miércoles, 8 de julio de 2015

PRIMER ANIVERSARIO CON CIEN PUBLICACIONES. "Funes el memorioso de Jorge Luis Borges"

Hace un año se inició éste blog con el fin de poder acercar al publico al género literario que lleva por nombre : cuento.  Con las lecturas realizadas hasta el momento , estoy creado una antología la cual hoy llega a cien publicaciones con más de cien cuentos . Por ello el día de hoy les recomendaré un cuento del argentino Jorge Luis Borges , el cual fue inspiración para el nombre de éste blog. 

 "Funes el memorioso de Jorge Luis Borges"

El siguiente cuento nos habla de un hombre el cual puede recordar todo, esto gracias a su memoria prodigiosa. Funes puede ver las formas de las nubes del amanecer del 30 de abril de 1882 y podía compararlas en el recuerdo con las vetas de un libro en pasta española que sólo había mirado una vez y con las lineas de la espuma que un remo levantó en el río Negro a la víspera de la guerra. 

Espero lean el siguiente cuento y les guste. 

Funes el memorioso

Lo recuerdo (yo no tengo derecho a pronunciar ese verbo sagrado, sólo un hombre en la tierra tuvo derecho y ese hombre ha muerto) con una oscura pasionaria en la mano, viéndola como nadie la ha visto, aunque la mirara desde el crepúsculo del día hasta el de la noche, toda una vida entera. Lo recuerdo, la cara taciturna y aindiada y singularmente remota, detrás del cigarrillo. Recuerdo (creo) sus manos afiladas de trenzador. Recuerdo cerca de esas manos un mate, con las armas de la Banda Oriental; recuerdo en la ventana de la casa una estera amarilla, con un vago paisaje lacustre. Recuerdo claramente su voz; la voz pausada, resentida y nasal del orillero antiguo, sin los silbidos italianos de ahora. Más de tres veces no lo vi; la última, en 1887... Me parece muy feliz el proyecto de que todos aquellos que lo trataron escriban sobre él; mi testimonio será acaso el más breve y sin duda el más pobre, pero no el menos imparcial del volumen que editarán ustedes. Mi deplorable condición de argentino me impedirá incurrir en el ditirambo —género obligatorio en el Uruguay, cuando el tema es un uruguayo. Literato, cajetilla, porteño: Funes no dijo esas injuriosas palabras, pero de un modo suficiente me consta que yo representaba para él esas desventuras. Pedro Leandro Ipuche ha escrito que Funes era un precursor de los superhombres; “Un Zarathustra cimarrón y vernáculo”; no lo discuto, pero no hay que olvidar que era también un compadrito de Fray Bentos, con ciertas incurables limitaciones.
         Mi primer recuerdo de Funes es muy perspicuo. Lo veo en un atardecer de marzo o febrero del año ochenta y cuatro. Mi padre, ese año, me había llevado a veranear a Fray Bentos. Yo volvía con mi primo Bernardo Haedo de la estancia de San Francisco. Volvíamos cantando, a caballo, y ésa no era la única circunstancia de mi felicidad. Después de un día bochornoso, una enorme tormenta color pizarra había escondido el cielo. La alentaba el viento del Sur, ya se enloquecían los árboles; yo tenía el temor (la esperanza) de que nos sorprendiera en un descampado el agua elemental. Corrimos una especie de carrera con la tormenta. Entramos en un callejón que se ahondaba entre dos veredas altísimas de ladrillo. Había oscurecido de golpe; oí rápidos y casi secretos pasos en lo alto; alcé los ojos y .vi un muchacho que corría por la estrecha y rota vereda como por una estrecha y rota pared. Recuerdo la bombacha, las alpargatas, recuerdo el cigarrillo en el duro rostro, contra el nubarrón ya sin límites. Bernardo le gritó imprevisiblemente: ¿Qué horas son, Ireneo? Sin consultar el cielo, sin detenerse, el otro respondió: Faltan cuatro mínutos para las ocho, joven Bernardo Juan Francisco. La voz era aguda, burlona.
         Yo soy tan distraído que el diálogo que acabo de referir no me hubiera llamado la atención si no lo hubiera recalcado mi primo, a quien estimulaban (creo) cierto orgullo local, y el deseo de mostrarse indiferente a la réplica tripartita del otro.
         Me dijo que el muchacho del callejón era un tal Ireneo Funes, mentado por algunas rarezas como la de no darse con nadie y la de saber siempre la hora, como un reloj. Agregó que era hijo de una planchadora del pueblo, María Clementina Funes, y que algunos decían que su padre era un médico del saladero, un inglés O'Connor, y otros un domador o rastreador del departamento del Salto. Vivía con su madre, a la vuelta de la quinta de los Laureles.
         Los años ochenta y cinco y ochenta y seis veraneamos en la ciudad de Montevideo. El ochenta y siete volví a Fray Bentos. Pregunté, como es natural, por todos los conocidos y, finalmente, por el “cronométrico Funes”. Me contestaron que lo había volteado un redomón en la estancia de San Francisco, y que había quedado tullido, sin esperanza. Recuerdo la impresión de incómoda magia que la noticia me produjo: la única vez que yo lo vi, veníamos a caballo de San Francisco y él andaba en un lugar alto; el hecho, en boca de mi primo Bernardo, tenía mucho de sueño elaborado con elementos anteriores. Me dijeron que no se movía del catre, puestos los ojos en.la higuera del fondo o en una telaraña. En los atardeceres, permitía que lo sacaran a la ventana. Llevaba la soberbia hasta el punto de simular que era benéfico el golpe que lo había fulminado... Dos veces lo vi atrás de la reja, que burdamente recalcaba su condición de eterno prisionero: una, inmóvil, con los ojos cerrados; otra, inmóvil también, absorto en la contemplación de un oloroso gajo de santonina.
         No sin alguna vanagloria yo había iniciado en aquel tiempo el estudio metódico del latin. Mi valija incluía el De viris illustribus de Lhomond, elThesaurus de Quicherat, los comentarios de Julio César y un volumen impar de la Naturalis historia de Plinio, que excedía (y sigue excediendo) mis módicas virtudes de latinista. Todo se propala en un pueblo chico; Ireneo, en su rancho de las orillas, no tardó en enterarse del arribo de esos libros anómalos. Me dirigió una carta florida y ceremoniosa, en la que recordaba nuestro encuentro, desdichadamente fugaz, “del día siete de febrero del año ochenta y cuatro”, ponderaba los gloriosos servicios que don Gregorio Haedo, mi tío, finado ese mismo año, “había prestado a las dos patrias en la valerosa jornada de Ituzaingó”, y me solicitaba el préstamo de cualquiera de los volúmenes, acompañado de un diccionario “para la buena inteligencia del texto original, porque todavía ignoro el latín”. Prometía devolverlos en buen estado, casi inmediatamente. La letra era perfecta, muy perfilada; la ortografía, del tipo que Andrés Bello preconizó: i por yj por g. Al principio, temí naturalmente una broma. Mis primos me aseguraron que no, que eran cosas de Ireneo. No supe si atribuir a descaro, a ignorancia o a estupidez la idea de que el arduo latín no requería más instrumento que un diccionario; para desengañarlo con plenitud le mandé el Gradus ad Parnassum de Quicherat. y la obra de Plinio:
         El catorce de febrero me telegrafiaron de Buenos Aires que volviera inmediatamente, porque mi padre no estaba “nada bien”. Dios me perdone; el prestigio de ser el destinatario de un telegrama urgente, el deseo de comunicar a todo Fray Bentos la contradicción entre la forma negativa de la noticia y el perentorio adverbio, la tentación de dramatizar mi dolor, fingiendo un viril estoicismo, tal vez me distrajeron de toda posibilidad de dolor. Al hacer la valija, noté que me faltaban el Gradus y el primer tomo de la Naturalis historia. El “Saturno” zarpaba al día siguiente, por la mañana; esa noche, después de cenar, me encaminé a casa de Funes. Me asombró que la noche fuera no menos pesada que el día.
         En el decente rancho, la madre de Funes me recibió. Me dijo que Ireneo estaba en la pieza del fondo y que no me extrañara encontrarla a oscuras, porque Ireneo sabía pasarse las horas muertas sin encender la vela. Atravesé el patio de baldosa, el corredorcito; llegué al segundo patio. Había una parra; la oscuridad pudo parecerme total. Oí de pronto la alta y burlona voz de Ireneo. Esa voz hablaba en latín; esa voz (que venía de la tiniebla) articulaba con moroso deleite un discurso o plegaria o incantación. Resonaron las sílabas romanas en el patio de tierra; mi temor las creía indescifrables, interminables; después, en el enorme diálogo de esa noche, supe que formaban el primer párrafo del vigésimocuarto capítulo del libro séptimo de la Naturalis historia. La materia de ese capítulo es la memoria; las palabras últimas fueron ut nihil non usdem verbis redderetur auditum.
         Sin el menor cambio de voz, Ireneo me dijo que pasara. Estaba en el catre, fumando. Me parece que no le vi la cara hasta el alba; creo rememorar el ascua momentánea del cigarrillo. La pieza olía vagamente a humedad. Me senté; repetí la historia del telegrama y de la enfermedad de mi padre. Arribo, ahora, al más dificil punto de mi relato. Este (bueno es que ya lo sepa el lector) no tiene otro argumento que ese diálogo de hace ya medio siglo. No trataré de reproducir sus palabras, irrecuperables ahora. Prefiero resumir con veracidad las muchas cosas que me dijo Ireneo. El estilo indirecto es remoto y débil; yo sé que sacrifico la eficacia de mi relato; que mis lectores se imaginen los entrecortados períodos que me abrumaron esa noche.
         Ireneo empezó por enumerar, en latín y español, los casos de memoria prodigiosa registrados por la Naturalis historia: Ciro, rey de los persas, que sabía llamar por su nombre a todos los soldados de sus ejércitos; Mitrídates Eupator, que administraba la justicia en los 22 idiomas de su imperio; Simónides, inventor de la mnemotecnia; Metrodoro, que profesaba el arte de repetir con fidelidad lo escuchado una sola vez. Con evidente buena fe se maravilló de que tales casos maravillaran. Me dijo que antes de esa tarde lluviosa en que lo volteó el azulejo, él había sido lo que son todos los cristianos: un ciego, un sordo, un abombado, un desmemoriado. (Traté de recordarle su percepción exacta del tiempo, su memoria de nombres propios; no me hizo caso.) Diecinueve años había vivido como quien sueña: miraba sin ver, oía sin oír, se olvidaba de todo, de casi todo. Al caer, perdió el conocimiento; cuando lo recobró, el presente era casi intolerable de tan rico y tan nítido, y también las memorias más antiguas y más triviales. Poco después averiguó que estaba tullido. El hecho apenas le interesó. Razonó (sintió) que la inmovilidad era un precio mínimo. Ahora su percepción y su memoria eran infalibles.
         Nosotros, de un vistazo, percibimos tres copas en una mesa; Funes, todos los vástagos y racimos y frutos que comprende una parra. Sabía las formas de las nubes australes del amanecer del treinta de abril de mil ochocientos ochenta y dos y podía compararlas en el recuerdo con las vetas de un libro en pasta española que sólo había mirado una vez y con las líneas de la espuma que un remo levantó en el Río Negro la víspera de la acción del Quebracho. Esos recuerdos no eran simples; cada imagen visual estaba ligada a sensaciones musculares, térmicas, etc. Podía reconstruir todos los sueños, todos los entresueños. Dos o tres veces había reconstruido un día entero; no había dudado nunca, pero cada reconstrucción había requerido un día entero. Me dijo: Más recuerdos tengo yo solo que los que habrán tenido todos los hombres desde que el mundo es mundo. Y también: Mis sueños son como 1a vigilia de ustedes. Y también, hacia el alba: Mi memoría, señor, es como vacíadero de basuras. Una circunferencia en un pizarrón, un triángulo rectángulo, un rombo, son formas que podemos intuir plenamente; lo mismo le pasaba a Ireneo con las aborrascadas crines de un potro, con una punta de ganado en una cuchilla, con el fuego cambiante y con la innumerable ceniza, con las muchas caras de un muerto en un largo velorio. No sé cuántas estrellas veía en el cielo.
         Esas cosas me dijo; ni entonces ni después las he puesto en duda. En aquel tiempo no había cinematógrafos ni fonógrafos; es, sin embargo, inverosímil y hasta increíble que nadie hiciera un experimento con Funes. Lo cierto es que vivimos postergando todo lo postergable; tal vez todos sabemos profundamente que somos in—mortales y que tarde o temprano, todo hombre hará todas las cosas y sabrá todo.
         La voz de Funes, desde la oscuridad, seguía hablando..
         Me dijo que hacia 1886 había discurrido un sistema original de numeración y que en muy pocos días había rebasado el veinticuatro mil. No lo había escrito, porque lo pensado una sola vez ya no podía borrársele. Su primer estímulo, creo, fue el desagrado de que los treinta y tres orientales requirieran dos signos y tres palabras, en lugar de una sola palabra y un solo signo. Aplicó luego ese disparatado principio a los otros números. En lugar de siete mil trece, decía (por ejemplo) Máximo Pérez; en lugar de siete mil catorce, El Ferrocarril; otros números eran Luis Melián Lafinur, Olimar, azufre, los bastos, la ballena, gas, 1a caldera, Napoleón, Agustín vedia. En lugar de quinientos, decía nueve. Cada palabra tenía un signo particular, una especie marca; las últimas muy complicadas... Yo traté explicarle que esa rapsodia de voces inconexas era precisamente lo contrario sistema numeración. Le dije decir 365 tres centenas, seis decenas, cinco unidades; análisis no existe en los “números” El Negro Timoteo o manta de carne. Funes no me entendió o no quiso entenderme.
         Locke, siglo XVII, postuló (y reprobó) idioma imposible en el que cada cosa individual, cada piedra, cada pájaro y cada rama tuviera nombre propio; Funes proyectó alguna vez un idioma análogo, pero lo desechó por parecerle demasiado general, demasiado ambiguo. En efecto, Funes no sólo recordaba cada hoja de cada árbol de cada monte, sino cada una de las veces que la había percibido o imaginado. Resolvió reducir cada una de sus jornadas pretéritas a unos setenta mil recuerdos, que definiría luego por cifras. Lo disuadieron dos consideraciones: la conciencia de que la tarea era interminable, la conciencia de que era inútil. Pensó que en la hora de la muerte no habría acabado aún de clasificar todos los recuerdos de la niñez.
         Los dos proyectos que he indicado (un vocabulario infinito para serie natural de los números, un inútil catálogo mental de todas las imágenes del recuerdo) son insensatos, pero revelan cierta balbuciente grandeza. Nos dejan vislumbrar o inferir el vertiginoso mundo de Funes. Éste, no lo olvidemos, era casi incapaz de ideas generales, platónicas. No sólo le costaba comprender que el símbolo genérico perro abarcara tantos individuos dispares de diversos tamaños y diversa forma; le molestaba que el perro de las tres y catorce (visto de perfil) tuviera el mismo nombre que el perro de las tres y cuarto (visto de frente). Su propia cara en el espejo, sus propias manos, lo sorprendían cada vez. Refiere Swift que el emperador de Lilliput discernía el movimiento del minutero; Funes discernía continuamente los tranquilos avances de la corrupción, de las caries, de la fatiga. Notaba los progresos de la muerte, de la humedad. Era el solitario y lúcido espectador de un mundo multiforme, instantáneo y casi intolerablemente preciso. Babilonia, Londres y Nueva York han abrumado con feroz esplendor la imaginación de los hombres; nadie, en sus torres populosas o en sus avenidas urgentes, ha sentido el calor y la presión de una realidad tan infatigable como la que día y noche convergía sobre el infeliz Ireneo, en su pobre arrabal sudamericano. Le era muy difícil dormir. Dormir es distraerse del mundo; Funes, de espaldas en el catre, en la sombra, se figuraba cada grieta y cada moldura de las casas precisas que lo rodeaban. (Repito que el menos importante de sus recuerdos era más minucios y más vivo que nuestra percepción de un goce físico o de un tormento físico.) Hacia el Este, en un trecho no amanzanado, había casas nuevas, desconocidas. Funes las imaginaba negras, compactas, hechas de tiniebla homogénea; en esa dirección volvía la cara para dormir. También solía imaginarse en el fondo del río, mecido y anulado por la corriente.
         Había aprendido sin esfuerzo el inglés, el francés, el portugués, el latín. Sospecho, sin embargo, que no era muy capaz de pensar. Pensar es olvidar diferencias, es generalizar, abstraer. En el abarrotado mundo de Funes no había sino detalles, casi inmediatos.
         La recelosa claridad de la madrugada entró por el patio de tierra.
         Entonces vi la cara de la voz que toda la noche había hablado. Ireneo tenía diecinueve años; había nacido en 1868; me pareció monumental como el bronce, más antiguo que Egipto, anterior a las profecías y a las pirámides. Pensé que cada una de mis palabras (que cada uno de mis gestos) perduraría en su implacable memoria; me entorpeció el temor de multiplicar ademanes inútiles.
         Ireneo Funes murió en 1889, de una congestión pulmonar.



sábado, 4 de julio de 2015

" ¿Él?" de Guy de Maupassant

 ¿Él? de Guy de Maupassant

El siguiente cuento , que en mi opinión es uno de los mejores, nos muestra a un Maupassant en su inicio rumbo a la locura. El relato narrado en primera persona nos muestra a un hombre el cual teme estar solo , y por ello decide casarse. ¿ Qué tiene de raro ? Lo que vivió tiempo atrás es la razón por la cual se casa y nos lo narra. 

                                    ¿Él? 
                         Guy de Maupassant

Amigo mío, ¿no lo comprendes? Lo creo. ¿Piensas que me volví loco? Tal vez sí estoy algo loco, pero no por la causa que imaginaste.
Sí. Me caso. Ahí tienes.
Y, sin embargo, mis ideas y mis convicciones, ahora como siempre, son las mismas. Considero estúpida la unión legal de un hombre y de una mujer. Estoy seguro de que un ochenta por ciento de los maridos han de ser engañados. Y no merecen otra cosa, por haber cometido la idiotez de ligar a otra vida la suya, renunciando al amor libre, lo único hermoso y alegre que hay en el mundo, y de cortar las alas a la fantasía que nos impulsa constantemente hacia todas las hembras agradables, etc. Me siento incapaz de consagrarme a una sola mujer, porque me gustarán siempre todas las mujeres bonitas. Quisiera tener mil brazos, mil bocas, mil... temperamentos, para poder gozar a un tiempo a una muchedumbre de criaturas femeninas.
Y, sin embargo, me caso.
Añade que apenas conozco a mi futura esposa. La he visto nada más tres o cuatro veces. No me disgusta, y esto basta para mis propósitos. Es bajita, rubia y regordeta. En cuanto sea ya su marido, comenzaré a desear una morena delgada y alta. No es rica. Pertenece a una familia modesta en todos los conceptos. Mi futura es una muchacha, como las hay a millares, útiles para el matrimonio, sin virtudes ni defectos aparentes.
Ahora la juzgan bonita; cuando esté casada la juzgarán encantadora. Pertenece al ejército de muchachas que pueden hacer la dicha de un hombre... mientras el marido no repara que prefiere a su elegida cualquiera de las otras.
Ya oigo tu pregunta: ¿Por qué te casas?
Apenas me atrevo a confesar el motivo que me ha impulsado a una resolución tan estúpida.
¡Me caso por no estar solo!
No sé cómo decírtelo, cómo hacértelo comprender. Me compadecerás, despreciándome al mismo tiempo; llegué a una miseria moral inconcebible.
Estar solo, de noche, me angustia. Quiero sentir cerca de mí, junto a mí, a un ser que pueda responderme si hablo; que me diga cualquier cosa.
Quiero alguien que respire a mi lado; poder interrumpir su dulce sueño de pronto, con una pregunta cualquiera, una pregunta imbécil, hecha sin más objeto que oír otra voz, despertar una conciencia; un cerebro que funcione; ver, encendiendo bruscamente mi bujía, un rostro humano junto a mí; porque..., porque..., porque..., ¡me avergüenza confesarlo!..., solo, ¡tengo miedo!
¡Ah! Tú no me comprendes aún.
No temo peligros ni sorpresas. Te aseguro que si en mi alcoba entrara un hombre, lo mataría tranquilamente. Tampoco me infunden temor los aparecidos; no creo en lo sobrenatural. Nunca tuve temor a los muertos; al morir, cada persona se aniquila para siempre.
Y a pesar de todo..., ¡claro!..., a pesar de todo, tengo miedo..., ¡miedo de mí mismo!... Tengo miedo al miedo; me infunden miedo las perturbaciones de mi espíritu. Me asusta la horrible sensación del terror incomprensible.
Ríete de mí si te place. Sufro sin remedio. Me hacen temer las paredes, los muebles, los objetos más triviales que se animan contra mí. Sobre todo, temo los extravíos de mi razón, que se confunde y desfallece acosada por una indescifrable y tenue angustia.
Comienzo por sentir una vaga inquietud que atormenta mi alma y al fin me produce un escalofrío. Vuelvo la vista en torno y no descubro nada que pueda causarme terror. Yo quisiera encontrar algo que lo motivase. ¿Qué? Algo sensible, corpóreo. Pero ¡ay!, lo que más aumenta mi terror es que no hallo su causa.
Si hablo, mi voz me asusta. Si paseo por la estancia, temo tropezar con lo desconocido que se oculta detrás de la puerta, entre la cortina, en el armario, bajo la cama. Y, sin embargo, tengo la certeza de que mi temor es infundado.
Doy media vuelta con brusquedad, temeroso de lo que tengo a la espalda. Y estoy seguro de que no hay nada temible.
Me agito; mi espanto aumenta; cierro con llave mi habitación. Me hundo entre las ropas de mi lecho, haciéndome un caracol; cierro los ojos obstinadamente y permanezco en semejante postura un tiempo indefinido; reflexionando que la bujía sigue ardiendo y que será indispensable apagarla. Ni siquiera me atrevo a moverme.
¿No es horrible vivir así?
Antes, no me preocupaban esas cosas. Entraba en mi habitación tranquilamente. Iba y venía sin que nada turbase mi serenidad. ¡No me hubiera reído poco si alguien me pronosticara que una dolencia de miedo inverosímil, estúpido y terrible me sobrecogería con el tiempo! Entonces no me asustaba poco ni mucho abrir las puertas en la oscuridad, ni acostarme tranquilamente sin echar los cerrojos, y nunca tuve que levantarme a medianoche para convencerme de que todas las aberturas de mi cuarto estaban herméticamente cerradas.
Mi dolencia lastimosa dio comienzo hace un año de un modo especial.
Era en otoño y en una noche húmeda. Cuando se hubo ido mi asistenta, después de servirme la comida, me puse a pensar qué haría yo. Así pasé una hora dando vueltas por mi estancia. Me sentía fatigado, abatido sin causa, impotente para trabajar, sin deseo de coger siquiera un libro para entretenerme.
Una lluvia menuda golpeaba en los cristales; me invadió la tristeza, una tristeza, inexplicable, unas ganas de llorar, un desasosiego verdaderamente invencible.
Me sentía solo, abandonado; mi casa me pareció silenciosa como nunca. Envolvíame una soledad inmensa y desconsoladora. ¿Qué hacer? Me senté; pero una impaciencia nerviosa me hormigueaba en las piernas. Levantándome, volví a pasear. Es posible que tuviera un poco de fiebre; notaba que mis manos cogidas a la espalda, en una posición frecuente cuando se pasea despacio y solo, abrazábanse una contra otra. De pronto, un escalofrío estremeció todo mi cuerpo. Creí que la humedad exterior penetraba, y me puse a encender la chimenea, que no había encendido aún aquel otoño. Me senté, contemplando las llamas. Pero en seguida tuve que levantarme; no podía estar quieto y sentí deseos de salir, de moverme, de hablar con alguien.
Fui a casa de tres amigos; no encontré a ninguno y encamineme hacia el bulevar, ansioso de ver alguna cara conocida.
Todo estaba triste. Las aceras mojadas relucían. Una tibieza de lluvia, una de esas tibiezas que producen estremecimientos crispadores, una tibieza pesada, una humedad impalpable, oscureciendo la luz de los faroles de gas, lo envolvía todo.
Yo avanzaba con paso inseguro, repitiéndome: "No encontraré a nadie con quien hablar". Asomándome a los cafés, recorriendo la Magdalena, sólo vi personas tristes, hombres abatidos, como si les faltaran fuerzas para levantar las copas y las tazas que tenían delante.
Así anduve mucho tiempo, errante, y a medianoche tomé la dirección de mi casa, tranquilo, pero fatigado. El portero, que se acuesta siempre antes de las once, no me hizo esperar en la calle, contra su costumbre. Y me dije: "Acabará de abrir la puerta para otro vecino".
Siempre que salgo de casa, doy las dos vueltas a la llave. Me sorprendió que sólo estaba echado el picaporte, y supuse que habría entrado el portero para dejarme alguna carta sobre la mesa.
Entré. Aún estaba encendida la chimenea; los resplandores del fuego esparcían alguna claridad por la estancia. Acerqueme para encender una luz y vi a un hombre que, sentado en mi sillón, se calentaba los pies, mostrándome la espalda. No sentí miedo. ¡Ah, ni la más insignificante zozobra! Una suposición muy verosímil cruzó mi pensamiento; supuse que alguno de mis amigos fue a verme, y el portero lo hizo entrar para que me aguardara. Y de pronto recordé su prontitud en abrirme la puerta de la calle y la circunstancia de hallarme la de mi cuarto cerrada sólo con picaporte.
Mi amigo dormía profundamente. Un brazo colgaba fuera del sillón y tenía las piernas una sobre otra. Su cabeza, inclinándose, indicaba un sueño tranquilo. Entonces me pregunté: "¿Quién será?". Y cuando puse la mano en su hombro..., el sillón estaba ya vacío. No vi a nadie.
¡Qué sobresalto! ¡Misericordia!
Retrocedí, como si un peligro espantoso me amenazara.
Luego, dando media vuelta en redondo, cercioreme de que tampoco había nadie a mi espalda. Un ansia irresistible me arrastró hacia el sillón vacío. Y estuve en pie, angustioso, jadeante, horrorizado, a punto de caer al suelo, desvanecido.
Pero soy hombre sereno y pronto recobré mi sangre fría. Me dije: "Acabo de padecer una desagradable alucinación. Todo se reduce a eso". Y reflexioné inmediatamente acerca de semejante fenómeno. El pensamiento vuela en tales circunstancias.
Que todo fue alucinación, era seguro. Pero mi espíritu no se había turbado, mi juicio funcionaba mientras sufría natural y lógicamente; luego no hubo desarreglo cerebral. Solamente se habían engañado mis ojos, y su engaño fue origen del error mental. Habían padecido los ojos un extravío, una de las aberraciones visuales que parecen milagrosas a las gentes incultas. Era un poco de congestión, acaso.
Encendí la bujía, y al acercar la mano al fuego, sacudiola un temblor, y me incorporé rápidamente, como si alguien me hubiera tocado por la espalda.
Sentía inquietud...
Anduve de una parte a otra, diciendo algunas frases, para oírme; canté a media voz.
Luego cerré la puerta con llave, y esto me tranquilizó algo. Nadie podía entrar por sorpresa. Sentado, reflexioné las circunstancias de mi aventura; después me fui a la cama y apagué la luz. Al principio nada hubo de particular. Estuve tumbado tranquilamente. Luego sentí ansia de mirar en torno y me apoyé sobre un costado.
En la chimenea sólo había ya dos o tres brasas; lo suficiente para permitirme ver con sus difusos reflejos las patas del sillón, y me pareció que había vuelto a sentarse un hombre.
Encendí una cerilla con rapidez. Me había equivocado. No vi a nadie.
Sin embargo, me levanté, arrastrando el sillón hasta la cabecera de mi cama.
Volviendo a quedarme a oscuras, procuré descansar. Acababa de dormirme cuando se me apareció, en sueños, pero tan claro como si lo viera en realidad, el hombre sentado junto a la chimenea. Despertando con angustia, encendí la luz, y me quedé sentado en la cama sin atreverme a cerrar los ojos.
Dos veces me venció el sueño, a mi pesar; dos veces el fenómeno se reprodujo. Creí volverme loco.
Al amanecer, la claridad me tranquilizó y dormí sosegado hasta el mediodía.
Todo había concluido. Fue una fiebre, una pesadilla, ¿quién sabe? Sin duda estuve algo enfermo. Sólo sentí al despertar mi cerebro atontado.
Pasé alegremente aquel día; comí en el restaurante; fui al teatro; luego, me dispuse a retirarme. Pero, camino de mi casa, una inquietud angustiosa me sobrecogió. Temí encontrarlo; no porque me infundiera miedo verlo, no porque imaginara real su presencia; temía sentir de nuevo el extravío de mis ojos, mi alucinación, miedo al espanto sin causa.
Durante más de una hora estuve arriba y abajo por mi calle hasta que, juzgando imbécil mi temor, entré al fin en casa. Iba temblando hasta el punto de que me fue difícil subir la escalera. Estuve diez minutos en el descansillo, hasta que tuve un momento de serenidad y abrí. Entré con una bujía en la mano, di un puntapié a la puerta de mi alcoba, y mirando ansiosamente hacia la chimenea, no vi a nadie.
-¡Ah!...
¡Qué gusto! ¡Qué alegría! ¡Qué fortuna! Iba de un lado a otro, decidido; pero no estaba satisfecho; de pronto, volvía la cabeza, sobresaltado; cualquier sombra me hacía temer.
Dormí poco y mal, despertándome con frecuencia ruidos imaginarios. Pero no lo vi; no apareció. Desde aquel día, todas las noches el miedo me acosa. Lo adivino cerca de mí, detrás de mí. No se presenta, pero me hace temer. Y ¿por qué temo, si no ignoro que fue alucinación, que no existe, qué no es nada?
Sin embargo, temo, y me obsesiono. "Un brazo colgaba fuera del sillón y tenía las piernas una sobre otra". ¡Basta! ¡Basta! ¡Es insufrible! ¡No quiero pensar y no se aparta de mi pensamiento!
¿Qué significa esa obsesión? ¿Por qué persiste? ¡Veo sus pies junto al fuego!
Me acobardo; es una locura; pero el caso es que me acobardo. ¿Quién es? ¡Ya sé que no existe, que no es nadie! Sólo existe como imagen de mi angustia, de mi desasosiego, de mis temores. ¡Basta, basta!
Sí; por mucho que razono, por más que me lo explico, no puedo estar solo en mi casa. Él no se aparece, pero me domina. No vuelve. Todo acabó. Pero sufro como si volviera. Invisible para mis ojos, ahora se clava en mi pensamiento. Lo adivino detrás de las puertas, dentro del armario, debajo de la cama, en todos los rincones, en cada sombra, entre la oscuridad... Si me acerco a la puerta, si abro el armario, si miro debajo de la cama, si aproximo una luz a los rincones, huye con la oscuridad: nunca se presenta. Quedo convencido, no se presenta, no existe, y, sin embargo, me obsesiona.
Es imbécil y horrible. ¡Qué puedo hacer? ¡Nada!
Si alguien estuviera conmigo, él no me turbaría. Turba mi soledad; le temo, porque la soledad me acongoja.


sábado, 27 de junio de 2015

Carcasona de Lord Dunsany.

Carcasona de Lord Dunsany

El siguiente cuento escrito por las manos del ingles nos traslada a una narración fantástica la cual nos atrapa desde un inicio al describirnos el reino Arn, la forma en la cual se ve estructurado ese imperio y los guerreros que hay. En un momento los personajes escuchan de Carcasona y emprenden un viaje el cual un adivino les profetiza su destino final .  El decirles más sería venderles el cuento, por lo cual espero lo lean y les guste. 


Carcasona

En una carta de un amigo a quien nunca he visto, uno de los que leen mis libros, aparecía datada esta línea: «En cuanto a él, nunca vino a Carcasona.» Ignoro el origen de la línea, pero he hecho este cuentos obre ella.

Cuando Camorak reinaba en Arn, y el mundo era más hermoso, dio una fiesta a todo el Bosque para conmemorar el esplendor de su juventud. Dicen que su casa en Arn era inmensa y elevada, y su techo estaba pintado de azul; y cuando caía la tarde, los hombres se subían por escaleras y encendían los centenares de velas que colgaban de sutiles cadenas. Y dicen también que a veces venia una nube y se filtraba por lo alto de una de las ventanas circulares, y venia sobre el ángulo del edificio, como la bruma del mar viene sobre el borde agudo de un acantilado, donde un antiguo viento ha soplado siempre y siempre (ha arrastrado miles de hojas y miles de centurias; unas y otras son lo mismo para él; no debe vasallaje al Tiempo). Y la nube tomaba nueva forma en la alta bóveda de la sala, y avanzaba lentamente por ella, y salía de nuevo al cielo por otra ventana. Y según su forma, los caballeros, en la sala de Camorak, profetizaban las batallas y los sitios y la próxima temporada de guerra. Dicen de la sala de Camorak en Arn que no ha habido otra como ella en tierra alguna, y predicen que nunca la habrá.

Allí había venido el pueblo del Bosque desde majadas y selvas, revolviendo tardos pensamientos de comida y albergue y amor, y se sentaban maravillados en aquella famosa sala; en ella estaban también sentados los hombres de Arn, la ciudad que se agrupaba en torno a la alta casa del rey, y tenía todos los techos cubiertos con la tierra roja, maternal. Si puede prestarse fe a los viejos cantos, era una sala maravillosa.

Muchos de los que estaban allí sentados la habrían visto sólo desde lejos, una forma clara en el paisaje, algo menor que una montaña. Ahora contemplaban a lo largo del muro las armas de los hombres de Camorak, sobre las cuales habían ya hecho cantos los tañedores de laúd. En ellos describían el escudo de Camorak, que se había agitado en tantas batallas, y los filos agudos, pero mellados, de su espada; allí estaban las armas de Gadriol el Leal, y Norn, y Athoric, de la Espada de Granizo; Heriel el Salvaje, Yarold y Thanga de Esk; sus armas colgaban igualmente todo a lo largo de la sala, a una altura que un hombre pudiera alcanzarlas; y en el sitio de honor en el medio, entre las armas de Camorak y de Gadriol el Leal, colgaba el arpa de Arleón. Y de todas las armas que colgaban en aquellos muros, ningunas fueron más funestas a los enemigos de Camorak que lo fue el arpa de Arleón. Porque para un hombre que marcha a pie contra una plaza fuerte es agradable ciertamente el chirrido y el traqueteo de alguna temerosa máquina de guerra que sus compañeros de armas están manejando detrás, de la cual pasan suspirando sobre su cabeza pesadas rocas que van a caer entre los enemigos; y agradables son para un guerrero en el agitado combate las rápidas órdenes de su rey, y una alegría para él los vítores distantes de sus compañeros, súbitamente exaltados en una de las alternativas de la guerra. Todo esto y más era el arpa para los hombres de Camorak, porque no sólo excitaba a sus guerreros, sino que muchas veces Arleón del Arpa hubo de producir un espanto salvaje entre las huestes contrarias clamando súbitamente una profecía arrebatada, mientras sus manos recorrían las rugientes cuerdas. Además, nunca fue declarada guerra alguna hasta que Camorak y sus hombres hubiesen escuchado largamente el arpa y estuviesen exaltados con la música y locos contra la paz. Una vez, Arleón, con motivo de una rima, había movido guerra a Estabonn; y un mal rey fue derribado, y se ganó honor y gloria; por tan singulares motivos se acrecienta a veces el bien.

Por encima de los escudos y las arpas, todo alrededor de la sala, estaban las pintadas figuras de fabulosos héroes de cantos célebres. Demasiado triviales, porque demasiado sobrepujadas por los hombres de Camorak, parecían todas las victorias que la tierra había conocido; ni siquiera se había desplegado algún trofeo de las setenta batallas de Camorak, porque estas batallas nada eran para sus guerreros o para él en comparación con aquellas cosas que en su juventud habían soñado y que vigorosamente se proponían aún hacer.

Por encima de las pintadas figuras había la oscuridad, porque la tarde se iba cerrando y las velas que colgaban de las ligeras cadenas aún no estaban encendidas en el techo; era como si un pedazo de la noche hubiese sido incrustado en el edificio cual una enorme roca que asoma en una casa. Y allí estaban sentados todos los guerreros de Arn y el pueblo del Bosque admirándolos; y ninguno tenía más de treinta años, y todos fueron muertos en la guerra. Y Camorak estaba sentado a la cabeza de todos, exultante de juventud.

Tenemos que luchar con el tiempo durante unas siete décadas, y es un antagonista débil y flojo en las tres primeras partidas. Encontrábase presente en esta fiesta un adivino, uno que conocía las figuras del Hado y que se sentaba entre el pueblo del Bosque; y no tenía sitio de honor, porque Camorak y sus hombres no tenían miedo al Hado. Y cuando hubieron comido la carne y los huesos fueron echados a un lado, el rey se levantó de su asiento y, después de beber vino, en la gloria de su juventud y con todos sus caballeros en torno suyo, llamó al adivino, diciendo: «Profetiza».

Y el adivino se levantó, acariciando su barba gris, y habló cautelosamente. « Hay ciertos acontecimientos -dijo- sobre los caminos del Hado, que están velados aun ante los ojos de un adivino, y otros muchos tan claros para nosotros, que estarían mejor velados para todos; muchas cosas conozco yo que mejor es no predecirías, y algunas que no puedo predecir, so pena de centurias de castigo. Pero esto conozco y predigo: que nunca llegaréis a Carcasona.»

En seguida hubo un susurro de conversaciones que hablaban de Carcasona; algunos habían oído de ella en discursos o cantos; algunos habían leído cosas de ella, y algunos habían soñado con ella. Y el rey envió a Arleón del Arpa que descendiese del sitio que ocupaba a su derecha y se mezclase con el pueblo del Bosque y oyese lo que dijeran de Carcasona. Pero los guerreros hablaban de las plazas que habían ganado, mucha fortaleza bien defendida, mucha tierra lejana, y juraban que irían a Carcasona.

Y al cabo de un momento volvió Arleón a la derecha del rey, y levantó su arpa y cantó y habló de Carcasona. Muy lejos estaba, enormemente lejos, una ciudad de murallas brillantes que se elevaban las unas sobre las otras, y azoteas de mármol detrás de las murallas, y fuentes centelleantes sobre las azoteas. A Carcasona se habían retirado primero de los hombres los reyes de los elfos con sus hadas, y la habían construido en una tarde a finales de mayo, soplando en sus cuernos de elfos. ¡Carcasona! ¡ Carcasona!

Viajeros la habían visto algunas veces como un claro sueño, con el sol brillando sobre su ciudadela en la cima de una lejana montaña, y en seguida habían venido las nubes o una súbita niebla; ninguno la había visto largo rato ni se había aproximado a ella, aunque una vez hubo ciertos hombres que llegaron muy cerca, y el humo de las casas sopló sobre sus rostros, una ráfaga repentina no más, y éstos declararon que alguien estaba quemando madera de cedro allí.

Hombres habían soñado que allí hay una hechicera que anda solitaria por los fríos patios y corredores de palacios marmóreos, terriblemente bella a pesar de sus ochenta centurias, cantando el segundo canto más antiguo que le fue enseñado por el mar, vertiendo lágrimas de soledad por ojos que enloquecerían a ejércitos, y que, sin embargo, no llamaría junto a sí a sus dragones; Carcasona está terriblemente guardada. Algunas veces nada en un baño de mármol, por cuyas profundidades rueda un río, o permanece toda la mañana al borde secándose lentamente al sol, y contempla cómo el agitado río turba las profundidades del baño. Este río brota al través de las cavernas de la tierra más lejos de lo que ella conoce, sale a la luz en el baño de la hechicera y vuelve a penetrar por la tierra para encaminarse a su propio mar particular.

En otoño desciende a veces crecido y ceñudo con la nieve que la primavera ha derretido en montañas inimaginadas, o pasan bellamente arbustos con flores marchitas de montaña.

Cuando ella canta, las fuentes se alzan danzando de la oscura tierra; cuando se peina sus cabellos, dicen que hay tempestades en el mar; cuando está enojada, los lobos se ponen bravos y todos descienden a sus cubiles; cuando está triste, el mar está triste, y ambos están tristes eternamente. ¡Carcasona! ¡Carcasona!

Esta ciudad es la más bella de las maravillas de la mañana; el sol rompe en alaridos cuando la contempla; por Carcasona, la tarde llora cuando la tarde muere.

Y Arleón dijo cuántos peligros divinos había en derredor de la ciudad, y cómo el camino era desconocido, y que era una aventura caballeresca. Entonces, todos los caballeros se levantaron y cantaron el esplendor de la aventura. Y Camorak juró por los dioses que habían construido a Arn y por el honor de sus guerreros que, vivo o muerto, habría de llegar a Carcasona.

Pero el adivino se levantó y salió de la sala, quitándose las migajas con sus manos y alisándose el traje según marchaba.

Entonces, Camorak dijo: «Hay muchas cosas que planear, y consejos que tomar, y provisiones que reunir. ¿Qué día partiremos?» Y todos los guerreros respondieron gritando: «Ahora.» Y Camorak sonrió, porque sólo había querido probarlos. De los muros tomaron entonces sus armas Sikorix, Kelleron, Aslof, Wole, el del Hacha; Huhenoth, el Quebrantador de la Paz; Wolwuf, Padre de la Guerra; Tarión, Lurth, el del Grito de Guerra, y otros muchos. Poco se imaginaban las arañas que estaban sentadas en aquella sala ruidosa el solaz ininterrumpido que iban pronto a disfrutar.

Cuando se hubieron armado, se formaron todos y salieron de la sala, y Arleón iba delante de ellos a caballo cantando a Carcasona. Pero el pueblo del Bosque levantóse y volvió bien alimentado a sus establos. Ellos no tenían necesidad de guerras o de raros peligros. Ellos estaban siempre en guerra con el hambre. Una larga sequía o un invierno duro eran para ellos batallas campales; si los lobos entraban en un redil, era como la pérdida de una fortaleza; una tormenta en la época de la siega era como una emboscada. Bien alimentados, volvieron lentamente a sus establos, en tregua con el hambre; y la noche se llenó de estrellas.

Y negros sobre el cielo estrellado aparecían los redondos yelmos de los guerreros según pasaban las cimas de los montes, pero en los valles centelleaban aquí y allí, según la luz estelar caía sobre el acero. Seguían detrás de Arleón, que marchaba hacia el Sur, de donde siempre habían venido rumores de Carcasona; así marchaban a la luz de las estrellas, y él delante de todos cantando. Cuando hubieron marchado tan lejos que no oían ningún ruido de Arn, y que hasta el sonido de sus volteantes campanas se había apagado; cuando las velas que ardían allá arriba en las torres no les enviaban ya su desconsolada despedida; en medio de la noche aplaciente que arrulla los rurales espacios, el cansancio vino sobre Arleón y su inspiración decayó. Decayó lentamente. Poco a poco fue estando menos seguro del camino a Carcasona. Unos momentos se detenía a pensar, y recordaba el camino de nuevo; pero su clara certeza había desaparecido, y en su lugar ocupaban su mente esfuerzos por recordar viejas profecías y cantos de pastores que hablaban de la maravillosa ciudad. Entonces, cuando se decía a sí mismo cuidadosamente un canto que un vagabundo había aprendido del muchacho de un cabrero, allá lejos, sobre los bajos declives de extremas montañas meridionales, la fatiga cayó sobre su mente trabajada como nieve sobre los caminos sinuosos de una ciudad ruidosa, enmudeciéndolo todo.

Estaba en pie y los guerreros se agolpaban junto a él. Durante largo tiempo habían pasado a lo largo de grandes encinas que se alzaban solitarias aquí y allí, como gigantes que respiran en enormes alientos el aire de la noche antes de realizar algún hecho terrible; ahora habían llegado a los linderos de un bosque negro; los troncos se erguían como grandes columnas en una sala egipcia, de la cual Dios recibía, según manera antigua, las plegarias de los hombres; la cima de este bosque cortaba el camino de un antiguo viento.

Aquí se pararon todos y encendieron un fuego de ramas sacando chispas del pedernal sobre un montón de helecho. Despojáronse de sus armaduras y sentáronse en torno del fuego, y Camorak se levantó allí y se dirigió a ellos, y Camorak dijo: «Vamos a guerrear contra el Hado, cuya sentencia es que yo no he de llegar a Carcasona. Y si descaminamos una sola de las sentencias del Hado, entonces todo el futuro del mundo es nuestro, y el futuro que el Hado ha dispuesto es como el cauce seco de un río desviado. Pero si hombres como nosotros, si tan resueltos conquistadores no pueden prevenir una sentencia que el Hado ha decidido, entonces la raza de los hombres estará por siempre sujeta a hacer como esclava la mezquina tarea que se le ha señalado. »

Entonces, todos ellos desenvainaron sus espadas y las blandieron en alto en el resplandor de la hoguera, y declararon guerra al Hado.
Nada en el bosque sombrío se movía y ningún ruido se escuchaba.
Hombres cansados no sueñan de guerra. Cuando la mañana vino sobre los campos centelleantes, un grupo de gentes que habían salido de Arn descubrieron el campamento de los guerreros y trajeron tiendas y provisiones. Y los guerreros tuvieron un festín, y los pájaros cantaban en el bosque, y se despertó la inspiración de Arleón.

Entonces se levantaron y, siguiendo a Arleón, entraron en el bosque y marcharon hacia el Sur. Y más de una mujer de Arn les envió sus pensamientos cuando tocaban algún viejo aire monótono; pero sus propios pensamientos iban muy lejos delante de ellos, deslizándose sobre el baño al través de cuyas profundidades corre el río en Carcasona, ciudad de mármol.

Cuando las mariposas danzaban en el aire y el sol se aproximaba al cenit, fueron levantadas las tiendas, y todos los guerreros descansaron; y de nuevo tuvieron festín, y ya avanzada la tarde, continuaron marchando una vez más, cantando a Carcasona.
Y la noche bajó con su misterio sobre el bosque, y dio de nuevo su aspecto demoníaco a los árboles, y sacó de profundidades nebulosas una luna enorme y amarilla. Y los hombres de Arn encendieron hogueras, y súbitas sombras surgieron y se alejaron saltando fantásticamente. Y sopló el viento de la noche, levantándose como un aparecido; y pasaba entre los troncos, y se deslizaba por los claros de luz cambiante, y despertaba a las fieras que aún soñaban con el día, y arrastraba pájaros nocturnos al campo para amenazar a las gentes timoratas, y golpeaba las rosas contra las ventanas de los aldeanos, y murmuraba noticias de la noche amiga, y transportaba a los oídos de los hombres errantes el eco del cantar de una doncella, y daba un encanto misterioso al sonido del laúd tocado en la soledad de unas distantes colinas; y los ojos profundos de las polillas lucían como las lámparas de un galeón, y extendían sus alas y bogaban por su mar familiar. Sobre este viento de la noche también los sueños de los hombres de Camorak iban flotando hacia Carcasona.

Toda la mañana siguiente marcharon y toda la tarde, y conocieron que se iban acercando ahora a las profundidades del bosque. Y los ciudadanos de Arn se apretaron entre si y detrás de los guerreros. Porque las profundidades del bosque eran todas desconocidas de los viajeros, pero no desconocidas para los cuentos de espanto que los hombres dicen por la tarde a sus amigos en el bienestar seguro de sus hogares. Entonces apareció la noche y una luna desmesurada. Y los hombres de Camorak durmieron.

Algunas veces se despertaban y se volvían a dormir; y aquellos que permanecían despiertos largo tiempo y se ponían a escuchar, oían los pasos de pesadas criaturas bípedas marchando lentamente al través de la noche sobre sus patas.
Tan pronto como hubo luz, los hombres sin armas de Arn principiaron a escurrirse y se volvieron en bandas al través del bosque. Cuando vino la oscuridad, no se detuvieron para dormir, sino que continuaron huyendo todo derecho hasta que llegaron a Arn, y con los cuentos que allí dijeron aumentaron aún el terror de la selva.

Pero los guerreros tuvieron un festín, y después Arleón se levantó y tocó su arpa, y los condujo otra vez; y unos pocos fieles servidores permanecieron con ellos aún. Y marcharon todo el día al través de una oscuridad que era tan vieja como la noche. Pero la inspiración de Arleón ardía en su mente como una estrella. Y los condujo hasta que los pájaros comenzaron a posarse en las cimas y anochecía, y todos ellos acamparon. Tenían ahora sólo una tienda que les habían dejado, y junto a ella encendieron una hoguera, y Camorak puso un centinela con la espada desnuda, justamente detrás del resplandor del fuego. Algunos de los guerreros dormían en el pabellón, y otros alrededor de él. Cuando vino la aurora, algo terrible había matado al centinela y se lo había comido. Pero el esplendor de los rumores de Carcasona, y el decreto del Hado, que nunca llegarían a ella, y la inspiración de Arleón y su arpa, todo incitaba a los guerreros; y marcharon todo el día más y más adentro en la selva.

Una vez vieron un dragón que había cogido un oso y estaba jugando con él, dejándole correr un corto trecho y alcanzándolo con una zarpa.
Por fin vinieron a un claro en la selva a punto de anochecer. Un perfume de flores ascendía de él como una niebla, y cada gota de rocío interpretaba el cielo en sí misma. Era la hora en que el crepúsculo besa a la Tierra.

Era la hora en que viene una significación a las cosas sin sentido, y los árboles superan en majestad la pompa de los monarcas, y las tímidas criaturas salen a hurtadillas en busca del alimento, y los animales de rapiña sueñan aún inocentemente, y la Tierra exhala un suspiro, y es de noche.
En medio del vasto claro, los guerreros de Camorak acamparon, y se alegraron viendo aparecer de nuevo las estrellas, una tras otra.

Esta noche comieron las últimas provisiones y durmieron sin que los molestasen las alimañas rapaces que pueblan la oscuridad de la selva. Al día siguiente, algunos de los guerreros cazaron ciervos, y otros permanecieron en los juncos de un lago vecino y dispararon flechas contra las aves acuáticas. Mataron un ciervo, y algunos gansos, y varias cercetas.
Aquí continuaron los aventureros respirando el aire salvaje que las ciudades no conocen; durante el día cazaban, y encendían hogueras por la noche, y cantaban y tenían festines, y se olvidaban de Carcasona. Los terribles habitantes de las tinieblas nunca los molestaban; la carne de venado era abundante, y toda clase de aves acuáticas; gustaban de la caza por el día, y por la noche de sus cantos favoritos. Así fueron pasando un día y otro, y así una y otra semana. El tiempo arrojó sobre este campamento un puñado de mediodías, las lunas de oro y plata que van consumiendo el año; el Otoño y el Invierno pasaron, y la Primavera apareció; los guerreros continuaban allí en sus cacerías y sus banquetes.

Una noche de primavera se hallaban en un banquete alrededor del fuego, y contaban cuentos de caza; y las blandas polillas salían de la oscuridad y paseaban sus colores por la luz del fuego, y volvían grises a la oscuridad otra vez; y el viento de la noche era frío sobre los cuellos de los guerreros, y la hoguera del campamento era cálida en sus rostros, y un silencio se había establecido entre ellos después de algún canto; y Arleón se alzó repentinamente, acordándose de Carcasona. Y su mano se deslizó sobre las cuerdas del arpa, despertando las más profundas, como el ruido de gentes ágiles que están danzando sobre el bronce; y la música se iba a perder entre el propio silencio de la noche, y la voz de Arleón se levantó:

«Cuando hay sangre en el baño, ella conoce que hay guerra en las montañas y anhela oír el grito de combate que lanzan hombres de sangre real.»
Y súbitamente todos gritaron: «¡Carcasona!» Y con esta palabra su pereza desapareció como desaparece un sueño de un soñador despertado por un grito. Y pronto principió la gran marcha que ya no tuvo vacilaciones ni titubeos.

Llegaron a convertirse en un proverbio de la marcha errante, y nació una leyenda de hombres extraños, desconsolados. Las gentes hablaban de ellos a la caída de la noche, cuando el fuego ardía vivamente y la lluvia caía de los aleros. Y cuando el viento era fuerte, los niños pequeños creían llenos de miedo que los Hombres que Nunca Descansarían pasaban haciendo ruido. Se referían cuentos extraños de hombres en vieja armadura gris que avanzaban por las cimas de los collados y que jamás pedían albergue; y las madres decían a sus hijos, impacientes de permanecer en casa, que los grises errabundos habían sentido en otro tiempo la misma impaciencia, y ahora no tenían esperanza de descanso y eran arrastrados con la lluvia cuando el viento se enfurecía. Pero los errabundos se sentían excitados en sus marchas continuas por la esperanza de llegar a Carcasona, y más tarde por la cólera contra el Hado, y últimamente continuaban marchando porque parecía mejor continuar marchando que pensar.

Y un día llegaron a una región montuosa, con una leyenda en ella que sólo tres valles más allá se podía ver, en días claros, Carcasona. Aunque estaban cansados y eran pocos, y se hallaban gastados por los años, que todos les habían traído guerras, lanzáronse al instante, conducidos siempre por la inspiración de Arleón, ya decaído por la edad, aunque seguía tocando música con su vieja arpa.

Todo el día fueron descendiendo al primer valle, y durante dos días subieron, y llegaron a la Ciudad Que No Puede Ser Tomada En Guerra, debajo de la cima de la montaña, y sus puertas fueron cerradas contra ellos, y no había camino alrededor. A derecha e izquierda había precipicios escarpados en todo lo que alcanzaba la vista o decía la leyenda, y el paso se hallaba al través de la ciudad. Por esto Camorak formó a los guerreros que le quedaban en línea de batalla para sostener su última guerra, y avanzaron sobre los huesos calcinados de antiguos ejércitos sin enterrar.

Ningún centinela los desafió en la puerta; ninguna flecha voló de torre alguna de guerra. Un ciudadano trepó solo a la cumbre de la montaña, y los demás se escondieron en lugares abrigados. Porque en la cumbre de la montaña, abierta en la roca, había una profunda caverna en forma de taza, y en esa caverna ardían suavemente hogueras. Pero si alguien arrojaba un guijarro a las hogueras, como uno de estos ciudadanos tenía costumbre de hacer cuando los enemigos se acercaban, la montaña lanzaba rocas intermitentes durante tres días, y las rocas caían llameantes sobre toda la ciudad y todos sus alrededores. Y precisamente cuando los hombres de Camorak principiaron a golpear la puerta para derribarla, oyeron un estallido en la montaña, y una gran roca cayó detrás de ellos y se precipitó rodando al valle. Las dos siguientes cayeron frente a ellos sobre los techos de hierro de la ciudad. Justamente cuando entraban en la ciudad, una roca los encontró apiñados en una calle estrecha y aplastó a dos de ellos. La montaña humeaba y parecía palpitar; a cada palpitación, una roca se hundía en las calles o botaba sobre los pesados techos de hierro, y el humo subía lentamente, lentamente.

Cuando al través de las largas calles desiertas de la ciudad llegaron a la puerta cerrada del fin, sólo cincuenta quedaban. Cuando hubieron conseguido derribar la puerta, no había más que diez vivos. Otros tres fueron muertos cuando iban subiendo la cuesta, y dos cuando pasaban cerca de la terrible caverna. El Hado permitió que el resto avanzase algún trecho bajando la montaña por el otro lado, y entonces les tomó tres de ellos. Sólo Camorak y Arleón habían quedado vivos. Y la noche descendió sobre el valle al cual habían venido, y estaba iluminada por los resplandores de la fatal montaña; y los dos hicieron duelo de sus camaradas durante toda la noche.

Pero cuando vino la mañana se acordaron de su guerra contra el Hado y su vieja resolución de llegar a Carcasona, y la voz de Arleón se alzó en un canto vibrante, y arrancó música de su vieja arpa, y se puso en pie, y marchó rostro al Sur como había hecho años y años, y detrás de él iba Camorak. Y cuando al fin subieron desde el último valle y se pararon sobre la cima del collado en la luz dorada de la tarde, sus ojos envejecidos vieron sólo millas de selva y los pájaros que se retiraban a sus nidos.

Sus barbas estaban blancas, y habían viajado muy lejos y con muchos trabajos; les había llegado el tiempo en que un hombre descansa de sus trabajos y sueña, durmiendo ligeramente, con los años que fueron y no con los que serán.
Largo tiempo miraron hacia el Sur; y el sol se puso sobre los remotos bosques, y las luciérnagas encendieron sus lámparas, y la inspiración de Arleón se alzó y huyó para siempre, para alegrar, acaso, los sueños de hombres más jóvenes.
Y Arleón dijo: «Mi rey, no conozco ya el camino de Carcasona. »
Y Camorak sonrió como sonríen los ancianos, con poco motivo de alegría, y dijo:
«Los años van pasando por nosotros como grandes pájaros ahuyentados de alguna antigua ciénaga gris por la fatalidad, el Destino y los designios de Dios. Y puede muy bien ser que contra éstos no haya guerrero que sirva, y que el Hado nos haya vencido, y que nuestro afán haya fracasado.»
Y después de esto se quedaron silenciosos.
Entonces desenvainaron sus espadas, y uno junto al otro, bajaron a la selva, buscando aún a Carcasona.

Yo imagino que no fueron muy lejos, porque había mortales pantanos en aquel bosque, y tinieblas más tenaces que las noches, y bestias terribles acostumbradas a sus caminos. Ni hay allí leyenda alguna, ni en verso ni entre los cantos del pueblo de las campiñas, de que alguno hubiese llegado a Carcasona.



jueves, 25 de junio de 2015

NOVELA Las batallas en el desierto de José Emilio Pacheco

Las batallas en el desierto de José Emilio Pacheco

Al leer la novela de José Emilio, me transporté a un México que existió entre los años cuarenta y cincuenta. La trama principal de la novela es la vida de un adolescente el cual se enamora de mujer de mayor edad a la de él. Lo que les rodea es ( en mi opinión) lo que le da esa magia al texto, un país el cual se empieza a ver afectado por la importación de productos del extranjero, la inocencia de un adolescente de esa época, los medios de comunicación ; en fin , la novela nos da pinceladas de esa magia del México que ha muerto. Espero puedan adquirir la novela en libros de viejo y conservarla por largo tiempo.


sábado, 20 de junio de 2015

Cuentos breves y extraordinarios . Antología de Jorge Luis Borges y Adolfo Bioy Casares

Cuentos breves y extraordinarios . Antología de Jorge Luis Borges y Adolfo Bioy Casares 

En la siguiente antología realizada por Borges y Bioy Casares encontré estos textos fabulosos. Los temas son variados pero no así el efecto con el cual impactan al lector.

EL CIERVO ESCONDIDO

Un leñador de Cheng se encontró en el campo con un ciervo asustado y lo mató. Para evitar que otros lo descubrieran, lo enterró en el bosque y lo tapó con hojas y ramas. Poco después olvidó el sitio donde lo había ocultado y creyó que todo había ocurrido en un sueño. Lo contó, como si fuera un sueño, a toda la gente. Entre los oyentes hubo uno que fue a buscar el ciervo escondido y lo encontró. Lo llevó a su casa y dijo a su mujer:
-Un leñador soñó que había matado un ciervo y olvidó dónde lo había escondido y ahora yo lo he encontrado. Ese hombre sí que es un soñador.
-Tú habrás soñado que viste un leñador que había matado un ciervo. ¿Realmente crees que hubo un leñador? Pero como aquí está el ciervo, tu sueño debe ser verdadero -dijo la mujer.
-Aun suponiendo que encontré el ciervo por un sueño -contestó el marido- ¿a qué preocuparse averiguando cuál de los dos soñó?
Aquella noche el leñador volvió a su casa, pensando todavía en el ciervo, y realmente soñó, y en el sueño soñó el lugar donde había ocultado el ciervo y también soñó quién lo había encontrado. Al alba fue a casa del otro y encontró el ciervo. Ambos discutieron y fueron ante un juez, para que resolviera el asunto. El juez le dijo al leñador:
-Realmente mataste un ciervo y creíste que era un sueño. Después soñaste realmente y creíste que era verdad. El otro encontró el ciervo y ahora te lo disputa, pero su mujer piensa que soñó que había encontrado un ciervo que otro había matado. Luego, nadie mató al ciervo. Pero como aquí está el ciervo, lo mejor es que se lo repartan.
El caso llegó a oídos del rey de Cheng y el rey de Cheng dijo:
-¿Y ese juez no estará soñando que reparte un ciervo?

Liehtse (c. 300 a. C.)]

EL ENCUENTRO

Ch'ienniang era la hija del señor Chang Yi, funcionario de Hunan. Tenía un primo llamado Wang Chu, que era un joven inteligente y bien parecido. Se habían criado juntos, y como el señor Chang Yi quería mucho al joven, dijo que lo aceptaría como yerno. Ambos oyeron la promesa y como ella era hija única y siempre estaban juntos, el amor creció día a día. 
Ya no eran niños y llegaron a tener relaciones íntimas. Desgraciadamente, el padre era el único en no advertirlo. Un día un joven funcionario le pidió la mano de su hija. El padre, descuidando u olvidando su antigua promesa, consintió. 
Ch'ienniang, desgarrada por el amor y por la piedad filial, estuvo a punto de morir de pena, y el joven estaba tan despechado que resolvió irse del país para no ver a su novia casada con otro. Inventó un pretexto y comunicó a su tío que tenía que irse a la capital. Como el tío no logró disuadirlo, le dio dinero y regalos y le ofreció una fiesta de despedida. Wang Chu, desesperado, no cesó de cavilar durante la fiesta y se dijo que era mejor partir y no perseverar en un amor sin ninguna esperanza. 
Wang Chu se embarcó una tarde y había navegado unas pocas millas cuando cayó la noche. Le dijo al marinero que amarrara la embarcación y que descansaran. No pudo conciliar el sueño y hacia la media noehe oyó pasos que se acercaban. Se incorporó y preguntó: 
-- ¿Quién anda a estas horas de la noche? 
-- Soy yo, soy Ch'ienniang,-fue la respuesta. Sorprendido y feliz, la hizo entrar en la embarcación. Ella le dijo que había esperado ser su mujer, que su padre había sido injusto con él y que no podía resignarse a la separación. También había temido que Wang Chu, solitario y en tierras desconocidas, se viera arrastrado al suicidio. Por eso había desafiado la reprobación de la gente y la cólera de los padres y había venido para seguirlo adonde fuera. 
Ambos, muy dichosos, prosiguieron el viaje a Szechuen. 
Pasaron cinco años de felicidad y ella le dio dos hijos. Pero no llegaron noticias de la familia y Ch'ienniang pensaba diariamente en su padre. Esta era la única nube en su felicidad. Ignoraba si sus padres vivían o no y una noche le confesó a Wang Chu su congoja; como era hija única se sentía culpable de una grave impiedad filial. 

—Tienes un buen corazón de hija y yo estoy contigo —respondió él—. Cinco años han pasado y ya no estarán enojados con nosotros. Volvamos a casa—. Ch'ienniang se regocijó y se aprestaron para regresar con los niños. 

Cuando la embarcación llegó a la ciudad natal, Wang Chu le dijo a Ch'ienniang: 
-— No sé en qué estado de ánimo encontraremos a tus padres. Déjame ir solo a averiguarlo —. Al avistar la casa, sintió que el corazón le latía. Wang Chu vio a su suegro, se arrodilló, hizo una reverencia y pidió perdón. Chang Yi lo miró asombrado y le dijo: 
-— ¿De qué hablas? Hace cinco años que Ch'ienniang está en cama y sin conciencia. No se ha levantado una sola vez. 
—- No estoy mintiendo —dijo Wang Chu—. Está bien y nos espera a bordo. 
Chang Yi no sabía qué pensar y mandó dos doncellas a ver a Ch'ienniang. A bordo la encontraron sentada, bien ataviada y contenta; hasta les mandó cariños a sus padres. Maravilladas, las doncellas volvieron y aumentó la perplejidad de Chang Yi. 

Entre tanto, la enferma había oído las noticias y parecía ya libre de su mal y había luz en sus ojos. Se levantó de la cama y se vistió ante el espejo. Sonriendo y sin decir una palabra, se dirigió a la embarcación. La que estaba a bordo iba hacia la casa y se encontraron en la orilla. Se abrazaron y los dos cuerpos se confundieron y sólo quedó una Ch'ienniang, joven y bella como siempre. Sus padres se regocijaron, pero ordenaron a los sirvientes que guardaran silencio, para evitar comentarios. 

Por más de cuarenta años, Wang Chu y Ch'ienniang vivieron juntos y felices. 
(Cuento de la dinastía Tang, 618—906 a.C.)

LA SOMBRA DE LAS JUGADAS

En uno de los cuentos que integran la serie de lo Mabinogion, dos reyes enemigos juegan al ajedrez, mientras en un valle cercano sus ejércitos luchan y se destrozan. Llegan mensajeros con noticias de la batalla; los reyes no parecen oírlos e, inclinados sobre el tablero de plata, mueven las piezas de oro. Gradualmente se aclara que las vicisitudes del combate siguen las vicisitudes del juego. Hacia el atardecer, uno de los reyes derriba el tablero, porque le han dado jaque mate y poco después un jinete ensangrentado le anuncia: 
-Tu ejército huye, has perdido el reino.

Edwin Morgan, The Week-End Companions to Wales and Cornwall (Chester,1929)

CUENTO

El rey ordenó: (Te condeno a morir, pero a morir como Xios y no como Tú) que Xios fuera llevado a un país enteramente distinto. Cambiado su nombre, artísticamente mutilados sus rasgos. La gente del país obligada a crearle un pasado, una familia, talentos muy diversos de los suyos.
Si recordaba algo de su vida anterior, lo rebatían, le decían que estaba loco, etcétera...
Le habían preparado una familia, mujer e hijos que se daban por suyos.
En fin, todo le decía que era el que no era.

Paul Valery 
(Histoires brisées, 1950)
LA PROTECCIÓN DEL LIBRO

El literato Wu, de Ch'iang Ling, había insultado al mago Chang Ch'i Shen. Seguro de que éste procuraría vengarse, Wu pasó la noche levantado, leyendo, a la luz de la lámpara, el sagrado Libro de las transformaciones. De pronto se oyó un golpe de viento que rodeaba la casa, y apareció en la puerta un guerrero que lo amenazó con su lanza. Wu lo derribó con el libro. Al inclinarse para mirarlo, vio que no era más que una figura, recortada en papel. La guardó entre las hojas. Poco después entraron dos pequeños espíritus malignos, de cara negra y blandiendo hachas. También éstos, cuando Wu los derribó con el libro, resultaron ser figuras de papel. Wu las guardó como a la primera. A media noche, una mujer, llorando y gimiendo, llamó a la puerta.
-Soy la mujer de Chang -declaró-. Mi marido y mis hijos vinieron a atacarlo y usted los ha encerrado en su libro. Le suplico que los ponga en libertad.
-Ni sus hijos ni su marido están en mi libro -contestó Wu-. Sólo tengo estas figuras de papel.
-Sus almas están en esas figuras -dijo la mujer-. Si a la madrugada no han vuelto, sus cuerpos, que yacen en casa, no podrán revivir.
-¡Malditos magos! -gritó Wu-. ¿Qué merced pueden esperar? No pienso ponerlos en libertad. De lástima, le devolveré uno de sus hijos, pero no pida más.
Le dio una de las figuras de cara negra.
Al otro día supo que el mago y su hijo mayor habían muerto esa noche.

G. Willoughby-Meade, Chinese Ghouls and Goblings (1928) 


sábado, 6 de junio de 2015

LA MITOLOGÍA EN FRANZ KAFKA

LA MITOLOGÍA EN FRANZ KAFKA 

buscando en los adentros del libro de Franz Kafka " La muralla china" encontré varios cuentos, sin embargo , por fortuna, hallé cuentos relacionados con la mitología griega. El primer cuento nos menciona a un Ulises ( Odiseo) con hazañas falsas, pero al mismo tiempo, Kafka, nos recuerda como el silencio de las sirenas es mas fuerte y hermoso que el mismo canto que cautiva a los marinos. El siguiente relato de nombre " Pormeteo" nos habla de ese Titán y cuatro historias diferentes sobre el mito y el castigo que en él recaen..En el último relato,  nos encontramos a un Poseidón ocupado por contar las tareas  del océano; el dios del mar se humaniza. 

EL SILENCIO DE LAS SIRENAS

Existen métodos insuficientes, casi pueriles, que también pueden servir para la salvación. He aquí la prueba:
Para protegerse del canto de las sirenas, Ulises tapó sus oídos con cera y se hizo encadenar al mástil de la nave. Aunque todo el mundo sabía que este recurso era ineficaz, muchos navegantes podían haber hecho lo mismo, excepto aquellos que eran atraídos por las sirenas ya desde lejos. El canto de las sirenas lo traspasaba todo, la pasión de los seducidos habría hecho saltar prisiones más fuertes que mástiles y cadenas. Ulises no pensó en eso, si bien quizá alguna vez, algo había llegado a sus oídos. Se confió por completo en aquel puñado de cera y en el manojo de cadenas. Contento con sus pequeñas estratagemas, navegó en pos de las sirenas con alegría inocente.
Sin embargo, las sirenas poseen un arma mucho más terrible que el canto: su silencio. No sucedió en realidad, pero es probable que alguien se hubiera salvado alguna vez de sus cantos, aunque nunca de su silencio. Ningún sentimiento terreno puede equipararse a la vanidad de haberlas vencido mediante las propias fuerzas.
En efecto, las terribles seductoras no cantaron cuando pasó Ulises; tal vez porque creyeron que a aquel enemigo sólo podía herirlo el silencio, tal vez porque el espectáculo de felicidad en el rostro de Ulises, quien sólo pensaba en ceras y cadenas, les hizo olvidar toda canción.
Ulises (para expresarlo de alguna manera) no oyó el silencio. Estaba convencido de que ellas cantaban y que sólo él estaba a salvo. Fugazmente, vio primero las curvas de sus cuellos, la respiración profunda, los ojos llenos de lágrimas, los labios entreabiertos. Creía que todo era parte de la melodía que fluía sorda en torno de él. El espectáculo comenzó a desvanecerse pronto; las sirenas se esfumaron de su horizonte personal, y precisamente cuando se hallaba más próximo, ya no supo más acerca de ellas.
Y ellas, más hermosas que nunca, se estiraban, se contoneaban. Desplegaban sus húmedas cabelleras al viento, abrían sus garras acariciando la roca. Ya no pretendían seducir, tan sólo querían atrapar por un momento más el fulgor de los grandes ojos de Ulises.
Si las sirenas hubieran tenido conciencia, habrían desaparecido aquel día. Pero ellas permanecieron y Ulises escapó.
La tradición añade un comentario a la historia. Se dice que Ulises era tan astuto, tan ladino, que incluso los dioses del destino eran incapaces de penetrar en su fuero interno. Por más que esto sea inconcebible para la mente humana, tal vez Ulises supo del silencio de las sirenas y tan sólo representó tamaña farsa para ellas y para los dioses, en cierta manera a modo de escudo.



PROMETEO

De Prometeo nos hablan cuatro leyendas.
Según la primera, lo amarraron al Caucazo por haber dado a conocer a los hombres los secretos divinos, y los dioses enviaron numerosas águilas a devorar su hígado, en continua renovación.

De acuerdo con la segunda, Prometeo,
deshecho por el dolor que le producían los picos desgarradores,
se fue empotrando en la roca hasta llegar a fundirse con ella.

Conforme a la tercera, su traición paso al olvido con el correr de los siglos.
 Los dioses lo olvidaron, las águilas, lo olvidaron, el mismo se olvidó.

Con arreglo a la cuarta, todos se aburrieron de esa historia absurda.
Se aburrieron los dioses, se aburrieron las águilas y la herida se cerró de tedio.

Solo permaneció el inexplicable peñasco.

La leyenda pretende descifrar lo indescifrable.

Como surgida de una verdad, tiene que remontarse a lo indescifrable.



POSEIDÓN

Poseidón estaba sentado ante su escritorio, haciendo cuentas. La administración de todas las aguas le daba enorme trabajo.
Podría haber tenido auxiliares, todos los que quisiera (y los tenía en gran número), pero desde que tomó su trabajo con la mayor seriedad, terminó revisando todos los números y cálculos por sí mismo, y en esta tarea sus auxiliares constituían una muy pobre ayuda.
No se podría decir que su trabajo le gustara; lo hacía sólo porque le había sido asignado: ya había pedido un cambio, un trabajo más movido, pero cada vez que le habían ofrecido uno diferente se convenció de que, en realidad, lo mejor para él era su situación actual. Además, resultaba bastante difícil encontrar un trabajo distinto para Poseidón. No era posible asignarlo a un mar particular; dejando de lado el hecho de que en ese caso su trabajo sólo disminuiría en cantidad, el gran Poseidón sólo podría, en esa situación, ocupar un cargo jerárquico. Y cuando se le ofrecía un trabajo lejos del agua, la sola idea lo enfermaba, su divina respiración se alteraba, y su pecho de bronce comenzaba a palpitar.
Por lo demás, sus quejas no eran verdaderamente tomadas en serio; cuando uno de los poderosos se pone fastidioso, lo corriente es hacer esfuerzos aparentes para tranquilizarlo. En realidad era imposible imaginar un cambio de destino para Poseidón: había sido asignado Dios del Mar desde el comienzo y en ese puesto tenía que seguir.
Lo que más lo exasperaba (y era el motivo principal de su insatisfacción por el trabajo) era conocer las ideas que se tenían de él: como si siempre estuviera surcando las ondas con su tridente, cuando en realidad permanecía sentado allí, en las profundidades, haciendo cuentas interminablemente, rompiendo de vez en cuando esa melancolía con alguna visita a Júpiter; visita, por lo demás, de la que generalmente regresaba enfurecido. De modo que casi no había visto el mar; sólo lo había contemplado fugazmente en alguno de sus apurados ascensos al Olimpo y jamás había viajado recorriéndolo. Solía decir que lo que él aguardaba era el fin del mundo, cuando, probablemente se le concedería un momento de tranquilidad durante el cual, justo antes del fin, y después de haber controlado la última hilera de números, le sería imposible hacer un rápido viajecito.
Poseidón terminó por aburrirse de su mar. Dejó caer el tridente. Se sentó en silencio en la costa rocosa.

Una gaviota, amedrentada por su presencia, volaba en círculos alrededor de su cabeza.