento, supe que lo que había atacado a St. John no tardaría en atacarme a mí.
Al día siguiente empaqueté cuidadosamente el amuleto de
jade verde y embarqué hacia Holanda. Ignoraba lo que podía ganar devolviendo el
objeto a su silencioso y durmiente propietario; pero me sentía obligado a
intentarlo todo con tal de desvanecer la amenaza que pesaba sobre mi cabeza. Lo
que pudiera ser el sabueso, y los motivos para que me hubiera perseguido, eran
preguntas todavía vagas; pero yo había oído por primera vez el aullido en aquel
antiguo cementerio, y todos los acontecimientos subsiguientes, incluido el
moribundo susurro de St. John, habían servido para relacionar la maldición con
el robo del amuleto. En consecuencia, me hundí en los abismos de la
desesperación cuando, en una posada de Róterdam, descubrí que los ladrones me
habían despojado de aquel único medio de salvación.
Aquella noche, el aullido fue más audible, y por la
mañana leí en el periódico un espantoso suceso acaecido en el barrio más pobre
de la ciudad. En una miserable vivienda habitada por unos ladrones, toda una
familia había sido despedazada por un animal desconocido que no dejó ningún
rastro. Los vecinos habían oído durante toda la noche un leve, profundo e
insistente sonido, semejante al aullido de un gigantesco sabueso.
Al anochecer me dirigí de nuevo al cementerio, donde
una pálida luna invernal proyectaba espantosas sombras, y los árboles sin hojas
inclinaban tristemente sus ramas hacia la marchita hierba y las estropeadas
losas. La capilla cubierta de hiedra apuntaba al cielo un dedo burlón y la brisa
nocturna gemía de un modo monótono procedente de helados marjales y frígidos
mares. El aullido era ahora muy débil y cesó por completo mientras me acercaba a
la tumba que unos meses antes había profanado, ahuyentando a los murciélagos que
habían estado volando curiosamente alrededor del sepulcro.
No sé por qué había acudido allí, a menos que fuera
para rezar o para murmurar dementes explicaciones y disculpas al tranquilo y
blanco esqueleto que reposaba en su interior; pero, cualesquiera que fueran mis
motivos, ataqué el suelo medio helado con una desesperación parcialmente mía y
parcialmente de una voluntad dominante ajena a mí mismo. La excavación resultó
mucho más fácil de lo que había esperado, aunque en un momento determinado me
encontré con una extraña interrupción: un esquelético buitre descendió del frío
cielo y picoteó frenéticamente en la tierra de la tumba hasta que lo maté con un
golpe de azada. Finalmente dejé al descubierto la caja oblonga y saqué la
enmohecida tapa.
Aquél fue el último acto racional que realicé.
Ya que en el interior del viejo ataúd, rodeado de
enormes y soñolientos murciélagos, se encontraba lo mismo que mi amigo y yo
habíamos robado. Pero ahora no estaba limpio y tranquilo como lo habíamos visto
entonces, sino cubierto de sangre reseca y de jirones de carne y de pelo,
mirándome fijamente con sus cuencas fosforescentes. Sus colmillos ensangrentados
brillaban en su boca entreabierta en un rictus burlón, como si se mofara de mi
inevitable ruina. Y cuando aquellas mandíbulas dieron paso a un sardónico
aullido, semejante al de un gigantesco sabueso, y vi que en sus sucias garras
empuñaba el perdido y fatal amuleto de jade verde, eché a correr; gritando
estúpidamente, hasta que mis gritos se disolvieron en estallidos de risa
histérica.
La locura cabalga a lomos del viento..., garras y
colmillos afilados en siglos de cadáveres..., la muerte en una bacanal de
murciélagos procedentes de las ruinas de los templos enterrados de Belial...
Ahora, a medida que oigo mejor el aullido de la descarnada monstruosidad y el
maldito aleteo resuena cada vez más cercano, yo me hundo con mi revólver en el
olvido, mi único refugio contra lo desconocido.