domingo, 1 de mayo de 2016

"El gato" de Juan García Ponce

"El gato" de Juan García Ponce
 
El siguiente cuento nos narra como en el encuentro amoroso entre una pareja , es necesaria la presencia de un gato . El gato llegó un día y se volvió parte de la vida de la pareja, se volvió parte de un fetichismo. Espero les guste el siguiente cuento. 

"El gato"
 
El gato apareció un día y desde entonces siempre estuvo allí. No parecía pertenecer a nadie en especial, a ningún departamento, sino a todo el edificio. Incluso su actitud hacia suponer que él no había elegido el edificio, haciéndolo suyo, sino el edificio a él, tal era la adecuación con que su figura se sumaba a la apariencia de los pasillos y escaleras. Fue así como D empezó a verlo, por las tardes, al salir de su departamento, o algunas noches, al regresar a él, gris y pequeño, echado sobre la esterilla colocada frente a la puerta del departamento que ocupaba el centro del pasillo en el segundo piso. Cuando D, vencido el primer tramo de las escaleras, daba la vuelta para tomar el pasillo, el gato, gris y pequeño, un gato niño todavía, volvía la cabeza hacia él, buscando que su mirada encontrara sus ojos extrañamente amarillos y ardientes en medio del suave pelo gris. Luego los entrecerraba un momento, hasta convertirlos en una delgada línea de luz amarilla y volvía la cabeza hacia el frente, ignorando la mirada de D que, sin embargo, seguía viéndolo, conmovido por su solitaria fragilidad y un poco molesto por el peso inquietante de su presencia. Otras veces, en lugar de en el pasillo del segundo piso, D lo encontraba de pronto acurrucado en uno de los rincones del amplio hall de la entrada o caminando despacio, con el cuerpo pegado a la pared, ignorando el aviso de los pasos ajenos. Otras más, aparecía en alguno de los tramos de la escalera, enroscado entre los barrotes de hierro, y entonces bajaba o subía delante de D, poniéndose en movimiento sin volverse a mirarlo y apartándose de su paso cuando estaba a punto de darle alcance para volver a enroscarse alrededor de los barrotes, tímido y asustado, a pesar de que, al dejarlo atrás, D sentía la amarilla mirada sobre su espalda.

El edificio en que vivía D era una construcción antigua pero bien conservada, con la sabia arquitectura de hace treinta o cuarenta años que daba valor y lugar a los elementos accesorios y cuyo estilo se ha vuelto anacrónico por su mismo carácter sin perder su sobria belleza. El hall de la entrada, la escalera y los pasillos ocupaban un vasto espacio del edificio y marcaban con su aspecto grave y vetusto toda la construcción. Unos días, quizás unas semanas antes de la aparición del gato, la imprevisible voluntad de los porteros, tan viejos e imperturbables como el edificio y que se apretujaban con hijos y nietos en el tapanco de la planta baja espiando recelosos el paso de los inquilinos, había eliminado del hall los dos pesados sofás de gastado terciopelo y el pequeño pero macizo escritorio de madera cuya antigua presencia acentuaba ese peculiar carácter conservador y ajeno al paso del tiempo de la construcción, y a D le pareció que el gato ocupaba ahora el lugar de los muebles. De algún modo, su inexplicable presencia se llevaba con el tono del edificio y, significativamente, D nunca lo vio entre las amplias y redondas macetas de barro con plantas de anchas hojas tropicales que la pareja joven del departamento contiguo al suyo había colocado por iniciativa propia en los descansos de la escalera para darle vida al pasillo. El gato parecía ser contrario a esa remota evocación de un jardín; su terreno eran los elementos sobrios y desnudos de pasillos y escaleras. Así, de la misma manera que se había acostumbrado a los dos sofás y el escritorio que llenaban el espacio vacío del hall y ahora extrañaba su presencia, D se acostumbró a encontrar de pronto al gato y recibir su mirada indiferente, y a verlo bajar o subir delante de él en las escaleras sin preguntarse a quién pertenecería.

D vivía solo en su departamento y pasaba en él la mayor parte del tiempo que no le quitaba su cómodo empleo, del que, a cambio de unas cuantas horas diarias de trabajo metódico, recibía lo suficiente para vivir; pero su soledad no era completa: una amiga lo visitaba casi diariamente y se quedaba en el departamento todos los fines de semana. Los dos se entendían bien, incluso puede decirse, si eso tiene importancia, que se querían, aunque fuera en un plano condicionado y determinado por sus cuerpos que a los dos, por lo menos, parecía bastarles. Para D siempre era motivo de un renovado placer poder mirar desde casi todos los ángulos del pequeño departamento, en las horas muertas que se extendían frente a ellos los domingos por la mañana, el cuerpo desnudo de su amiga extendido indolentemente sobre la cama, cambiando una postura atractiva por otra postura atractiva que siempre acentuaba aún más esa desnudez a la que hacía casi procaz la conciencia, por parte de ella, de que él la estaba admirando y gozando con la exposición de su cuerpo. Siempre que D recordaba a solas a su amiga la imaginaba así, extendida indolentemente sobre la cama, con las mantas que podían cubrirla invariablemente rechazadas aun cuando estaba dormitando, ofreciendo su cuerpo a la contemplación con un abandono total, como si el único motivo de su existencia fuese que D lo admirara y en realidad no le perteneciera a ella, sino a él y tal vez también a los mismos muebles del departamento y hasta a las inmóviles ramas de los árboles de la calle, que podían verse a través de las ventanas, y al sol que entraba por ellas, radiante e impreciso.

A veces la cara de ella permanecía oculta en la almohada y su pelo, castaño oscuro, ni largo ni corto, casi impersonal en su ausencia de relación con las facciones del rostro, remataba el prolongado trazo de la espalda que se iba estrechando hacia abajo hasta perderse en la amplia curva de las caderas y el firme dibujo de las nalgas. Más allá estaban sus largas piernas, separadas una de la otra en un ángulo arbitrario, pero estrechamente relacionadas. Entonces para D el cuerpo de ella tenía casi un carácter de objeto. Pero también cuando estaba de frente, dejando ver sus pechos pequeños con sus vivos pezones y la rica extensión plana del vientre, en el que apenas se sugería el ombligo, y la zona oscura del sexo entre las piernas abiertas, el cuerpo tenía algo remoto e impersonal en la buscada facilidad con que se olvidaba de sí mismo y se entregaba a la contemplación. Definitivamente, D conocía y amaba ese cuerpo y no podía dejar de experimentar la realidad de su presencia mientras iba de un lado a otro en el departamento realizando las pequeñas acciones cotidianas cuyo sentido se pierde en el carácter mecánico con que podemos cumplirlas. Y del mismo modo la sentía cuando se desvestía delante de él o cuando era ella la que, siempre desnuda, se movía de un lado a otro del departamento, volviéndose de pronto hacia D para hacer un comentario banal. Así, la presencia de su amiga, su soledad de dos, la profunda y tranquila sensualidad de su relación, en la que ella estaba siempre desnuda y era suya, formaba parte de su departamento como era una parte de su vida y cuando estaban entre más gente el conocimiento de esa relación volvía de pronto a D envolviéndolo con una fuerza perturbadora que le hacía buscar la piel de ella bajo su ropa y lo separaba de todo al tiempo que lo obligaba a sentir que el conocimiento que tenía de ella se proyectaba hacia los demás como una especie de necesidad de que participaran de su secreto atractivo. Entonces ella era para él como un puente por el que todos deberían transitar del mismo modo que la luz que entraba por las ventanas, cuando ella se extendía sobre la cama, se posaba sobre su cuerpo e igual que los muebles del departamento parecían mirarla junto con él.

Una de esas mañanas de domingo en que ella dormitaba sobre la cama, D escuchó a través de la puerta cerrada del departamento unos maullidos lastimosos, insistentes, que rodaban sobre sí mismos hasta convertirse en un solo, monótono sonido. D se dio cuenta, sorprendido, de que era la primera vez que el gato mostraba de esa manera su presencia. Su departamento quedaba exactamente arriba de aquél ante cuya puerta, un piso más abajo, el gato se echaba sobre la esterilla; pero los maullidos parecían salir de un sitio mucho más cercano, daban la sensación de que el gato estaba en el interior de su departamento. D abrió la puerta de entrada y lo encontró, pequeño y gris, casi a sus pies. El gato debía haber estado pegado por completo a la puerta, lanzando sus lamentos contra ella. Sin dejar de maullar, levantó la cabeza y se quedó mirando fijamente a D, entrecerrando los ojos hasta convertirlos en dos estrechas rayas amarillas y volviendo a abrirlos enseguida. Instintivamente, D, que un momento antes había pensado en salir del departamento para comprar los periódicos del día como todos los domingos, lo levantó con las dos manos, lo metió al departamento dejándolo otra vez en el piso, salió y cerró la puerta tras de sí. En el pasillo y la escalera siguió escuchando todavía sus maullidos, insistentes, rodando sobre sí mismos, como si reclamaran algo y no estuvieran dispuestos a cesar hasta conseguirlo, y cuando regresó, con los periódicos bajo el brazo, éstos no habían cambiado. D abrió la puerta y entró al departamento. El gato no estaba a la vista y sus maullidos se escuchaban como si no vinieran de un sitio específico sino que ocuparan todo el espacio del departamento. D avanzó por la sala comedor a la que se abría la puerta de entrada y a través de la otra puerta, en el extremo opuesto, que comunicaba con la habitación, pudo ver el cuerpo de su amiga en la misma posición en que él la había dejado, dormitando con la cara escondida en la almohada. Las mantas arrinconadas al pie de la cama hacían más absoluta aun su desnudez. D entró a la habitación, envuelto en el lastimero sonido de los maullidos y vio al pequeño gato gris mirando fijamente el cuerpo desnudo, de pie sobre sus cuatro patas, en el centro de la otra puerta de la habitación, como si no se decidiera a entrar a ella. La distribución del departamento permitía que el acceso a la alcoba desde la entrada pudiera hacerse a través de cualquiera de sus dos puertas, avanzando directamente por la sala o dando un rodeo por la cocina y el pequeño desayunador que se comunicaba directamente con ella y con la alcoba. D se sorprendió preguntándose si el gato había dado ese rodeo o había pasado directamente a la habitación y ahora sólo fingiera que no se decidía a entrar a ella. En tanto, en la cama, bajo su mirada y la del gato, su amiga cambió de posición estirando una de sus largas piernas para pegarla a la otra y rodeando con un brazo la almohada sin levantar la cabeza de ella ni permitir que el pelo castaño se hiciera a un lado para dejar ver el rostro. D se dirigió hacia el gato, lo levantó sin que éste dejara de maullar, lo dejó otra vez en el pasillo y cerró la puerta. Después se sentó en la cama, acarició lentamente la espalda de su amiga reconociendo su piel contra la palma de su mano como si ella sola pudiera llevarlo al fondo del cuerpo que se extendía ante él, y se inclinó para besarla. Ella se volvió con los ojos cerrados todavía, le echó los brazos al cuello levantando el cuerpo para pegarlo al de D y con la boca en su oreja le susurró que se desvistiera y se mantuvo pegada a su cuerpo mientras el obedecía. Después, cuando los dos yacían uno al lado del otro, con las piernas entrelazadas todavía y envueltos en el olor mezclado de sus cuerpos, ella le preguntó, como si de pronto recordara algo que venía de mucho más atrás, si en algún momento había metido a la casa al gato que había estado maullando afuera.

—Sí. Cuando salí a comprar el periódico —contestó D, y se dio cuenta de que los maullidos habían cesado ya.

—¿Y dónde está, qué hiciste con él? —dijo ella.

—Nada. Volví a sacarlo. Ya no tenía objeto que estuviese aquí. Yo quería que te sorprendiera mientras yo no estaba —dijo D y luego agregó—. ¿Por qué?

—No sé —explico ella—. De pronto me pareció que estaba adentro y me extrañó y me gustó al mismo tiempo, pero no pude decidirme a despertar...

La amiga siguió en la cama hasta bien entrada la mañana, mientras D, sentado en el piso, a su lado, leía los periódicos que había dejado sobre la mesa al entrar. Luego salieron a comer juntos. El gato no había vuelto a maullar ni tampoco estaba en el pasillo, ni en las escaleras, ni en el hall y los dos olvidaron el incidente.

Durante la siguiente semana, aunque no volvió a escucharlo maullar, D se encontró en varias ocasiones al gato, gris y pequeño, mirándolo un instante, inmutable sobre su esterilla frente a la puerta del departamento de abajo, enroscado entre los barrotes de hierro de la escalera, subiendo o bajando de él sin volverse a mirarlo, como si le huyera, o caminando muy despacio, pegado por completo a la pared del hall, y cuando cerraba la pesada puerta de vidrio que daba a la calle, dejándolo tras de sí, le parecía que el gato se afirmaba cada vez más como dueño del edificio y esperaba receloso que D regresara igual que los porteros, fingiendo indiferencia sobre su esterilla o enroscado entre los barrotes de la escalera, con su figura frágil y delicada de gato niño que nunca va a crecer y sin embargo no necesita a nadie. A pesar de que a veces su silenciosa presencia resultaba inquietante, su aspecto tenía siempre algo tierno y conmovedor que incitaba a protegerlo, haciendo sentir que su orgullosa independencia no ocultaba su debilidad. En una de esas ocasiones, D lo encontró cuando subía a su departamento con su amiga y ella, reparando en la pequeña figura gris, le preguntó de quién sería, pero no se extrañó cuando D no supo contestarle y aceptó con absoluta naturalidad la suposición de que tal vez no era de nadie, sino que simplemente había entrado un día al edificio y se había quedado en él. Esa noche estuvieron en el departamento hasta muy tarde y como otras muchas veces la amiga, que siempre decía que le gustaba que D se quedase en el departamento después de estar con ella, no quiso que él se levantara para acompañarla a su casa. Al verse de nuevo, ella comentó que al salir había encontrado al gato en la escalera y que la había seguido hasta el hall, deteniéndose sólo un poco antes de que ella saliera, como si quisiera y al mismo tiempo temiera irse a la calle, por lo que ella tuvo que cerrar la puerta con mucho cuidado.

—Sentí ganas de cargarlo y llevármelo, pero me acordé que tú dijiste que él había elegido el edificio —terminó la amiga, sonriendo.

D se burló de su amor por los animales y volvió a olvidar a la pequeña figura gris; pero el domingo siguiente, al regresar de comprar los periódicos encontró al gato, al que no había visto al salir, enroscado entre los barrotes de la escalera. Pasó a su lado sin que se moviera como de costumbre para subir delante suyo y D, sorprendido, se volvió, lo levantó y entró con él al departamento. Su amiga esperaba en la cama como siempre y D, que la había dejado despierta, trató de no hacer ruido al cerrar la puerta para sorprenderla. Llevaba al gato en los brazos todavía y él se había acurrucado cómodamente en su regazo entrecerrando los ojos. D podía sentir su pequeño cuerpo cálido y frágil latiendo junto al suyo. Al entrar a la habitación vio que su amiga había vuelto a dormirse extendida por completo sobre la cama, con las piernas juntas y un brazo sobre los ojos para protegerse de la luz que entraba libremente por las ventanas. En su cuerpo no había ningún signo de espera. Estaba allí simplemente, sobre la cama, bella y abierta, como una esbelta e indiferente figura que no guardase ningún secreto para sí y sin embargo tampoco ignorara en ningún momento el juego silencioso de sus miembros y el peso del cuerpo, que formaban su propia realidad, y fuese capaz de hacer que la desearan y de desearse a sí misma con un doble movimiento que desconoce su punto de partida. D se acercó a ella con el recogido cuerpo gris inmóvil en su regazo y después de mirarla un momento con la misma extraña emoción con que algunas veces la veía vestida entre la gente, dejó con mucho cuidado al gato sobre su cuerpo, muy cerca de los pechos, donde la pequeña figura gris se veía como un objeto apenas viviente, frágil y atemorizado, incapaz de ponerse en movimiento. Al sentir el peso del animal, su amiga retiró el brazo de su cara y abrió los ojos con un gesto de reconocimiento, como si se imaginara que la que la había tocado era la mano de D. Sólo al verlo de pie frente a la cama bajó la vista y reconoció al gato. Éste estaba inmóvil sobre su cuerpo, pero al verlo ella hizo un movimiento, sorprendida, y la pequeña figura gris rodó a su lado, sobre la cama, donde se quedó quieta de nuevo, incapaz de moverse. D se rió de la sorpresa de ella y la amiga se rió con él.

—¿Dónde lo encontraste? —preguntó después, alzando la cabeza sin mover el cuerpo para ver al pequeño gato inmóvil a su lado todavía.

—En la escalera —dijo D.

—¡Pobrecito! —dijo ella.

Tomó al gato y volvió a ponerlo sobre su cuerpo desnudo, cerca de sus pechos, en el mismo lugar en el que D lo había dejado antes. Él se sentó en la cama y los dos se quedaron viendo al gato sobre el cuerpo de ella. Al cabo de un momento, la tímida figura gris sacó las patas de debajo de su cuerpo, estirándolas primero sobre la piel de ella e iniciando luego un inseguro intento de avanzar por el cuerpo para quedarse enseguida inmóvil otra vez, como si no quisiera arriesgarse a salir de él. Los ojos amarillos se convirtieron en dos estrechas rayas y después se cerraron por completo, D y su amiga volvieron a reírse divertidos, como si la actitud del gato resultara inesperada y sorprendente. Luego ella empezó a acariciarle el lomo con un movimiento suave y repetido y finalmente tomó el pequeño cuerpo gris con las dos manos y lo levantó manteniéndolo frente a su cara repitiendo una y otra vez “pobrecito, pobrecito, pobrecito”, mientras lo movía ligeramente de un lado a otro. El gato abrió un momento los ojos y volvió a cerrarlos enseguida. Con las patas colgando hacia abajo, libres de las manos que lo sostenían tomándolo por el cuerpo, parecía mucho más grande y había perdido algo de su fragilidad. Sus patas traseras empezaron a estirarse, como si quisieran apoyarse en el cuerpo de la amiga de D y ella dejó de moverlo y lo bajó lentamente, dejándolo con cuidado sobre sus pechos, donde una de las patas estiradas tocaba directamente el pezón. A su lado, D vio como el pezón se ponía duro y saliente, como cuando él la tocaba al hacer el amor. Estiró el brazo para tocarla también y junto con el pecho de ella su mano encontró el cuerpo del gato. Su amiga lo miró un instante, pero los ojos de uno y otro se apartaron enseguida. Después ella hizo a un lado al animal y se levantó de un brinco de la cama.

El resto de la mañana leyeron los periódicos y oyeron discos cambiando los comentarios casuales de siempre, pero entre los dos había una corriente secreta, perceptible sólo de vez en cuando y acallada sin necesidad de ningún acuerdo, distinta a la de todos los domingos anteriores. El gato se había quedado en la cama y cuando ella se extendía indolentemente sobre las sábanas, sin cubrirse, como lo hacía todos los domingos para que el sol tocara su cuerpo junto con el aire que entraba por la ventana abierta y la mirada de D pareciera sumarse a la de los muebles, acariciaba la pequeña figura de vez en cuando o la ponía sobre su cuerpo para ver cómo el gato, que al fin parecía haber recuperado la capacidad de moverse por su cuenta, avanzaba sobre ella, posando sus pies delicados sobre su vientre o sus pechos, o atravesaba de un lado a otro por encima de sus largas piernas, estiradas sobre la cama. Cuando D y su amiga entraron al baño, el gato se quedó todavía en la cama, adormecido entre las mantas revueltas que ella había echado hacia atrás con el pie; pero al salir lo encontraron parado en la sala, como si extrañase su presencia y estuviera buscándolos.

—¿Qué vamos a hacer con él? —dijo la amiga, envuelta todavía en la toalla, haciendo a un lado su pelo castaño para mirar al gato con una mezcla de cariño y duda, como si hasta entonces advirtieran que a partir de la inocente broma inicial había estado todo el tiempo con ellos.

—Nada —dijo D con el mismo tono casual—. Dejarlo otra vez en el pasillo.

Y aunque el gato los siguió cuando entraron de nuevo a la habitación para vestirse, al salir D lo tomó en brazos y lo dejó descuidadamente en las escaleras, donde se quedó, inmóvil, pequeño y gris, mirándolos bajar.

Sin embargo, desde ese día, siempre que lo encontraban, silencioso, pequeño y gris, en la penumbra amarillenta manchada con huecos de sombra del pasillo, el hall o la escalera, la amiga lo tomaba en sus brazos y entraban al departamento con él. Ella lo dejaba en el piso mientras se desvestía y luego el gato se quedaba en el cuarto o recorría indiferente la sala, el desayunador o la cocina, para, después, subirse a la cama y acostarse sobre el cuerpo de ella, como si desde el primer día se hubiera acostumbrado a estar allí. D y su amiga lo miraban riéndose celebrando su manera de acomodarse en el cuerpo. De vez en cuando, ella lo acariciaba y él entrecerraba los ojos hasta convertirlos en una delgada línea amarilla, pero la mayor parte del tiempo lo dejaba estar allí simplemente, escondiendo la cabeza entre sus pechos o estirando lentamente las patas sobre su vientre, como si no advirtiera su presencia, hasta que al volverse para abrazar a D el gato se interponía entre los dos y ella lo apartaba con la mano, poniéndolo a un lado en la cama. Cuando D esperaba a su amiga en el departamento, ella entraba siempre con el gato en los brazos y una noche que anunció que no lo había encontrado en ninguno de los sitios habituales, la pequeña figura gris apareció de pronto en la alcoba entrando por la puerta del clóset. Sin embargo, un día que ella quiso darle de comer, el gato se negó a probar bocado, a pesar de que ella intentó incluso tomarlo en sus brazos y acercar el plato a su boca. Desde la cama, D sintió una oscura necesidad de tocarla al verla sosteniendo la alargada figura del gato pegada contra su cuerpo y la llamó a su lado. Ahora, los domingos, la pequeña figura gris se había hecho indispensable junto al cuerpo de ella y la mirada de D registraba vigilante el lugar en que se encontraba buscando al mismo tiempo las reacciones de ella ante su presencia. Por su parte, ella había aceptado también al gato como algo que les pertenecía a los dos sin ser de ninguno y comparaba las reacciones de su cuerpo ante él con las que le producía el contacto con las manos de D. Ya nunca lo acariciaba, sino que esperaba sus caricias y cuando se quedaba dormitando, desnuda y con él a su lado, al abrir los ojos después del sueño sentía también, como algo físico, cubriéndola por completo, la mirada fija de los entrecerrados ojos amarillos sobre su cuerpo y entonces necesitaba sentir a D junto a ella de nuevo.
Poco después, D tuvo que quedarse en cama unos días atacado por una fiebre inesperada, y ella decidió arreglar sus asuntos para poder quedarse en el departamento cuidándolo. Atontado por la fiebre, sumergido en una especie de duermevela constante en la que la oscura conciencia de su cuerpo adolorido era molesta y agradable al mismo tiempo, D registraba de una manera casi instintiva los movimientos de su amiga en el departamento. Escuchaba sus pasos al entrar y salir de la habitación y creía verla inclinándose sobre él para comprobar si estaba dormido, la oía abrir y cerrar una y otra puerta sin poder situar el lugar en que se encontraba, percibía el sonido del agua corriendo en la cocina o el baño y todos esos rumores formaban un velo denso y continuo sobre el que el día y la noche se proyectaban sin principio ni fin, como una sola masa de tiempo dentro de la que lo único real era la presencia de ella, cerca y lejos simultáneamente, y a través de ese velo le parecía advertir hasta qué extremo estaban unidos y separados, como cada una de sus acciones la mostraban frente a él, aparte y secreta, y por esto mismo más suya en esa separación desde la que ella no sabía nada de él, como si cada uno de sus actos se situara en el extremo de una cuerda tensa y vibrante que él sostenía del otro lado y en cuyo centro no había más que un vacío imposible de llenar. Pero cuando D abría al fin por completo los ojos entre dos incontables espacios de sueño, podía ver también al gato siguiendo a su amiga en cada uno de sus movimientos, sin acercarse mucho a ella, siempre unos cuantos pasos atrás, como si tratara de pasar inadvertido, pero, al mismo tiempo, no pudiese dejarla sola. Y entonces era el gato, la presencia del gato, la que llenaba ese vacío que parecía abrirse inevitable entre los dos. De algún modo, él los unía definitivamente. D volvía a quedarse dormido con una vaga, remota sensación de espera, que quizás no era parte más que de la misma fiebre, pero en cuyo espacio reaparecían una y otra vez, distantes e inalcanzables en unas ocasiones, inmediatas y perfectamente dibujadas en otras, invariables imágenes del cuerpo de su amiga. Luego, ese mismo cuerpo, concreto y tangible, se deslizaba a su lado en la cama y D lo recibía, sintiéndose en él, perdiéndose en él, más allá de la fiebre, al tiempo que advertía, a través de esas mismas sensaciones, cómo estaba siempre enfrente, inalcanzable aun en la más estrecha cercanía y por eso más deseable, y cómo ella buscaba de la misma manera el cuerpo de él, hasta que volvía a dejarlo solo en la cama y reiniciaba sus oscuros movimientos por el departamento, prolongando la unión por medio de la quebrada percepción de ellos que la fiebre le daba a D.
Durante esos largos instantes de acercamiento concreto, el gato desaparecía de la conciencia de D. Sin embargo, en una ocasión se dio cuenta de que él estaba también con ellos en la cama. Sus manos habían tropezado con la pequeña figura gris al recorrer el cuerpo de su amiga y ella había hecho de inmediato un movimiento encaminado a hacer más total el encuentro, pero éste no llegó a realizarse por completo y D olvidó que una presencia extraña se encontraba junto a ella. Había sido sólo un breve rayo de luz en medio de la laguna oscura de la fiebre. Unos cuantos días después ésta cedió tan inesperadamente como había empezado. D volvió a salir a la calle y estuvo otra vez con su amiga en medio de la gente. Nada parecía haber cambiado en ella. Su cuerpo vestido encerraba el mismo secreto que de pronto D deseaba develar ante todos; pero al acercarse el momento en que normalmente deberían irse al departamento ella empezó, a pesar suyo, sin que ni siquiera pareciera advertirlo conscientemente, a mostrar una clara inquietud y trató de retrasar la llegada, como si en el departamento le esperara una comprobación que no deseaba enfrentar. Cuando al fin, después de varias demoras inexplicables para D entraron al edificio, el gato no estaba en el hall, ni en el pasillo, ni en las escaleras y mientras avanzaban por ellos D pudo advertir que su amiga lo buscaba ansiosamente con la vista. Luego, en el departamento, D descubrió en el cuerpo de ella un largo y rojizo rasguño en la espalda. Estaban en la cama y al señalarle D el rasguño ella trató de mirarlo, anhelante, estirándose como si quisiera sentirlo fuera de su propio cuerpo. Después le pidió a D que pasara una y otra vez la punta de los dedos por el rasguño y en tanto ella se quedó inmóvil, tensa y a la expectativa, hasta que algo pareció romperse en su interior y con el aliento entrecortado le pidió a D que la tomara.

El gato no apareció tampoco los días siguientes y ni D ni su amiga hablaron más de él. En realidad, los dos creían haberlo olvidado. Como antes de que apareciera entre ellos la frágil y pequeña figura gris, su relación era más que suficiente para los dos. La mañana del domingo, como siempre, ella se quedó largamente extendida sobre la cama, abierta y desnuda, mostrando su cuerpo indolente mientras D se distraía en las mínimas acciones cotidianas; pero ahora ella era incapaz de dormitar. Oculta tras su indolencia y ajena por completo a su voluntad, apareció cada vez más firme una clara actitud de espera, que ella trataba de ignorar, pero que la obligaba a cambiar una y otra vez de posición sin encontrar reposo. Finalmente, al regresar de la calle con los periódicos, D la encontró esperándolo con el cuerpo separado de la cama, apoyándose en ella con el codo. Su mirada se dirigió sin ningún ocultamiento a las manos de D, buscando sin reparar en los periódicos y al no encontrar la esperada figura gris se dejó caer hacia atrás en la cama, dejando colgar la cabeza casi fuera de ella y cerrando los ojos. D se acercó y empezó a acariciarla.

—Lo necesito. ¿Dónde esta?, tenemos que encontrarlo —susurró ella sin abrir los ojos, aceptando las caricias de D y reaccionando ante ellas con mayor intensidad que nunca, como si estuvieran unidas a su necesidad y pudieran provocar la aparición del gato.

Entonces, los dos escucharon los largos maullidos lastimeros junto a la puerta con una súbita y arrebatada felicidad.

—Quién sabe —dijo D imperceptiblemente, casi para sí, como si todas las palabras fueran inútiles mientras se ponía de pie para abrir—, quizás no es más que una parte de nosotros mismos.
Pero ella no era capaz de escucharlo, su cuerpo sólo esperaba la pequeña presencia gris, tenso y abierto. 
 
 

lunes, 4 de abril de 2016

"La oveja negra" de Augusto Monterroso

"La oveja negra" de Augusto Monterroso

Un cuento corto que nos hace pensar en la historia de nuestro país.

La oveja negra

En un lejano país existió hace muchos años una Oveja negra. Fue fusilada.

Un siglo después, el rebaño arrepentido le levantó una estatua ecuestre que quedó muy bien en el parque.

Así, en lo sucesivo, cada vez que aparecían ovejas negras eran rápidamente pasadas por las armas para que las futuras generaciones de ovejas comunes y corrientes pudieran ejercitarse también en la escultura.


"El demonio de la perversidad" de Edgar Allan Poe

"El demonio de la perversidad" de Edgar Allan Poe

El siguiente cuento no empieza como los cuentos típicos de Poe, su inicio es un tanto diferente ya que es un diálogo o un discurso, a lo que Poe desarrolla el concepto de la perversidad. Se pueden confundir con un ensayo, pero la ficción ocurre al final del texto cuando el narrador relata lo que aconteció. Existe una intertextualidad junto con otros cuentos del mismo autor como son el caso de : "El tonel de amontillado", "Corazón delator" , "El gato negro" o " El entierro prematuro" . Espero disfrutem del discurso y como podría confundirse con la locura del personaje.

El demonio de la perversidad

En la consideración de las facultades e impulsos de los prima mobilia del alma humana los frenólogos han olvidado una tendencia que, aunque evidentemente existe como un sentimiento radical, primitivo, irreductible, los moralistas que los precedieron también habían pasado por alto. Con la perfecta arrogancia de la razón, todos la hemos pasado por alto. Hemos permitido que su existencia escapara a nuestro conocimiento tan sólo por falta de creencia, de fe, sea fe en la Revelación o fe en la Cábala. Nunca se nos ha ocurrido pensar en ella, simplemente por su gratuidad. No creímos que esa tendencia tuviera necesidad de un impulso. No podíamos percibir su necesidad. No podíamos entender, es decir, aunque la noción de este primum mobile se hubiese introducido por sí misma, no podíamos entender de qué modo era capaz de actuar para mover las cosas humanas, ya temporales, ya eternas. No es posible negar que la frenología, y en gran medida toda la metafísica, han sido elaboradas a priori. El metafísico y el lógico, más que el hombre que piensa o el que observa, se ponen a imaginar designios de Dios, a dictarle propósitos. Habiendo sondeado de esta manera, a gusto, las intenciones de Jehová, construyen sobre estas intenciones sus innumerables sistemas mentales. En materia de frenología, por ejemplo, hemos determinado, primero (por lo demás era bastante natural hacerlo), que entre los designios de la Divinidad se contaba el de que el hombre comiera. Asignamos, pues, a éste un órgano de la alimentividad para alimentarse, y este órgano es el acicate con el cual la Deidad fuerza al hombre, quieras que no, a comer. En segundo lugar, habiendo decidido que la voluntad de Dios quiere que el hombre propague la especie, descubrimos inmediatamente un órgano de la amatividad. Y lo mismo hicimos con la combatividad, la idealidad, la casualidad, la constructividad, en una palabra, con todos los órganos que representaran una tendencia, un sentimiento moral o una facultad del puro intelecto. Y en este ordenamiento de los principios de la acción humana, los spurzheimistas, con razón o sin ella, en parte o en su totalidad, no han hecho sino seguir en principio los pasos de sus predecesores, deduciendo y estableciendo cada cosa a partir del destino preconcebido del hombre y tomando como fundamento los propósitos de su Creador.

Hubiera sido más prudente, hubiera sido más seguro fundar nuestra clasificación (puesto que debemos hacerla) en lo que el hombre habitual u ocasionalmente hace, y en lo que siempre hace ocasionalmente, en cambio de fundarla en la hipótesis de lo que Dios pretende obligarle a hacer. Si no podemos comprender a Dios en sus obras visibles, ¿cómo lo comprenderíamos en los inconcebibles pensamientos que dan vida a sus obras? Si no podemos entenderlo en sus criaturas objetivas, ¿cómo hemos de comprenderlo en sus tendencias esenciales y en las fases de la creación?

La inducción a posteriori hubiera llevado a la frenología a admitir, como principio innato y primitivo de la acción humana, algo paradójico que podemos llamar perversidad a falta de un término más característico. En el sentido que le doy es, en realidad, un móvil sin motivo, un motivo no motivado. Bajo sus incitaciones actuamos sin objeto comprensible, o, si esto se considera una contradicción en los términos, podemos llegar a modificar la proposición y decir que bajo sus incitaciones actuamos por la razón de que no deberíamos actuar. En teoría ninguna razón puede ser más irrazonable; pero, de hecho, no hay ninguna más fuerte. Para ciertos espíritus, en ciertas condiciones llega a ser absolutamente irresistible. Tan seguro como que respiro sé que en la seguridad de la equivocación o el error de una acción cualquiera reside con frecuencia la fuerza irresistible, la única que nos impele a su prosecución. Esta invencible tendencia a hacer el mal por el mal mismo no admitirá análisis o resolución en ulteriores elementos. Es un impulso radical, primitivo, elemental. Se dirá, lo sé, que cuando persistimos en nuestros actos porque sabemos que no deberíamos hacerlo, nuestra conducta no es sino una modificación de la que comúnmente provoca la combatividad de la frenología. Pero una mirada mostrará la falacia de esta idea. La combatividad, a la cual se refiere la frenología, tiene por esencia la necesidad de autodefensa. Es nuestra salvaguardia contra todo daño. Su principio concierne a nuestro bienestar, y así el deseo de estar bien es excitado al mismo tiempo que su desarrollo. Se sigue que el deseo de estar bien debe ser excitado al mismo tiempo por algún principio que será una simple modificación de la combatividad, pero en el caso de esto que llamamos perversidad el deseo de estar bien no sólo no se manifiesta, sino que existe un sentimiento fuertemente antagónico.

Si se apela al propio corazón, se hallará, después de todo, la mejor réplica a la sofistería que acaba de señalarse. Nadie que consulte con sinceridad su alma y la someta a todas las preguntas estará dispuesto a negar que esa tendencia es absolutamente radical. No es más incomprensible que característica. No hay hombre viviente a quien en algún período no lo haya atormentado, por ejemplo, un vehemente deseo de torturar a su interlocutor con circunloquios. El que habla advierte el desagrado que causa; tiene toda la intención de agradar; por lo demás, es breve, preciso y claro; el lenguaje más lacónico y más luminoso lucha por brotar de su boca; sólo con dificultad refrena su curso; teme y lamenta la cólera de aquel a quien se dirige; sin embargo, se le ocurre la idea de que puede engendrar esa cólera con ciertos incisos y ciertos paréntesis. Este solo pensamiento es suficiente. El impulso crece hasta el deseo, el deseo hasta el anhelo, el anhelo hasta un ansia incontrolable y el ansia (con gran pesar y mortificación del que habla y desafiando todas las consecuencias) es consentida.

Tenemos ante nosotros una tarea que debe ser cumplida velozmente. Sabemos que la demora será ruinosa. La crisis más importante de nuestra vida exige, a grandes voces, energía y acción inmediatas. Ardemos, nos consumimos de ansiedad por comenzar la tarea, y en la anticipación de su magnífico resultado nuestra alma se enardece. Debe, tiene que ser emprendida hoy y, sin embargo, la dejamos para mañana; y ¿por qué? No hay respuesta, salvo que sentimos esa actitud perversa, usando la palabra sin comprensión del principio. El día siguiente llega, y con él una ansiedad más impaciente por cumplir con nuestro deber, pero con este verdadero aumento de ansiedad llega también un indecible anhelo de postergación realmente espantosa por lo insondable. Este anhelo cobra fuerzas a medida que pasa el tiempo. La última hora para la acción está al alcance de nuestra mano. Nos estremece la violencia del conflicto interior, de lo definido con lo indefinido, de la sustancia con la sombra. Pero si la contienda ha llegado tan lejos, la sombra es la que vence, luchamos en vano. Suena la hora y doblan a muerto por nuestra felicidad. Al mismo tiempo es el canto del gallo para el fantasma que nos había atemorizado. Vuela, desaparece, somos libres. La antigua energía retorna. Trabajaremos ahora. ¡Ay, es demasiado tarde!

Estamos al borde de un precipicio. Miramos el abismo, sentimos malestar y vértigo. Nuestro primer impulso es retroceder ante el peligro. Inexplicablemente, nos quedamos. En lenta graduación, nuestro malestar y nuestro vértigo se confunden en una nube de sentimientos inefables. Por grados aún más imperceptibles esta nube cobra forma, como el vapor de la botella de donde surgió el genio en Las mil y una noches. Pero en esa nube nuestra al borde del precipicio, adquiere consistencia una forma mucho más terrible que cualquier genio o demonio de leyenda, y, sin embargo, es sólo un pensamiento, aunque temible, de esos que hielan hasta la médula de los huesos con la feroz delicia de su horror. Es simplemente la idea de lo que serían nuestras sensaciones durante la veloz caída desde semejante altura. Y esta caída, esta fulminante aniquilación, por la simple razón de que implica la más espantosa y la más abominable entre las más espantosas y abominables imágenes de la muerte y el sufrimiento que jamás se hayan presentado a nuestra imaginación, por esta simple razón la deseamos con más fuerza. Y porque nuestra razón nos aparta violentamente del abismo, por eso nos acercamos a él con más ímpetu. No hay en la naturaleza pasión de una impaciencia tan demoniaca como la del que, estremecido al borde de un precipicio, piensa arrojarse en él. Aceptar por un instante cualquier atisbo de pensamiento significa la perdición inevitable, pues la reflexión no hace sino apremiarnos para que no lo hagamos, y justamente por eso, digo, no podemos hacerlo. Si no hay allí un brazo amigo que nos detenga, o si fallamos en el súbito esfuerzo de echarnos atrás, nos arrojamos, nos destruimos.

Examinemos estas acciones y otras similares: encontraremos que resultan sólo del espíritu de perversidad. Las perpetramos simplemente porque sentimos que no deberíamos hacerlo. Más acá o más allá de esto no hay principio inteligible, y podríamos en verdad considerar su perversidad como una instigación directa del demonio si no supiéramos que a veces actúa en fomento del bien.

He hablado tanto que en cierta medida puedo responder a vuestra pregunta, puedo explicaros por qué estoy aquí, puedo mostraros algo que tendrá por lo menos una débil apariencia de justificación de estos grillos y esta celda de condenado que ocupo. Si no hubiera sido tan prolijo, o no me hubierais comprendido, o, como la chusma, me hubierais considerado loco. Ahora advertiréis fácilmente que soy una de las innumerables víctimas del demonio de la perversidad.

Es imposible que acción alguna haya sido preparada con más perfecta deliberación. Semanas, meses enteros medité en los medios del asesinato. Rechacé mil planes porque su realización implicaba una chance de ser descubierto. Por fin, leyendo algunas memorias francesas, encontré el relato de una enfermedad casi fatal sobrevenida a madame Pilau por obra de una vela accidentalmente envenenada. La idea impresionó de inmediato mi imaginación. Sabía que mi víctima tenía la costumbre de leer en la cama. Sabía también que su habitación era pequeña y mal ventilada. Pero no necesito fatigaros con detalles impertinentes. No necesito describir los fáciles artificios mediante los cuales sustituí, en el candelero de su dormitorio, la vela que allí encontré por otra de mi fabricación. A la mañana siguiente lo hallaron muerto en su lecho, y el veredicto del coroner fue: «Muerto por la voluntad de Dios.»

Heredé su fortuna y todo anduvo bien durante varios años. Ni una sola vez cruzó por mi cerebro la idea de ser descubierto. Yo mismo hice desaparecer los restos de la bujía fatal. No dejé huella de una pista por la cual fuera posible acusarme o siquiera hacerme sospechoso del crimen. Es inconcebible el magnífico sentimiento de satisfacción que nacía en mi pecho cuando reflexionaba en mi absoluta seguridad. Durante un período muy largo me acostumbré a deleitarme en este sentimiento. Me proporcionaba un placer más real que las ventajas simplemente materiales derivadas de mi crimen. Pero le sucedió, por fin, una época en que el sentimiento agradable llegó, en gradación casi imperceptible, a convertirse en una idea obsesiva, torturante. Torturante por lo obsesiva. Apenas podía librarme de ella por momentos. Es harto común que nos fastidie el oído, o más bien la memoria, el machacón estribillo de una canción vulgar o algunos compases triviales de una ópera. El martirio no sería menor si la canción en sí misma fuera buena o el aria de ópera meritoria. Así es como, al fin, me descubría permanentemente pensando en mi seguridad y repitiendo en voz baja la frase: «Estoy a salvo».

Un día, mientras vagabundeaba por las calles, me sorprendí en el momento de murmurar, casi en voz alta, las palabras acostumbradas. En un acceso de petulancia les di esta nueva forma: «Estoy a salvo, estoy a salvo si no soy lo bastante tonto para confesar abiertamente.»

No bien pronuncié estas palabras, sentí que un frío de hielo penetraba hasta mi corazón. Tenía ya alguna experiencia de estos accesos de perversidad (cuya naturaleza he explicado no sin cierto esfuerzo) y recordaba que en ningún caso había resistido con éxito sus embates. Y ahora, la casual insinuación de que podía ser lo bastante tonto para confesar el asesinato del cual era culpable se enfrentaba conmigo como la verdadera sombra de mi asesinado y me llamaba a la muerte.

Al principio hice un esfuerzo para sacudir esta pesadilla de mi alma. Caminé vigorosamente, más rápido, cada vez más rápido, para terminar corriendo. Sentía un deseo enloquecedor de gritar con todas mis fuerzas. Cada ola sucesiva de mi pensamiento me abrumaba de terror, pues, ay, yo sabía bien, demasiado bien, que pensar, en mi situación, era estar perdido. Aceleré aún más el paso. Salté como un loco por las calles atestadas. Al fin, el populacho se alarmó y me persiguió. Sentí entonces la consumación de mi destino. Si hubiera podido arrancarme la lengua, lo habría hecho, pero una voz ruda resonó en mis oídos, una mano más ruda me aferró por el hombro. Me volví, abrí la boca para respirar. Por un momento experimenté todas las angustias del ahogo: estaba ciego, sordo, aturdido; y entonces algún demonio invisible -pensé- me golpeó con su ancha palma en la espalda. El secreto, largo tiempo prisionero, irrumpió de mi alma.

Dicen que hablé con una articulación clara, pero con marcado énfasis y apasionada prisa, como si temiera una interrupción antes de concluir las breves pero densas frases que me entregaban al verdugo y al infierno.

Después de relatar todo lo necesario para la plena acusación judicial, caí por tierra desmayado.

Pero, ¿para qué diré más? ¡Hoy tengo estas cadenas y estoy aquí! ¡Mañana estaré libre! Pero, ¿dónde?


jueves, 31 de marzo de 2016

Del bestiario mexicano de Alfonso Reyes

Relatos de Alfonso Reyes

Las siguientes fábulas al estilo mexicano nos deja no solo una enseñanza sino una carcajada en cada relato.


DEL BESTIARIO MEXICANO

En el norte de México acostumbran poner a los gallos en lo alto de un templete, para que no se los coman los coyotes. Desde su mirador, el gallo va y viene, y mira de reojo al coyote que se va acercando con un airecillo bondadoso:
—Buenos días, hermano gallo.
—Buenos días, hermano coyote.
—¿Qué haces ahí trepado?
—Ya ves, tomando el sol.
—¿Por qué no bajas un rato a “platicar” conmigo?
—No me atrevo, ¡no vaya a pasarme “alguna cosa”!
—¿Qué puede sucederte? Si desconfías de mí, acuérdate de que ya el León, el Rey de la Selva, acaba de dictar una ley ordenando que ningún animal le haga daño a otro. ¡Anda, baja, no tengas miedo!
—No me atrevo.
—¡Pero si la nueva ley te ampara!
—No creas, hermano: hay cabrones que ni la ley respetan. 



-¿Adónde con tanta prisa, hermano chango? ¿Por qué corres así?
-Voy a esconderme, hermano tejón.
-¿Por qué?
-El Rey de la Selva acaba de ordenar que maten a todos los elefantes.
-Sí, ¡pero tú eres mono y no elefante!
-Cierto, pero mientras lo averiguan, me chingan
(Y siguió corriendo)


El chivo padre va a beber y, al verse reflejado en el charco: 
-¡Que presencia de animal!- exclama - ¡Que barbas venerables!¡Que cornamenta más ornamental! ¡Que continente tan respetable y grave! ¡Y todavía pretenden que el León es el Rey de los Animales!...
Un gruñido a su espalda y una voz que dice:
-¿Qué estás ahí murmurando, hermano chivito?
Disimulando su pavor, el chivo replica:
-No hagas caso, hermano leoncito : ya sabes que los cabrones somos muy habladores.  


RATONES

Tenía unas bodegas llenas de ratones. Se hizo traer una gata que extinguió la plaga . Un día la gata se comió un merengue , y se desencantó y volvió a ser princesa. La princesa era muy agradable. Pero la casa se llenó de ratones. 


LA ELEFANTA

Los elefantes de un circo que llegaban a la ciudad de México se escaparon en la estación y, espantados con los pitos de las locomotoras , se echaron a correr por las calles, enfurecidos , haciendo destrozos. Un pobre señor que salía con su mujer y su niña de alguna comida con amigos y traía su par de copas. Al pasar junto a él , a la elefanta le tiraron de la cola. El animal se volvió , lo levantó con la trompa, lo aplastó en el suelo y lo pisoteó. Me parece todavía más horrible el dolor de la viuda y la hija, porque no pueden ni contar de que murió el pobre hombre. Si dicen:" lo mató una elefanta" , todo el mundo se echa a reír. 

 

domingo, 27 de marzo de 2016

"Una visita a mi abuelo" de Dylan Thomas

"Una visita a mi abuelo" de Dylan Thomas

El cuento es sin lugar a dudas una maestría del mundo onírico y como éste se puede mezclar con la realidad sin darnos cuenta de ello; he aquí la magia de la literatura.  No les explico en absoluto de lo que trata sólo espero lo disfruten como yo lo hice desde las primeras lineas del relato.

Una visita a mi abuelo

En medio de la noche me desperté de un sueño colmado de látigos y de lazos largos como serpientes, con diligencias que huían por pasos montañosos y amplios galones borrascosos a través de campos sembrados de cactos, y oí que el viejo, en la habitación vecina, gritaba:
—¡Ea!… ¡Ea!… —haciendo trotar la lengua sobre el paladar.
Era la primera vez que me quedaba en casa de mi abuelo. Las tablas del suelo habían chillado como ratones cuando trepé a la cama, y los ratones que minaban las paredes habían crujido como maderas, como si otro visitante caminara sobre ellos. Era una templada noche de verano, pero las cortinas aleteaban y las ramas golpeaban contra la ventana; yo me había tapado la cabeza con las sábanas, y pronto galopaba, rugiente, por las páginas de un libro.
—¡Ea, hermosos! —gritaba abuelito. Su voz sonaba muy joven y fuerte, y su lengua tenía cascos poderosos y transformaba su habitación en una inmensa pradera. Decidí ir a ver si se sentía mal o si se habían incendiado las ropas de su cama, porque mi madre me había dicho que solía encender la pipa bajo las mantas, y me había pedido que corriera a socorrerlo si olía a quemado durante la noche. Atravesé la oscuridad de puntillas hasta su puerta, rozando los muebles y haciendo caer un candelabro con gran ruido. Me asusté cuando vi que había luz en su habitación, y al abrir la puerta oí que abuelito gritaba ¡sooo!…, fuerte como un toro con megáfono.
Estaba sentado, balanceándose de un lado a otro, como si la cama corriera por un camino áspero; los bordes nudosos del cubrecama eran sus riendas; sus invisibles caballos se perdían en la sombra, más allá de la vela de su mesa de noche. Sobre el camisón de franela blanca tenía puesto un chaleco rojo con botones de bronce del tamaño de nueces. El hornillo de su pipa, rebosante de tabaco, ardía entre los pelos de su barba como un manojo de heno quemándose en la punta de una horquilla. Al verme, sus manos soltaron las riendas y se quedaron quietas y azules, la cama se detuvo en medio de un camino llano, la lengua se envolvió en silencio y los caballos se detuvieron, quedos.
—¿Pasa algo, abuelo? —pregunté, aunque sus ropas no se incendiaban. A la luz de la vela su rostro parecía una colcha andrajosa colgada en el aire negro y remendada con barbas de chivo.
Me miró dulcemente. Después resopló por la pipa, desparramando chispas y transformando su largo vástago en silbato, y gritó:
—¡No hagas preguntas!
Al cabo de una pausa, añadió astutamente:
—¿Nunca has tenido pesadillas, chico?
—No —contesté.
—Oh, sí, sí has tenido.
Le conté que me había despertado una voz que azuzaba caballos.
—¿Qué te dije? —interrumpió—. Comes demasiado. ¿Dónde se han visto caballos en un dormitorio?
Hurgó debajo de la almohada, sacó una bolsita tintineante, desató cuidadosamente sus cordones y puso en mi mano un soberano, diciéndome:
—Cómprate una torta.
Le di las gracias y le deseé buenas noches. Cuando cerré la puerta, oí su voz que gritaba, fuerte y alegre: «¡Vamos! ¡Arre!», y el sacudirse de la cama viajera.
Por la mañana desperté de un sueño con briosos caballos sobre una llanura sembrada de muebles, con hombres enormes y nebulosos que cabalgaban seis potros a la vez y los azuzaban con sábanas ardientes. Abuelo se desayunaba, vestido de negro. Cuando concluyó, dijo:
—Anoche sopló mucho viento —y se sentó en un sillón junto al hogar, a hacer bolas de turba para el fuego. Más tarde me llevó a caminar por la aldea de Johnstown y los prados que dan al camino de Llanstephan.
Un hombre que llevaba un galgo dijo:
—Linda mañana, Mr. Thomas —y cuando se hubo alejado, flaco como un perro, metiéndose en el verde bosque cuya entrada vedaban los letreros, abuelo dijo:
—Bueno, bueno, ¿oíste cómo te llamó? ¡Mister!
Pasamos junto a pequeñas cabañas, y todos los hombres que se inclinaban sobre las verjas felicitaron al abuelo por la hermosa mañana. Atravesamos el bosque lleno de palomas, y sus alas quebraron las ramitas al volar hacia las copas de los árboles. Entre las voces dulces y satisfechas y el vuelo ruidoso y tímido, abuelo dijo como un hombre que quiere hacerse oír a través de un campo:
—¡Si oyeras esos pajarracos de noche, me despertarías para decirme que había caballos en los árboles!
Regresamos caminando lentamente, porque se había cansado, y el hombre flaco salió del bosque prohibido llevando sobre su brazo un conejo, tan dulcemente como si fuera la mano de una niña.
En el penúltimo día de mi visita me llevó a Llanstephan, en un coche de gobernanta tirado por un poney bajito y enclenque. Abuelo parecía conducir un bisonte: con tanta firmeza sostenía las riendas, con tal ferocidad hacía restallar el látigo, con tantas blasfemias advertía a los muchachos que jugaban en el camino, con tanta solidez se afirmaba en sus piernas con polainas maldiciendo la endemoniada fuerza y la terquedad de su vacilante poney.
—¡Cuidado, muchacho! —gritaba al llegar a cada esquina, y tiraba y tiraba, y se sacudía, y transpiraba, y esgrimía el látigo como si fuera un sable. Y cuando el poney, a duras penas, había doblado la esquina se volvía hacia mí con una sonrisa de triunfo.
—¡Ya pasamos ésa, muchacho!
Cuando llegamos a la aldea de Llanstephan, en lo alto de la colina, dejó el carricoche junto a la Hostería de Edwinsford, palmeó el hocico del poney y le dio azúcar, diciéndole:
—Eres demasiado débil, Jim, para mover hombres como nosotros.
Bebió cerveza fuerte, y yo limonada, y pagó a Mrs. Edwinsford con un soberano que extrajo de la bolsita tintineante; la mujer le preguntó por su salud, y él dijo que Llangadock era mejor para las venas. Fuimos a visitar el camposanto y el mar, nos sentamos en el bosque y nos detuvimos en el quiosco, en medio de los árboles, donde los excursionistas cantaban en las noches de verano y, año tras año, el tonto de la aldea era elegido alcalde. Abuelo se detuvo en el camposanto y me mostró, por encima de la verja, las cabezas angélicas y las pobres cruces de madera.
—No tiene sentido estar tirado ahí —dijo.
El viaje de regreso fue frenético: Jim volvía a ser un bisonte.
La última mañana me desperté tarde, tras sueños en los que el mar de Llanstephan contenía brillantes veleros, largos como transatlánticos; y coros celestiales, vestidos con túnicas de bardos y chalecos con botones de cobre, cantaban, en extraño gales, para los marineros que partían. Abuelo no estaba desayunándose; se había levantado más temprano. Caminé por el campo con mi honda nueva y les tiré a las gaviotas y a las cornejas de los árboles de la vicaría. Un viento tibio soplaba desde el cuadrante de verano; la niebla mañanera se alzaba del suelo y flotaba entre los árboles escondiendo los pájaros ruidosos; en la niebla y el viento mis piedras volaban como granizo en un mundo al revés. La mañana transcurrió sin que cayera un solo pájaro.
Rompí la honda y regresé para el almuerzo atravesando el huerto del párroco. Una vez —me había contado abuelo— el párroco había comprado tres patos en la feria de Carmarthen y había construido para ellos una pileta en medio del jardín; pero los patos se escapaban hacia la acequia por debajo de la desmoronada escalinata de la casa, y allí nadaban y graznaban. Cuando llegué al final del huerto, miré por un agujero del cerco y vi que el párroco había hecho un túnel a través de la pila de piedras que había entre la acequia y la pileta y había colocado un cartel con un letrero: «A LA PILETA».
Los patos seguían nadando bajo los escalones.
Abuelo no estaba en la casa. Salí al jardín, pero tampoco andaba contemplando los frutales. Pregunté a gritos a un hombre que se inclinaba sobre una pala, en el prado, del otro lado del cerco del jardín.
—¿No ha visto a mi abuelo esta mañana?
Sin dejar de cavar, contestó por encima del hombro:
—Lo vi con chaleco de fantasía.
Griff, el barbero, vivía en el cottage vecino. A través de su puerta abierta, pregunté:
—Mr. Griff, ¿no ha visto a mi abuelo?
El barbero salió en mangas de camisa.
—Se puso su mejor chaleco —le informé. No sabía si eso era importante; pero abuelo sólo usaba chaleco de noche.
—¿Tu abuelo estuvo en Llanstephan? —preguntó ansiosamente Mr. Griff.
—Fuimos ayer, en el carricoche —le dije.
El hombre entró corriendo y lo oí hablar en gales; luego volvió a salir con la chaqueta puesta y un bastón con rayas de color. A grandes zancadas echó por la calle de la aldea, y yo corrí a su lado.
Cuando nos detuvimos frente a la tienda del sastre, gritó:
—¡Dan! —y Dan Tailor se asomó por la ventana, junto a la cual se sentaba como un sacerdote hindú con sombrero hongo—. Dai Thomas ha salido con el chaleco puesto —dijo Mr. Griff— y ha estado en Llanstephan.
Mientras Dan Tailor buscaba su gabán, mister Griff prosiguió su camino.
—¡Will Evans! —llamó frente a la carpintería—. Dai Thomas ha estado en Llanstephan, y anda con el chaleco puesto.
—Iré a contárselo a Morgan —dijo la mujer del carpintero desde la oscuridad vibrante de la carpintería.
Visitamos la carnicería y la casa de Mr. Price, y Mr. Griff repitió su mensaje como un pregonero.
Finalmente nos reunimos todos en la plaza de Johnstown. Dan Tailor con su bicicleta, Mr. Price con su carricoche, Mr. Griff, el carnicero; Morgan Carpenter y yo trepamos al temblequeante carruaje y salimos al trote en dirección a Carmarthen. El sastre abría la marcha, haciendo sonar su timbre como si se tratara de un incendio o un robo; al final de la calle, una anciana se metió corriendo en su casa, como una gallina apedreada. Otra mujer nos saludó con un pañuelo chillón.
—¿Adónde vamos? —pregunté.
Los vecinos de abuelo eran solemnes como esos viejos con levitones y sombreros negros que se ven en las ferias.
Mr. Griff sacudió la cabeza y se lamentó:
—No esperaba esto otra vez de Dai Thomas.
—Sobre todo después de la última vez —dijo tristemente Mr. Price.
Seguimos al trote, trepamos la colina de la Constitución, entramos chirriando por Lammas Street, y el sastre seguía haciendo sonar el timbre de su bicicleta, mientras un perro corría aullando, delante de sus ruedas. Cuando entramos —clop, clop— en la calle adoquinada que conducía al puente del Towy, recordé los ruidosos viajes nocturnos del abuelo, aquellos viajes que sacudían la cama y estremecían las paredes, y en una visión recordé su chaleco rojo y su cabeza como remendada sonriendo a la luz de la vela. Delante de nosotros el sastre se volvió sobre el sillín, y la bicicleta trastabilló, patinando.
—¡Allá lo veo! —gritó.
El carricoche se zarandeó sobre el puente, y alcancé a ver al abuelo: los botones del chaleco brillaban al sol; tenía puestos los ajustados pantalones negros de los domingos y un sombrero alto y polvoriento que yo había visto en un arcón del desván, y llevaba una venerable maleta.
—¡Buenos días, Mr. Price! —saludó—. Y mister Griff, y Mr. Morgan, y Mr. Evans —y dirigiéndose a mí—: Buenos días, muchacho.
Mr. Griff le apuntó con su bastón de colores.
—¿Qué se cree usted que está haciendo en el puente de Carmarthen, en pleno mediodía —preguntó gravemente—, con su mejor chaleco y ese sombrero viejo?
Abuelo no contestó, pero inclinó su rostro hacia el viento del río, de modo que sus barbas empezaron a bailar y a moverse como si hablara, y se puso a observar los boteros que se movían como tortugas en la costa.
Mr. Griff alzó su mutilado poste de barbero.
—¿Y adonde cree que va —dijo— con su vieja maleta negra?
Abuelo dijo:
—Voy a Llangadock a que me entierren. —Y miró los botes que se deslizaban en el agua, y escuchó a las gaviotas que se quejaban sobre el río lleno de peces tan amargamente como se quejaba Mr. Price:
—¡Pero todavía no ha muerto, Dai Thomas!
Abuelo reflexionó durante un momento:
—No tiene sentido estar muerto en Llanstephan —dijo después—. El suelo es más cómodo en Llangadock; uno puede estirar las piernas sin meterlas en el mar.
Los vecinos se acercaron más a él.
—Usted no ha muerto, Mr. Thomas —dijeron.
—¿Cómo van a enterrarlo, entonces?
—Nadie piensa enterrarlo en Llanstephan.
—¡Vamos a casa, Mr. Thomas!
—Hay cerveza fuerte esta tarde.
—¡Y tortas!
Pero abuelo permanecía firme en el puente, aferrando la maleta contra su costado, mirando fijamente el río y el cielo como un profeta que no tiene dudas. 


"Las tres manzanas" Cuento de Las mil y una noches

LAS TRES MANZANAS 

El siguiente cuento nos muestra una magnífica narración en la cual se ve envuelta una situación de amorios por la cual ocurre algo que normalmente nos ofrece Poe. Cual fría narración como las letras de  Dostoyevski, nos encontramos con un gran relato el cual nos deja , si se desea así, una enseñanza.

Schahrazada dijo:

"Una noche entre las noches, el califa Harun Al-Rachid dijo a Giafar Al-Barmaki: "Quiero que recorramos la ciudad, para enterarnos de lo que hacen los gobernadores y walíes. Estay resuelto a destituir a aquellos de quienes me den quejas," Y Giafar respondió: "Escucho y obedezco."
Y el califa, y Giafar, y Massrur el porta-alfanje salieron disfrazados por las calles de Bagdad; y he aquí que en una calleja vieron a un anciano decrépito que a la cabeza llevaba una canasta y una red de pescar, y en la mano un palo y andaba pausadamente, canturreando estas estrofas:

Me dijeron: "¡por tu ciencia, ¡oh sabio! eres entre los humanos como la luna en la noche!"
Yo les contesté: "¡Os ruego, que no habléis de ese modo! ¡No hay más ciencia que la del Destino!"
¡Porque, yo, con toda mi ciencia, mis manuscritos, mis libros y mi tintero, no puedo desviar la fuerza del Destino ni un solo día! ¡Y los que apostasen por mí, perderían su apuesta!
¡Nada, en efecto, hay más desolador que el pobre, el estado del pobre y el pan y la vida del pobre!
¡En verano, se te agotan las fuerzas! ¡En invierno, no dispone de abrigo!
¡Si se para, le acosarán los perros para que se aleje! ¡Cuán mísero es! ¡Ved cómo para él son todas las ofensas y todas las burlas!. ¿Quién es más desdichado?
Y si no clama ante los hombres, si no a su miseria, ¿quién le compadecerá?
¡Oh! Si tal es la vida del pobre, ¿no ha de preferir la tumba?

Al oír estos versos tan tristes, el califa dijo a Giafar: "Los versos y el aspecto de este pobre hombre indican una gran miseria." Después se aproximó al viejo, y le dijo: "¡Oh jeique! ¿cuál es tu oficio?" Y él respondió: "¡Oh señor mío! Soy pescador. ¡Y muy pobre! ¡Y con familia! Y desde el mediodía estoy fuera de casa trabajando, y ¡Alah no me concedió aún el pan que ha de alimentar a mis hijos! Estoy, pues, cansado de mi persona y de la vida, y no anhelo más que morir." Entonces el califa le dijo: "¿Quieres venir con nosotros hasta el río, y echar la red en mi nombre, para ver qué tal suerte tengo? Lo que saques del agua te lo compraré y te daré por ello cien dinares." Y el viejo se regocijó al oirle, y contestó; "¡Acepto cuanto acabas de ofrecerme y lo pongo sobre mi cabeza!"
Y el pescador volvió con ellos hacia el Tigris, y arrojando la red, quedó en acecho; después tiró de la cuerda de la red, y la red salió. Y el viejo pescador encontró en la red un cajón que estaba cerrado y que pesaba mucho. Intentó levantarlo el califa y lo encontró también muy pesado. Pero se apresuró a entregar los cien dinares al pescador, que se alejó muy contento.

Entonces Giafar y Massrur cargaron con el cajón y lo llevaron al palacio. Y el califa dispuso que se encendiesen las antorchas, y Giafar y Massrur se abalanzaron sobre el cajón y lo rompieron. Y dentro de él hallaron una enorme banasta de hojas de palmera cosidas con lana roja. Cortaron el cosido, y en la banasta había un tapiz; apartaron el tapiz y encontraron debajo un gran velo blanco de mujer; levantaron el velo y apareció, blanca como la plata virgen, una joven muerta y despedazada.
Ante aquel espectáculo, las lágrimas corrieron por las mejillas del califa, y después, muy enfurecido, encarándose con Giafar, exclamó: ¡Oh perro visir! ¡Ya ves cómo, durante mi reinado, se asesina a las gentes y se arroja a las víctimas al agua! ¡Y su sangre caerá sobre mí el día del juicio, y pesará eternamente en mi conciencia! Pero ¡por Alah! que he de usar de represalias con el asesino, y no descansaré hasta que lo mate. En cuanto a ti, ¡juro por la verdad de mi descendencia directa de los califas Bani-Abbas, que si no me presentas al matador de esta mujer, a la que quiero vengar mandaré que te crucifiquen a la puerta de mi palacio, en compañía de cuarenta de tus primos los Baramka!" Y el califa estaba lleno de cólera, y Giafar dijo: "Concédeme para ello no más que un plazo de tres días." Y el califa respondió: "Te lo otorgo."

Entonces Giafar salió del palacio, muy afligido, y anduvo por la ciudad, pensando: "¿Cómo voy a saber quién. ha matado a esa joven, ni dónde he de buscarlo para presentárselo al califa? Si le llevase a otro para que pereciese en vez del asesino, esta mala acción pesaría sobre mi conciencia. Por lo tanto, no sé qué hacer." Y Giafar llegó a su casa, y allí estuvo desesperado los tres días del plazo. Y al cuarto día el califa le mandó llamar. Y cuando se presentó entre sus manos, el califa le dijo: "¿Dónde está el asesino de la joven?" Giafar respondió: "No poseo la ciencia de adivinar lo invisible y lo oculto, para que pueda conocer en medio de una gran ciudad al asesino." Entonces el califa se enfureció mucho, y ordenó que crucificasen a Giafar a la puerta de palacio, encargando a los pregoneros quedo anunciasen por la ciudad y sus alrededores de esta manera:
"Quien desee asistir a la crucifixión de Giafar Al-Barmaki, visir del califato, y a la de cuarenta Baramka, parientes suyos, vengan a la puerta de palacio para presenciarlo."

Y todos los habitantes de Bagdad afluían por las calles para presenciar la crucifixión de Giafar y sus primos, sin que nadie supiese la causa; y todo el mundo se condolía y se lamentaba de aquel castigo; pues el visir y los Baramka eran muy apreciados por su generosidad y sus buenas obras.
Cuando se hubo levantado el patíbulo, llevaron al pie de él a los sentenciados y se aguardó la venia del califa para la ejecución. De pronto, mientras lloraba la gente, un apuesto y bien portado joven hendió con rapidez la muchedumbre, y llegando entre las manos de Giafar, le dijo: "¡Que te liberten, oh dueño y señor de los señores más altos, asilo de los menesterosos! Yo fui quien asesinó a la.joven despedazada y la metí en la caja que pescasteis en el Tigris. ¡Mátame, pues, en cambio, y usa las represalias conmigo!»

Cuando escuchó Giafar las palabras del joven, se alegró por sí propio, pero compadecióse del mancebo. Y hubo de pedirle explicaciones más detalladas; pero de súbito un anciano venerable separó a la gente, se acercó muy de prisa a Giafar y, al joven, les saludó; y les dijo: ¡Oh visir! no hagas caso de las palabras de este mozo, pues yo soy el único asesino de la joven, y en mí solo tienes que vengarla." Pero el joven repuso: "¡Oh visir! este viejo jeique no sabe lo que se dice. Te repito que, yo soy quien la mató, debiendo ser, por tanto, el único, a quien se castigue.". Entonces el jeique exclamó: "¡Oh hijo mío! todavía eres joven y debes vivir; pero yo, que soy viejo y, estoy cansado del mundo, te serviré de rescate a ti, al visir y a sus primos. Repito que el asesino soy yo, Y conmigo se debe usar de represalias."

Entonces, Giafar, con el consentimiento del capitán de guardias, se llevó al joven y al anciano, y subió con ellos al aposento del califa. Y le dijo: "¡Oh Emir de los Creyentes! aquí tienes al asesino de la joven." Y el califa preguntó: "¿En dónde está?" Giafar dijo: "Este joven afirma que es el matador, pero este anciano lo desmiente y asegura que el asesino es él." Entonces el califa contempló al jeique y al mozo, y les dijo: "¿Cuál de vosotros. dos ha matado a la joven?'' Y el mancebo respondió: "¡Fui yo!" Y el jeique dijo: "¡No; fui yo solo!" El califa, sin preguntar más, dijo a Giafar entonces: "Llévate a los dos y crucifícalos," Pero Giafar hubo de replicarle: "Si sólo uno es el criminal, castigar al otro constituye una gran injusticia." Y entonces el joven exclamo: "¡Juro por Aquel que levantó los cielos hasta la altura que están y extendió la tierra en la profundidad que ocupa, que soy el único que asesino a la joven! Oid las pruebas." Y describió el hallazgo; conocido sólo por el califa, Giafar y. Massrur. Y con esto el califa se convenció de la culpabilidad del joven, y llegando al límite dei asombro, le dijo: "¿Y porqué has cometido esa muerte? ¿Por qué la confiesas antes de que te obliguen a hacerlo a palos? ¿Por qué pides de este modo el castigo?" Entonces dijo el mancebo:
"Sabe, ¡oh Príncipe de los Creyentes! que esa joven era mi esposa, hija de este jeique, que es mi suegro. Me casé siendo ella todavía virgen, y Alah me ha concedido tres hijos varones. Y mi mujer me amó y me sirvió siempre, sin que tuviese yo que motejarla nada reprensible. 

Hace dos meses cayó gravemente enferma, y llamé en seguida a los médicos mas sabios, que no tardaron en curarla ¡con ayuda de Alah! Al cabo de un mes empezó a hallarse mejor y quiso ir al baño. Antes, de salir de casa, me dijo:. "Antes de entrar en el hammam, desearía satisfacer un antojo." Y le pregunté: "¿Qué antojo es ese?" Y me contestó: "Tengo ganas de una manzana para olerla y darle un bocado." Inmediatamente me fui a la calle a comprar la manzana, aunque me costara un dinar de oro. Y recorrí todas las fruterías, pero en ninguna había manzanas. Y regresé a casa muy triste, sin atreverme a ver a mí mujer, y pasé toda la noche pensando en la manera de lograr una manzana. Al amanecer salí de nuevo de mi casa y recorrí todos los huertos, uno por uno, y árbol por árbol, sin hallar nada. Y he aquí que en el camino me encontré con un jardinero, hombre de edad, al que le consulté sobre lo de las manzanas. Y me dijo: "¡Oh hijo mío! Es una cosa difícil de encontrar, porque ahora no las hay en ninguna parte cómo no sea en Bassra; en el huerto del Comendador de los Creyentes. Y aun allí no te será fácil conseguirlas; pues el jardinero las reserva cuidadosamente para uso del califa."

Entonces volví junto a mi esposa, contándoselo todo; pero el amor que le profesaba me movió a preparar el viaje. Y salí, y empleé quince días completos, noche y día, para ir a Bassra, y regresar favorecido por la suerte, pues volví al lado de mi esposa con tres manzanas compradas al jardinero del huerto de Bassra por tres dinares.

Entré, pues, muy contento, y se las ofrecí a mi esposa, pero al verlas ni dio muestras de alegría ni las probó, dejándolas, indiferente, a un lado. Observé entonces que durante mi ausencia la calentura se había vuelto a cebar en mi mujer muy violentamente y seguía atormentándola; y estuvo enferma diez días más, durante los cuales no me separé de ella un momento. Pero gracias a Alah; recobró la salud, y entonces pude salir y marchar a mi tienda para comprar y vender.

Pero he aquí que una tarde estaba yo sentado a la vuerta de mi tienda, cuando pasó por allí un negro, que llevaba en la mano una manzana: Y le dije: "¡Eh, buen amigo! ¿de dónde has sacado esa manzana, para que yo pueda comprar otras iguales?" Y el negro se echó a reir, y me contestó: "Me la ha regalado mi amante. He ido a su casa, después de algún tiempo que no la había visto, y la he encontrado enferma, y tenía al lado tres manzanas, y al interrogarla, me ha dicho: "Figúrate, ¡oh querido mío! que el pobre cornudo de mi esposo ha ido a Bassra expresamente a comprármelas, y le han costado tres dinares de oro." Y en seguida me dio ésta que llevo en la mano."

Al oir tales palabras del negro, ¡oh Príncipe de los Creyentes! mis ojos vieron que el mundo se obscurecía; cerré la tienda a toda prisa y entré en mi casa, después de haber perdido en el camino toda la razón, por la fuerza explosiva de mi furia. Dirigí una mirada al lecho, y efectivamente, la tercera manzana no estaba ya allí. Y pregunté a mi esposa: "¿En dónde está la otra manzana?" Y me contestó: "No sé que ha sido de ella." Esto era una comprobación de las palabras del negro. Entonces me abalancé sobre ella, cuchillo en mano, y apoyando en su vientre mis rodillas, la cosí a cuchilladas. Después le corté la cabeza y los miembros, lo metí todo apresuradamente en la banasta, cubriéndolo con el velo y el tapiz, y guardándolo en el cajón, que clavé yo mismo. Y cargué el cajón en mi mula, y en seguida lo arrojé en el Tigris con mis propias manos.
¡Por eso, ¡oh Emir de las Creyentes! te suplico que apresures mi muerte, en castigo a mi crimen, pues me aterra tener que dar cuenta de él el día de la Resurrección!

La arrojé al Tigris, como he dicho, y como nadie me vio, pude volver a casa. Y encontré a mi hijo mayor llorando, y aunque estaba seguro de que ignoraba la muerte de su madre, le pregunté: "¿Por qué lloras?" Y él me contestó: "Porque he cogido una de las manzanas que tenía mi madre, y al bajar a jugar con mis hermanos, en la calle, ha pasado un negro muy grande y me la quitó, diciendo: "¿De dónde has sacado esta manzana?" Y le contesté: "Es de mi padre, que se fue y se la trajo a mi madre con otras dos, compradas por tres dinares en Bassra. Porque mi madre está enferma." Y a pesar de ello, el negro no me la devolvió sino que me dio un golpe y se fue con ella. ¡Y ahora tengo miedo de que la madre me pegue por lo de la manzana!"

Al oir estas palabras del niño, comprendí que el negro había mentido respecto a la hija de mi tío, y por tanto, ¡que yo había matado a mi esposa injustamente!
Entonces empecé a derramar abundantes lágrimas, y entró mi suegro, el venerable jeique que está aquí conmigo. Y le conté la triste historia. Entonces se sentó a mi lado, y se puso a llorar. Y no cesamos de llorar juntos hasta media noche. E hicimos que duraran cinco días las ceremonias fúnebres. Y aun hoy seguimos lamentando esa muerte.
Así, pues, te conjuro ¡oh Emir de los Creyentes! por la memoria sagrada de tus antepasados, a que apresures mi suplicio y vengues en mi persona aquella muerte."
Entonces el califa, profundamente maravillado, exclamó: "¡Por Alah que no he de matar más que a ese negro pérfido!..."

En este momento de su narración, Schahrazada vio aparecer la mañana, y se calló discretamente.

PERO CUANDO LLEGÓ LA 19a. NOCHE

Ella dijo:
He llegado a saber, ¡oh rey afortunado! que el califa juró que no mataría mas que al negro, puesto que el joven tenía una disculpa. Después, volviéndose hacia Giafar, le dijo: "¡Trae a mi presencia al pérfido negro que ha sido la causa de esta muerte! Y si no puedes dar con él, perecerás en su lugar."
Y Giafar salió llorando, y diciéndose: "dónde lo podré hallar para traerlo a su presencia? Si es extraordinario que no se rompa' un cántaro al caer, no lo ha sido menos el que yo haya podido escapar de la muerte. Pero ¿y ahora?... ¡Indudablemente, Él que me ha salvado la primera vez, me salvará, si quiere, la segunda! Así, pues, me encerraré en mi casa los tres días del plazo. Porque ¿para qué voy a emprender pesquisas inútiles? ¡Confío en la voluntad del Altísimo!"

Y en efecto, Giafar no se movió de su casa en los tres días del plazo. Y al cuarto día mandó llamar al kadí, e hizo testamento ante él, y se despidió de sus hijos llorando. Después llegó el enviado del califa, para decirle que el sultán seguía dispuesto a matarle si no parecía el negro. Y Giafar lloró más todavía, y sus hijos con él. Después quiso besar por última vez a la mas pequeña de sus hijas, que era la preferida entre todas, y la apretó contra su pecho, derramando, muchas lágrimas por tener que separarse de ella. Pero al estrecharla contra él, notó algo redondo en el bolsillo de la niña, y le preguntó: "¿Qué llevas ahí?" Y la niña contestó: "¡Oh padre! una manzana. Me la ha dado nuestro negro Rihán. Hace cuatro días que la tengo. Pero para que me la diese tuve que pagar a Rihán dos dinares."

Al oir las palabras ; "negro" y "manzana", Giafar sintió un gran júbilo, y exclamó: "¡Oh Libertador!" Y en seguida mandó llamar al negro Rihán. Y Rihán llegó, y Giafar le dijo: "¿De dónde has sacado esta manzana'," Y contestó el negro: "¡Oh mi señor! hace cinco días que, andando por la ciudad, entré en una calleja, y vi jugar a unos niños, uno de los cuales tenía esa manzana en la mano. Se la quité y. le di un golpe, mientras el niño me decía llorando: "Es de mi madre, que está enferma. Se le antojó una manzana; y mi padre ha ido a buscarla a Basara, y esa y otras dos le han costado tres dinares de oro. Y yo he cogido esa para jugar." Y siguió llorando. Pero yo, sin hacer, caso de sus lágrimas, vine con la manzana a casa, y se la he dado por dos dinares a mi ama más pequeña."
Y Giafar se asombró de este relato, viendo sobrevenir tantas peripecias y la muerte de una mujer por culpa de su negro Rihán. Por tanto, dispuso que lo encerrasen en seguida en un calabozo. Y después, muy contento por haberse librado de la muerte, recitó estas dos estrofas:

Si tu esclavo tiene la culpa de tus desdichas, ¿por qué no piensas en deshacerte de él? .
¿Ignoras que abundan los esclavos, y que sólo tienes un alma, sin que puedas sustituirla?

Pero luego pensó otra cosa, y cogió al negro, y lo llevó ante el califa, a quien contó la historia.
Y el califa Harún Al-Rachid se maravilló tanto, que dispuso se escribiese tal historia en los anales para que sirviera de lección a los humanos.

Entonces Giafar le dijo: "No tienes para qué maravillarte tanto de esa historia, ¡oh Comendador de los Creyentes! pues no puede igualarse a la del visir Nureddín y su hermano Chamseddin."
Y el califa exclamó: "¿Y qué historia es esa, más asombrosa que la que acabamos de oir?" Y Giafar dijo: "¡Oh Príncipe de los Creyentes! no te la contaré sino a cambio de que perdones su irreflexión a mi negro Rihán." Y el califa respondió: "¡Así sea! Te hago gracia de su sangre."


viernes, 5 de febrero de 2016

"Pierrot" de Guy de Maupassant

"Pierrot" de Guy de Maupassant 

Después de largos meses de ausencia, regresamos al vício. 
 
Si alguien gusta del amor canino, y desea un poco de dolor, Maupassant nos ofrece un cuento digno de bondad y crueldad. El relato nos narra a una mujer que por cuidar su dinero prefiere perder el cariño de su "querido" perro . Prefiero que lo lean y les guste. 

Pierrot

La señora Lefèvre era una dama pueblerina, una viuda, una de esas semicampesinas de lazos y sombreros adornados, una de esas personas que cecean, que adoptan en público aires de grandeza y ocultan un alma de bruta pretenciosa bajo un exterior cómico y abigarrado, como disimulan sus gruesas manos enrojecidas bajo guantes de seda. Tenía como sirvienta a una animosa campesina muy simple, llamada Rose. Las dos mujeres vivían en una casita de postigos verdes, junto a una carretera, en Normandía, en el centro de la región de Caux. Delante de la casa poseían un estrecho jardín en el que cultivaban algunas hortalizas.

Y sucedió que una noche les robaron una docena de cebollas. Tan pronto como Rose se percató del robo, corrió a avisar a la señora, que bajó en refajo. Fue una desolación y un terror. ¡Habían robado a la señora Lefèvre! Luego alguien robaba en el pueblo, y podía regresar. Y las dos mujeres, azoradas, contemplaban las huellas de los pasos, comentaban, suponían cómo debían haberse desarrollado los hechos: «Mire, han pasado por ahí. Han puesto los pies sobre el muro; han saltado al bancal.» Y se asustaban pensando en el porvenir. ¡Cómo iban a dormir tranquilas a partir de ahora! El asunto del robo se difundió por la zona. Los vecinos llegaron, constataron, discutieron a su vez; y las dos mujeres explicaban a cada recién llegado sus observaciones e ideas.

Un agricultor vecino les sugirió: «Deberían tener un perro.» Es verdad; deberían tener un perro, aunque no fuera nada más que para que les avisara. No un perro grande ¡no, por Dios! ¿Qué iban a hacer ellas con un perro grande? Sólo en comida las arruinaría. Pero sí un perro pequeño (en Normandía se les llama quin) un pequeño quin que ladrara. Cuando todos se marcharon, la señora Lefèvre analizó detenidamente la idea del perro. Después de reflexionar, ponía mil objeciones, aterrorizada al pensar en una escudilla llena de comida; pues era de esa raza parsimoniosa de señoras del campo que llevan siempre algunos céntimos en el bolsillo para poder dar limosna ostensiblemente a los pobres de los caminos y dar en las colectas del domingo. Rose, que adoraba a los animales, expuso sus razones y las defendió con astucia. Por lo que quedó decidido que tendrían un perro, un perro muy pequeño. Se pusieron a buscarlo, pero sólo encontraban perros grandes, que comían hasta hacer temblar. El tendero de Rolleville tenía uno, pequeño; pero exigía que se le pagaran dos francos para cubrir los gastos de la crianza. La señora Lefèvre declaró que estaba dispuesta a alimentar a un quin pero que no lo compraría. Y el panadero, que estaba al corriente del asunto, trajo una mañana en su coche a un extraño animal amarillo, casi sin patas, con cuerpo de cocodrilo, cabeza de zorro y una cola en trompeta, un verdadero penacho, tan grande como todo el resto del cuerpo. Uno de sus clientes quería deshacerse de él. La señora Lefèvre encontró muy hermoso a aquel perrillo inmundo, sobre todo porque no le costaba nada. Rose lo besó y luego preguntó cómo lo llamaban. El panadero contestó: «Pierrot.»

Lo instalaron en una antigua caja de jabón, y le ofrecieron agua para beber. Luego le presentaron un trozo de pan. Se lo comió. La señora Lefèvre, inquieta, tuvo una idea: «Cuando esté bien acostumbrado a la casa, lo dejaremos suelto. Así encontrará qué comer merodeando por el pueblo.» Lo soltaron, en efecto, lo que no impidió en absoluto que estuviera hambriento. Además, sólo ladraba para reclamar su comida; y en ese caso, ladraba con gran insistencia. Todo el mundo podía entrar en el huerto. Pierrot acudía a acariciar a cada recién llegado y permanecía mudo. Pese a todo, la señora Lefèvre se había acostumbrado a él. Incluso había llegado a quererlo y a darle de su mano, de vez en cuando, trocitos de pan mojados en la salsa del guiso. Pero no se le había ocurrido pensar en el impuesto que debería abonar por el animal, y cuando le reclamaron ocho francos -¡ocho francos, señora!- por esa birria de quin que ni siquiera ladraba, a punto estuvo de desmayarse de la impresión.

Y decidieron de inmediato que debían deshacerse de Pierrot. Nadie lo quiso. Todos los habitantes, a diez leguas a la redonda, lo rechazaron. Entonces, a falta de mejor solución, resolvieron que le harían «piquer du mas». «Piquer du mas», «comer marga». Se les hacía «piquer du mas» a los perros de los que sus amos querían deshacerse. En mitad de una amplia llanura, se veía una especie de choza o más bien, un pequeño techo de paja, colocado sobre el suelo. Era la entrada al margal. Un pozo, completamente perpendicular, se introduce hasta veinte metros bajo tierra, para desembocar en una serie de largas galerías de mina. Sólo bajan a esta cantera una vez al año, en la época en la que se abonan las tierras con marga. El resto del tiempo sirve de cementerio para los perros condenados; y con frecuencia, cuando se pasa cerca de aquel agujero, llegan hasta los oídos del caminante alaridos quejumbrosos, ladridos furiosos o desesperados, llamadas lamentables. Los perros de los cazadores y de los pastores huyen despavoridos de los alrededores de ese agujero que gime; y, cuando alguien se inclina sobre él, percibe un repugnante hedor de podredumbre. Allí se desarrollan terribles dramas en la oscuridad. Cuando un animal agoniza después de diez o doce días en el interior, alimentado por los restos inmundos de sus predecesores, un nuevo animal, más grueso, más fuerte sin duda, es lanzado de repente. Allí se encuentran los dos, solos, hambrientos, con los ojos brillantes. Se miran, se persiguen, dudan, ansiosos. Pero el hambre los apremia; se atacan, luchan durante mucho tiempo encarnizadamente; y el más fuerte se come al más débil, lo devora vivo.

Cuando estuvo decidido que le harían «piquer du mas» a Pierrot, buscaron un ejecutor. El picapedrero que binaba la carretera pidió cincuenta céntimos por hacerlo. Eso le pareció locamente exagerado a la señora Lefèvre. El peón del vecino se contentaba con veinticinco; pero aún era demasiado; y como Rose había hecho observar que más valía que ellas mismas lo llevaran, porque así no lo maltratarían por el camino y no le harían sospechar al animal lo que le esperaba, decidieron que lo harían las dos, al atardecer. Esa tarde le ofrecieron una buena sopa con un dedo de mantequilla. Se tragó hasta la última gota; y cuando removía la cola de alegría, Rose lo cogió y lo envolvió en su mandil. Iban dando zancadas, como merodeadoras, a través de la llanura. Pronto vieron el margal y llegaron a él; la señora Lefèvre se inclinó para escuchar si no gemía ningún animal. -No- no había ninguno; Pierrot estaría solo. Entonces Rose, que lloraba, lo besó y lo lanzó al agujero; las dos se inclinaron con el oído atento. Primero oyeron un ruido sordo; luego el lamento agudo y desgarrador de un animal herido, luego una sucesión de pequeños gritos de dolor, luego llamadas desesperadas, súplicas de perro que imploraba, con la cabeza levantada hacia la abertura. Ladraba , ¡oh! ¡cómo ladraba! Sintieron remordimientos, pavor, miedo inexplicable y loco, y escaparon corriendo. Como Rose iba más rápida, la señora Lefèvre le gritaba: «¡Espéreme, Rose, espéreme!»

Pasó la noche en medio de horribles pesadillas. La señora Lefèvre soñó que se sentaba a la mesa para comer, y que, al destapar la sopera, aparecía Pierrot dentro, que se lanzaba hacia ella y le mordía la nariz. Se despertó y creyó oírlo ladrar. Prestó atención; se había equivocado. Se durmió de nuevo y, en sueños, se encontró en una amplia carretera, una carretera interminable. De pronto, en mitad del camino, vio una cesta, una gran cesta de campesino abandonada que le infundía miedo. Terminaba, no obstante, por abrirla, y Pierrot, escondido en el interior, le agarraba la mano y no se la soltaba; y ella echaba a correr despavorida, llevando al extremo del brazo el perro colgando, con los dientes bien apretados.

Por la mañana temprano, se levantó medio loca, y acudió corriendo al margal. Ladraba; ladraba aún, había estado ladrando durante toda la noche. Entonces ella se puso a llorar y lo llamaba con mil nombres cariñosos. Él respondía con todas las inflexiones tiernas de su voz de perro. Quiso volver a verlo, prometiendo hacerlo feliz hasta su muerte. Corrió a casa del pocero encargado de la extracción de la marga, y le contó su caso. El hombre escuchaba sin decir nada. Cuando la señora terminó, dijo: «¿Quiere sacar a su perro? Le costará cuatro francos.» Ella se sobresaltó y todo su dolor se esfumó de repente. «¡Cuatro francos! ¡se dejaría morir! ¡cuatro francos!» Pero él añadió: «¿Cree que voy a coger mis sogas, mis manivelas, voy a instalarlo todo, e ir allí con mi chico y dejarme morder por su maldito perro, sólo por el gusto de devolvérselo? No haberlo tirado.» Se marchó indignada. - ¡Cuatro francos! Cuando regresó a casa llamó a Rose y le dio cuenta de las pretensiones del pocero. Rose, resignada, repetía: «¡Cuatro francos! es mucho dinero, señora.»

Más tarde propuso: «¿Y si le echáramos de comer, al pobre perro, para que no se muera?» La señora Lefèvre aceptó, contenta; y ahí las tienen, en marcha, con un gran pedazo de pan untado con mantequilla. Lo partieron en trocitos que lanzaban uno tras otro, hablándole por turnos a Pierrot. En cuanto el perro se tragaba un trozo, ladraba para reclamar el siguiente. Regresaron por la noche, y al día siguiente, y todos los días. Pero sólo hacían un viaje.

Y sucedió que, una mañana, en el momento de dejar caer el primer bocado oyeron de pronto un formidable ladrido en el interior del pozo. ¡Había dos! ¡habían arrojado otro perro, otro grande! Rose llamó: «¡Pierrot!» y éste ladró. Entonces se pusieron a arrojarle la comida; pero, a cada trozo, percibían una terrible pelea seguida de los gritos quejumbrosos de Pierrot, mordido por su compañero que se lo comía todo, pues era el más fuerte. De nada les servía especificar: «¡Esto es para ti, Pierrot!». Pues Pierrot, evidentemente, no obtenía nada. Las dos mujeres, sobrecogidas, se miraron; y la señora Lefèvre dijo con tono desabrido: «Yo no puedo alimentar a todos los perros que arrojen aquí dentro. Tendremos que renunciar.» Y, sofocada al pensar en todos aquellos perros viviendo a sus expensas, se marchó, llevándose el resto del pan, que empezó a comerse mientras caminaba. Rose la siguió limpiándose los ojos con una punta de su mandil azul.