domingo, 3 de septiembre de 2017

Vida de Pi de Yann Martel

Vida de Pi de Yann Martel

¿ Viste la película " Una aventura extraordinaria"? si tu respuesta fue afirmativa, viste una gran película de efectos especiales; pero si fue negativa, te recomiendo leas primero el libro. 
Ambas obras llevan una variante en el nombre, y es ahí donde radica parte de la diferencia entre la película y el libro. La primera, se apoya mucho en los efectos especiales, el cuidado de hacer al Richard Parker ( el tigre) lo más real posible; en cambio, en la novela hacen ver la Vida de Pi lo más real posible. 
Como todos sabemos, del libro a la cinta se pierden muchas cosas, pero hay cosas que en ocasiones ocupan más espacio y no "perjudican" a la obra, pero cuando la afecta, es atroz. 
Lo digo porque , en mi opinión, los capítulos eliminados tienen gran peso en la obra dándole mayor significado a lo que en realidad pasó, que uno como espectador decida una historia es opción de cada quien, pero la obra lo desenlaza todo en la tercera parte de la novela. 
Martel logra escribir una obra sencilla de leer pero con un profundo significa :
"Todos tenemos coraje para sobrevivir".

Les dejo unas lineas del libro, lineas que le dieron mayor sentido a mi vida: 

"Estaba a punto de rendirme. De hecho, me habría rendido sino fuera por una voz en mi interior que me decía: "No moriré. Me niego. Superaré esta pesadilla. Sobreviviré, cueste lo que me cueste. Hasta ahora lo he conseguido de milagro. Ahora convertiré el milagro en rutina. Lo increíble será mi pan de cada día. Haré el trabajo que haga falta, por muy duro que sea. Sí, porque siempre que Dios esté a mi lado, no moriré. Amén.
Pero en aquel instante descubrí que tengo una voluntad férrea para vivir. No es algo tan evidente, en mi experiencia. Algunos se rinden con un suspiro de resignación. Otros luchan un poco, y luego pierden esperanzas. Otros, y me incluyo entre ellos, nunca se rinden. Luchamos y luchamos y luchamos. Luchamos no importa lo que cueste la batalla, las pérdidas, la poca probabilidad de vencer. Luchamos hasta el final. No se trata de coraje. Es algo constitucional, una incapacidad de abandonar. Tal vez sólo se deba a la sandez de ansiar la vida"



Macario de B. Traven

Macario de B. Traven

Esta ocasión no escribiré de un cuento, sino de una novela corta conocida mayormente en México debido a la película que protagonizó Ignacio López Tarso en el papel de Macario. El personaje de la novela y el libro tienen un parecido ( y no refiero al físico) sino que por momentos la forma de ser de ambos es algo oscura. Cabe remarcar que en la novela y en la película existen algunas diferencias en como se desarrollan las historias; en mi opinión el libro le gana a la película. 
El pavo, el güaje, la muerte, la ambición, el hambre no varian en la forma en que se presentan durante el desarrolo de la historia. Espero puedan leer el libro ya que el trabajo de Traven es sobresaliente en ésta novela corta. 


jueves, 24 de agosto de 2017

"Por falta de palabras" de Haruki Murakami

"Por falta de palabras" de Haruki Murakami

Hace pocas semanas llegó a México la película de anime más taquillera de Japón KIMI NO NAWA (Your name) ó Tu Nombre. La historia maneja romance entre los personajes, los cuales poco a poco se van conociendo debido a que uno está en el cuerpo del otro. A lo que quiero llegar es que la parte final de la película se desarrolla un poco el cuento de Murakami. ¿ Cuántas veces en la vida perdemos la oportunidad de decir las cosas ? ¿ Cuántas veces se nos ha ido la felicidad ? ¿ Cuántas veces nos ha ganado el miedo? el cuento de Murakami nos recuerda que una cosa no se repite dos veces de la misma manera, por lo que hay que hacer las cosas al momento. 


Por falta de palabras


Una bella mañana de abril, por una estrecha callejuela de Harajuku, el barrio de moda, pasé junto a la chica 100% perfecta.
A decir verdad, no es tan bonita. No se destaca de ninguna forma. Su ropa no es nada especial. Su cabello está todavía despeinado de recién haberse levantado. Tampoco es joven, - debe estar cerca de los treinta, no está ni cerca a ser una "chica” propiamente dicha. Aún así, lo sé a cincuenta yardas de distancia: es la chica 100% perfecta para mí. Del momento que la ví, está este estruendo en mi pecho, y mi boca está tan seca como un desierto.
Quizás tengas tu propio y particular tipo de chica favorita - una de tobillos delgados, digamos, o de ojos grandes o dedos bonitos, o te gustan, por ningun motivo en especial, las chicas que se toman su tiempo al comer. Yo tengo mis preferencias, claro. A veces en un restaurant me sorprendo a mí mismo observando a la chica de al lado porque me gusta la forma de su nariz.
Pero nadie puede empeñarse en decir que su chica 100% perfecta corresponde a algún tipo preconcebido. A pesar de que me gustan tanto las narices, no puedo recordar la forma de la suya - o siquiera si tenía una. Todo lo que puedo recordar con seguridad es que no era una gran belleza. Esto es raro.

“Ayer en la calle pasé junto a la chica 100%”, le conté a alguien.
--“¿Sí?”-- dijo. --“¿Bonita?”
“En realidad, no”
--“Tu tipo favorito, ¿entonces?”
“No lo sé. Al parecer no puedo recordar nada de ella - la forma de sus ojos o el tamaño de sus pechos.”
--“Extraño.”
“Sí. Extraño.”
--“Bueno, de todos modos,”-- dijo, empezando a aburrirse ---“¿qué hiciste? ¿le hablaste? ¿la seguiste?”
“Nada. Sólo pasar junto a ella en la calle.”

Ella está pasando de este a oeste, y yo de oeste a este. Es en verdad una bella mañana de abril.
Desearía poder hablar con ella. Media hora sería suficiente: solo preguntarle acerca de ella, contarle acerca de mí, y - lo que realmente me gustaría hacer - explicarle las complejidades del destino que nos llevó a pasar uno junto al otro en una calleja de Harajuku una bella mañana de abril en 1981. Seguramente estaría llena por completo de cálidos secretos, como un reloj antiguo construido cuando la paz llenó el mundo.
Después de hablar, almorzaríamos en algún lado, talvez veríamos una película de Woody Allen, nos detendríamos en el bar de un hotel por cocktails. Con un poco de suerte, terminaríamos en la cama.

La potencialidad toca a la puerta de mi corazón.
Ahora la distancia entre nosotros ha disminuido a quince yardas.
¿Cómo puedo abordarla? ¿Qué debería decir?

“Buenos dias señorita. Cree usted que podría concederme media hora para una pequeña conversación?”

Ridículo. Suena como a un vendedor de seguros.

“Disculpe, ¿sabe usted si hay alguna lavandería de turno en el vecindario?”

No, esto también es ridículo. No estoy llevando nada para lavar, para empezar. Quien se creería un cuento como ese?
Tal vez la simple verdad lo logre: “Buenos dias. Eres la chica 100% perfecta para mí.”

No. Ella no lo creería. O aunque lo hiciera, ella podría no querer hablar conmigo. --"Disculpa"--, ella podría decir, --"yo puedo ser la chica 100% perfecta para tí, pero tú no eres el chico 100% para mí"--. Podría pasar. Y de encontrarme en esa situación, probablemente me derrumbaría. Nunca me recuperaría del golpe. Tengo treinta y dos, y de esto se trata el hacerse viejo.
Pasamos frente a una florería. Una pequeña, cálida masa de aire toca mi piel. El asfalto está húmedo y a mí llega el aroma de las rosas. No puedo decidirme a hablarle. Ella lleva un sueter blanco, y en su mano derecha lleva un delicado sobre blanco, con solo una estampilla. Entonces: ella le ha escrito una carta a alguien, tal vez se pasó toda la noche escribiendo, a juzgar por el cansancio en su mirada. El sobre podría contener todos y cada uno de los secretos que alguna vez guardó.
Doy unos cuantos pasos más y me doy vuelta: Ella se ha perdido en la muchedumbre.
Ahora claro, ya sé exáctamente lo que debería haberle dicho. Podría haber sido un largo discurso, aunque, aún más largo para mí el expresarlo adecuadamente. Las ideas que se me ocurren nunca son muy prácticas.
O, bien: habría comenzado con un "Había una vez" y terminado con un "Una historia triste, no crees?"

Había una vez un chico y una chica. El chico tenía dieciocho y la chica dieciseis. Él no era precísamente apuesto, y ella no era especialmente hermosa. Ellos eran solamente un chico solitario ordinario y una ordinaria chica solitaria, como todos los demás. pero ellos creían con todo el corazón que en algún lugar del mundo vivía el chico 100% perfecto y la chica 100% perfecta para ellos. Si, ellos creían en un milagro. Y ese milagro realmente sucedió.

Un dia los dos se llegaron a encontrar en la esquina de una calle.

"Esto es asombroso," dijo él. "Te he estado buscando toda mi vida. Puede que no creas esto, pero tú eres la chica 100% perfecta para mí."
"Y tú," le dijo ella, "eres el chico 100% perfecto para mí, exáctamente como te había imaginado en cada detalle. Es como un sueño."
Se sentaron en la banca de un parque, se tomaron de las manos, y se contaron sus historias hora tras hora. Ya no estaban solos. Habian encontrado y habían sido encontrados por su otro 100% perfecto. Que maravilloso es, encontrar y ser encontrado por tu otro 100% perfecto. Es un milagro, un milagro cósmico.
Mientras se sentaban y hablaban, sin embargo, una pequeña, pequeñísima astilla de duda se incrustaba en sus corazones: ¿estaba realmente bien que los sueños de uno se hagan realidad tan fácilmente?
Y entonces, cuando hubo un momento de pausa en su conversación, el chico le dijo a la chica, “Probémonos, solo una vez. Si realmente somos los amantes 100% perfectos uno del otro, entonces alguna vez, en algún lugar, sin duda nos volveremos a encontrar. Y cuando eso pase, y sepamos que somos 100% perfectos el uno para el otro, nos casaremos ahí mismo. ¿Qué te parece?”
"Sí," dijo ella, "Eso es exáctamente lo que debemos hacer."
Y así partieron, ella al este, y él al oeste.
Sin embargo, la prueba a la que accedieron era completamente innecesaria. Nunca debieron tomarla, porque eran realmente los amantes 100% perfectos uno del otro, y había sido un milagro el que se hayan llegado a encontrar. Pero era imposible para ellos saber esto, jóvenes como eran. Las frias, indiferentes olas del destino procedieron a sacudirlos sin misericordia.
Un invierno, ambos, el chico y la chica cayeron víctimas de la terrible gripe de la temporada, y después de haber estado debatiendose entre la vida y la muerte durante semanas, perdieron la memoria de sus años anteriores. Cuando se recuperaron, sus cabezas estaban tan vacías como la alcancía del joven D. H. Lawrence.
Ellos eran sin embargo, dos brillantes y decididos jóvenes, y gracias a sus contínuos esfuerzos fueron capaces de obtener nuevamente el conocimiento y los sentimientos que los calificaron para volver como personas de bien a la sociedad. Gracias al cielo, se convirtieron verdaderamente en ciudadanos comunes que sabían como pasar de una linea de subterráneo a otra, que eran completamente capaces de enviar una carta por correo especial en la oficina postal. De hecho, llegaron a experimentar nuevamente el amor, a veces tanto como un 75% o hasta un amor al 85%.

El tiempo pasó con una rapidez pasmosa, y pronto el chico tenia 32, la chica 30.

Una hermosa mañana de abril, en busca de una taza de café para empezar el dia, el chico estaba caminando de oeste a este, mientras que la chica, con la intención de enviar una carta por correo especial, iba caminando de este a oeste, pero por la misma estrecha calle en el vecindario de Harajuku en Tokio. Ellos pasaron uno junto al otro en el mismo centro de la calle. El destello mas debil de sus recuerdos perdidos brilló tenue por un instante en sus corazones. Cada uno sintió un estruendo en su pecho. Y ellos lo supieron:

Ella es la chica 100% perfecta para mí.
Él es el chico 100% perfecto para mí.

Pero la luz de sus recuerdos era ya muy debil, y sus pensamientos ya no tenían la claridad de hace catorce años. Sin una palabra, pasaron uno junto al otro, desapareciendo entre la muchedumbre.

Para siempre.
 
 

viernes, 30 de diciembre de 2016

"¿Por qué. cariño?" de Raymond Carver

"¿Por qué. cariño?" de Raymond Carver


Después de un largo tiempo, vuelvo a recomendarles un cuento el cual los dejará con la boca abierta. El siguiente escritor es Raymond Carver , un hábil cuentista que te dejará asombrado ante la trama de su historia donde una mujer narra lo que aconteció entre ella y su hijo . Desde un inicio, el cuento nos provocala duda por la cual la mujer esta sorprendida por ser encontrada por el remitente de la carta. La historia se nos dirá la razón de la misma. El final le pertenece al lector. Leanlo, les sorprenderá. 


¿Por qué. cariño?



 Muy señor mío:
        Me sorprendió tanto recibir su carta preguntándome por mi hijo… ¿Cómo ha dado conmigo? Me vine a vivir aquí hace años, justo después de que empezara a suceder todo aquello. Aquí nadie sabe quién soy, pero de todas formas tengo miedo. Y de quien tengo miedo es de él. Cuando miro el periódico me tiemblan las manos y me pongo a pensar. Leo lo que escriben sobre él y me pregunto si ese hombre es realmente mi hijo, si de verdad está haciendo todas esas cosas.
       Era un buen chico, si dejamos aparte sus arrebatos y el hecho de que nunca dijera la verdad. No sé por qué razón. Todo empezó un verano, hacia el cuatro de julio, cuando él tenía unos quince años. Nos desapareció Trudy, la gata, y no la vimos ni aquella noche ni al día siguiente. Mrs. Cooper, la vecina de atrás, vino al día siguiente por la noche a decirme que Trudy se había arrastrado hasta su jardín aquella tarde, agonizando. Y que estaba muerta. Estaba destrozada, me dijo, pero aun así pudo reconocerla. Y que la había enterrado.
       ¿Destrozada?, dije. ¿Qué quiere decir?
       Mr. Cooper había visto a dos chicos metiéndole petardos por las orejas y en… ya sabe dónde. Trató de detenerlos, pero escaparon corriendo.
       ¿Quién, quién estaba haciéndole eso a Trudy? ¿Mr. Cooper vio quiénes eran?
       Mr. Cooper no conocía al otro chico, pero uno de ellos salió corriendo en esta dirección, y Mr. Cooper creía que era mi hijo.
       Yo negué con la cabeza. No, era imposible, él jamás haría algo semejante, él quería a Trudy, Trudy llevaba años con nosotros. No, no podía ser mi hijo.
       Aquella noche le conté a mi hijo lo de Trudy, y él se mostró sorprendido y afectado, y dijo que deberíamos ofrecer una recompensa. Escribió a máquina una nota y prometió ponerla en el tablón de la escuela. Pero cuando aquella noche se iba a su cuarto me dijo no te lo tomes tan a pecho, mamá, Trudy era vieja, en años de gato tendría unos sesenta y cinco o setenta, una vida muy larga.
       Se puso a trabajar las tardes y los sábados en el almacén de Hartley’s. Una amiga mía que trabajaba allí, Betty Wilks, me habló acerca del empleo y me prometió recomendarle. Se lo dije a él aquella noche, y él me dijo que estupendo, que era difícil para la gente joven encontrar trabajo.
       La noche en que iba a volver con su primera paga le preparé su cena preferida, y cuando llegó a casa se encontró con todo listo sobre la mesa. Aquí está el hombre de la casa, le dije, abrazándolo. Estoy tan orgullosa, ¿cuánto has cobrado, cariño? Ochenta dólares, dijo. Me dejó pasmada. Es maravilloso, cariño, no me lo puedo ni creer. Estoy muerto de hambre, dijo, vamos a comer.
       Me sentía feliz, pero no acababa de comprenderlo: era más de lo que yo ganaba.
       Cuando fui a hacer la colada encontré en su bolsillo la matriz del talón de Hartley’s. Eran veintiocho dólares, y él me había dicho ochenta. ¿Por qué no me había contado la verdad? No lograba entenderlo.
       Le preguntaba ¿dónde estuviste anoche, cariño? En el cine, respondía. Y luego me enteraba de que había ido al baile de la escuela o de que había pasado la tarde dando vueltas en el coche de un amigo. ¿Qué más le dará decir la verdad?, pensaba yo. ¿Por qué no es sincero? ¿Qué razón hay para mentirle a su madre?
       Recuerdo una vez que se suponía que volvía de una excursión al campo, y yo le pregunté si habían visto algo interesante en la excursión. Se encogió de hombros y me dijo que formaciones de tierra, rocas y cenizas volcánicas, y que les habían enseñado dónde había habido un gran lago un millón de años atrás, y que ahora no era más que un desierto. Me miró a los ojos y siguió hablando. Al día siguiente recibí una nota de la escuela pidiendo mi autorización para una excursión al campo; si autorizaba a mi hijo para que fuera.
       Hacia finales de su último año en la escuela se compró un coche y se pasaba el día fuera de casa. Yo estaba preocupada por sus notas, pero él se reía. Sabrá usted que era un excelente estudiante: si sabe algo de él, seguro que no lo ignora. Y luego se compró una escopeta y un cuchillo de caza.
       Yo detestaba ver aquellas cosas en la casa, y se lo dije. Se rió, siempre tenía una risa para todo. Me dijo que guardaría la escopeta y el cuchillo en el maletero del coche, que además allí los tendría más a mano.
       Un sábado no vino a dormir a casa. Me preocupé terriblemente. A la mañana siguiente, hacia las diez, entró en casa y me pidió que le preparara el desayuno, que se le había abierto el apetito cazando, que sentía mucho no haber vuelto en toda la noche, que había tenido que ir muy lejos en el coche para llegar al sitio de la caza. La cosa me sonó extraña. Y él estaba nervioso.
       ¿Adonde fuiste?
       Hasta Wenas. Disparamos unos cuantos tiros.
       ¿Con quién estuviste, cariño?
       Con Fred.
       ¿Con Fred?
       Se quedó con la mirada fija y no dijo nada más.
       Al domingo siguiente entré de puntillas en su cuarto a coger las llaves del coche. Me había prometido que al volver del trabajo la noche anterior compraría unas cosas para el desayuno, y pensé que quizá las había dejado en el coche. Vi sus zapatos nuevos sobresaliendo de debajo de la cama y cubiertos de barro y arena. Abrió los ojos.
       Cariño, ¿qué ha pasado con tus zapatos? Míralos.
       Me quedé sin gasolina, y tuve que ir hasta una gasolinera. Se incorporó en la cama. Además, ¿a ti qué te importa?
       Soy tu madre.
       Mientras estaba en la ducha cogí las llaves y fui hasta el coche. Abrí el maletero. No encontré las cosas del supermercado. Vi la escopeta sobre una colcha y el cuchillo y una de sus camisas hecha un ovillo, y la extendí y vi que estaba llena de sangre. Húmeda aún. La solté y se me cayó de las manos. Cerré el maletero y volví hacia casa y le vi en la ventana mirándome, y luego me abrió la puerta.
       Se me olvidó contártelo, dijo. Me estuvo sangrando la nariz de mala manera. No sé si se podrá lavar esa camisa. Tírala, dijo, y sonrió.
       Unos días después le pregunté qué tal le iba en el trabajo. Muy bien, me dijo. Dijo que le habían subido el sueldo. Pero me encontré con Betty Wilks en la calle y me dijo que en Hartley’s todos sentían mucho que mi hijo se hubiera ido, que todo el mundo le apreciaba, dijo Betty Wilks.
       Dos noches después estaba yo en la cama sin poder dormir. Con la mirada fija en el techo. Oí que el coche subía hasta la entrada, y escuché y oí cómo abría la puerta con la llave y entraba y pasaba por la cocina y por el pasillo y entraba en su cuarto y cerraba la puerta. Me levanté. Vi luz por debajo de la puerta, toqué y entreabrí la puerta y le dije: ¿Te apetece una taza de té calentito, cariño? No puedo dormir. Estaba inclinado sobre la cómoda, y cerró un cajón de golpe y se volvió y me gritó: ¡Fuera! ¡Fuera de aquí! ¡Estoy más que harto de que no dejes de espiarme!, me gritó. Me fui a mi cuarto y lloré hasta quedarme dormida. Aquella noche me destrozó el corazón.
       A la mañana siguiente, antes de que pudiera verle, ya se había ido. Pero a mí me pareció bien. En adelante lo trataría como a un huésped, a menos que decidiera cambiar de actitud. Ya no podía soportarlo más. Tendría que disculparse si quería que fuéramos algo más que extraños que viven bajo el mismo techo.
       Cuando llegué aquella noche, me tenía preparada la cena. ¿Cómo estás?, me dijo. Me ayudó a quitarme el abrigo. ¿Qué tal te ha ido el día?
       Le dije: Anoche no pude dormir, cariño. Me prometí a mí misma no sacar a relucir el asunto, y no intento hacer que te sientas culpable, pero no estoy acostumbrada a que me hable así mi propio hijo.
       Quiero enseñarte algo, dijo, y me enseñó el trabajo que estaba escribiendo para la clase de educación cívica. Creo que trataba sobre las relaciones entre el Congreso y el Tribunal Supremo. (¡Era el trabajo con el que ganaría un premio al graduarse!). Traté de leerlo, y entonces me dije: éste es el momento. Cariño, me gustaría tener una charla contigo. Es duro educar a un hijo estando como están las cosas hoy día, y más duro aún para nosotros, sin un padre en la casa, sin un hombre a quien acudir cuando lo necesitamos. Eres ya casi un hombre pero yo aún soy la responsable, y creo que me merezco algún respeto y consideración, y he intentado ser sincera y justa contigo. Quiero la verdad, eso es todo. Nunca te he pedido más que eso: la verdad. Cariño, dije tomando aliento, supon que tuvieras un hijo y que cuando le preguntaras algo, cualquier cosa, dónde ha estado o adonde va, en qué emplea su tiempo, cualquiera de esas cosas, nunca jamás te dijera la verdad. Un hijo que, si le preguntaras si llueve, respondiera que no, que hace un tiempo estupendo y soleado, supongo que riéndose para sus adentros y creyéndote demasiado estúpido o demasiado viejo para notar que sus ropas están empapadas. ¿Qué necesidad tiene de mentirme?, te preguntarías. ¿Qué es lo que gana?, te dirías, sin entenderlo. No hago más que preguntarme por qué, pero no encuentro respuesta. ¿Por qué, cariño?
       No me contestó, se quedó con la mirada fija, y luego se acercó y se puso a mi lado y me dijo: Lo vas a ver. Arrodíllate, para empezar; ponte de rodillas, te lo ordeno, dijo. Ahí tienes la razón, ¿me oyes?
       Corrí a mi cuarto y cerré con pestillo la puerta. Aquella noche se marchó de casa. Cogió sus cosas, las que le pareció, y se fue de casa. Lo crea o no, fue la última vez que le vi. Cuando se graduó yo también estaba, pero en medio de mucha gente. Me senté entre los asistentes y vi cómo recogía su diploma, y el premio por ese trabajo, y le oí pronunciar el discurso y le aplaudí junto con el resto de los padres.
       Y luego me fui a casa.
       Jamás le he vuelto a ver. Oh, sí, claro que lo he visto en la televisión y en las fotos de los periódicos.
       Me enteré de que se había enrolado en los marines, y luego le oí decir a alguien que se había salido de los marines y había vuelto a la universidad, al este, y que se casó con esa chica y que se metió en política. Empecé a ver su nombre en los periódicos. Averigüé dónde vivía y le escribí, le escribí una carta cada tantos meses, pero nunca me contestó. Se presentó a gobernador y resultó elegido. Y se hizo famoso. Entonces fue cuando empecé a preocuparme.
       Me entraron todos estos miedos, me asusté, dejé de escribirle, naturalmente, y luego confié en que pensara que me había muerto. Me mudé aquí. Hice que me dieran un número de teléfono que no saliera en la guía. Y al final me he tenido que cambiar de nombre. Si uno es poderoso y quiere encontrar a alguien, acaba encontrándolo. No tiene que ser difícil.
       Debería sentirme orgullosa, pero tengo miedo. La semana pasada vi un coche en la calle, y dentro había un hombre que yo sabía que me estaba mirando. Me metí en seguida en casa y cerré la puerta con llave. Hace unos días el teléfono se puso a sonar y a sonar. Yo estaba echada. Levanté el auricular, pero nadie dijo una palabra.
       Soy vieja. Soy su madre. Debería sentirme la más orgullosa de las madres del país, pero lo único que siento es miedo.
       Gracias por escribirme. Necesitaba que alguien supiera todo esto. Estoy muy avergonzada.
       También quería preguntarle cómo ha conseguido mi nombre y dirección. He rezado mucho para que nadie se enterara. Pero usted lo ha averiguado. ¿Por qué lo ha hecho? Por favor, dígame por qué.

Le saluda atentamente,

 

martes, 20 de septiembre de 2016

"El timonel" de Franz Kafka

"El timonel" de Franz Kafka 

Encontré un cuento corto, pero no por eso malo del gran maestro Kafka. El cuento vale la pena leerlo porque puede expresar ,para los lectores, varios significados. A mi gusto ,me cautivo el espacio oscuro el cual se maneja la obra. Espero lo lean, vale la pena . 

El Timonel

¿Acaso no soy timonel? ?exclamé. ?¿Tú? ?preguntó un hombre alto y moreno, y se pasó la mano por los ojos, como si disipara un sueño. Yo había estado al timón en noches oscuras, la débil luz del farol sobre mi cabeza, y ahora había venido aquel hombre y quería apartarme. Y como yo no cediera, me puso el pie en el pecho y me empujó lentamente contra el suelo, mientras yo seguía aferrado al timón y lo arrancaba al caer. Entonces el hombre se apoderó de el, lo puso en su lugar y me dio un empujón, alejándome. Me rehice de inmediato fui hasta la escotilla que llevaba a la cámara de la tripulación y grité: 
-¡Tripulantes! ¡Camaradas! ¡Venid pronto! ¡Un extraño me ha quitado el timón!
Llegaron lentamente, subiendo por la escalerilla, eran unas formas poderosas, oscilantes, cansadas. -¿Soy yo el timonel?- pregunté. 
Asintieron, pero sólo tenían miradas para el extraño, a quien rodeaban en semicírculo, y cuando con voz de mando él dijo: "No me molestéis", se reunieron, me observaron asintiendo con la cabeza y bajaron otra vez la escalerilla. ¿Qué pueblo es éste? ¿Piensan también, o sólo se arrastran sin sentido sobre la tierra?
 
 

"Los gallinazos sin plumas" de Julio Ramon Ribeyro

"Los gallinazos sin plumas" de Julio Ramon Ribeyro 

Hace tiempoque no publico un cuento nuevo, pero por fortuna no he dejado de leer y con ello seleccionar, asi que el siguiente cuento es del peruano Julio Ramon Ribeyro, uno de los grandes escritores de cuento hispanoamericano. 

Como siempre les dejo la idea principal del cuento.
Dos niños, que en realidad son hermanos de nombre Enrique y Efraín, viven con su cruel abuelo el cual alimenta a un voraz cerdo que habita en un  asqueroso y monstruoso chiquero. Sobreviven al conseguir alimento de la basura y es en ese lugar donde conocen a un perro el cual lo nombran Pedro. El abuelo pide más comida para su cerdo, pero un niño se lastima y cae en cama ; eso no le gusta al abuelo ¿ Qué podrá ocurrir ?



 Los gallinazos sin plumas

A las seis de la mañana la ciudad se levanta de puntillas y comienza a dar sus primeros pasos. Una fina niebla disuelve el perfil de los objetos y crea como una atmósfera encantada. Las personas que recorren la ciudad a esta hora parece que están hechas de otra sustancia, que pertenecen a un orden de vida fantasmal. Las beatas se arrastran penosamente hasta desaparecer en los pórticos de las iglesias. Los noctámbulos, macerados por la noche, regresan a sus casas envueltos en sus bufandas y en su melancolía. Los basureros inician por la avenida Pardo su paseo siniestro, armados de escobas y de carretas. A esta hora se ve también obreros caminando hacia el tranvía, policías bostezando contra los árboles, canillitas morados de frío, sirvientas sacando los cubos de basura. A esta hora, por último, como a una especie de misteriosa consigna, aparecen los gallinazos sin plumas.
A esta hora el viejo don Santos se pone la pierna de palo y sentándose en el colchón comienza a berrear:
-¡A levantarse! ¡Efraín, Enrique! ¡Ya es hora!
Los dos muchachos corren a la acequia del corralón frotándose los ojos legañosos. Con la tranquilidad de la noche el agua se ha remansado y en su fondo transparente se ven crecer yerbas y deslizarse ágiles infusorios. Luego de enjuagarse la cara, coge cada cual su lata y se lanzan a la calle. Don Santos, mientras tanto, se aproxima al chiquero y con su larga vara golpea el lomo de su cerdo que se revuelca entre los desperdicios.
-¡Todavía te falta un poco, marrano! Pero aguarda no más, que ya llegará tu turno.
Efraín y Enrique se demoran en el camino, trepándose a los árboles para arrancar moras o recogiendo piedras, de aquellas filudas que cortan el aire y hieren por la espalda. Siendo aún la hora celeste llegan a su dominio, una larga calle ornada de casas elegantes que desemboca en el malecón.
Ellos no son los únicos. En otros corralones, en otros suburbios alguien ha dado la voz de alarma y muchos se han levantado. Unos portan latas, otros cajas de cartón, a veces sólo basta un periódico viejo. Sin conocerse forman una especie de organización clandestina que tiene repartida toda la ciudad. Los hay que merodean por los edificios públicos, otros han elegido los parques o los muladares. Hasta los perros han adquirido sus hábitos, sus itinerarios, sabiamente aleccionados por la miseria.
Efraín y Enrique, después de un breve descanso, empiezan su trabajo. Cada uno escoge una acera de la calle. Los cubos de basura están alineados delante de las puertas. Hay que vaciarlos íntegramente y luego comenzar la exploración. Un cubo de basura es siempre una caja de sorpresas. Se encuentran latas de sardinas, zapatos viejos, pedazos de pan, pericotes muertos, algodones inmundos. A ellos sólo les interesan los restos de comida. En el fondo del chiquero, Pascual recibe cualquier cosa y tiene predilección por las verduras ligeramente descompuestas. La pequeña lata de cada uno se va llenando de tomates podridos, pedazos de sebo, extrañas salsas que no figuran en ningún manual de cocina. No es raro, sin embargo, hacer un hallazgo valioso. Un día Efraín encontró unos tirantes con los que fabricó una honda. Otra vez una pera casi buena que devoró en el acto. Enrique, en cambio, tiene suerte para las cajitas de remedios, los pomos brillantes, las escobillas de dientes usadas y otras cosas semejantes que colecciona con avidez.
Después de una rigurosa selección regresan la basura al cubo y se lanzan sobre el próximo. No conviene demorarse mucho porque el enemigo siempre está al acecho. A veces son sorprendidos por las sirvientas y tienen que huir dejando regado su botín. Pero, con más frecuencia, es el carro de la Baja Policía el que aparece y entonces la jornada está perdida.
Cuando el sol asoma sobre las lomas, la hora celeste llega a su fin. La niebla se ha disuelto, las beatas están sumidas en éxtasis, los noctámbulos duermen, los canillitas han repartido los diarios, los obreros trepan a los andamios. La luz desvanece el mundo mágico del alba. Los gallinazos sin plumas han regresado a su nido.


Don Santos los esperaba con el café preparado.
-A ver, ¿qué cosa me han traído?
Husmeaba entre las latas y si la provisión estaba buena hacía siempre el mismo comentario:
-Pascual tendrá banquete hoy día.
Pero la mayoría de las veces estallaba:
-¡Idiotas! ¿Qué han hecho hoy día? ¡Se han puesto a jugar seguramente! ¡Pascual se morirá de hambre!
Ellos huían hacia el emparrado, con las orejas ardientes de los pescozones, mientras el viejo se arrastraba hasta el chiquero. Desde el fondo de su reducto el cerdo empezaba a gruñir. Don Santos le aventaba la comida.
-¡Mi pobre Pascual! Hoy día te quedarás con hambre por culpa de estos zamarros. Ellos no te engríen como yo. ¡Habrá que zurrarlos para que aprendan!


Al comenzar el invierno el cerdo estaba convertido en una especie de monstruo insaciable. Todo le parecía poco y don Santos se vengaba en sus nietos del hambre del animal. Los obligaba a levantarse más temprano, a invadir los terrenos ajenos en busca de más desperdicios. Por último los forzó a que se dirigieran hasta el muladar que estaba al borde del mar.
-Allí encontrarán más cosas. Será más fácil además porque todo está junto.
Un domingo, Efraín y Enrique llegaron al barranco. Los carros de la Baja Policía, siguiendo una huella de tierra, descargaban la basura sobre una pendiente de piedras. Visto desde el malecón, el muladar formaba una especie de acantilado oscuro y humeante, donde los gallinazos y los perros se desplazaban como hormigas. Desde lejos los muchachos arrojaron piedras para espantar a sus enemigos. El perro se retiró aullando. Cuando estuvieron cerca sintieron un olor nauseabundo que penetró hasta sus pulmones. Los pies se les hundían en un alto de plumas, de excrementos, de materias descompuestas o quemadas. Enterrando las manos comenzaron la exploración. A veces, bajo un periódico amarillento, descubrían una carroña devorada a medios. En los acantilados próximos los gallinazos espiaban impacientes y algunos se acercaban saltando de piedra en piedra, como si quisieran acorralarlos. Efraín gritaba para intimidarlos y sus gritos resonaban en el desfiladero y hacían desprenderse guijarros que rodaban hacía el mar. Después de una hora de trabajo regresaron al corralón con los cubos llenos.
-¡Bravo! -exclamó don Santos-. Habrá que repetir esto dos o tres veces por semana.
Desde entonces, los miércoles y los domingos, Efraín y Enrique hacían el trote hasta el muladar. Pronto formaron parte de la extraña fauna de esos lugares y los gallinazos, acostumbrados a su presencia, laboraban a su lado, graznando, aleteando, escarbando con sus picos amarillos, como ayudándoles a descubrir la pista de la preciosa suciedad.
Fue al regresar de una de esas excursiones que Efraín sintió un dolor en la planta del pie. Un vidrio le había causado una pequeña herida. Al día siguiente tenía el pie hinchado, no obstante lo cual prosiguió su trabajo. Cuando regresaron no podía casi caminar, pero don Santos no se percató de ello, pues tenía visita. Acompañado de un hombre gordo que tenía las manos manchadas de sangre, observaba el chiquero.
-Dentro de veinte o treinta días vendré por acá -decía el hombre-. Para esa fecha creo que podrá estar a punto.
Cuando partió, don Santos echaba fuego por los ojos.
-¡A trabajar! ¡A trabajar! ¡De ahora en adelante habrá que aumentar la ración de Pascual! El negocio anda sobre rieles.
A la mañana siguiente, sin embargo, cuando don Santos despertó a sus nietos, Efraín no se pudo levantar.
-Tiene una herida en el pie -explicó Enrique-. Ayer se cortó con un vidrio.
Don Santos examinó el pie de su nieto. La infección había comenzado.
-¡Esas son patrañas! Que se lave el pie en la acequia y que se envuelva con un trapo.
-¡Pero si le duele! -intervino Enrique-. No puede caminar bien.
Don Santos meditó un momento. Desde el chiquero llegaban los gruñidos de Pascual.
-Y ¿a mí? -preguntó dándose un palmazo en la pierna de palo-. ¿Acaso no me duele la pierna? Y yo tengo setenta años y yo trabajo… ¡Hay que dejarse de mañas!
Efraín salió a la calle con su lata, apoyado en el hombro de su hermano. Media hora después regresaron con los cubos casi vacíos.
-¡No podía más! -dijo Enrique al abuelo-. Efraín está medio cojo.
Don Santos observó a sus dos nietos como si meditara una sentencia.
-Bien, bien -dijo rascándose la barba rala y cogiendo a Efraín del pescuezo lo arreó hacia el cuarto-. ¡Los enfermos a la cama! ¡A podrirse sobre el colchón! Y tú harás la tarea de tu hermano. ¡Vete ahora mismo al muladar!


Cerca de mediodía Enrique regresó con los cubos repletos. Lo seguía un extraño visitante: un perro escuálido y medio sarnoso.
-Lo encontré en el muladar -explicó Enrique -y me ha venido siguiendo.
Don Santos cogió la vara.
-¡Una boca más en el corralón!
Enrique levantó al perro contra su pecho y huyó hacia la puerta.
-¡No le hagas nada, abuelito! Le daré yo de mi comida.
Don Santos se acercó, hundiendo su pierna de palo en el lodo.
-¡Nada de perros aquí! ¡Ya tengo bastante con ustedes!
Enrique abrió la puerta de la calle.
-Si se va él, me voy yo también.
El abuelo se detuvo. Enrique aprovechó para insistir:
-No come casi nada…, mira lo flaco que está. Además, desde que Efraín está enfermo, me ayudará. Conoce bien el muladar y tiene buena nariz para la basura.
Don Santos reflexionó, mirando el cielo donde se condensaba la garúa. Sin decir nada, soltó la vara, cogió los cubos y se fue rengueando hasta el chiquero.
Enrique sonrió de alegría y con su amigo aferrado al corazón corrió donde su hermano.
-¡Pascual, Pascual… Pascualito! -cantaba el abuelo.
-Tú te llamarás Pedro -dijo Enrique acariciando la cabeza de su perro e ingresó donde Efraín.
Su alegría se esfumó: Efraín inundado de sudor se revolcaba de dolor sobre el colchón. Tenía el pie hinchado, como si fuera de jebe y estuviera lleno de aire. Los dedos habían perdido casi su forma.
-Te he traído este regalo, mira -dijo mostrando al perro-. Se llama Pedro, es para ti, para que te acompañe… Cuando yo me vaya al muladar te lo dejaré y los dos jugarán todo el día. Le enseñarás a que te traiga piedras en la boca.
¿Y el abuelo? -preguntó Efraín extendiendo su mano hacia el animal.
-El abuelo no dice nada -suspiró Enrique.
Ambos miraron hacia la puerta. La garúa había empezado a caer. La voz del abuelo llegaba:
-¡Pascual, Pascual… Pascualito!


Esa misma noche salió luna llena. Ambos nietos se inquietaron, porque en esta época el abuelo se ponía intratable. Desde el atardecer lo vieron rondando por el corralón, hablando solo, dando de varillazos al emparrado. Por momentos se aproximaba al cuarto, echaba una mirada a su interior y al ver a sus nietos silenciosos, lanzaba un salivazo cargado de rencor. Pedro le tenía miedo y cada vez que lo veía se acurrucaba y quedaba inmóvil como una piedra.
-¡Mugre, nada más que mugre! -repitió toda la noche el abuelo, mirando la luna.
A la mañana siguiente Enrique amaneció resfriado. El viejo, que lo sintió estornudar en la madrugada, no dijo nada. En el fondo, sin embargo, presentía una catástrofe. Si Enrique enfermaba, ¿quién se ocuparía de Pascual? La voracidad del cerdo crecía con su gordura. Gruñía por las tardes con el hocico enterrado en el fango. Del corralón de Nemesio, que vivía a una cuadra, se habían venido a quejar.
Al segundo día sucedió lo inevitable: Enrique no se pudo levantar. Había tosido toda la noche y la mañana lo sorprendió temblando, quemado por la fiebre.
-¿Tú también? -preguntó el abuelo.
Enrique señaló su pecho, que roncaba. El abuelo salió furioso del cuarto. Cinco minutos después regresó.
-¡Está muy mal engañarme de esta manera! -plañía-. Abusan de mí porque no puedo caminar. Saben bien que soy viejo, que soy cojo. ¡De otra manera los mandaría al diablo y me ocuparía yo solo de Pascual!
Efraín se despertó quejándose y Enrique comenzó a toser.
-¡Pero no importa! Yo me encargaré de él. ¡Ustedes son basura, nada más que basura! ¡Unos pobres gallinazos sin plumas! Ya verán cómo les saco ventaja. El abuelo está fuerte todavía. ¡Pero eso sí, hoy día no habrá comida para ustedes! ¡No habrá comida hasta que no puedan levantarse y trabajar!
A través del umbral lo vieron levantar las latas en vilo y volcarse en la calle. Media hora después regresó aplastado. Sin la ligereza de sus nietos el carro de la Baja Policía lo había ganado. Los perros, además, habían querido morderlo.
-¡Pedazos de mugre! ¡Ya saben, se quedarán sin comida hasta que no trabajen!
Al día siguiente trató de repetir la operación pero tuvo que renunciar. Su pierna de palo había perdido la costumbre de las pistas de asfalto, de las duras aceras y cada paso que daba era como un lanzazo en la ingle. A la hora celeste del tercer día quedó desplomado en su colchón, sin otro ánimo que para el insulto.
-¡Si se muere de hambre -gritaba -será por culpa de ustedes!


Desde entonces empezaron unos días angustiosos, interminables. Los tres pasaban el día encerrados en el cuarto, sin hablar, sufriendo una especie de reclusión forzosa. Efraín se revolcaba sin tregua, Enrique tosía. Pedro se levantaba y después de hacer un recorrido por el corralón, regresaba con una piedra en la boca, que depositaba en las manos de sus amos. Don Santos, a medio acostar, jugaba con su pierna de palo y les lanzaba miradas feroces. A mediodía se arrastraba hasta la esquina del terreno donde crecían verduras y preparaba su almuerzo, que devoraba en secreto. A veces aventaba a la cama de sus nietos alguna lechuga o una zanahoria cruda, con el propósito de excitar su apetito creyendo así hacer más refinado su castigo.
Efraín ya no tenía fuerzas para quejarse. Solamente Enrique sentía crecer en su corazón un miedo extraño y al mirar a los ojos del abuelo creía desconocerlo, como si ellos hubieran perdido su expresión humana. Por las noches, cuando la luna se levantaba, cogía a Pedro entre sus brazos y lo aplastaba tiernamente hasta hacerlo gemir. A esa hora el cerdo comenzaba a gruñir y el abuelo se quejaba como si lo estuvieran ahorcando. A veces se ceñía la pierna de palo y salía al corralón. A la luz de la luna Enrique lo veía ir diez veces del chiquero a la huerta, levantando los puños, atropellando lo que encontraba en su camino. Por último reingresaba en su cuarto y se quedaba mirándolos fijamente, como si quisiera hacerlos responsables del hambre de Pascual.


La última noche de luna llena nadie pudo dormir. Pascual lanzaba verdaderos rugidos. Enrique había oído decir que los cerdos, cuando tenían hambre, se volvían locos como los hombres. El abuelo permaneció en vela, sin apagar siquiera el farol. Esta vez no salió al corralón ni maldijo entre dientes. Hundido en su colchón miraba fijamente la puerta. Parecía amasar dentro de sí una cólera muy vieja, jugar con ella, aprestarse a dispararla. Cuando el cielo comenzó a desteñirse sobre las lomas, abrió la boca, mantuvo su oscura oquedad vuelta hacia sus nietos y lanzó un rugido:
¡Arriba, arriba, arriba! -los golpes comenzaron a llover-. ¡A levantarse haraganes! ¿Hasta cuándo vamos a estar así? ¡Esto se acabó! ¡De pie!…
Efraín se echó a llorar, Enrique se levantó, aplastándose contra la pared. Los ojos del abuelo parecían fascinarlo hasta volverlo insensible a los golpes. Veía la vara alzarse y abatirse sobre su cabeza como si fuera una vara de cartón. Al fin pudo reaccionar.
-¡A Efraín no! ¡Él no tiene la culpa! ¡Déjame a mí solo, yo saldré, yo iré al muladar!
El abuelo se contuvo jadeante. Tardó mucho en recuperar el aliento.
-Ahora mismo… al muladar… lleva los dos cubos, cuatro cubos…
Enrique se apartó, cogió los cubos y se alejó a la carrera. La fatiga del hambre y de la convalecencia lo hacían trastabillar. Cuando abrió la puerta del corralón, Pedro quiso seguirlo.
-Tú no. Quédate aquí cuidando a Efraín.
Y se lanzó a la calle respirando a pleno pulmón el aire de la mañana. En el camino comió yerbas, estuvo a punto de mascar la tierra. Todo lo veía a través de una niebla mágica. La debilidad lo hacía ligero, etéreo: volaba casi como un pájaro. En el muladar se sintió un gallinazo más entre los gallinazos. Cuando los cubos estuvieron rebosantes emprendió el regreso. Las beatas, los noctámbulos, los canillitas descalzos, todas las secreciones del alba comenzaban a dispersarse por la ciudad. Enrique, devuelto a su mundo, caminaba feliz entre ellos, en su mundo de perros y fantasmas, tocado por la hora celeste.
Al entrar al corralón sintió un aire opresor, resistente, que lo obligó a detenerse. Era como si allí, en el dintel, terminara un mundo y comenzara otro fabricado de barro, de rugidos, de absurdas penitencias. Lo sorprendente era, sin embargo, que esta vez reinaba en el corralón una calma cargada de malos presagios, como si toda la violencia estuviera en equilibrio, a punto de desplomarse. El abuelo, parado al borde del chiquero, miraba hacia el fondo. Parecía un árbol creciendo desde su pierna de palo. Enrique hizo ruido pero el abuelo no se movió.
-¡Aquí están los cubos!
Don Santos le volvió la espalda y quedó inmóvil. Enrique soltó los cubos y corrió intrigado hasta el cuarto. Efraín apenas lo vio, comenzó a gemir:
-Pedro… Pedro…
-¿Qué pasa?
-Pedro ha mordido al abuelo… el abuelo cogió la vara… después lo sentí aullar.
Enrique salió del cuarto.
-¡Pedro, ven aquí! ¿Dónde estás, Pedro?
Nadie le respondió. El abuelo seguía inmóvil, con la mirada en la pared. Enrique tuvo un mal presentimiento. De un salto se acercó al viejo.
-¿Dónde está Pedro?
Su mirada descendió al chiquero. Pascual devoraba algo en medio del lodo. Aún quedaban las piernas y el rabo del perro.
-¡No! -gritó Enrique tapándose los ojos-. ¡No, no! -y a través de las lágrimas buscó la mirada del abuelo. Este la rehuyó, girando torpemente sobre su pierna de palo. Enrique comenzó a danzar en torno suyo, prendiéndose de su camisa, gritando, pataleando, tratando de mirar sus ojos, de encontrar una respuesta.
-¿Por qué has hecho eso? ¿Por qué?
El abuelo no respondía. Por último, impaciente, dio un manotón a su nieto que lo hizo rodar por tierra. Desde allí Enrique observó al viejo que, erguido como un gigante, miraba obstinadamente el festín de Pascual. Estirando la mano encontró la vara que tenía el extremo manchado de sangre. Con ella se levantó de puntillas y se acercó al viejo.
-¡Voltea! -gritó-. ¡Voltea!
Cuando don Santos se volvió, divisó la vara que cortaba el aire y se estrellaba contra su pómulo.
-¡Toma! -chilló Enrique y levantó nuevamente la mano. Pero súbitamente se detuvo, temeroso de lo que estaba haciendo y, lanzando la vara a su alrededor, miró al abuelo casi arrepentido. El viejo, cogiéndose el rostro, retrocedió un paso, su pierna de palo tocó tierra húmeda, resbaló, y dando un alarido se precipitó de espaldas al chiquero.
Enrique retrocedió unos pasos. Primero aguzó el oído pero no se escuchaba ningún ruido. Poco a poco se fue aproximando. El abuelo, con la pata de palo quebrada, estaba de espaldas en el fango. Tenía la boca abierta y sus ojos buscaban a Pascual, que se había refugiado en un ángulo y husmeaba sospechosamente el lodo. Enrique se fue retirando, con el mismo sigilo con que se había aproximado. Probablemente el abuelo alcanzó a divisarlo pues mientras corría hacia el cuarto le pareció que lo llamaba por su nombre, con un tono de ternura que él nunca había escuchado.
¡ A mí, Enrique, a mí!…
-¡Pronto! -exclamó Enrique, precipitándose sobre su hermano -¡Pronto, Efraín! ¡El viejo se ha caído al chiquero! ¿Debemos irnos de acá!
-¿Adónde? -preguntó Efraín.
-¿Adonde sea, al muladar, donde podamos comer algo, donde los gallinazos!
-¡No me puedo parar!
Enrique cogió a su hermano con ambas manos y lo estrechó contra su pecho. Abrazados hasta formar una sola persona cruzaron lentamente el corralón. Cuando abrieron el portón de la calle se dieron cuenta que la hora celeste había terminado y que la ciudad, despierta y viva, abría ante ellos su gigantesca mandíbula.
Desde el chiquero llegaba el rumor de una batalla.


sábado, 11 de junio de 2016

''Las moscas replica del hombre muerto'' de Horacio Quiroga

Las moscas replica del hombre muerto

Es un cuento en el que un hombre relata su sufrir en sus últimos alientos de vida. Al igual de sorprendente es lo que ocurre con él al morir. Como saben, no le voy a vender el final, pero una pista es la palabra ''metamorfosis ''. Espero les guste.

Las moscas replica del hombre muerto

Al rozar el monte, los hombres tumbaron el año anterior este árbol, cuyo tronco yace en toda su extensión aplastado contra el suelo. Mientras sus compañeros han perdido gran parte de la corteza en el incendio del rozado, aquél conserva la suya casi intacta. Apenas si a todo lo largo una franja carbonizada habla muy claro de la acción del fuego.
Esto era el invierno pasado. Han transcurrido cuatro meses. En medio del rozado perdido por la sequía, el árbol tronchado yace siempre en un páramo de cenizas. Sentado contra el tronco, el dorso apoyado en él, me hallo también inmóvil. En algún punto de la espalda tengo la columna vertebral rota. He caído allí mismo, después de tropezar sin suerte contra un raigón. Tal como he caído, permanezco sentado -quebrado, mejor dicho- contra el árbol.
Desde hace un instante siento un zumbido fijo -el zumbido de la lesión medular- que lo inunda todo, y en el que mi aliento parece defluirse. No puedo ya mover las manos, y apenas uno que otro dedo alcanza a remover la ceniza.
Clarísima y capital, adquiero desde este instante mismo la certidumbre de que a ras del suelo mi vida está aguardando la instantaneidad de unos segundos para extinguirse de una vez.
Esta es la verdad. Como ella, jamás se ha presentado a mi mente una más rotunda. Todas las otras flotan, danzan en una como reverberación lejanísima de otro yo, en un pasado que tampoco me pertenece. La única percepción de mi existir, pero flagrante como un gran golpe asestado en silencio, es que de aquí a un instante voy a morir.
¿Pero cuándo? ¿Qué segundos y qué instantes son éstos en que esta exasperada conciencia de vivir todavía dejará paso a un sosegado cadáver?
Nadie se acerca en este rozado: ningún pique de monte lleva hasta él desde propiedad alguna. Para el hombre allí sentado, como para el tronco que lo sostiene, las lluvias se sucederán mojando corteza y ropa, y los soles secarán líquenes y cabellos, hasta que el monte rebrote y unifique árboles y potasa, huesos y cuero de calzado.
¡Y nada, nada en la serenidad del ambiente que denuncie y grite tal acontecimiento! Antes bien, a través de los troncos y negros gajos del rozado, desde aquí o allá, sea cual fuere el punto de observación, cualquiera puede contemplar con perfecta nitidez al hombre cuya vida está a punto de detenerse sobre la ceniza, atraída como un péndulo por ingente gravedad: tan pequeño es el lugar que ocupa en el rozado y tan clara su situación: se muere.
Esta es la verdad. Mas para la oscura animalidad resistente, para el latir y el alentar amenazados de muerte, ¿qué vale ella ante la bárbara inquietud del instante preciso en que este resistir de la vida y esta tremenda tortura psicológica estallarán como un cohete, dejando por todo residuo un ex hombre con el rostro fijo para siempre adelante?
El zumbido aumenta cada vez más. Ciérnese ahora sobre mis ojos un velo de densa tiniebla en que se destacan rombos verdes. Y en seguida veo la puerta amurallada de un zoco marroquí, por una de cuyas hojas sale a escape una tropilla de potros blancos, mientras por la otra entra corriendo una teoría de hombres decapitados.
Quiero cerrar los ojos, y no lo consigo ya. Veo ahora un cuartito de hospital, donde cuatro médicos amigos se empeñan en convencerme de que no voy a morir. Yo los observo en silencio, y ellos se echan a reír, pues siguen mi pensamiento.
-Entonces -dice uno de aquéllos -no le queda más prueba de convicción que la jaulita de moscas. Yo tengo una.
-¿Moscas?…
-Sí -responde-, moscas verdes de rastreo. Usted no ignora que las moscas verdes olfatean la descomposición de la carne mucho antes de producirse la defunción del sujeto. Vivo aún el paciente, ellas acuden, seguras de su presa. Vuelan sobre ella sin prisa mas sin perderla de vista, pues ya han olido su muerte. Es el medio más eficaz de pronóstico que se conozca. Por eso yo tengo algunas de olfato afinadísimo por la selección, que alquilo a precio módico. Donde ellas entran, presa segura. Puedo colocarlas en el corredor cuando usted quede solo, y abrir la puerta de la jaulita que, dicho sea de paso, es un pequeño ataúd. A usted no le queda más tarea que atisbar el ojo de la cerradura. Si una mosca entra y la oye usted zumbar, esté seguro de que las otras hallarán también el camino hasta usted. Las alquilo a precio módico.
¿Hospital…? Súbitamente el cuartito blanqueado, el botiquín, los médicos y su risa se desvanecen en un zumbido…
Y bruscamente, también, se hace en mí la revelación. ¡Las moscas!
Son ellas las que zumban. Desde que he caído han acudido sin demora. Amodorradas en el monte por el ámbito de fuego, las moscas han tenido, no sé cómo, conocimiento de una presa segura en la vecindad. Han olido ya la próxima descomposición del hombre sentado, por caracteres inapreciables para nosotros, tal vez en la exhalación a través de la carne de la médula espinal cortada. Han acudido sin demora y revolotean sin prisa, midiendo con los ojos las proporciones del nido que la suerte acaba de deparar a sus huevos.
El médico tenía razón. No puede ser su oficio más lucrativo.
Mas he aquí que esta ansia desesperada de resistir se aplaca y cede el paso a una beata imponderabilidad. No me siento ya un punto fijo en la tierra, arraigado a ella por gravísima tortura. Siento que fluye de mí como la vida misma, la ligereza del vaho ambiente, la luz del sol, la fecundidad de la hora. Libre del espacio y el tiempo, puedo ir aquí, allá, a este árbol, a aquella liana. Puedo ver, lejanísimo ya, como un recuerdo de remoto existir, puedo todavía ver, al pie de un tronco, un muñeco de ojos sin parpadeo, un espantapájaros de mirar vidrioso y piernas rígidas. Del seno de esta expansión, que el sol dilata desmenuzando mi conciencia en un billón de partículas, puedo alzarme y volar, volar…
Y vuelo, y me poso con mis compañeras sobre el tronco caído, a los rayos del sol que prestan su fuego a nuestra obra de renovación vital.